¿De dónde procede la convicción de los Apóstoles en la Resurrección de Jesús?

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Nadie vio la Resurrección. El evangelio apócrifo de San Pedro, descubierto en 1886 (compuesto alrededor del 150 d.C. en Siria), narra el modo como Cristo resucitó ante los guardias y los ancianos judíos. Pero la Iglesia no lo reconoció como canónico, porque ciertamente la conciencia cristiana percibió temprano que no se podía hablar tan groseramente de la Resurrección del Señor. Apenas poseemos testimonios y éstos atestiguan dos cosas: que el sepulcro estaba vacío y que hubo diversas apariciones del Señor vivo a determinadas personas. Hemos de analizar, por consiguiente, las tradiciones que hablan del sepulcro vacío y las que se refieren a las apariciones.

Un gran número de exegetas, con independencia de su confesión religiosa, ha llegado a la siguiente conclusión:  primitivamente ambas tradiciones circulaban autónomamente, una al lado de otra. En Marcos 16,1-8, donde se narra el descubrimiento del sepulcro vacío por parte de las mujeres, existe ya un trabajo redaccional que combina las dos tradiciones. Su unión, con todo, no quedó bien ajustada. Los textos revelan tensiones, ocasionadas por los versículos 5-7, que rompen la unidad del relato. Si leemos Mc 16, l-5a. 8 la homogeneidad del relato aparece transparente: Las mujeres van al sepulcro; lo encuentran vacío. Huyen. Por miedo no cuentan nada a nadie. La aparición del ángel y su mensaje (5b-7) sería un añadido sacado de otra tradición que sólo conocía apariciones y no el sepulcro vacío. ¿Cuál es la función del relato del sepulcro vacío, atestiguado por los cuatro evangelistas? ¿Cuál es su Sitz-im-Leben?

a) El sepulcro vacío no originó la fe en la Resurrección.

Es obvio que la tradición del sepulcro vacío se formó en Jerusalén. La predicación de la Resurrección de Jesús se habría hecho imposible en la ciudad santa si el pueblo pudiese mostrar el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Además, la antropología bíblica implica siempre el cuerpo en cualquier forma de vida, aun en la pneumática. Los enemigos, tanto en los tiempos apostólicos como en las polémicas rabínico-cristianas de la literatura talmúdica, nunca negaron el sepulcro vacío. Lo interpretaron de modo diverso: como robo por parte de los discípulos (Mt 28,13) o, como pretende recientemente D. Whitaker, como robo perpetrado por violadores de tumbas. Los exegetas, igual los católicos que los protestantes, afirman un núcleo central histórico, anterior a los Evangelios. Las mujeres habían encontrado el sepulcro vacío. Ese núcleo histórico fue transmitido en ambientes culticos. Es sabido que los judíos veneraban las tumbas de los profetas.

De modo semejante, desde muy pronto, los cristianos comenzaron a venerar los lugares en los que se realizó el misterio cristiano en Jerusalén. Lo dramatizaban en tres momentos principales: un recuerdo (anamnesis) de la última noche de Jesús con ocasión del ágape fraterno; una liturgia del viernes santo a la hora en que se celebraban las oraciones judías; y una acción litúrgica, la mañana de pascua, con visita al sepulcro de Jesús. Por eso los relatos del encuentro del sepulcro vacío muestran un interés especial por el lugar:

«No está aquí. Ved el lugar donde lo depositaron» (Mc 16,6b). Esta tradición no se preocupó, sin embargo, por dar exactamente los detalles. Basta comparar los paralelos sinópticos y Juan para observar las divergencias (en el número de mujeres; en el número de ángeles, divergencias en los motivos por los que las mujeres fueron al sepulcro; diferencia de horario; diferencia en el mensaje del ángel; diferencia en la reacción de las mujeres frente al sepulcro vacío). El relato, sin embargo, se atiene a lo esencial; el Señor vive y resucitó; el sepulcro está vacío. Y con todo, en ningún evangelista se convierte en prueba de la Resurrección el hecho del sepulcro vacío.

