El amor de Dios al Mundo





 16  Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

17  Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

18  El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios.

19  Y el juicio está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.

20  Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras.

21  Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios."


 16 Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.


Se ofrece la explicación última de la realidad del Mesías. En el pasaje anterior (3,14-15) se le ha descrito partiendo desde el hombre, como la señal visible, el Hombre levantado; ahora, partiendo de Dios, que toma la iniciativa insertando su acción en la historia. Es la misma realidad expresada antes con la frase el que ha bajado del cielo. Jesús es el don del amor de Dios a la humanidad. El Hombre levantado a la vista de todos es al mismo tiempo el Hijo único de Dios (cf. 1,34); ésa es su realidad escondida, que se revela al ser levantado en alto y mostrar así el amor de Dios al mundo.

La frase no explícita el destinatario del don; se habría esperado «el mundo», la humanidad. Esta omisión, junto con la mención de «el Hijo único», muestran la alusión a Gn 22,2. Dios se comporta como Abrahán, que fue capaz de desprenderse de su propio hijo. La alusión a Abrahán pone también el pasaje en relación con el éxodo, pues según tradiciones judías, el sacrificio de Isaac tuvo lugar a la hora en que más tarde se sacrificarían los corderos en el templo, y la liturgia de Pascua unía el gesto de Abrahán con el sacrificio del cordero. Se ve así la conexión de todo el episodio con el del templo y la expectación mesiánica.

 El don se ha hecho en el pasado (demostró) y se va realizando a lo largo de la vida de Jesús, que culminará en el momento de ser levantado en alto, «su hora» (2,4), con la manifestación plena del amor de Dios, el don total de sí para comunicar vida. El designio de Dios no discrimina, ofrece la vida a todos sin excepción. Quien no la obtenga es porque rechaza su oferta, negando la adhesión a Jesús.

 

17 porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

 

La doble formulación, positiva y negativa, que aparecía en 3,16: para que ... tenga vida definitiva y ninguno perezca, vuelve a encontrarse aquí formando un quiasmo: no para dar sentencia ... sino para que se salve. Pero la manifestación del amor de Dios y el don del Hijo único (3,16) se describen ahora en términos de misión (envió ...al mundo).

 En ambos casos hay un mismo sujeto, Dios; un mismo destinatario, el mundo, la humanidad. El amor de Dios fue el móvil del envío del Hijo y su finalidad era salvar a todo hombre; toda intención negativa queda excluida, el propósito divino es enteramente positivo y universal (el mundo). El Mesías no trae una misión judicial ni excluye a nadie de la salvación: en el Hijo, don y prueba del amor de Dios, brilla únicamente su gloria, su amor y su lealtad al hombre. No viene a discriminar dentro de Israel, pero tampoco entre Israel y los otros pueblos. Ha terminado el privilegio del pueblo escogidos. La salvación está destinada a la humanidad entera. Salvarse es pasar de la muerte a la vida definitiva, y eso es posible a través de Jesús, el dador del Espíritu.

 Aparece por primera vez la denominación «el Hijo» aplicada a Jesús. Esta resume las dos anteriores: «el Hombre» (el Hijo del hombre, 3,13. 14) y «el Hijo único de Dios» (3,16.18; cf. 1,18: el único Dios engendrado). Jesús es «el Hijo», en el cual se unen la raíz humana y la procedencia divina, el máximo exponente del hombre que hace presente la plenitud de Dios.

 

18  El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios.

 

La responsabilidad recae así sobre el hombre, no sobre Dios, cuyo amor no hace excepciones. Empieza a describirse, por eso, la actitud del hombre, que pasa a ser sujeto gramatical. Dos actitudes son posibles: o se está a favor de Jesús o en contra; no existe la indiferencia. Ante el ofrecimiento del amor no cabe más que responder a él o negarse a aceptarlo.

Nicodemo había objetado que no es posible nacer de nuevo (3,4). Sin embargo, por parte de Dios todo está dispuesto; toca al hombre tomar su decisión. Si de hecho hay excluidos de la salvación, se debe al rechazo del ofrecimiento que Dios hace en Jesús. El que presta su adhesión a Jesús, secundando el plan de Dios, no está sometido a juicio, porque Dios no actúa como juez, sino como dador de vida. El que se niega a prestársela, él mismo se da sentencia. A la negativa radical y definitiva a dar la adhesión a Jesús corresponde la definitividad de la exclusión.

La Ley establecía con Dios la relación Señor-siervos. Entre los dos términos se interponían los maestros (3,2: maestro; 3,10: el maestro de Israel) y la jerarquía de los jefes (3,1: jefe). El contacto con Dios necesitaba intermediarios. El hombre levantado en alto, por el contrario, hace presente el amor de Dios al mundo. Ya no hay que ser fiel más que al amor de Dios, encarnado en el Hijo único (3,15.16.18). La relación con el Padre, presente en Jesús, es inmediata; no es la propia de siervos, sino la de hijos.

