LA IGLESIA ORTODOXA. KALLISTOS WARE. PRIMERA PARTE: HISTORIA. CAPÍTULO 5. LA IGLESIA BAJO EL ISLAM


 

Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).

Compartimos en esta entrada el  Capítulo 5 LA IGLESIA BAJO EL ISLAM de la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia Ortodoxa. En este capítulo se consideran los siguientes puntos:

Imperium in Imperio
Reforma y Contrarreforma: El Doble Impacto

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).
Jacobo Rave
Fuente: La Iglesia Ortodoxa. Kallistor Ware. P. 79-92

CAPÍTULO 5

 LA IGLESIA BAJO EL ISLAM

 

"La fija perseverancia de la Iglesia griega en estos días de nuestra vida... pese a la Opresión y la Humillación impuestas por los turcos, y pese a los Deleites y a los Placeres seductivos de este mundo, sirven de prueba confirmatoria los Milagros y el Poder que le acompañaron en los primeros orígenes. Es verdaderamente admirable ver y contemplar la Constancia, la Resolución y la Sencillez con las que estos hombres pobres e incultos conservan su fe."

 

Sir Paul Rycaut, The Present State of the

Greek and Armenian Churches (1679)

 IMPERIUM IN IMPERIO

 ‘Nos resulta enormemente desagradable ver alzarse al creciente musulmán en todas partes, donde antiguamente se erguía la Cruz durante tanto tiempo, triunfante’; así escribe Edward Browne en 1677, poco después de llegar a Constantinopla en capacidad de capellán de la Embajada Inglesa. Para los griegos en 1453 también les debió resultar enormemente desagradable. Durante más de mil años la gente dió por sentado que el Imperio Cristiano de Bizancio era un ingrediente permanente en la Providencia mundial de Dios. Ahora, sin embargo, había sucumbido la ‘ciudad protegida por Dios’, y los griegos se vieron sometidos al dominio de los infieles.

 No fue una transición fácil: pero se hizo menos difícil gracias a los mismos turcos quienes trataron a sus súbditos cristianos con una generosidad sorprendente. Los musulmanes del siglo XV mostraron un nivel de tolerancia para con los cristianos mucho mayor al que mostraron los Cristianos de occidente entre sí mismos durante la Reforma y el siglo XVII. El Islam respeta a la Biblia como libro sagrado y a Jesucristo como profeta; por lo tanto, según el punto de vista musulmán, la religión cristiana contiene determinados elementos erróneos pero no es completamente falsa, por lo cual los cristianos, como ‘Gente del Libro’, no deben ser tratados de la misma manera que los meros paganos. Según las enseñanzas del Islam, los cristianos no deben sufrir persecuciones, sino que se les debe permitir continuar observando su fé sin intervenciones, con tal de que se sometan apacible y sosegadamente al poder islámico.

 Esos fueron los principios que le sirvieron de pauta al conquistador de Constantinopla, el Sultán Mohammed II. Antes de la captura de la ciudad, los griegos le pusieron el apodo de ‘precursor del anticristo y Sennacherib segundo’, pero se dieron cuenta en la práctica de que su estilo de gobernar era muy distinto a las expectativas.  Al enterarse que el puesto de Patriarca estaba vacío, Mohammed hizo llamar al monje Gennadios y le elevó al trono patriarcal. Este Gennadios (?1405-?72), conocido como Jorge Scolarios antes de hacerse monje, era escritor prolífico y el teólogo más destacado de entre los griegos de su época. Fue adversario intransigente de la Iglesia de Roma, de hecho que su nombramiento puso el fin a la Unión de Florencia. Indudablemente habrá sido por motivos políticos que el Sultán eligió a propósito a un hombre de convicciones anti-latinas; siendo Gennadios el Patriarca, sería menos probable que los griegos solicitasen ayuda de parte de las naciones católico-romanas.

 El Sultán presidió en persona la investidura del Patriarca, presentándole su báculo pastoral con la misma ceremonia solemne observada antiguamente por los autócratas de Bizancio. Fue un acto simbólico: Mohammed el Conquistador, campeón del Islam, se convirtió a la misma vez en protector de la Ortodoxia, asumiendo la función ejercida antaño por el Emperador cristiano. De manera que a los cristianos se les aseguraba su plaza propia en el orden de la sociedad turca; pero como ya se darían cuenta en poco tiempo, sería una plaza de inferioridad garantizada. El cristianismo bajo el Islam era una religión de segundo rango, y sus adherentes - ciudadanos también de segundo rango. Pagaban impuestos muy altos, llevaban una vestimenta diferente, y se les prohibía el servicio militar y el casamiento con mujeres musulmanas. No se le permitía a la Iglesia emprender trabajo misionero, y el convertir a la fé cristiana a un musulmán constituía un acto criminal. Desde el punto de vista material, todos los incentivos le incitaban al cristiano a apostatar y convertirse al Islam. Muchas veces la persecución directa sirve para unir y consolidar una Iglesia; pero a los griegos del Imperio Otomano les solían ser negadas las maneras más heroicas de testimoniar la fé, y en lugar de eso se les sometía a los efectos desmoralizadores de una presión social inexorable.