En lugar de provocar a la fe, suscitó miedo, espanto y temor, de modo que «ellas huyeron del sepulcro» (Mc 18,6; Mt 28,8; Lc 24,4). El hecho del sepulcro vacío fue inmediatamente interpretado por María Magdalena como robo (Jn 20,2.13.15). Para los discípulos no pasa de una habladuría de mujeres (Lc 24,11.22-24.34). El sepulcro vacío, por sí solo, es un signo ambiguo, sujeto a variadas interpretaciones. Únicamente a partir de las apariciones se resuelve su ambigüedad y puede ser leído, por la fe, como señal de la Resurrección de Jesús. Las apariciones son concedidas a testigos escogidos. El sepulcro vacío es una señal que habla a todos y hace reflexionar sobre la posibilidad de la Resurrección. Es una invitación a la fe; todavía no lleva a la fe.

Un problema aparte plantea la aparición de los ángeles junto al sepulcro. La interpretación tradicional ve en ello, de hecho, seres supra terrestres y verdaderos ángeles. A pesar de ello, y sin cuestionarnos la existencia de los ángeles, hay que decir que esta interpretación, aun dentro de criterios bíblicos, no es la única posible. El ángel (mal'ak Jahwé) sustituye a Yahvé, cuya transcendencia afirmaban los judíos de modo absoluto, hasta tal punto que decían, en vez de Yahvé, ángel de Yahvé (Gen 22,11-14; Ex 3,2-6; Mt 1,20).

Otra interpretación podría ser la siguiente: las mujeres encuentran el sepulcro vacío e inmediatamente se les ocurre la Resurrección de Jesús. Esa idea la interpretan como una iluminación de Dios y la expresan en el lenguaje literario de la época como mensaje del ángel (Dios). Otra interpretación posible y que se adecúa mejor con el análisis que expusimos arriba, se articularía del modo siguiente: Las mujeres van al sepulcro; lo encuentran vacío. Están desasosegadas y con miedo. En esa situación regresan los apóstoles de Galilea, donde tuvieron apariciones del Señor. Su testimonio se une al de las mujeres. El mensaje de los apóstoles: «El Señor resucitó verdaderamente y se apareció a Simón» (Lc 24,34, quizás la fórmula más antigua), es considerado como una revelación de Dios y expresado en el lenguaje de la época, colocándolo en la boca de un ángel (Dios).

La fe en la Resurrección no tuvo su origen en el descubrimiento del sepulcro vacío y en el testimonio de las mujeres sino en las apariciones a los apóstoles.

Por eso la preocupación de Mc 16,7 por hacer que las mujeres vayan a Pedro y a los discípulos y comuniquen el mensaje del ángel. Ellos sólo se habían enterado del sepulcro vacío por medio de las mujeres y así pudieron responder a las calumnias de los judíos (de que habían raptado el cuerpo de Jesús) que ellos, por sí mismos, no sabían nada del sepulcro vacío.

Mt. 28,11-16 (la confabulación de los guardias con el Sumo Sacerdote) revela una clara tendencia apologética de Mateo. Bajo la forma de una narración pretende ridiculizar la calumnia de los judíos a propósito del robo del cuerpo de Jesús.

b) Las apariciones de Cristo, origen de la fe en la Resurrección.
La profesión de fe en la Resurrección es la respuesta a las apariciones. Sólo ellas redujeron la ambigüedad del sepulcro vacío y dieron origen a la exclamación de los apóstoles: Resucitó verdaderamente. Los Evangelios, a nivel redaccional, nos transmiten los siguientes datos: las apariciones son descritas como presencia real y carnal de Jesús. Come, camina con los discípulos, se deja tocar, oír, y dialogar con ellos. Su presencia es tan real que puede ser confundido con un viandante, con un jardinero y con un pescador. Sin embargo, al lado de estas sólidas representaciones, existen afirmaciones que no coinciden con lo que conocemos del cuerpo: El Resucitado ya no está atado al espacio y al tiempo; aparece y desaparece; atraviesa paredes. Entonces nos preguntamos: Cuando esto sucede, ¿podemos todavía hablar con propiedad de cuerpo?

