¿Era Jesús Iletrado? ¿Sabía Jesús Leer y Escribir?
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Si Jesús se
hubiera criado como un intelectual aristócrata en Roma o en
Atenas, o incluso en Jerusalén, habría sido más fácil especular sobre el carácter
de su educación y el nivel de conocimientos alcanzado. Pero creció en
Nazaret, un lugar insignificante situado en los montes de la Baja Galilea,
un pueblo tan oscuro que nunca lo mencionan el AT, Josefo, Filón, ni
la literatura temprana de los rabinos, ni los pseudepigrapha del AT.
Por eso es difícil determinar qué educación formal pudo recibir Jesús en
un ambiente como ése. Para abordar sin rodeos la cuestión: ¿sabía Jesús
leer y escribir? Es evidente su capacidad didáctica; pero, en una cultura oral,
teóricamente se podía ser un buen maestro, sobre todo de campesinos corrientes,
sin tener que recurrir a la lectura ni a la escritura. Por eso
la pregunta sigue planteada: ¿sabía Jesús de letras o era analfabeto?
1. Tres textos clave del NT
Habrá quien
considere ridícula esa pregunta, dado que, al parecer, tres pasajes
del NT prueban que Jesús sabía leer y escribir:
Jn 8,6; Jn 7,15 y Lc 4, 16-30. Pero, realmente, aun en el caso de que
esto se revelase cierto, deberíamos admitir un hecho sorprendente: como
mucho, sólo tres textos del NT tienen
que ver con el asunto. Nuestra sorpresa se convierte en decepción
cuando nos damos cuenta de que los tres pasajes están llenos de problemas
de interpretación y de historicidad.
En efecto, de
los tres textos propuestos como prueba, Jn 8,6 carece de utilidad
en la práctica. Se encuentra en la curiosa perícopa de la mujer sorprendida en
adulterio (Jn 7,55-8,11), pasaje que «originalmente no formaba parte
del cuarto Evangelio». De hecho, esta perícopa no figura en los
mejores y más tempranos manuscritos del Evangelio de Juan, aparece sólo
en algunos manuscritos del de Lucas, no es objeto de casi ningún comentario entre
los exegetas griegos durante el primer milenio y es considerada por
algunos expertos como una creación de la Iglesia del siglo II, en
la cual no cesaba la polémica sobre el grado de misericordia con que se debía
tratar a los pecadores. Aun así, queda la posibilidad de que el pasaje conserve una tradición fiable sobre Jesús.
Pero, aunque así
sea, no nos ilustra demasiado la afirmación de que «Jesús se
inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo» Jn 8,6) cuando los
fariseos le preguntaron qué había que hacer con una mujer sorprendida en
adulterio. El verbo compuesto que traduce (literalmente,
"poner por escrito") se aplica a la acción de Jesús en el
v. 6, y el verbo simple que traduce ("escribir") en el v.
8. Ha habido una interminable especulación sobre lo que
supuestamente escribió Jesús: los pecados de los acusadores, el dictamen que
él expresará en el v. 7, o importantes textos bíblicos como Jr 17,13 o
Ex 23,1 b. Como observa Raymond E. Brown, la «posibilidad mucho más simple»
es que Jesús se limitara a trazar líneas en el suelo para mostrar su falta
de interés o su contrariedad por el excesivo celo de los acusadores. El
hecho de que el evangelista destaque la acción de escribir y omita el contenido de
lo escrito aboga por esta interpretación. De todas formas, incluso el
garabateo de unas cuantas palabras en el suelo no nos diría mucho sobre el
nivel de Jesús en cuanto a leer y escribir.