Y es más. Tras la caída de Constantinopla, a la Iglesia no se la dejaba revertir a la situación que prevalecía antes de la conversión de Constantino; paradójicamente, las cosas de Cesar vinieron a asociarse más estrechamente que nunca con las cosas de la Iglesia. Puesto que los musulmanes no hacían ninguna distinción entre la religión y la política, desde su perspectiva era una condición imprescindible para convalidar el cristianismo como una religión independiente que los cristianos establecieran y organizaran su comunidad como una entidad política independiente, equivalente a un Imperio dentro del Imperio. He aquí que la Iglesia se convirtió en una institución civil y religiosa a la vez: pasó a nombrarse el Rum Millet, la ‘nación romana’. La estructura eclesiástica fue convertida in toto en un departamento de administración civil. Los obispos se hicieron funcionarios gubernamentales, y el Patriarca era no sólo el dirigente espiritual de la Iglesia ortodoxa griega, sino también el gobernante civil del pueblo griego - es decir el etnarca, o millet-bashi. Este sistema perduró en Turquía hasta el año 1923, y en Chipre hasta el fallecimiento del Arzobispo Makarios III (en 1977).

 El sistema de los millet tuvo una consecuencia de sumo valor: facilitó la supervivencia de la nación griega como entidad individual a lo largo de cuatro siglos de invasión ajena. Sin embargo, en cuanto a la vida de la Iglesia tuvo dos consecuencias penosas. En primer término produjo aquella confusión tan triste de la Ortodoxia con el nacionalismo. Una vez que la vida civil y política se centraba completamente en torno a la Iglesia, se les hizo prácticamente imposible a los griegos diferenciar entre la Iglesia y la nación. Siendo universal, la fé ortodoxa no ha de limitarse a una sola sociedad, cultura o lengua; sin embargo para los griegos del Imperio turco el ‘helenismo’ y la ortodoxia se entrelazaron de manera mucho más intrincada de lo que jamás se había producido en el Imperio bizantino. Los efectos de esta confusión persisten en nuestros tiempos.

 En segundo término, la jerarquía superior de la Iglesia se vió involucrada en un proceso degradante de corrupción y de simonía. Al estar implicados en los asuntos seglares y políticos, los obispos cayeron fácilmente en la ambición y la codicia. Cada Patriarca sucesivo necesitaba el berat de parte del Sultán antes de poder acceder al cargo, y para obtener este documento hacía falta pagar un monto cuantioso de dinero. Luego el Patriarca se aprovechaba de su episcopado para recobrar los gastos a base de cobrarles a los obispos una cuota antes de consagrarles a la diócesis; los obispos, a su vez, cobraban un impuesto a los párrocos, quienes lo recaudaban de parte de sus congregaciones de feligreses. Lo que tal vez se había dicho del papado se podía aplicar acertadamente al Patriarcado Ecuménico bajo los turcos: todo se podía comprar.

 Cuando eran varios los candidatos que se presentaban para el trono patriarcal, los turcos efectivamente lo vendían al que más dinero apostaba en la subasta; y en seguida se dieron cuenta de que al nivel financiero les interesaba cambiar de Patriarca más frecuentemente, para multiplicar la frecuencia con la que se vendía el berat. Los Patriarcas se fueron deponiendo y reinstalando a una velocidad calidoscópica. ‘De los 159 Patriarcas que ejercieron el cargo entre el siglo XV y el siglo XX, unos 105 fueron depuestos del trono por los turcos; 27 dimitieron, a menudo involuntariamente; 6 padecieron crueles asesinatos y fueron ahorcados, envenenados o ahogados; y tan sólo 21 fallecieron por causas naturales mientras estaban en posesión del poder.’[1]El mismo candidato a veces tomó el cargo en cuatro o cinco ocasiones distintas, además de que solía siempre haber unos cuantos ex-Patriarcas en el exilio aguardando inquietos la oportunidad de apoderarse otra vez del trono. La extrema inseguridad del Patriarca produjo naturalmente intrigas incesantes de parte de los Metropolitas del Santo Sínodo que esperaban sucederle, de hecho que el liderazgo eclesiástico se vió casi siempre dividido por la actitud áspera de varios partidos opuestos. ‘Todo buen cristiano,’ escribía un inglés del siglo XVII, residente en levante, ‘debe contemplar con gran tristeza y compasión esta Iglesia otrora gloriosa, al verla desgarrarse y rajarse las entrañas para ofrecerlas de comida a los buitres y a los cuervos, y a las Criaturas salvajes y bestiales de este Mundo.’[2]

