¿Cuál es el don del Espíritu Santo que Jesús da a sus discípulos cuando aparece en medio de ellos? (Lc 24,36-49)
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19 Cuando
llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana,
estando bien cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso delante
y les
dice: «Paz a vosotros.» 20 Y,
dicho esto, les mostró también las
manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría
al ver al Señor. 21 Entonces les dijo [Jesús] por segunda vez: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo.» 22 Y, dicho
esto, sopló y les dice: «Recibid (el) Espíritu Santo.
23 A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedarán retenidos.»
La tarde del
domingo de pascua los discípulos (a excepción de Tomás, v. 24) se
encuentran reunidos en un lugar de Jerusalén; permanecen a
puerta cerrada por temor a los judíos, es decir, a los espías
de los judíos. Se les presenta el resucitado 10, manifestándose inesperadamente
en medio de ellos y saludándolos con la fórmula
acostumbrada: «Paz a vosotros», con la cual les comunica su
paz". Su manifestación con las puertas cerradas demuestra que posee
ya existencia gloriosa, no sujeta a las leyes del espacio.
Pero este modo
de hacerse presente podía dar lugar a pensar que se tratara de un
espíritu o de un fantasma12, y por eso, para disipar todo
error, muestra a los discípulos las heridas de las manos y del
costado, que son la mejor prueba de la realidad de la resurrección y
de la identidad de la figura que ven con la persona del crucificado
(cf. Lc 24,39).
Al ver al Señor,
de cuya resurrección han sido informados ya por Magdalena,
los discípulos se sienten embargados de profunda alegría, y
experimentan el cumplimiento de la promesa que Jesús les
había hecho en el momento de partir, a saber, que su angustia se
convertiría en gozo13. Repetido el
augurio de paz, el resucitado imparte a los
discípulos su misión, sirviéndose de las mismas palabras que
usó en la oración de despedida14, si bien allí considera la
misión como ya impartida, por haberse verificado ya en su espíritu. Como
él es el enviado de Dios, así ellos deben ser sus enviados (cf.
3,20). Con esta misión reciben el encargo de proseguir la obra
confiada a él por el Padre, cual es el anuncio de la revelación divina
a los hombres (18,37) y la comunicación de la salud. En seguida 22 el resucitado otorga a los discípulos el don del
Espíritu Santo, prometido anteriormente en los discursos de
despedida. El gesto simbólico de soplar hacia ellos tiene sus
precedentes en Gen 2,7; Sab 15,11, donde
se dice que Dios inspiró en el primer hombre el hálito de la
vida (cf. también Ez 37,9ss). Sólo que, mientras en los pasajes
citados del Antiguo Testamento se trata de la comunicación de
la vida natural, o del alma, aquí, en cambio, se trata del don del Espíritu
divino entendido como medio para poder cumplir la misión a
que los discípulos están destinados.
Ahora los
discípulos reciben el poder de perdonar los pecados. 23 Lo
que en Mt 16,19 fue prometido a Pedro, y en Mt 18,18 a todos los
apóstoles, se les concede ahora: el poder de perdonar y de retener
los pecados. La metáfora de «atar» y «desatar», que se lee
en Mt 16,19; 18,18, significa prácticamente lo mismo que
perdonar y retener los pecados. Jesús confiere, pues, a los
discípulos la potestad de perdonar los pecados, potestad que él
mismo ejercitó durante su vida terrena conforme a su condición de
Hijo del hombre15. Si distingue expresamente entre el remitir y el
retener los pecados, lo hace para expresar que los discípulos no
pueden usar arbitrariamente de la potestad recibida, sino que
deben obrar de acuerdo con el mérito de los hombres.
La Iglesia tiene
razón de ver en estas palabras de Jesús la institución del
sacramento de la penitencia. Es verdad que los más antiguos
padres de la Iglesia las relacionan con el bautismo y la consiguiente
aceptación en el seno de la Iglesia, que tiene por consecuencia la
remisión de los pecados, o bien con el rechazo de la misma.
Por ejemplo, san Cipriano dice que por Jn 20,22-23 «vemos cómo
sólo los jefes de la Iglesia están autorizados para bautizar y para
comunicar la remisión de los pecados, mientras que fuera de ella,
donde nadie está autorizado para atar o desatar, nada puede ser
atado o desatado» 1B. Pero el v. 23, juntamente con Mt 16,19; 18,18,
se aplicaba también a la disciplina penitencial, aunque ciertamente de manera
impropia, porque en la penitencia pública no se daba verdadera absolución, sino sólo la manifestación de
un juicio acerca de la penitencia cumplida17.
Se ha afirmado
que los v. 22-23 están en contradicción con Act 2 (la venida del
Espíritu Santo en pentecostés), ya que, según ellos, para Juan es lo mismo
pascua que pentecostés. Pero la afirmación no es exacta; en
efecto, como lo reconocen ya muchos padres, el don del Espíritu
Santo el día de pascua comunica a los apóstoles la idoneidad
para cumplir su misión, y les confiere, en particular, el
poder de perdonar los pecados, mientras que en pentecostés se les
otorgan dones especiales de orden extraordinario (carismas, poder
de hacer milagros, etc.), destinados a hacer más eficaz su actividad
misionera18. Por otra parte, los dones
de pentecostés no los recibieron sólo los apóstoles, pues con ellos
los recibieron también todos los discípulos presentes (Act 2,1.38).
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10.
Jn 14,18; 16,16ss.
11.
Jn 14,27; 16,33.
12.
Lc 24,37: «Creían estar viendo un espíritu»; Me 6,49 par.
13.
Jn 16,20-22; 17,13.
14.
Jn 17,18; cf. también 4,38.
15.
Mc 2,5 par; Le 7,47-48.
16.
CIPRIANO, Cartas 69,11; 73,7.
17
Cf. FIRMILIANO, Carta a san Cipriano 75,4.
18.
Cf, p.ej., JERÓNIMO, Carta 120,9
Fuente: Alfred Wikenhauser.
El Evangelio Según San Juan.
Páginas 509 a 512
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