El segundo texto
propuesto como prueba de que Jesús no era analfabeto es,
al menos, una parte original del Evangelio de Juan. Presenta a "los judíos"
que se han reunido en Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos maravillándose
de Jesús y preguntándose: «¿Cómo es que éste sabe Escritura, si
no ha estudiado?» (Jn 7,15). En realidad, lo que se traduce aquí como
"sabe Escritura" podría significar simplemente: "sabe leer". Pero el contexto general de la
pregunta de los judíos –la discusión de
Jesús con los dirigentes judíos (p. ej. capítulos 5 y 10)- implica no
sólo una instrucción básica, sino también un uso de la Escritura en
una argumentación teológica. Por eso, la pregunta despectiva de Jn 7,15
no se refiere a que Jesús fuese analfabeto, sino a su falta de educación formal
en Escritura bajo la guía de algún maestro conocido... ¡en Jerusalén, por
supuesto! Es interesante advertir que el comentario, aunque hostil en
el contexto de Jn 7, refleja un hecho que se perfila a lo largo de los cuatro
Evangelios: aunque Jesús nunca recibió enseñanza formal de ningún gran
rabino, era experto en el uso de la Escritura, lo cual parecería indicar que
poseía un conocimiento de la lectura nada rudimentario. De los tres
textos del NT propuestos, éste proporciona al menos una base indirecta para
suponer que Jesús sabía leer y comentar las Escrituras hebreas.
Una clara
descripción de ese conocimiento figura en nuestro tercer texto:
el relato lucano de la homilía de Jesús en Nazaret al comienzo de su ministerio
(Lc 4,16-30). Habiendo entrado Jesús en la sinagoga de su pueblo, le
dan el rollo del profeta Isaías. Él busca y lee Is 61,1-2 85 ,
enrolla el volumen, lo devuelve al auxiliar de la sinagoga y
se sienta. Cuando todos lo miran expectantes, Jesús empieza a decirles que
el texto de Isaías se ha cumplido incluso mientras lo estaban escuchando.
Si pudiéramos considerar Lc 4,16-30 como información fidedigna de
un acontecimiento histórico, tendríamos aquí una prueba indiscutible
de que Jesús sabía leer y explicar las Escrituras hebreas. Sin
embargo, las fuentes y la historicidad de lo narrado en esta perícopa se
ponen en tela de juicio. Algunos exegetas ven en este pasaje de Lucas una
tradición procedente de su fuente especial "L" y, por tanto, una corroboración
independiente de lo que las otras tradiciones evangélicas nos
dicen sobre el regreso de Jesús a Nazaret y su predicación en aquella localidad.
Pero también es posible que Lc 4,16-30 sólo represente una imaginativa
y pintoresca reelaboración lucana de la predicación y rechazo de
Jesús en Nazaret a que alude Mc 6,1-6a. Cabe también una vía media: la
perícopa muestra que Lucas conoce el texto de Marcos, pero algunos elementos
importantes proceden de la fuente especial lucana. Ciertamente, la
perícopa de Lucas abunda en motivos propios de este evangelista; el episodio, intensamente simbólico, viene
a ser un avance programático del itinerario
de Jesús, de su ministerio, muerte y resurrección, con el resultado de la proclamación de la buena noticia a
los gentiles. La clara presencia de rasgos redaccionales lucanos recomienda
cautela.
Dadas estas
diferentes posibilidades, no es fácil llegar a una conclusión y
así, como era de esperar, los expertos están divididos. Por un lado, lo esencial
de Lc 4,16.22.24 puede proceder de Mc 6,1.3-4, si bien el texto difiere
a menudo. Aunque Bultmann cree que, en conjunto, la perícopa lucana
representa un desarrollo posterior del episodio de Marcos, admite que
Lc 4,25-27 (la homilía sobre Elías y Eliseo) puede tener su origen en una
tradición especial. Según Bultmann, Lucas conectó -un tanto forzadamente- la
homilía con el relato marcano. Otros exegetas, entre los que se
cuenta Heinz Schürmann, sugieren que Lucas tomó todo su episodio de
una fuente no marcana, lo cual, sin embargo, no probaría que en ese pasaje
se describe con fidelidad un incidente ocurrido durante el ministerio de
Jesús. Fitzmyer prefiere la hipótesis de que el relato de Lucas es una reelaboración
de la fuente marcana con algunos elementos de la tradición lucana.