 Si bien el Patriarcado de Constantinopla sufría un período de decadencia interior, por fuera su poder se expandió más que nunca. Los turcos consideraban al Patriarca de Constantinopla como jerarca de todos los cristianos ortodoxos bajo el dominio turco. Los demás Patriarcados también situados dentro del Imperio Otomano - los de Alejandría, Antioquía y Jerusalén - quedaban teóricamente independientes, pero en realidad se vieron subordinados. Las Iglesias de Bulgaria y de Serbia - ambas situadas igualmente en territorio otomano - perdieron por períodos toda su independencia hasta pasar a mediados del siglo XVIII directamente bajo el control del Patriarca Ecuménico. Pero en el siglo XIX, a medida que iba disminuyendo el poder de los turcos, también se fue retrayendo el alcance de las fronteras patriarcales. A las naciones que se independizaron de los turcos les resultaba poco práctico continuar sujetándose a la autoridad eclesiástica de un Patriarca residente en la capital turca e implicado en el sistema político de los turcos. El Patriarca resistió todo lo que pudo, pero al final tuvo que aceptar lo inevitable. Fueron apareciendo toda una serie de Iglesias nacionales en territorio patriarcal: la Iglesia de Grecia (formada en 1833, aprobada por el Patriarca de Constantinopla en 1850); la Iglesia de Rumania (formada en 1864, aprobada en 1885); la Iglesia de Bulgaria (restablecida en 1871, pero sin ser reconocida en Constantinopla hasta 1945); la Iglesia de Serbia (restaurada y reconocida en 1879). La reducción del Patriarcado es un proceso que ha continuado en el siglo presente, mayormente como consecuencia de la guerra, hasta que hoy en día los miembros en los Balcanes constituyen una menguada fracción de lo que fueron antaño en aquella época tan próspera de la soberanía otomana.

 La ocupación turca afectó de dos maneras contrarias la vida intelectual de la Iglesia: por un lado produjo una mentalidad super-conservadora, y por el otro lado fue la causa de una cierta occidentalización. La Ortodoxia bajo los turcos tomó actitudes defensivas. El gran objetivo era el de la supervivencia - de mantenerse en marcha y aguardar a que mejorase la situación. Los griegos sostuvieron con tesón milagroso, la civilización cristiana que era el patrimonio de Bizancio, mas tuvieron pocas oportunidades de desarrollar esta herencia de modo creativo. Como era de esperar, solían contentarse nada más con repetir las fórmulas aceptadas, y con intrincarse en las posiciones heredadas del pasado. El pensamiento griego padeció una osificación y un endurecimiento que nos deben causar lástima; la tendencia conservadora, empero, tiene ciertas ventajas. A lo largo de un período tenebroso y peligroso de su historia los griegos consiguieron efectivamente conservar la tradición ortodoxa mayormente intacta. Los ortodoxos bajo el Islam tomaron como pauta las palabras dirigidas por San Pablo a Timoteo, ‘Guarda el depósito de la fe que te ha sido confiado’ (I Timoteo 6:20). Al fin y al cabo ¿qué lema más apropiado se podía haber escogido?

 Sin embargo, al margen de la tendencia tradicionalista de la teología ortodoxa en los siglos XVII y XVIII existió otra tendencia distinta y contraria: la de las influencias que se infiltraban desde occidente. Resultó difícil para los ortodoxos bajo el dominio otomano mantener un buen nivel de formación y de erudición. Los griegos que deseaban tener una educación avanzada hubieron de desplazarse al mundo no-ortodoxo, a Italia y a Alemania, a París, e incluso a Oxford. Entre los teólogos griegos sobresalientes del período turco, unos pocos eran autodidactas, pero la gran mayoría se formaron en occidente bajo un profesorado católico­romano o protestante.

