Oración de la Vírgen
Hijo, en el mundo son muchos los que me
invocan y me rezan.
Pero son pocos los que creen que
también yo rezo continuamente.
Porque yo sigo viviendo con los
hombres, no estoy
fuera de su historia.
Yo no vivo en un nirvana feliz
adonde no llega el dolor de los hombres.
Yo no soy la reina dichosa que ya
sólo recibe incienso.
Yo sigo viviendo mi pedazo de
historia y mi tragedia de madre universal.
Los hombres siguen llamándome
feliz, pero yo sigo comprobando que
ellos no lo son.
Por eso necesito rezarte,
necesito hablarte, necesito gritarte, necesito empujarte para que
adelantes la hora de la liberación.
Y necesito que los hombres sepan
lo que te digo a ti,
mi hijo Dios y mi Dios hombre.
Por eso quiero rezarte en voz
alta, para que me escuchen
todos: los que me invocan y los
que me arrinconan.
Se ha hablado demasiado de mi felicidad y de mis
privilegios.
Es hora de que los hombres
conozcan mejor mi carga de dolor.
Que sepan que yo sigo sufriendo.
Sufro porque se ha oscurecido mi
papel humano en la iglesia.
Me han hecho inaccesible.
En vez de ser una gozosa
posibilidad para todos,
me han convertido en una pura
excepción
y en una excusa para no reconocer
la propia capacidad de plena
realización personal.
Lo que yo he realizado lo pueden
realizar todos los
hombres, porque todos han recibido la
capacidad
de pronunciar un «sí» creativo,
capaz de divinizarles y de crear
un proceso de dinamismo
en la historia.
Yo no soy un objeto de lujo en tu
iglesia: soy un momento
de esperanza para todos y cada
uno, porque todos son
capaces de poder engendrar y dar
a luz una vida que
no muere.
Yo he dado un fruto al mundo; un
fruto verdadero, total:
eres tú.
Te he engendrado con mi «sí» y
con la fidelidad a mi
conciencia. Tú eres mi fruto.
Yo he conseguido que tú hayas
nacido: porque tuve fe
en tu palabra, sentida y acogida
en lo más profundo
de mi ser.
Tú eres el primer fruto verdadero
de la historia.
Por eso la verdadera maduración y
liberación del mundo
ha comenzado ya definitivamente:
es real y la vida no
puede morir.
Pero, aunque siento que esto es
verdad y veo que dentro
de ti viven ya los demás frutos,
no puedo contentarme
con ello.
Me quema el deseo de madurar
también esos frutos, de
darles a luz, de contemplarlos vivos.
o seguiré sintiendo los dolores
de parto hasta que el
último hombre no se sienta
nacido, vivo.
Mi alegría de haberte hecho
nacer, de haberte hecho
presente en el mundo como un
fruto maduro, seguirá
siempre unida a la angustia
profunda de la espera
dolorosa e impaciente del
nacimiento de los demás.
Mi alegría no será total y
definitiva hasta que el último
hombre no haya nacido, como tú,
de mis entrañas,
como un fruto verdadero.
Pero tú ves que el parto de cada
hombre es lento; que son
pocos los hombres que nacen, de
verdad, cada día.
Siento un tremendo peso de dolor
en mis entrañas.
No nacen porque no acaban de ser
libres;
no acaban de ser capaces de crear
su pedazo de historia
con la fidelidad a lo mejor y lo
más original de ellos
mismos;
porque en vez de realizarse
escuchándote a ti dentro de
ellos, aceptan ser engendrados
por palabras vacías que han
creado los muertos que no
creen en la vida.
Porque se empeñan en decir «sí»
cuando debían decir
«no», y al revés.
Por eso es difícil que los
hombres puedan descubrirme
como un momento de esperanza.
Mi «sí» fue duro, pero al mismo
tiempo creador de la
única verdadera felicidad:
la de ser yo misma, la de mi
fidelidad total.
Tu misma iglesia ha tenido miedo,
más de una vez, de
poner de relieve la realidad de
mi «sí» a tus designios
en mi vida.
Decir «sí» a una maternidad
creada por el Espíritu era
aceptar presentarme como
«adúltera» ante el mundo.
Ante mi esposo lo fui: por eso me
quería abandonar.
Después tú lo remediaste.
Pero en aquel momento yo acepté todas las
consecuencias.
Acepté crear mi historia de
fidelidad
que podía haber desprestigiado mi
honor a los ojos
de la historia de los hombres.
Los hombres me conocen sobre todo
como la mujer
«que no conoció varón», como la
«virgen», la «intacta»,
como la imagen de la más
exquisita pureza física.
Pero realmente mi gloria y mi
dicha más profunda nacen
precisamente de mi «maternidad».
