Oración del Preso
Cristo,
yo soy un preso. Tengo más tiempo que los cartujos para rezarte. Pero quizás tú solo sabes lo que cuesta rezar a un preso.
En nuestro ser más profundo explota a cada instante la rebelión. Es difícil rezar, es difícil creer, cuando uno se siente abandonado por la humanidad.
También para ti fue difícil rezar en la cruz y gritaste tu angustia, tu cólera, tu desilusión,
tu amargura: «¿Por qué me has abandonado?»
Quizás sea esta la única oración que podamos hacer,pero frente a ella el mundo se ríe.
Un «por qué», que en tus labios era distinto, porque tú eras inocente.
Nosotros no somos inocentes: no lo es ningún hombre de la tierra.
Pero nuestro «por qué» es una petición de justicia, aunque
a veces, además de la cólera, lleve el sello de la desesperación y de la desconfianza.
Sabemos que nuestro «por qué» no lo escucha ya esa sociedad que rechaza al hombre
como persona, y lo escucha sólo por lo que hace o por lo que tiene.
Quizás tú tengas todavía un poco de paciencia, un poco de compasión, y hasta un poco
de fe en nosotros, para escuchar, sin irritación y sin sarcasmo, nuestro «por qué» angustioso.
También tú fuiste un preso, un torturado, un acusado y un condenado.
Tú, cuyo último escándalo para los virtuosos de oficio fue el de canonizar,
sin milagros ni procesos, a un ladrón condenado a muerte.
A ti, Señor, víctima viva de todas las injusticias cometidas por la justicia humana,
dirigimos nuestro grito. Acéptalo como oración, aunque algunos «buenos» se rasguen las vestiduras.
¿Por qué, Señor, la sociedad tiene que ser inhumana con nosotros,
si te acepta a ti como el Dios del perdón y de la misericordia?
Tú perdonas y olvidas; y hasta excusas. Pero los hombres, cuando nos perdonan,
no se olvidan de nuestra lepra. Estamos marcados para siempre. Somos delincuentes
para toda nuestra vida.
¿Cómo podremos esperar la resurrección, si la sociedad se niega a creer en nosotros?
Probablemente, cuando salga de la cárcel, no encontraré trabajo y tendré que robar de nuevo.
Pero, aunque lo encuentre, seguiré siempre siendo el «ex-presidiario».
Siempre que los «inocentes no fichados» planeen alguna cosa a mi lado, las sospechas caerán irremediablemente sobre mí. En adelante ya no tendré la fuerza de la defensa.
Pero eso no es todo. ¿Por qué tienen que sospechar también de la madre y de los hijos del preso?
Ellos no tienen nada que ver. Pero también quedarán marcados para siempre.
¡Y ten mucho cuidado! La sociedad no perdona.
¿Podremos seguir creyendo en ti, si tu misma iglesia es incapaz de hacer algo para borrar
la mancha que llevamos encima?
No queremos la limosna de la piedad. Queremos que se crea en nosotros, en nuestra regeneración.
Y esta fe queremos verla en los hechos. Es terrible la marca que sella a los presidiarios, Señor:
una marca que ni siquiera respeta a los inocentes. También entre nosotros hay inocentes.
Quizás un día el tribunal reconocerá su inocencia. Pero ¿quién les quitará de encima la lepra de la cárcel?
La sociedad es más cruel que la misma justicia. ¿Por qué, Señor, suelen ser los más indefensos, los más
pisoteados por las injusticias de los otros, los que están en la cárcel, mientras que siguen libres los verdaderos culpables?
Ayer entró aquí una muchacha negra. Había disparado contra un hombre que la había hecho
madre, después de haberle prometido casarse con ella; luego la abandonó, sola, extranjera,
sin trabajo, para ir a engañar a otras muchachas sin trabajo y sin patria como ella.
¿Por qué no vino él antes a la cárcel? ¿Por qué quizás no vino sólo él?
¡Y dicen que «te comulgan» muchos de los que hacen semejante justicia!
¿Comprendes entonces cómo nuestro «por qué» no es absurdo,
a pesar de ser terriblemente amargo? ¿Por qué, además de quitarnos la libertad física,
nos quitan también muchas veces la posibilidad de convertir nuestra prueba en un estímulo de regeneración?
¿Por qué hemos de perder años y años, mirando sólo las paredes sucias de nuestras celdas y los rostros cansinos y amargos de nuestros compañeros? Si la sociedad cree todavía en nosotros, ¿por qué no nos
prepara en el trabajo, en el estudio, en la escuela de una verdadera humanidad?
Son ellos los que nos demuestran, con la realidad en la que nos obligan a vivir,
que para nosotros no queda ya en el mañana un espacio de dignidad personal,
de verdadera recuperación, de inserción sincera en la sociedad.
Por eso nos tratan a veces más como bestias que como a personas.
Para nosotros todo es «bastante», «demasiado», una «limosna »; ya no tenemos ningún derecho.
Sobre nosotros la humanidad descarga todos sus complejos de culpabilidad.
Sin embargo, Señor, no me gustaría perder mi dignidad humana por el hecho de haber entrado en la cárcel.
No quiero renunciar a ser persona. Quiero creer que, tú al menos, el más justo e inocente
de los condenados de la historia, serás capaz de comprender mis lágrimas y mi rabia.
Tú solo eres mi último hilo de esperanza verdadera.
Quizás este último rayo de esperanza hará posible que pueda rezar también por los demás.
Sí ten piedad de esos que se sienten libres por el mero hecho de no haberse visto nunca en manos
de la policía.
De esos que se sienten tranquilos, porque consiguen robar lo suficiente para no correr el peligro de verse
en la cárcel.
De esos que nunca han sido fichados por un tribunal humano, pero que por las noches no logran conciliar
el sueño, porque su conciencia les grita todas sus inmundicias.
Ten piedad de los que, en tu nombre, en nombre del Cristo de la libertad y de la justicia,
nos condenan para siempre a la injusticia mayor de cerrar las puertas a nuestra posible regeneración.
Ten piedad también de mí, Señor, si, furioso al mirar desde mis rejas una sociedad mil veces más criminal
que nosotros, me siento en la imposibilidad de confesar mis pecados.
Cristo, dame fe en la verdadera libertad,
en esa libertad que está dentro de nosotros y que nadie puede arrebatarnos
Juan Arias. Oración Desnuda: El Preso
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