 Desde luego, esto produjo una alteración en la interpretación de la teología ortodoxa. Los estudiantes griegos que se trasladaron a occidente estudiaban, por cierto, la patrística, pero únicamente aquellas obras de los Padres que les parecían oportunas a los profesores, quienes no eran ortodoxos. De hecho que en el Monte Athos se seguía leyendo la obra de Gregorio Palamás y los monjes seguían apreciando su enseñanza espiritual; en cambio, la mayoría de los teólogos griegos eruditos del período turco la ignoraban completamente. En los escritos de Eustratios Argenti (fallecido en ?1758), el teólogo griego más capacitado de su generación, no cita ni una sola vez a Palamás; esto es un ejemplo típico. Una indicación muy característica de las condiciones en las que se han encontrado los estudios teológicos del mundo griego ortodoxo durante los últimos cuatro siglos es el hecho de que una de las obras principales de Palamás, Las Triadas en Defensa de los Santos Hesicastas, no fué publicada en su mayor parte hasta el año 1959.

 Existía el peligro concreto de que los griegos que fueron a estudiar a occidente perdieran su mentalidad ortodoxa y quedaran escindidos de la tradición viviente que es la Ortodoxia, por mucho que intentasen permanecer fieles a su propia Iglesia. Les costaba trabajo evitar acomodarse a la manera occidental de ver la teología; fuese o no cosa deliberada, los griegos en occidente aprendieron a manejar la terminología y dialéctica ajenas a las de su propia Iglesia. La teología ortodoxa padeció una pseudomórfosis, según lo denomina, certeramente, el Padre Georges Florovsky, teólogo ruso (1893-1979). El pensamiento religioso del período turco se puede dividir en dos categorías generales, la de los ‘latinistas’ y la de los ‘protestantistas’. Pero no se debe exagerar el impacto de la influencia occidental. Aunque los griegos hicieran uso de las formas exteriores que aprendieron en occidente, en cuanto al contenido de su pensamiento permanecieron casi todos fundamentalmente ortodoxos. La tradición se vió a veces alterada al forjarse en moldes ajenos - alterada sí, puede ser, pero no destrozada del todo.

 Teniendo en cuenta, pues, estas tendencias bipartitas del tradicionalismo y de la occidentalización, volvamos ahora a los desafíos de la Reforma y de la Contra-Reforma que tuvo que afrontar el mundo ortodoxo.

 REFORMA Y CONTRA-REFORMA: EL DOBLE IMPACTO

 Las fuerzas de la Reforma encontraron el acceso cortado cuando llegaron a las fronteras de Rusia y el Imperio turco, de manera que la Iglesia ortodoxa nunca experimentó ni Reforma ni Contra-Reforma. Sin embargo, nos equivocaríamos al pensar que estos dos acontecimientos no influyeron nada en la Ortodoxia. Habían muchos medios de contacto: los ortodoxos, como ya vimos, iban a estudiar a occidente; los jesuitas y los franciscanos, enviados al mediterráneo levantino, emprendieron un trabajo misionero entre los ortodoxos; los jesuitas trabajaban también en Ucrania; las embajadas en Constantinopla, tanto de los países católico­romanos como de los protestantes, tenían una función religiosa además de la política. Durante el siglo XVII este contacto provocó una evolución importante en la teología ortodoxa.

 El primer intercambio de perspectivas entre ortodoxos y protestantes comenzó en 1573, cuando una delegación de profesores luteranos de la universidad de Tübingen, protagonizado por Jakob Andreae y Martín, rindió visita al Patriarca Jeremías II de Constantinopla y le entregó una copia de la Confesión de Augsburgo traducida al griego. Seguramente esperaban iniciar algún tipo de Reforma entre los griegos; según dijo Crusius, con cierta ingenuidad: ‘Si acaso se preocupan por la salvación eterna de sus almas, deben juntarse con nosotros y abrazar nuestras enseñanzas, ¡si no perecerán para siempre!’ Sin embargo Jeremías, en las tres Respuestas que les dió a los teólogos de Tübingen (con fecha de 1576, 1579, 1581), adhirió con firmeza a las posturas tradicionales ortodoxas sin mostrarse de ningún modo propenso al protestantismo. Los luteranos le enviaron respuestas a las primeras dos cartas, pero en su tercera el Patriarca cerró la correspondencia al sentir que las relaciones no tendrían salida: ‘Sigan Ustedes su propio camino, sin tratar más en las cartas el tema de la doctrina; y si es que vuelven a escribir, háganlo nada más por motivos de amistad.’ El episodio nos da una idea del interés que sentían los Reformadores por la Iglesia ortodoxa. Las Respuestas del Patriarca tienen importancia al constituir la primera crítica clara y autoritaria de las doctrinas de la Reforma desde un punto de vista ortodoxo. Los temas principales tratados por Jeremías fueron los del albedrío y la gracia, las Sagradas Escrituras y la Tradición, los sacramentos, la oración por los muertos, y la invocación de los santos.

