Oración del Médico

Cristo,
yo soy médico.
Tengo cada día entre mis manos la obra maestra de tu
creación: el cuerpo del hombre.
Antes de revelarte mis angustias y las contradicciones que
anidan en el ejercicio de mi profesión, quiero pedirte
que sepa contemplar siempre el cuerpo del hombre como
el espectáculo más fantástico de la creación.
Que me acuerde siempre, Señor, de que tú mismo lo
contemplaste con admiración y con gozo, apenas
creado.
Y que no me olvide de que, no sólo el espíritu del hombre,
sino también su mismo cuerpo ha sido creado «a
tu imagen y semejanza».

Tú, Cristo, fuiste el primer médico verdadero de la historia.
Porque nadie como tú sintió la indignación y la desazón
ante cualquier género de mal que dañaba al cuerpo
humano.
Era tu gran carga de vida lo que te empujaba a curar a
cualquier hombre enfermo que encontrabas.
Sólo tú has sido el médico que «curaste a todos».
Que comprenda, Señor, el secreto que te llevaba a no
soportar ningún género de enfermedad.
¿Qué existe de grande y de misterioso en el cuerpo humano
para que tú mismo, cuando decidiste quedarte
eucarísticamente entre los hombres, quisieras hacerlo,
no sólo espiritualmente, sino también corporalmente?
Para ti, curar a un hombre de una enfermedad era más
importante que el cumplimiento de la ley.

¿Y para mí?
Tengo que confesarte, Señor, que muchas veces no me
conformo con vivir del ejercicio de la medicina, sino
que lo exploto para enriquecerme.
Exploto el hecho de que mi ejercicio no teme a la competencia,
porque juego con la vida misma de los hombres.
¿Cuántos, Señor, han caído en la pobreza para poder
curarse?
Me avergüenzo al pensar que muchas veces damos a
entender, nosotros los médicos, que es más importante
el cuerpo de un rico que el cuerpo de un pobre.
¿Por qué corremos con más facilidad junto al lecho de un
rico o de un poderoso que al de un miserable?
El cuerpo de un rico siempre lo examinamos con atención
y esmero. Para el cuerpo de un pobre basta generalmente
con llenar una ficha y enviarlo a un hospital.
Y lo que es aún más grave e indigno es que a veces llegamos
a instrumentalizar de tal forma el amor a la
vida de los demás, que nos aprovechamos inventando
enfermedades que no tienen, para enriquecernos
con operaciones fantasmas.

Jugamos con lo más sagrado que existe sobre la tierra.
¿Y las medicinas, Señor?
Cada vez que prescribo una medicina, ¿estoy convencido
de su eficacia o contribuyo también yo con mi inmoralidad
al horrible tráfico capitalista dirigido por la publicidad?
Es verdad, Señor, que también nosotros, los médicos,
pagamos tributo a una sociedad que instrumentaliza
al hombre en todas sus dimensiones, en vez de
ponerse a su servicio incondicionado.
A veces nos sentimos impotentes para salvar muchas
vidas o para aliviar muchos dolores, porque la sociedad,
en vez de dedicar sus medios económicos al
servicio de la ciencia en favor del hombre, los emplea
para preparar la muerte de los hombres.

Pero comprendo, Señor, que esto no justifica mi pasividad.
¿Quién, como un médico, debería gritar continuamente
a la sociedad su injusticia y su derroche?
Nosotros somos más responsables que nadie de la falta
de rebeldía ante el derroche en lujos y en armas y en
triunfalismos, porque estamos más cerca que ninguno
del dolor y de la muerte del hombre, ante los cuales
nos sentimos impotentes.
Debería ser misión específica nuestra la defensa de la
vida física del hombre contra la sofisticación y adulteración
de los alimentos, contra la contaminación de
la tierra, contra los productos químicos que, con el
pretexto de curar, contribuyen a menudo a degenerar
la salud del hombre.

