Oración del Juez
Cristo,
no es fácil para un juez rezarte a ti que dijiste: «No juzguéis y no seréis juzgados».
No es fácil nuestra oración cuando somos conscientes,
los jueces, de que sobre nuestra casta pesa la maldición
de haber condenado a muerte al justo de la historia.
Lo que no podremos olvidar son las palabras de Pedro,
cuando afirma que será juzgado con justicia quien
rechace juzgar a los demás con misericordia.
Si esto vale para todos, vale de un modo especial para
nosotros, jueces de profesión.
Pero, ¿qué significa juzgar con justicia?
Nuestro grave problema de conciencia, Señor, es que la
sociedad ha identificado la justicia con el derecho.
Juzgar con justicia no es aún juzgar con misericordia.
Pero lo peor es que a nosotros se nos hace difícil incluso
juzgar con justicia.
Justicia significa que a cada uno se le dé lo que le corresponde.
Pero, con frecuencia, justicia significa dar la razón al
más fuerte, al que mejor defiende el sistema, al amigo
del poder.
El derecho lo crea el poder para su defensa.
Y la justicia se ve restringida a defender este derecho de
los poderosos.
De este modo, nosotros, los jueces, nos vemos obligados
a condenar a cuantos, precisamente en la lucha por la
justicia, crean nuevos espacios de libertad para la humanidad.
Tenemos que condenarles porque actúan contra el derecho
constituido, creado por el poder.
Si derecho es igual a justicia, todos los que discuten el
derecho que defiende sólo al poder caen irremediablemente
bajo las garras de la justicia.
Por desgracia, el derecho se crea en función de la institución,
y no de la persona.
Es justo quien dice: «Sí, señor», quien obedece al amo.
¿Comprendes, Señor, cuál puede ser el drama de conciencia
de un juez? Precisamente, el hecho de que no
podamos hacer uso del instrumento más sagrado de
juicio: la conciencia.
Nosotros no podemos nunca juzgar según la conciencia,
sino según la ley. Tampoco Pilato podía condenarte
según su conciencia, porque ésta le decía: «No
hallo culpa en este hombre».
Pero el poder continuaba gritándole: «Nosotros tenemos
una ley y según esta ley debe morir».
Una ley igual para todos, cuando en realidad cada ser
humano es un misterio irrepetible.
Muchas veces, Señor, tenemos que condenar, convencidos
de que aquella condena sirve sólo como «venganza»
y no como «regeneración».
Nos encontramos con la triste realidad de tener que condenar
a un hombre según una ley que quizás nosotros
no hemos aprobado y que posiblemente no aprobaríamos
nunca.
En el fondo es como juzgar contra la conciencia, aunque
la ley intente tranquilizarla oficialmente.
Pero aún hay más en nuestro drama: ni siquiera podemos
aplicar la ley muchas veces con serenidad y justicia,
porque necesitamos ser muy fuertes para no ceder
ante las presiones de los poderosos que nos acosan
por todas partes, para burlar la ley en favor de sus
amigos o de sus intereses.
Y aquí tengo que pedirte perdón en nombre de cuantos,
en el ejercicio de la justicia, se prostituyen en favor
de los poderosos por dinero, por ambición o por
cobardía.
Comprendo, Señor, que un juez debe ser el hombre más
libre y más dispuesto en cada momento a arriesgarlo
todo, empezando por su mismo puesto, por amor
a la verdad.
Si al pueblo le falla la justicia, ¿qué le queda?
Sin embargo, no siempre es fácil, aunque estemos cargados
de buena voluntad.
¿Por qué?
Porque muchas veces nos vemos obligados a juzgar
falsamente, sin saberlo ni quererlo.
Para juzgar con rectitud necesitamos la colaboración de
todos.
Pero ¿quién dice hoy la verdad?
¿Quién es capaz de romper el muro de las mafias de todos
los colores que amenazan a la verdadera justicia?
¿Qué podemos hacer nosotros contra quienes ocultan
la verdad, contra los testigos falsos, contra los que
carecen de escrúpulos?
¿Qué hacer cuando nos vemos obligados a condenar a
los débiles, mientras los verdaderos culpables —y
nosotros los conocemos— no serán nunca juzgados,
porque ni llegan a los tribunales?
Hoy, Señor, somos discutidos los jueces, incluso como
«función».
Sí, hay quien se pregunta si debe existir el juez como
una casta.
Se preguntan si no deberían ser las comunidades quienes
delegasen cada vez en sus propios representantes para
juzgar.
Se preguntan si la justicia no debería ser ejercitada por
los mismos ciudadanos, de cualquier categoría que
sean, y no por especialistas preparados desde arriba
y con la mentalidad estrecha del derecho.
Se preguntan si para juzgar a una madre, que en un momento
de locura ha dado muerte a su pequeño, no
serían más aptas otras madres que un juez de profesión.
En realidad el famoso juicio de Salomón no estaba lejos
de esta línea: no juzgó según una ley, sino haciendo
una llamada a la sensibilidad del corazón de una madre.
Si todos los hombres son jueces por naturaleza, por conciencia,
por creación, ¿qué significa un juez de profesión?
Tú nos advertiste que todos seremos medidos con la
misma medida con que hayamos medido a los demás.
Y nuestra misericordia debería abundar cuando cada día
constatamos tristemente el enorme margen de error
de nuestros juicios. Bastaría pensar en el monumental
error de haberte condenado a muerte a ti, el autor
de la justicia, de la verdad, de la santidad.
¿Qué cosa te puedo pedir, Señor, a ti que un día deberás
juzgarme como yo juzgo cada día a los demás?
Soy yo más bien quien debo ofrecerte mi carga de angustia
y de esperanza.
Mi angustia es el hecho mismo de tener que juzgar a otro
hombre.
Mi esperanza, mi sueño, es que, si es cierto que la ley es
necesaria en una sociedad inmadura y que el juez
será necesario siempre que a la libertad de un hombre
no corresponda la libertad del otro, creo que me
es lícito esperar que vendrá el día en el cual el nombre
llegará a respetar de tal forma la dignidad de sus hermanos
que todos se sentirán corresponsables en el
respeto a los derechos fundamentales del hombre,
de forma que nosotros, los jueces, podamos retirarnos
en paz por falta de «trabajo».
Un sueño, sin embargo, que quizás no nos será permitido,
porque desgraciadamente esta sociedad tecniíicada
y burocratizada nos quita a nosotros, los jueces,
más que a ningún otro, la inocente ilusión de
«ser poetas».
Tomado de Oración Desnuda. Juan Arias
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