 Durante la visita desde Tübingen, los luteranos y los ortodoxos se portaron con gran cortesía mutua, ambiente muy distinto al del primer encuentro que hubo entre los de la Ortodoxia y los de la Contra-Reforma. Esto se realizó en Ucrania, fuera de los límites del Imperio turco. Tras la derrota del poder kievano por los tártaros, un territorio extenso del sur­oeste de Rusia que abarcaba la misma ciudad de Kiev fue sumergida en Lituania y Polonia; esta parte sur-occidental de Rusia suele conocerse como la ‘Rusia Menor’ o Ucrania. Los reinos de Polonia y de Lituania se unieron bajo un sólo monarca en 1386; en conclusión mientras que el soberano del reino combinado y la mayoría de los súbditos eran católicos romanos, una numerosa minoría de la población era rusa y ortodoxa. La situación de aquellos ortodoxos de la Ucrania resultaba muy desagradable. Pertenecían a la jurisdicción del Patriarca de Constantinopla, personaje que ejercía poco poder efectivo en tierra polaca; los obispos ortodoxos eran nombrados no por la Iglesia sino que por el Rey católico romano de Polonia, y a menudo eran elegidos para el episcopado cortesanos carentes de cualidades espirituales.

 Hacia fines del siglo XVI brotó entre los cristianos orientales de Ucrania una tendencia a favor de la unión con Roma. En 1596, al reunirse el Concilio de Brest-Litovsk, seis de los ocho obispos presentes, inclusive el Metropolita de Kiev, Miguel Ragoza, votaron en favor de la unión con Roma, aunque los dos obispos restantes además de un cuantioso número de los delegados monásticos y parroquiales eligieron seguir siendo ortodoxos. De hecho que se produjo una división aguda: por un lado, los ortodoxos; por el otro, los ‘Católicos Griegos’, los ‘Católicos del Rito Oriental’, o los ‘Uniatas’ según las varias denominaciones que se han atribuido a este grupo. Los Católicos Griegos aceptaron los principios establecidos por el Concilio de Florencia: reconocieron la supremacía del Papa, pero se les autorizó conservar sus costumbres tradicionales, como la de los sacerdotes casados, y también siguieron empleando la Liturgia bizantina, aunque con el tiempo se fueron infiltrando en ella elementos de origen occidental. Es decir que por fuera se diferenciaban poco los Católicos del Rito Oriental de los ortodoxos. Cabe preguntarse ¿hasta qué punto se enteraba la población inculta campesina del verdadero significado del desacuerdo?

Los ortodoxos que permanecieron en Polonia sufrieron una represión severa de parte de las autoridades católicas romanas, y no cabe duda de que la Unión de Brest sirvió para amargar las relaciones de la Ortodoxia con Roma desde 1596 hasta hoy. La persecución, no obstante, logró vigorizar de varias maneras la vida eclesiástica. Los laicos se solidarizaron en la defensa de la Ortodoxia, y en muchos sitios donde el clero superior desertó de la Iglesia ortodoxa a la romana, la tradición ortodoxa fue sostenida por poderosas asociaciones laicas, llamadas Hermandades (Bratstva). Para poder responder a la propaganda jesuítica, montaron imprentas y publicaron libros en defensa de la Ortodoxia; para contrarrestar la influencia de las escuelas de los jesuitas, organizaron sus propias escuelas ortodoxas. Sobre 1650 Ucrania tenía el nivel más alto de educación que en cualquier otra parte del mundo ortodoxo; los estudiantes de Kiev que viajaron a Moscú en esta época elevaron mucho el nivel intelectual de la Rusia Mayor. El rol que tomó Pedro de Moghila, Metropolita de Kiev de 1633 a 1647, en esta revivificación intelectual fué muy destacado, por lo que volveremos sobre él un poco más adelante.

 Uno de los representantes del Patriarcado de Constantinopla en Brest en 1596 fué un joven sacerdote griego con el nombre de Cirilio Lukaris (1572-1638). Si bien fuese como consecuencia de las experiencias que tuvo en Ucrania o bien por las amistades que contrajo más tarde en Constantinopla, en su vida posterior manifestó siempre una actitud de fuerte hostilidad hacia la Iglesia de Roma. Al ser nombrado Patriarca Ecuménico, se empeñó en combatir la influencia católica romana dentro del Imperio Otomano. Desgraciadamente, pero quizás inevitablemente, en la lucha contra la ‘Iglesia Pápica' (término empleado por los griegos), Cirilio se involucró profundamente en la política. Se dirigió lógicamente a las embajadas protestantes en Constantinopla, como también sus adversarios jesuitas se dirigieron, a su vez, a los representantes diplomáticos de los estados católicos romanos. Pero además de solicitar el apoyo político de los diplomáticos protestantes, Cirilio sucumbió también a la influencia protestante en el campo de la teología, de hecho que su Confesión[3] (publicada por primera vez en Ginebra en 1629) contiene unas enseñanzas de índole calvinista inequívocas.