Pero más importante para nosotros es que incluso Schürmann, quien
aboga por una fuente no marcana, admite que la descripción de la lectura
de Isaías por parte de Jesús (vv. 17-21) es un añadido posterior a la
forma primitiva de la tradición. Así pues, justo la parte de la perícopa que
podía revelarnos si Jesús sabía leer es probablemente secundaria y no sirve
para resolver la cuestión.
El resultado del
examen de los tres textos supuestamente probatorios no
ha sido alentador. Jn 8,6 queda descartado por varias razones. Jn 7,15 insinúa
indirectamente un conocimiento de las Escrituras hebreas, y este testimonio
indirecto es el más sólido de que disponemos. La utilidad de Lc
4,16-30 sigue siendo discutible porque su referencia a la lectura que efectúa
Jesús pudiera no formar parte del relato original. Obviamente, debemos ensanchar
nuestro campo de observación si esperamos obtener más claridad
sobre el asunto que venimos tratando.
2. Educación judía y alfabetización
en tiempos de Jesús
El punto natural
para abordar un análisis más amplio del tema sería el
estado de la educación judía y de la alfabetización en la época de Jesús. Frecuentemente,
los estudiosos se han mostrado optimistas en cuanto a la posibilidad
de resolver la cuestión de este modo, pero la reciente investigación ha
puesto en evidencia dos problemas que hacen discutible ese optimismo.
El primer
problema, planteado simplemente, es: ¿hasta qué punto se pueden
aplicar a la Palestina del siglo I d. C. -y a un lugar como Nazaret en
particular-las posteriores descripciones rabínicas de un sistema de educación judía
ampliamente difundido? Algunos autores se muestran muy ufanos
con el cuadro educativo que obtienen de mezclar textos rabínicos de
diferentes siglos y luego retroproyectar los resultados al siglo I. Con
diferentes grados de precaución citan materiales rabínicos cuyo
origen varía desde el siglo II hasta el V, para producir un
cuadro "homogeneizado" de la educación judía
en torno al cambio de era.
S. Safrai es un
buen ejemplo de este modo de proceder. Según Safrai, en
época tan temprana como el siglo I d. c., y quizá
incluso antes, la mayoría de los niños judíos se educaban en escuelas, y la
educación consistía casi exclusivamente en la lectura de la Biblia
hebrea. Tales escuelas se contaban entre las
instituciones que una población estaba obligada a mantener. Una escuela
"elemental" de ese tipo, dedicada a la lectura de Biblia, recibía
el nombre de bet ha-seftr, "escuela del libro". Efectivamente,
en el siglo I, esas escuelas
existían en todas las poblaciones de Palestina, incluso en
los pueblos más pequeños, gracias a la labor de dos grandes figuras: Simeón ben
Shetah (en activo ca. 103-76 a. C.) y el sumo sacerdote Josué
ben Gamala (en activo ca. 63-65 d. C.). Según el Talmud palestino,
Simeón mandó que los niños fueran a la escuela, mientras que el Talmud babilónico
cuenta que Josué dispuso que se nombrasen maestros para
todas las comarcas y poblaciones, y que los niños fueran a la escuela a
la edad de seis o siete años. La escritura era una habilidad profesional y
no se aprendía necesariamente junto con la lectura. Sin embargo, dice Safrai,
la escritura estaba bastante extendida», aunque no tanto como el conocimiento
de la lectura, «que todo el mundo poseía», El primitivo tratado m.
Abat 5,21
fija en los cinco años la edad de empezar a acudir a la escuela
para el estudio de las Escrituras y en los diez años para el estudio de
la Misná, si bien otras fuentes sitúan en los seis o siete años el inicio de la
edad escolar.