Si consideramos las apariciones al nivel de la historia de las tradiciones (de las que proceden los Evangelios tal como los poseemos hoy), el problema se presenta mucho más complejo. Aquí se verifica el fenómeno siguiente: de una representación espiritualizante de la Resurrección, como en 1 Cor 15,5-8; Hch 3,15; 9,3; 26,16; Gal 1,15 y Mt 28, se pasa a una materialización progresivamente creciente, como es el caso de Lc y Jn, de los evangelios apócrifos de Pedro y de los Hebreos. La necesidad apologética obligó a los hagiógrafos a esas concretizaciones. Además, las apariciones, cuánto más recientes son los textos, tanto más se concentran en Jerusalén y se aproximan más al tema del sepulcro vacío.

Un problema diverso es el de las indefinidas tentativas de armonización entre las apariciones relatadas en 1 Cor 15,5-8 y las narradas en los Evangelios. Pablo refiere cinco apariciones del Señor vivo. Mc 16,1-8 no conoce ninguna aparición, pero dice claramente que Cristo se dejará ver en Galilea (7b). El final de Mc (16,9-20) condensa las apariciones relatadas en los otros Evangelios y, con sólidos argumentos, puede ser considerado un añadido posterior. Mt 28,16-20 conoce una sola aparición a los Once en Galilea «sobre el monte que Jesús les indicara». La aparición a las mujeres ante el sepulcro vacío (28,8-10) es considerada por los exegetas como una elaboración ulterior a partir del texto de Mc 16,7: las palabras del Resucitado son notablemente semejantes a las del ángel. Lc relata dos apariciones, una a los discípulos en el camino a Emaús y otra a los Once y a sus discípulos en Jerusalén (24,13-35.36-53). Jn 20 refiere tres manifestaciones del Señor, todas ellas en Jerusalén. Jn 21, considerado como un apéndice posterior al Evangelio, refiere otra aparición en el lago de Genesaret, en Galilea. Con todo, la interpretación de ese capítulo es más coherente si admitimos que es la reelaboración de una tradición prepascual acerca del llamamiento de los discípulos (Lc 5,1-11), vuelta a narrar ahora a la luz de la novedad de la Resurrección, con la clara intención de relacionar el ministerio de Pedro con el poder del Cristo resucitado. Los relatos revelan dos tendencias fundamentales: Mc y Mt concentran su interés en Galilea, mientras Lc y Jn lo hacen en Jerusalén; la
preocupación de resaltar la realidad corporal de Jesús y la identidad del Cristo resucitado con Jesús de Nazaret.

La armonización hecha generalmente por la exégesis católica, afirmando que primero habría aparecido Cristo en Jerusalén y después en Galilea, está siendo abandonada. Las dificultades de los textos, de la manera de las apariciones, y el mejor conocimiento de las tradiciones y del trabajo redaccional de los hagiógrafos, inducen a la siguiente conclusión: las apariciones en Galilea tienen más fundamento histórico; las de Jerusalén podrían ser una elaboración de carácter más teológico de las vivencias de Galilea, con la intención de destacar el significado histórico-salvífico de la ciudad y de la comunidad primitiva allí formada. «La salvación viene de Sión» (Sal 13, 7; 109,2; Is 2,3; cfr. Rom 11,26). Is 62,11 dice: «He aquí que el salvador viene hacia ti, hija de Sión». La historia de la salvación alcanza en Sión, Jerusalén, su término y su plenitud. Lucas, tanto en el evangelio como en los Hechos, toca este motivo teológico ligado a la ciudad: pascua y Pentecostés tienen lugar en ella. El Resucitado será proclamado comenzando desde Jerusalén hasta los confines del orbe (Lc 24,47; Hch 1,8). Esa tendencia está más acentuada todavía en el evangelio de San Juan: El Cristo joaneo actúa preferentemente en Jerusalén con ocasión de las fiestas del pueblo. La tradición de Galilea había interpretado la pascua de Jesús no tanto como Resurrección de la carne cuanto como la elevación, glorificación y manifestación del Hijo del Hombre (cfr. Dan 7,13 ss.), ahora sentado a la derecha de Dios, empleando el lenguaje del mundo apocalíptico. Mt. 28,16-20, representante de la tradición de Galilea, presenta al Cristo resucitado constituido en poder como Hijo del Hombre, transmitiendo ese mismo poder a su Iglesia y enviándola a la misión. El reino imperecedero (Dan 7,14) queda «traducido» en presencia constante de Cristo en la Iglesia (Mt 28,19). La Resurrección es contemplada como Parusía del Hijo del Hombre, ahora presente en la comunidad (cfr. 2 Pe 1,16 ss.)