 La tenencia patriarcal de Cirilio constituye una prolongada serie de intrigas turbulentas, que nos ejemplifica de modo lúgubre el estado tormentoso del Patriarcado de Constantinopla bajo los otomanos. Tras ser depuesto seis veces del trono patriarcal y reinstalarse otras seis, al final fue estrangulado por los jenízaros turcos y su cadáver fue arrojado a las aguas del Bósforo. Finalmente, su vida fue algo trágica, ya que probablemente fue el dignatario más brillante de la sede patriarcal desde la época de San Fotio. Si hubiese vivido circunstancias más oportunas, en vez de ser víctima de las intrigas políticas, podría haber aprovechado mejor su talento excepcional.

 El calvinismo de Cirilio fué rechazado aguda y rápidamente por sus correligionarios ortodoxos, y su Confesión fue condenada en unos seis concilios locales entre 1638 y 1691. Dos otros jerarcas de la Iglesia ortodoxa, que fueron Pedro de Moghila y Dositeo de Jerusalén, publicaron Confesiones propias en reacción directa a la de Cirilio. La Confesión Ortodoxa de Pedro fue compuesta en 1640 y se basó enteramente en los manuales de los católicos romanos. Fué aprobada en el Concilio de Jassy en Rumania (1642), después de ser repasada y corregida por el griego Meletios Syrigos, que tuvo que alterar sobre todo los textos sobre la consagración eucarística (atribuida por Pedro exclusivamente a las Palabras de Institución) y el Purgatorio. Aún en su forma redactada, la Confesión de Moghila sigue siendo el documento de carácter más católico romano que jamás fuera adoptado por un Concilio oficial de la Iglesia Ortodoxa. Dositeo, Patriarca de Jerusalén de 1669 a 1707, también se basaba en fuentes católico-romanas. La Confesión de él fue ratificada en 1672 por el Concilio de Jerusalén (conocido también como el Concilio de Belén), y en ella se proponen respuestas, punto por punto, con suma claridad y concisión, a la Confesión de Cirilio. Los temas principales en que difieren Cirilio y Dositeo son los cuatro siguientes: la cuestión del albedrío, la gracia y la predestinación; la doctrina de la Iglesia; el número y la naturaleza de los sacramentos; y la veneración de los iconos. En el discurso sobre la Eucaristía, además de adoptar el término latino de la transubstanciación, Dositeo también emplea la dicotomía escolástica entre la substancia y los accidentes;[4] y en la defensa de la oración por los muertos, por poco nos expone la doctrina romana del Purgatorio, aún sin pronunciar explícitamente el vocablo Purgatorio. Sin embargo, en general la Confesión de Dositeo es menos latina que la de Moghila, y desde luego debe ser considerado como texto de suma importancia en la historia de la teología ortodoxa del siglo XVII. Frente al calvinismo de Lukaris, Dositeo desplegó las armas que tenía a mano, que eran armas latinas (dadas las circunstancias quizás haya sido el único remedio que le quedaba); pero esas armas, por latinas que fuesen, sirvieron para defender una fé que no era romana sino ortodoxa.

 Fuera de Ucrania, las relaciones de los ortodoxos y los católicos romanos en el siglo XVII solían ser cordiales. En muchos lugares del mediterráneo levantino, sobre todo en las islas griegas bajo dominio veneciano, los griegos y los latinos compartían los actos litúrgicos; leemos incluso que los católicos romanos celebraron procesiones del Bendito Sacramento en las que participaban los clérigos ortodoxos con pleno poderío, con todas las vestimentas, con velas y con pendones. Los obispos griegos solían invitar a los misioneros latinos a predicar en las Iglesias o a confesar a los feligreses. Pero a partir de 1700 el contacto amistoso fué menos frecuente, hasta que en 1750 había casi desaparecido. En 1724 un gran número de ortodoxos del Patriarcado de Antioquía se sometió a la jurisdicción de Roma; a partir de eso, por temor de que ocurriera lo mismo en otros lugares del Imperio turco, las autoridades ortodoxas se volvieron más estrictas con relación a los católicos romanos. La antipatía para con Roma culminó en 1755, al declarar los Patriarcas de Constantinopla, Alejandría y Jerusalén que el bautizo latino era completamente inválido y al exigir que todos los conversos a la Ortodoxia fueran rebautizados. ‘El bautizo practicado por los herejes debe ser repudiado y abominado,’ según anunciaba el decreto, porque son ‘aguas que no benefician ... incapaces de santificar a los receptores, y que no valen para lavar los pecados’. Esta medida siguió vigente en el mundo griego hasta fines del siglo XIX, sin observarse, empero, en la Iglesia rusa; los rusos generalmente bautizaban a los conversos del catolicismo romano durante el período de 1441 a 1667, pero a partir de 1667 abandonaron aquel uso.