Soy la madre y lo soy por una
exigencia de amor total,
universal.
Para ser fiel a la exigencia de
mi amor,
único camino para mi realización,
y mi respuesta sincera a la voz
profunda de mi conciencia,
desafié la ley de mi tiempo.
Me fié de tu palabra que era
absurda para los que no conocen
el amor y sus exigencias más
imprevisibles.
Si es verdad que fui concebida
sin la mordedura del mal,
no lo es menos que yo viví una
historia profundamente
humana,
con toda su carga de dolor y de
alegría, de angustia y de
esperanza,
de tentaciones y de
perplejidades, de desconsuelos y de
victorias.
Yo fui novia, fui esposa, fui
madre y sentí toda la dicha
humana de amamantarte a mis
pechos.
Yo no renuncié nunca al amor.
Pero fue mi «sí», la fidelidad a
mi elección, lo que me
hizo libre y por eso
«revolucionaria».
Por eso no sólo sentí la angustia
de tu muerte.
En definitiva tú morías después
de «haber nacido»;
morías como un fruto maduro y realizado.
Pero yo sigo sintiendo la
angustia de cuantos mueren
sin haberse realizado,
sin haber sido ellos mismos,
sin haber nacido.
La angustia ante la injusticia de quienes permiten
que los
hombres lleguen a la muerte sin
haber podido realizar
un pedazo de historia, de su historia. Y este dolor es actual.
Por eso, mi canto revolucionario
de ayer
—«El omnipotente desplegó el
poder de su brazo, dispersó
a los soberbios; derribó de su
trono a los poderosos
y exaltó a los humildes; sació de
bienes a los
hambrientos y dejó a los ricos
con las manos vacías»—
que ha sido sofisticado y
adulterado tantas veces por la
misma iglesia, sigue siendo actual.
Porque siguen siendo los
poderosos y los tiranos de todas
las categorías
quienes niegan a los débiles y a
los sencillos la posibilidad
de existir y de realizarse como
personas.
Por eso mi oración es la misma que
ayer:
«Destrona a los tiranos de la
historia y rescata a los humildes.
A los satisfechos, a los que no
aceptan el dolor de engendrar
a los demás,
déjales con las entrañas vacías:
esterilízales.
Adelanta la liberación; escucha
el grito de angustia de
tantos que quieren nacer, que piden el derecho de ser
hombres,
de no renunciar a una historia
propia
que les niegan quienes
abusivamente se han apoderado
de la historia.
Acelera la hora de mi parto
universal,
porque sólo entonces podré oír
que me llamen madre
sin dolor y sin ruborizarme».
Sí, no me bastas tú como mi
fruto.
Necesito contemplar la sonrisa de
liberación de cuantos
viven en ti.
¡Que nazcan!
No me basta que me llamen feliz
quienes me admiran o
me rezan como un fetiche,
sin creer que también ellos
pueden llegar a compartir
mi vida,
sin que sean capaces de darte su
«sí».
No puedo soportar que no me
conozcan,
ni me reconozcan,
ni me necesiten,
ni me busquen,
ni me amen
precisamente quienes están más
cerca de mi historia;
quienes cantan como yo,
cada día, su canción
revolucionaria,
que es un grito de esperanza
dolorosa en la liberación
del hombre.
Sé que serán precisamente ellos
los que un día comprenderán
mejor que muchos que hoy me
«adoran»
cuál ha sido mi alegría más
profunda,
mi dolor más agudo,
mi victoria más sincera.
Pero no puedo esperar más,
necesito sentirles ya ahora
cerca;
necesito que sepan que yo les he
engendrado y que son
también un fruto «mío».
Necesito que sepan que soy mujer
antes que virgen;
que soy madre antes que reina,
que soy suya antes que tuya
porque tú no me creaste para ti
sino para ellos;
que soy revolucionaria antes que
obediente porque
todo «sí» verdadero a ti
es un «no» a tantas obediencias
humanas que, en vez de
liberar, encadenan a los hombres.
Tú solo eres el verdadero
libertador.
Sólo contigo uno es más libre
obedeciendo.
A ti, pues, te pido hoy que
liberes mi imagen;
que destruyas tantas caricaturas
físicas y espirituales
como han hecho de mí;
que los hombres me descubran como
soy;
que no me separen de su historia
y que no me hagan menos
humana que tú.
¿Sabes cuál es el dolor más agudo
que siento en este momento?
Que incluso aquellos que dicen:
«Cristo sí, iglesia no»,
no encuentran un puesto para mí
en la construcción de una
historia hecha por los hombres
y para los hombres.
¿Por qué me excluyen del momento
liberador de la historia
a mí que soy carne y sangre del
único verdadero
maestro de libertad?
Tomado de Juan Arias. Oración Desnuda: La Virgen
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