La predicación y la catequesis de la pascua de Cristo, elaboradas en el horizonte de comprensión de los lectores y oyentes griegos, obligaron a una traducción de esta interpretación en la línea de la resurrección de la carne. El kerigma fundamental en la tradición del tipo de Jerusalén (Lc y Jn) suena ahora de la siguiente manera: «Yo estaba muerto, más he aquí que vivo por los siglos de los siglos. Yo tengo las llaves de la muerte y del infierno» (Apoc 1,18; cfr. Rom 6,10). El problema que surge consiste en salvaguardar la realidad de la Resurrección. Cristo vive realmente y no es ni un «espíritu» (Lc 24,39) ni un «ángel» (Hch 23,8-9). De ahí la preocupación por destacar la identidad del Resucitado con Jesús de Nazaret, por describir y tocar sus llagas (Le 24,39; cfr. Jn 20,20.25-29) y acentuar que comió y bebió con sus discípulos (Hch 10,41), o que comió delante de ellos (Lc 24,43).

Los relatos de vivencias del Resucitado tenidas por personas privadas como María Magdalena (Jn 20,14-18; cfr. Mt 28,9-10) o los jóvenes de Emaús (Lc 24,13-35), están rodeados de motivos teológicos y apologéticos dentro del esquema literario de las leyendas, con el objeto de dejar clara a los lectores la realidad del Señor vivo y presente en la comunidad. Ejemplo clásico de tal preocupación es el relato de los jóvenes de Emaús. El modo por el que los dos jóvenes llegaron a la fe en el Resucitado es presentado como modelo para los lectores: dejarse instruir por las Escrituras que hablan de Cristo y dejar que los ojos se abran mediante la «fracción del pan», es decir, la Eucaristía. Es el camino por el que llegamos nosotros todavía hoy a la fe en la novedad pascual: por la palabra y por el sacramento. El relato de Emaús (Lc 24,13-35) sigue un estilo literario típico de Lucas, utilizado también en Hechos (8,26-39) al narrar la conversión del camarero etíope por Felipe.

En ambas narraciones se encuentran los siguientes paralelos: El Resucitado o Felipe, inspirado por el Espíritu, explican el AT y lo relacionan con Cristo. Al final el camarero, o los dos jóvenes, manifiestan una petición. El punto culminante del relato lo constituye la recepción de un sacramento, que en la Iglesia primitiva eran fundamentalmente dos, la Eucaristía y el Bautismo. De este modo la fe en la Resurrección, durante los tiempos post apostólicos, se basa en la predicación y en los sacramentos de la Iglesia que atestiguan y hacen presente y visible al Cristo resucitado.

Aun cuando no hubiese sepulcro vacío y apariciones, todavía será posible y válida la fe en la Resurrección basándose en la Iglesia. Ese es el sentido último al que tiende el relato de la duda de Tomás en Jn 20, con la conclusión: «Felices los que no ven y sin embargo creen» (20,29).



Fuente: Leonardo Boff.
LA RESURRECCIÓN DE CRISTO 
NUESTRA RESURRECCIÓN EN LA MUERTE
Pág. 68 - 80 


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