 Los ortodoxos del siglo XVII tuvieron contacto no sólo con los católicos romanos, luteranos y calvinistas, sino también con la Iglesia Anglicana. Cirilio Lukaris mantuvo una correspondencia con el Arzobispo Abbot de Cantórbery, y además de aquello el futuro Patriarca de Alejandría, Mitrofanis Kritopoulos, estudió en Oxford de 1617 a 1624. Kritopoulos fue autor de una Confesión de tendencias un tanto protestantes, pero que se usa bastante en la Iglesia ortodoxa. Alrededor de 1694 se planteaba fundar un ‘Colegio Griego' en Gloucester Hall de Oxford (actualmente el Colegio oxoniense de Worcester), y llegaron a ser enviados incluso unos diez estudiantes griegos a Oxford: pero el plan fracasó por falta de financiación, y a los griegos les pareció tan menguada la comida y el alojamiento que huyeron. De 1716 a 1725 se mantuvo una correspondencia muy interesante entre los ortodoxos y los No-Jurantes (un grupo de anglicanos que se separó del cuerpo principal de la Iglesia de Inglaterra en 1688, al rehusarse jurar su lealtad al usurpador Guillermo de Orange). Los No-Jurantes se dirigieron a los cuatro Patriarcados de oriente y a la Iglesia de Rusia, con esperanzas de establecer comunión con los ortodoxos. Mas no pudieron los No-Jurantes aceptar la enseñanza ortodoxa que concierne la presencia de Cristo en la Eucaristía; también les molestaba la veneración ortodoxa a la Madre de Dios, los santos, y los Sagrados Iconos. Con el tiempo la correspondencia se suspendió sin haberse llegado a ningún acuerdo.

 Si se mira con retrospección el trabajo de Moghila y de Dositeo, los Concilios de Jassy y de Jerusalén, y la correspondencia cruzada con los No-Jurantes, resulta sorprendente observar lo limitada que estaba la teología griega en este período: no hallamos la plenitud de la tradición ortodoxa. Sin embargo, los concilios del siglo XVII contribuyeron de manera permanente y constructiva a la ortodoxia. Las polémicas de la Reforma produjeron una nueva problemática que no habían tenido que afrontar ni los Concilios Ecuménicos ni la Iglesia del Imperio Bizantino posterior: en el siglo XVII los ortodoxos se vieron obligados a reflexionar con todavía más esmero sobre los sacramentos, como también sobre la naturaleza y autoridad de la Iglesia. Era importante para los ortodoxos hacer conocer su modo de pensar en cuanto a estos temas, y definir su posición relativa a las nuevas enseñanzas procedentes de occidente; esta fue la tarea que cumplieron los concilios del siglo XVII. Estos concilios fueron locales, pero el contenido de sus decisiones pasó a ser aprobado por la Iglesia ortodoxa entera. Los concilios del siglo XVII comprueban, lo mismo que los antecedentes hesicastas de tres siglos antes, que la creatividad teológica en la Iglesia ortodoxa no quedó agotada tras el período de los siete Concilios Ecuménicos. Se siguieron elaborando nuevas doctrinas que todo creyente ortodoxo ha de aceptar como parte íntegra de su fé.

 A lo largo del período turco las tradiciones del Hesicasmo permanecieron vivas, sobre todo en el Monte Athos. He aquí que durante la segunda mitad del siglo XVIII surgió un movimiento importante de renovación espiritual, cuyos efectos se siguen notando en la actualidad. Sus protagonistas, llamados Kolyvades, quedaron asustados por la cantidad de griegos, correligionarios suyos, que sucumbían a las influencias de la Ilustración occidental. Los Kolyvades estaban convencidos de que la reanimación de la nación griega se realizaría no a base de las ideologías seglares que estaban de moda en occidente, sino que había que regresar a los orígenes verdaderos del cristianismo ortodoxo - lo cual suponía el redescubrimiento de la teología patrística y de la vida litúrgica ortodoxa.