 La adhesión verdadera a Jesús ve en él al Hijo único de Dios. Al dar Dios a su Hijo, ofrece a la humanidad la plenitud de vida que está en él: así, a través del Hijo único, tendrá otros hijos (1,12; 14,2s Lect.) por identificación con el único. Este los hace nacer con el Espíritu, dándoles la capacidad de hacerse hijos por una práctica de amor como la suya.  

No bastaba la adhesión como Mesías reformador surgida en Jerusalén a raíz de su actuación en el templo (2,23). No es al reformador de las instituciones, sino al dador de vida a quien ha de prestarse; la sociedad nueva será el fruto y la expresión del hombre nuevo, hijo de Dios. Dar la adhesión a Jesús como a Hijo único de Dios es creer en las posibilidades del hombre, en el horizonte que le abre el amor de Dios, pues él es el modelo de los hijos que nacen por su medio.

 Norma de la conducta.

Los tres versículos que terminan la perícopa están separados de lo anterior (Ahora bien) y utilizan un vocabulario distinto. Vuelve a usarse la oposición luz-tiniebla encontrada en el prólogo. El paso al tema de la luz está justificado.

 En el prólogo, la vida ha sido identificada con la luz (1,4: y la vida era la luz del hombre), por no ser ésta más que la vida misma en cuanto esplendente y visible. La tiniebla, por oposición, evoca muerte; es un poder activo y mortífero que produce la noche y domina en ella (3,2).

Al presentar a Jesús levantado en alto como la localización de la vida que brota de él (3,15), y como signo a la vista de todos (3,14), uniendo la visibilidad a la vida, era normal que, en coherencia con su teología, pasase Jn al tema de la luz'. Esta, una vez más, no es la doctrina que expone Jesús, sino él mismo como fuerza de vida, en cuanto visible y perceptible por todos. La luz de la vida es al mismo tiempo la gloria (resplandor) del amor de Dios que se manifiesta en Jesús.

En el prólogo, los que contemplan su gloria/amor leal (1,14) son los que han recibido de su plenitud un amor que responde a su amor (1,16); paralelamente, los que miran/se adhieren a la señal levantada (3,14-15, paralelo serpiente/Hombre) y ven en ella la manifestación y la prueba suprema del amor/gloria de Dios (3,16) reciben vida definitiva (ibíd.), equivalente al Espíritu-amor. La luz brillaba en medio de la tiniebla (1,5), llegaba hasta el mundo, iluminando a todo hombre (1,9); ahora ha venido (1,11) y está en el mundo (3,19: el Hombre levantado en alto, manifestación de la gloria/ amor de Dios), y algunos se acercan a ella abandonando la tiniebla (3,21).

En el prólogo se acentuaba más la naturaleza de la Palabra y su misión que la actividad del hombre. Se contemplaba la gloria (1,14), que era la vida brillando como luz (1,4.5) y que iluminaba (1,9). En esta perícopa se pone el acento en el papel del hombre y en su iniciativa.

 Aceptar, no acoger (1,12.11), pasan a ser amar u odiar (3,19) y, en consecuencia, acercarse o no a la luz (3,20.21). El amor o el odio a la luz tienen su raíz en el modo de obrar. La vida que se manifiesta como luz divide así los campos. Aquel cuya actividad se opone a la vida no se acerca a ella para evitar el contraste delator. Quien favorece la vida no teme acercarse.

En el prólogo, la vida aparece como una realidad que se comunica y, en términos de luz, como iluminadora. Aquí, en cambio, su papel es penetrar en la tiniebla y distinguir actitudes. Acercarse a la luz es abandonar la tiniebla. Nicodemo, que fue a ver a Jesús de noche, iba identificado con la tiniebla.

 

 19  Y el juicio está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.


 Juan  va a desarrollar lo antes dicho, la causa de la exclusión de muchos (3,18). La luz que ha venido al mundo, de por sí lo ilumina todo. La luz es el Hijo, en su función salvadora de dar vida, como prueba del amor de Dios a la humanidad (3,16s); es Jesús como Mesías (cf. 8,12: Yo soy la luz del mundo; 12,35). Se confirma así una vez más la relación de toda esta perícopa con la escena del templo (2,13ss). Ha venido y se ha quedado en el mundo: presencia duradera de alcance universal.

La frase: La luz ha venido al mundo, está en paralelo y en oposición con la de Nicodemo: tú has venido de parte de Dios como maestro (3,2), al servicio de la Ley. Según la tradición rabínica, la Ley era vida y luz; su observancia daba vida al hombre y al pueblo, ella revelaba a Dios y su voluntad y servía de guía a la conducta.