A los doce o
trece años, los chicos terminaban sus estudios en la escuela. Cuando
un alumno era particularmente brillante podía frecuentar un
establecimiento formativo de tipo más "avanzado", la bet
ha-midrash, donde estudiaba la Torá "a los pies" de
maestros de la ley. Pero esto era privilegio de
unos pocos. En aquella época, no existía en Israel un sistema educativo
que permitiera proseguir los estudios de manera formal, continua, después
de los doce o trece años. La escuela estaba conectada con la
sinagoga; se enseñaba en esta misma o, cuando había posibilidad de ello, en
un local o edificio anejo, y en algunos casos se daban también las clases en
el patio de la casa del maestro. En los pueblos más pequeños, el hazzán (una
especie de sacristán) desempeñaba además la función de maestro. El Talmud tenía
normas establecidas para el sostén económico de los maestros, a
fin de que ni siquiera los niños de las familias pobres se vieran privados
de escolarización.
El problema con
este cuadro homogeneizado, que presentan Safrai y otros, estriba
en que la fuente más antigua de tal descripción, la Misná, se puso
por escrito unos dos siglos después de los años escolares de Jesús. Algunas tradiciones
de la Misná son, sin duda, muy antiguas, pero no resulta una
tarea fácil determinar cuáles de ellas, en el momento de ser escritas, se
remontaban a siglos atrás y cuáles tenían un origen más reciente. Que
un dicho vaya unido al nombre de un venerado maestro no es garantía de
su autenticidad. Además, los dichos de los rabinos pueden representar a
veces el ideal que éstos preconizaban más que una descripción sociológica
objetiva de lo que pasaba realmente en las poblaciones judías corrientes.
Si todo esto es verdadero con respecto a la Misná, relativamente temprana,
el uso de los talmudes para describir cómo pudo ser la educación de
Jesús resulta todavía más problemático.
Incluso un autor
tan favorable como George Foot Moore tiene sus dudas sobre
estas reconstrucciones. Observa que las reformas de Josué ben Gamala,
decretadas poco antes de la primera rebelión judía, tendrían que haber
sufrido una completa reforma tras la terminación del conflicto y quizá,
nuevamente, después del levantamiento contra Adriano (132-35 d.C.). Sólo
después de la segunda rebelión, dice Moore, se puede hablar de escuelas
elementales y avanzadas como algo normal dentro de cada comunidad. Sin
embargo, aun admitiendo que la escuela se hizo más universal y
regular en el ámbito judío sólo después de la rebelión contra Adriano,
Moore cree que no se introdujo nada realmente nuevo en el sistema de
enseñanza judío con respecto a su forma anterior. William Barday, pese
a tomar algunas cautelas, concede una credibilidad todavía mayor a
las tradiciones rabínicas posteriores. Por eso se sorprende ante la "paradoja"
de que nunca aparezca la palabra "escuela" en el NT, excepto en
el caso de la "escuela de Tirano" (scoldh tnrajnnon) que utilizó
Pablo en Éfeso (Hch 19,9).
Emil Schürer se
muestra muy precavido en cuanto a la tradición sobre Simeón
ben Shetah. Dado que esta nebulosa figura fue tema de muchos relatos
en la literatura rabínica posterior, Schürer rechaza el programa educativo
de Simeón como una "leyenda tardía". Acepta, en cambio, la
tradición sobre las reformas educativas de Josué ben Gamala. Tales reformas, en
sí mismas, no habrían influido nada en la educación de Jesús por
haber sido establecidas en los años sesenta del siglo I. Pero Schürer afirma que
las disposiciones de Josué presuponen que las escuelas para niños tenían
ya algún tiempo de existencia. Por tanto, sería razonable sugerir que ya
funcionaban durante los primeros años de Jesús, «aunque, quizá, todavía no
como una institución bien establecida y generalizada». Esta salvedad nos
vuelve a dejar en la duda de si Jesús disponía en Nazaret de algún centro
de enseñanza.
Mucho más
escéptico en su visión de estos datos rabínicos es Shaye Cohen.