Nosotros deberíamos reivindicar para el hombre, de una
forma colectiva y enérgica, todo lo que hoy gasta la
sociedad para la destrucción del hombre.
Todo lo que el hombre emplea hoy para autodestruirse
debería ser puesto en nuestras manos, no sólo para
curar los males que afligen hoy al hombre y de los
que todavía muere, sino también para buscar nuevas
posibilidades de vida cada vez más adecuadas al
hombre y a su liberación completa.
Si no somos capaces, Señor, de dar esta batalla y seguimos
viendo la medicina como una profesión más
para enriquecernos, deberíamos por lo menos tener
el coraje de apellidarnos «asesinos», porque nuestra
responsabilidad está íntimamente ligada a la vida
física del hombre, que es la primera condición para
que el hombre exista y pueda ser persona.

Y si es verdad que todavía no tengo a mi disposición
todos los medios necesarios para buscar el origen
del mal que aflige al hombre,
también es cierto que, si me acercase a cada hombre
enfermo con más amor y atención, conseguiría descubrir
que la mayor parte de los males que le afligen
dependen de las condiciones de injusticia social, de
las condiciones inhumanas de trabajo, de la miseria,
de la ignorancia y del ambiente en el que está obligado
a vivir,
que cada vez es menos apropiado a la medida natural
del hombre.

Que no me olvide, Señor, de que el cuerpo del hombre
no es sólo una máquina y que por tanto no puedo
curarlo examinándolo sólo físicamente o tratándolo
solo químicamente.
Porque en realidad, Señor, nadie mejor que un médico, si
es fiel a su misión, comprende que toda enfermedad está
ligada estrechamente a todo el misterio del hombre.
No es posible curar a un cuerpo olvidándose de que ese
cuerpo pertenece a una maravillosa y compleja realidad
de persona que piensa y ama.

La medicina que no tiene en cuenta toda la realidad del
hombre es instrumentalización.
Por eso, Señor, yo no estoy en contra de la especialización.
Es posible y puede ser ventajoso para la medicina que cada
médico profundice en el misterio de una parte del
cuerpo humano.
Pero en este caso es imprescindible que se trabaje en
equipo.
De lo contrario, reducimos el hombre al engranaje de
una máquina donde nadie carga con la responsabilidad
total de la persona humana, preocupándose
exclusivamente del trozo de su especialidad.
Y el hombre seguirá siempre pagando tributo a nuestra
ciencia, creada sin tener en cuenta que todo lo que no
sirva el bien concreto y total del hombre es
inmoralidad
y pecado.

Como seguirá siendo cierto que Pilato, lavándose las
manos, no se justificó de su deicidio ante la historia.
Cristo,
que nosotros, los médicos, tengamos el coraje y la alegría
de reconocer que somos los nuevos taumaturgos
de la historia, porque tú nos has confiado la tarea
de seguir haciendo el milagro permanente de mantener
en vida a la vida.

Que sintamos como un gozo y no como un peso toda
nuestra responsabilidad ante la humanidad.
Y que no nos olvidemos de que ninguna puerta queda
cerrada a nuestras posibilidades, porque desde que
tú venciste a la muerte, el hombre tiene derecho a
luchar contra todas sus limitaciones físicas.
Si así no fuera, cualquier gesto de la medicina que contribuye
a devolver o a mantener la vida de un hombre
sobre la tierra sería inmoral.
Como habrían sido inmorales tus milagros que alargaban
la vida y abolían el dolor.
El hecho de que tú no hayas soportado nunca la enfermedad
ni la muerte de los demás nos indica claramente
que son límites que no pertenecen al hombre.
Son sólo fruto de un pecado colectivo que tú viniste a
reparar definitivamente.
Tú mismo nos dijiste que «podríamos realizar cosas mayores
que las que tú realizaste».
Y tú resucitaste a los muertos.

Señor,
que ante cualquier enfermo que encuentre derroche todo
el empeño, la delicadeza y la generosidad en curarle
que yo desearía derrochasen conmigo el día que me
encuentre en el lecho del dolor.
Quizás yo, como médico, pueda comprender mejor que
otros lo que significan aquellas palabras tuyas: «Ama
a tu prójimo como a ti mismo».


Juan Arias, Oración Desnuda

Comentarios

Entradas populares