 Jesús levantado en alto toma su puesto: la conducta del hombre está guiada y juzgada por esta luz, el resplandor de su amor al hombre. Es ella la única norma y la que descubre la bondad o maldad de las acciones. La presencia de la luz-vida en el mundo coloca al hombre ante la opción de aceptar la vida-luz o no aceptarla. La sentencia de exclusión se identifica con una opción de mala fe: viendo la luz, resplandor de la vida, que ha venido al mundo (1,4), los hombres (alusión a 2,24s; 3,1) han preferido la tiniebla, es decir, la muerte.

 La tiniebla, como se ha visto en el prólogo (1,5), representa la ideología opresora que sofoca la vida del hombre, objetivada aquí en la institución judía denunciada por Jesús (2,14ss). Los hombres (3,19) son otra expresión para el mundo (3,16). La frase es hiperbólica; la totalidad denotada por los hombres significa la inmensa mayoría e incluye a los muchos que le dieron su adhesión durante las fiestas (2,23), a quienes Jesús no se confiaba (2,24), y, entre ellos, a los representados por Nicodemo (3,2: sabemos). Esta universalidad del rechazo contrasta con la del amor de Dios (3,16: así demostró Dios su amor al mundo), y fue expresada en el prólogo con una hipérbole equivalente (1,10: el mundo no la reconoció; 1,11: los suyos no la acogieron).

 Antes de la venida de la luz estaba la humanidad en tinieblas. La mayoría de los hombres prefieren continuar en la muerte, renunciando a la plenitud de vida: ése es el pecado de la humanidad (1,29). Desprecian el amor de Dios, optan por la tiniebla. Esa opción constituye su sentencia. Son los hombres mismos los que la pronuncian. Pero la opción tiene un motivo: porque su modo de obrar era perverso, en consonancia con la actividad malvada de la tiniebla, que intenta extinguir la luz (1,5), y con las obras malvadas del mundo u orden injusto que denunciará Jesús (7,7). El modo de obrar perverso consiste en el uso de la mentira y la violencia como medios de opresión (8,44: mentiroso y homicida). El imperfecto (era) indica una conducta precedente que no se quiere rectificar (cf. 2,18, el rechazo de los dirigentes ante la denuncia de Jesús). Explica Jn por qué los suyos no lo acogieron (1,11). Son los cómplices de la tiniebla, dirigentes o incondicionales del régimen injusto ( = los Judíos), los que prefieren la tiniebla a la luz. Ellos encuentran en ese sistema su campo de acción; los opresores del hombre a cualquier nivel no aceptan la luz-vida. Los causantes de muerte rechazan el ofrecimiento del amor de Dios.

 

20a  Pues todo el que obra el mal aborrece la luz

  

Este principio general extiende el enunciado fuera de las fronteras de Israel y del tiempo de Jesús. La luz, resplandor de la vida, denuncia por comparación la bajeza de conducta que se opone a la vida. Ya en su sentido primario, la luz expone y denuncia la maldad oculta. Por eso existe una respuesta de odio al amor de Dios. La opción por la tiniebla no se hace por el valor que tenga en sí misma, sino por odio a la luz, y éste nace por miedo a ser desenmascarado. No se opta aquí imparcialmente entre términos equiparables; hay una repulsión a la vida en aquel que es cómplice de la muerte. Se odia la bondad de la luz. La maldad no puede soportar su vista y pretende sofocarla. Los agentes de injusticia y muerte no pueden soportar su denuncia (1,5; 11,53; 12,10; 19,15).

 

20b y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras.

 

No son doctrinas las que separan de Dios, sino conductas, como Dios no ofrece doctrinas, sino vida. Acercarse a la luz equivale a acercarse Jesús (6,37: al que se acerca a mí no lo echo fuera) e indica la adhesión, la fe en él. En este texto, por tanto, acercarse a la luz significa dar la propia adhesión a la vida que Dios ofrece en Jesús. El mismo es la luz (8,12) y la vida (11,25; 14,6); quien con su modo de obrar daña al hombre, odia a Jesús y le niega su adhesión, pues teme que se ponga de manifiesto su propia vileza. Tiene miedo de la publicidad y del cotejo inevitable con el modo de obrar de Jesús.

Reconocer la luz sería ponerse en evidencia. Rechazándola, piensa poder continuar haciendo el mal sin ser descubierto. No se puede, por tanto, ser opresor del hombre y prestar adhesión a Jesús; no se podía estar con el sistema judío, como Nicodemo, y aceptar lo que Jesús proponía.

 

21  Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios.