Le parece improbable que las tradiciones sobre Simeón ben Shetah y
Josué ben Gamala tengan valor histórico. No hay claros indicios de
que la comunidad judía en Palestina o en la diáspora sostuviese "escuelas públicas"
(o sea, para todos los chicos) en el siglo I
anterior o posterior al cambio de era. Las alusiones de Filón y Josefo al
conocimiento de la ley por parte de los niños judíos se refieren a
la lectura pública de la Torá en la sinagoga.
Ni Filón ni Josefo dicen que los
judíos hubiesen establecido un sistema
formal, institucionalizado de escuelas para niños. La única
educación elemental entonces existente era la que se impartía
en el ámbito familiar, y la mayor parte de las veces
consistía simplemente en instrucción sobre el oficio
del padre. Naturalmente, podía incluir unos conocimientos rudimentarios
de lectura, escritura y cálculo, suficientes para hacer facturas y
firmar contratos, pero no una "educación superior", la cual
era privilegio de la clase acomodada y con tiempo libre. Por ejemplo, los
alumnos de la escuela de Ben Sirá (“mi casa de estudios” [Eclo 51,23])
procedían probablemente de las familias ricas y aristocráticas
de Jerusalén. Nada de esto es muy alentador para el que
anda buscando al Jesús histórico de los años de infancia y mocedad. Las
sobrias conclusiones de Cohen parecen reflejar con la mayor objetividad
los escasos datos de que disponemos. Así pues, seguimos preguntándonos si
Jesús recibió alguna educación además de la enseñanza paterna relacionada
con la carpintería. ¿Era el Jesús histórico un Jesús iletrado?
Esta pregunta
plantea un segundo problema, relacionado con el anterior: no
podemos dar por supuesto un alto grado de alfabetización en el Imperio
romano durante este período. Como ha señalado William V Harris, demasiados
eruditos han atribuido una elevada tasa de alfabetización a
la sociedad grecorromana basándose en datos muy poco sólidos. Barclay sostiene,
por ejemplo, que en los tiempos neo testamentarios la alfabetización estuvo
más extendida que en los mil ochocientos años siguientes. Según
este autor, se hallaba especialmente difundida entre los judíos por la
época del cambio de era; todos los niños judíos aprendían a leer en la escuela
elemental. Después de un minucioso estudio de todos los datos disponibles,
el propio Harris llega a conclusiones mucho más moderadas: incluso
en la Ática clásica, la tasa de alfabetización oscilaba probablemente entre
el cinco y el diez por ciento. Además, la situación educativa se deterioró
en la cuenca oriental del Mediterráneo cuando Roma entró en escena.
Ni las expectativas sociales, ni los programas de los gobiernos, ni la
demanda del mercado creaban las condiciones necesarias para un alto grado
de alfabetización entre la población en general. Que Nazaret constituyese una
feliz excepción en el conjunto de este panorama sombrío es algo
que hay que demostrar, no suponer.
Sin embargo, aun
dejando a un lado la literatura rabínica, tenemos razones para
pensar que, especialmente entre los Judíos devotos, se daban unas
influencias opuestas a las ambientales y favorecedoras de la alfabetización Hacia
el Siglo I d c., el pueblo Judío habla creado un cuerpo único de
literatura sagrada, en cuyo núcleo central se
encontraban los "Cinco libros de Moisés", el
llamado Pentateuco, la Torá por
excelencia Tan central era en la literatura que
había generado otra a su alrededor p ej, el Génesis apócrifo
hallado
en Qumrán y el Libro de los Jubileos, por no mencionar otros
escritos (posteriores), como la Vida de Moisés, de Filón, y las partes
más antiguas de las Antigüedades Judaicas, de Josefo, Aunque
no debemos pensar anacrónicamente en la existencia de un canon
cerrado de la Escritura en vida de Jesús, el Pentateuco, Junto con
la continuación de sus histonas en Josué, Jueces, Samuel y Reyes, creó la conciencia
nacional de todos los Judíos preocupados por la religión, cualquiera
que fuese su Inclinación teológica Por otro lado, los libros proféticos dirigían
la interpretación de la Torá en las nuevas Situaciones, a la par que
ofrecían a una nación oprimida la esperanza de una gloria futura. Pese a todas las diferencias entre
los vanos grupos judíos, los relatos, las leyes y las profecías de
sus textos sagrados les dieron una memoria colectiva y una idiosincrasia común.
La misma identidad y la existencia continuada del pueblo de
Israel estaban ligadas a un corpus de
obras escitas y regularmente leídas, de una manera
Simplemente Insólita en los otros pueblos del mundo mediterráneo
del Siglo I. En este sentido se puede hablar de un canon de Escritura
sagrada entre los Judíos de las primeras décadas del Siglo I d. C, aunque
se debe entender más como un canon "abierto" que "cerrado"
Con la Importancia
fundamental que atribuían a estas Escrituras los judíos devotos,
no es extraño que ellos tuvieran en alta estima la capacidad de
leer y comentar los textos sagrados. La alabanza que en tan elevados términos
realizó Ben Sira del escriba profesional (Eclo 39,1-11) en el Siglo
II a. C, no había perdido nada de su fuerza para los devotos del Siglo I
d C. Poder leer y explicar las Escrituras era una meta a la que los Judíos
de mentalidad religiosa aspiraban con devoción
Riesner señala
la existencia de Indicios tanto arqueológicos como literarios que
hacen pensar en una alfabetización bastante extendida entre los Judíos
palestinos del Siglo I a C. y I d C. Es normal encontrar Incepciones en
objetos corrientes, como cántaros y flechas. En el relato de la persecución
desatada por Antíoco Epífanes, 1 Mac 1,56-57 presupone que algunos
judíos devotos poseían copias privadas de la Torá. Josefo, en su obra
confesadamente apologética Contra Apión, declara que la Ley ordena que
se enseñe a los niños a leer y aprender las leyes y los hechos de sus
antepasados. En las cuevas de Murabba'at, último refugio de los rebeldes de
Bar Kokba durante la segunda sublevación Judía (132-35 d C), se han encontrado
ejercicios de abecedario, de los que al menos uno se debía a la mano
de un principiante. Ejercicios similares han aparecido en la ciudadela llamada
el Herodium (al sudeste de Belén), a la que Bar Kokba se retiró por
un tiempo. Nada de esto prueba, claro está, que hubiera una "formación de
escriba" generalizada. En muchos casos, los conocimientos no pasaron
probablemente de un mínimo orientado a las necesidades comerciales y
sociales. Pero, evidentemente, hubo en la vida judía factores especiales que
favorecieron el respeto y la búsqueda de la instrucción en letras, y
la arqueología proporciona al menos varios vestigios de esa actitud.
Naturalmente,
algunos grupos se encontraban en mejor posición que otros
para poner en práctica ese afán judío por la alfabetización. Además de
los intelectuales pertenecientes a la aristocracia de Jerusalén (p. ej.,
Josefo) y los escribas profesionales, los fariseos
-probablemente de origen burgués en su mayor parte_ tenían el celo y los
medios económicos necesarios para extender la
capacidad de leer las Escrituras entre sus amigos e hijos. Los
lugareños de las zonas montuosas no podían hacer esa inversión de
tiempo y dinero.
Por eso, a pesar
de las exageradas afirmaciones de ciertos autores modernos122, no podemos
suponer que, en Palestina, todo judío varón aprendía a
leer (a las mujeres raramente se les daba tal oportunidad In). La
alfabetización, aunque muy deseable, no era una necesidad absoluta
para la vida normal del judío corriente. De hecho, la misma
existencia de targumes (traducciones) arameos de las Escrituras hebreas
indica que buen número de judíos "de a pie" presentes en las sinagogas
no entendían el hebreo hablado; por tanto, menos capaces serían aún de
leerlo o de escribirlo. Los campesinos judíos que no habían
aprendido a leer y escribir podían, sin
embargo, asimilar y practicar su religión en casa a través de
las tradiciones familiares y en la sinagoga mediante la lectura de las
Escrituras (acompañada de traducciones al arameo) y la homilía
que precedía o seguía a la lectura. Estas tradiciones vivas de la
comunidad habrían sido el origen de la vida religiosa de Jesús y de sus ideas,
como lo fueron para la mayor parte de los judíos palestinos en aquella
época. Pero, por sí mismas, influencias
tales como la veneración por la Torá y el respeto por los conocimientos
de letras no prueban que Jesús se contase entre los que sabían leer
y estudiar las Escrituras; sólo muestran que podría haberse contado.