 

Sigue mezclando el autor los dos sentidos de luz, el físico y el metafórico. Lo mismo el que actúa con bajeza que el que practica la lealtad se definen por su proceder. El hombre se define por sus obras. Vuelve a aparecer «la lealtad» del prólogo (1,14.17), cualidad del amor del Padre y de Jesús Mesías y, por tanto, del amor recibido de su plenitud (1,14.16.17). La lealtad demuestra el amor. La expresión practicar la lealtad está en paralelo con practicar lo bueno (5,29), en oposición a obrar con bajeza (cf. ibíd.). Equivale, por tanto, a hacer lo que es bueno para el hombre. Al utilizar Jn el término «lealtad» en lugar de «amor», significa que el amor no es teoría, sino práctica, que no existe amor si no se traduce en obras. El amor puede llamarse tal en la medida en que realiza el bien del hombre, comunicándole vida.

Y así se manifiesta su modo de obrar. La manifestación es consecuencia del acercamiento; el modo de obrar es, por tanto, anterior a la adhesión a Jesús, la luz. De hecho, desde el principio de la creación, la vida se ha manifestado en el mundo, no ha sido ahogada por la tiniebla.

La dialéctica muerte-vida es anterior a la manifestación plena de la vida en Jesús. Los hombres para quienes la vida es la luz (1,4), es decir, los que responden a la llamada del proyecto creador y están en favor de la creación y de la vida, son los que se acercan a Jesús, la luz.

El mismo principio será enunciado en 7,17: el que quiera realizar el designio de Dios apreciará si esta doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta. Hay una disposición y una praxis que preceden a la adhesión a Jesús, que son la lealtad a la vida y al hombre. Lo mismo en 8,47: el que procede de Dios escucha las exigencias de Dios; por eso vosotros no escucháis, porque no procedéis de Dios. Proceder de Dios significa imitar su modo de obrar (cf. 5,19) y precede a la adhesión a Jesús. De modo parecido en 6,44s: todo el que escucha al Padre y aprende se acerca a mí. Hay, por tanto, una docilidad a Dios anterior a la fe en Jesús y que permite llegar a ella.

El Padre es el Dios creador, fuente de vida y amor. El que, con su conducta, ha secundado la obra creadora de Dios, la actividad de su amor por el hombre, reconocerá la luz y se acercará a ella sin miedo; entonces aparecerá que sus obras respondían al designio de Dios, plenamente revelado en Jesús, y que no eran del hombre sólo, sino de Dios con él (cf. nota). Los paralelos entre el prólogo y esta perícopa son numerosos. En primer lugar, el uso del verbo nacer (1,13: han nacido de Dios; 3,3: nacer de nuevo/de arriba; 3,5: nacer de agua y Espíritu; 3,6.7: nacer del Espíritu).

Para identificar otros paralelos hay que tener en cuenta las equivalencias:

«Espíritu/amor/vida definitiva» y «aceptar/prestar adhesión/ acercarse». Así, los que reciben la Palabra-luz son los que nacen de Dios (l,12s); paralelamente, los que dan su adhesión al Hombre levantado en alto obtienen vida definitiva (3,14s) o nacen de arriba (3,3.7), del agua-Espíritu (3,5.6.8).

 

SÍNTESIS

 

Tras la manifestación mesiánica de Jesús en el templo, donde ha denunciado la opresión y anunciado la sustitución del santuario por su propia persona, expone Jn la reacción al hecho: primero, de modo general; luego, la de los hombres de gobierno y de Ley.

Están representados por un personaje perteneciente a las altas esferas del poder, judío observante y maestro de la Ley. Este no espera el Mesías de la fuerza, sino el Mesías del orden, el maestro capaz de explicar la Ley e inculcar su práctica, para llegar así a construir el hombre y la sociedad. El problema se centra sobre la validez de la Ley religiosa como norma de conducta y fuente de vida, como medio de implantar la sociedad humana que Dios desea y promete. Jesús echa abajo el presupuesto de Nicodemo: el hombre no puede llegar a obtener plenitud y vida por la observancia de la Ley, sino por la capacidad de amar. Esta capacidad, que da el Espíritu, le viene de Dios y ella completa el ser del hombre. Los dos aspectos de la Ley se concentran en Jesús mismo levantado en alto: él es fuente de la vida definitiva, el Espíritu, y al mostrar su amor con el don de su vida, la norma para que el hombre alcance la plenitud. Sólo con hombres dispuestos a amar hasta la muerte puede construirse la verdadera sociedad humana. Son los hombres libres, que rompen con un pasado para comenzar de nuevo, no ya encerrados en una tradición, nacionalidad ni cultura. Su vida será la práctica del amor, el don de sí mismos, con la universalidad con que Dios ama a la humanidad entera.


Dios, en Jesús, ofrece así a todos la vida plena. El hombre tiene que optar entre la vida y la muerte. Quien de alguna manera es enemigo del hombre y de la vida, la rechaza y se condena él mismo a morir. Quien está por el hombre y por la vida, se adhiere a Jesús. Toda empresa que tome por base el hombre a medio hacer, al hombre sin amor, está condenada al fracaso.

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