Por fortuna,
aparte de estas consideraciones generales, existen otros aspectos que
examinar. Si miramos más adelante, hacia las actividades de Jesús durante su
ministerio público, de las cuales dan testimonios casi todas las
diversas tradiciones de los Evangelios, podemos efectuar algunas
extrapolaciones razonables sobre los años de maduración que
produjeron semejante hombre. Si tenemos en cuenta que la vida adulta de
Jesús estuvo intensamente centrada en la religión judía; que casi
todas las tradiciones de los Evangelios le presentan metido en discusiones
eruditas sobre la Escritura y la halaká con
estudiantes de la Ley; que se le concedía el tratamiento respetuoso,
aunque vago en aquel tiempo, de rabí o maestro; que más de una
tradición de los Evangelios muestra a Jesús predicando o enseñando
en las sinagogas (presumiblemente después de las lecturas bíblicas y
acerca de ellas), y que, incluso fuera de las disputas formales, sus
enseñanzas estaban fuertemente impregnadas de las ideas y del lenguaje
de los textos sagrados de Israel, es razonable suponer que, dentro de su
familia, Jesús había recibido una formación religiosa intensa y profunda,
incluido el aprendizaje del hebreo bíblico al menos como lectura.
Por ser Jesús
primogénito, José le habría dedicado especial atención, no
sólo en la cuestión práctica de enseñarle el propio oficio no, sino también formándolo
en las tradiciones religiosas y en los textos del judaísmo. Sin duda, en una
cultura intensamente oral, gran parte de esa enseñanza pudo
ser transmitida mediante catequesis oral y memorización. Sin
embargo, las noticias sobre la habilidad de Jesús al debatir interpretaciones de
la Escritura y de la halaká con devotos fariseos, escribas profesionales y
autoridades de Jerusalén tanto en la sinagoga como en el templo abogan
por cierta capacidad de lectura de los textos sagrados, que Jesús habría
recibido directamente de José o de algún judío con mayor instrucción buscado
para ese fin. Aparte de José, el más posible conducto de educación sería
la sinagoga de Nazaret, que acaso funcionaba a la vez como una
especie de "escuela elemental" religiosa. Si Jesús recibió realmente su
primera formación escriturística en la sinagoga de Nazaret, se puede entender la
atmósfera cargada emocionalmente que envolvió el regreso de Jesús, adulto a esa misma sinagoga para enseñar a sus iguales
y mayores (Mc 6-1-6a par.). La reacción "¿quién se cree ése?"
resulta perfectamente comprensible.
Aunque la idea
de que ese chico de un pueblo de la Baja Galilea hubiese obtenido
alguna educación formal pueda parecer improbable a primera vista,
no sería ésta la única vez en la historia que unos padres pobres, pero
devotos, hubieran proporcionado alguna educación elemental a su hijo
mayor para que tuviese buenos conocimientos de sus tradiciones religiosas. Como
observa Riesner, que un chico judío de los estratos sociales humildes
de Palestina recibiese una educación "elemental" dependía sobre
todo de dos factores: la piedad del padre y la existencia de una sinagoga local.
Por lo que conocemos, ambas condiciones parecen haberse reunido
en el caso de Jesús m. Los datos que ha proporcionado la arqueología sobre
el ambiente de Nazaret indican que éste era un pueblo completamente judío.
Si se tiene en cuenta que sus habitantes eran alrededor de
dos mil, prácticamente judíos todos ellos, la existencia de una sinagoga con
algún programa educativo para niños resulta bastante probable. Y si la familia
de Jesús compartía con los campesinos judíos de Galilea un
sentimiento de resurgimiento religioso y nacional, entonces la hipótesis de
que Jesús recibió alguna educación formal en la sinagoga local estaría bien
fundada.
Naturalmente, no
hay que imaginar que la familia de Jesús o la sinagoga de
Nazaret siguieran un judaísmo de sutilezas farisaicas derivadas de la
tradición oral. El judaísmo de los campesinos galileos, acérrimo en la
fidelidad a los fundamentos, como la Torá mosaica, la
circuncisión y el templo de Jerusalén, por su fuerte carácter conservador les
impediría sentirse atraídos hacia lo que ellos consideraban
innovaciones de los fariseos, sobre todo si veían a
éstos como gente refinada de ciudad. Por consiguiente, no
debemos sorprendernos de que en los primeros tiempos de la Iglesia
se asociase a Santiago, "el hermano del Señor", con judeocristianos de
tendencia conservadora que trataban de preservar la observancia de la circuncisión
y de las leyes sobre alimentos, al menos entre los cristianos procedentes
del judaísmo (Gá12, l1-14; cf. Hch 15,13-29). Santiago no se
había vuelto de pronto un fariseo urbano, sino que en buena medida continuaba
siendo un lugareño galileo.
Resumiendo: los
distintos textos de los Evangelios prueban muy poco sobre
la alfabetización de Jesús. Sin embargo, la argumentación indirecta basada
en la convergencia de varias líneas de probabilidad nos lleva a pensar que
Jesús, de hecho, sabía leer y escribir. Como hemos visto, las consideraciones generales
sobre el judaísmo palestino del siglo I, más el testimonio coincidente
de las distintas corrientes de la tradición evangélica, junto
con la aportación indirecta de Jn 7,15, hacen plausible que Jesús supiera leer
las Escrituras hebreas y mantener debates sobre su significado. Por
tanto, tuvo un considerable conocimiento del hebreo y, afortiori, del arameo,
la lengua que hablaba usualmente. Así, aun en el caso de que Lc
4,16-30 fuese en su totalidad una reelaboración redaccional sobre Mc 6,1-6a,
todavía seguiría siendo "verdad" en el sentido de que describe con exactitud
algo que Jesús hizo durante su ministerio público. Sin embargo, es
de notar que en este caso, como tantas otras veces en la investigación sobre
Jesús, llegamos a nuestras conclusiones no mediante textos claros, directos
e indiscutibles, sino a través de argumentos indirectos, deducciones y
líneas de probabilidad convergentes.
De todo esto se
desprende la natural conclusión de que, en algún momento de
su infancia o primera juventud, Jesús aprendió a leer y explicar las
Escrituras hebreas. Lo más probable es que esto sucediese -o al menos tuviera
comienzo- en la sinagoga de Nazaret. Sin embargo, no hay indicios de
que recibiera una enseñanza superior en algún centro urbano como Jerusalén;
de hecho, Jn 7,15 parece confirmar explícitamente esa carencia. Por
tanto, esto nos lleva a suponer en Jesús un alto grado de talento natural-quizá
de genialidad- que compensaba muy sobradamente el bajo nivel
de su educación formal.
En todo caso,
por lo menos en un aspecto, Jesús destacaba de la mayoría de
los hombres y mujeres del mundo grecorromano en el siglo I: estaba alfabetizado,
y su alfabetización no se limitaba al simple saber firmar con
el nombre o realizar las operaciones básicas para el desempeño de un oficio,
sino que le permitía leer obras teológicas y literarias complicadas y comentarlas.
Jesús procede de un ambiente campesino, pero no es un campesino corriente.
Fuente: John P. Meier. Un judío marginal.
Nueva visión del Jesús histórico
Tomo
I: Las raíces del problema y la persona
Páginas.279-282
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