 

Precisaban de la comunión frecuente - cotidiana, si fuese posible - a pesar de que en aquella época la mayoría de los ortodoxos solía comulgar solamente tres o cuatro veces al año. Con este motivo, los Kolyvades se vieron acosados tanto en la Monte Santo como en otros lugares, pero el concilio que se celebró en Constantinopla en 1819 les respaldó y afirmó que desde un principio los fieles podían recibir el sacramento en cada ocasión que se celebraba la Eucaristía, con tal de prepararse para ello de manera adecuada.

 Uno de los frutos más notables de la renovación espiritual fue la publicación de la Philokalia, una antología muy amplia de textos ascéticos y místicos escritos entre el siglo IV y el XV Se publicó en Venecia en 1782: es un tomo de bastante grande, compuesto de 1.207 páginas folio. Los editores fueron ambos miembros destacados del movimiento Kolyvades: San Macario (Notaras), Metropolita de Corinto (1731-1805), y San Nicodemo de la Monte Santo (el ‘Hagiorítico’, 1748-1809), que fué justamente nombrado ‘una enciclopedia del conocimiento athonita de su época'. La Philokalia, que era destinada por los recopiladores tanto a los laicos del mundo exterior como a los monjes, se concentra especialmente en la teoría y la práctica de la oración interna, y sobre todo de la oración de Jesús. Al principio tuvo un impacto muy reducido en el mundo griego, y transcurrió más de un siglo antes de que se volviese a publicar. Pero la traducción eslavónica publicada en Moscú en 1793 contribuyó decisivamente al renacimiento de la espiritualidad rusa en el siglo XIX, y pasando a la época moderna, a partir de los años 50 de este siglo, se le ha prestado mayor atención a la Philokalia igualmente en el mundo de habla griega. Se han producido traducciones también en otros idiomas, que han ido atrayendo un número cuantioso e inesperado de lectores. En efecto, la Philokalia fué una inyección espiritual de acción retardada, ya que la verdadera ‘edad de la Philokalia resultó ser la segunda mitad no del siglo XVIII sino del XX.

 Nicodemo colaboró también en la recopilación de muchos otros textos, entre los que se destacan los escritos de San Simeón el Nuevo Teólogo, amén de preparar una versión de la obra de Gregorio Palamás, aunque ésta nunca llegó a ser publicada. Dada la profunda antipatía que sentían los griegos hacia los católicos romanos en aquella época, nos puede sorprender el hecho de que Nicodemo trabajó también en algo de literatura religiosa de proveniencia católica romana; adaptó para el uso de los lectores griegos ortodoxos las obras de Lorenzo Scupoli y de Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas.

 Otro monje ortodoxo del siglo XVIII, San Kosmas de Etolia (1714-­79), contribuyó a la reanimación del pueblo griego por medio no de los libros sino de la evangelización misionera. Su trabajo es parecido al de John Wesley. En una época en la que la vida religiosa y cultural de los griegos bajo el dominio de los turcos estaba sumergida a un nivel bajísimo de productividad, Kosmas emprendió una serie de viajes apostólicos por Grecia continental y por las islas, predicando ante enormes muchedumbres. Establecía una conexión íntima entre la fe ortodoxa griega y el idioma griego, de hecho que en cada sitio donde llegaba fundaba escuelas griegas. Finalmente fué ejecutado por las autoridades otomanas. Fué uno de los numerosos ‘Nuevos Mártires’ que sufrieron por la fé en el período turco.

 Se ha comentado, y con justicia, que si bien da mucha pena contemplar el estado de la Ortodoxia en tiempos de los turcos, también nos debe ocasionar cierta admiración. Pese a las condiciones lamentables y desalentadoras que vivió la Iglesia ortodoxa bajo el dominio otomano, jamás se desanimó. Hubo por supuesto gran cantidad de apostasías al Islam, pero en Europa por lo menos las conversiones no fueron tantas como era de esperar. La corrupción de la administración superior de la Iglesia, por mucho que nos deprima, tuvo muy pocas repercusiones en la vida cotidiana del creyente normal y corriente, que tuvo siempre la posibilidad de asistir un domingo tras otro a las liturgias en su iglesia parroquial. Lo que mantuvo la ortodoxia viva, más que cualquier otra cosa en aquellos días tenebrosos y amenazantes, fue la Santa Liturgia.



[1] B.J. Kidd, The Churches of Eatern Chrisrendom (Londres 1927), p.304.

[2] Sir Paul Rycaut, The Present State of the Greek and Armenian Churches (Londres 1679), p.107.

[3] Por ‘Confesión’ debe entenderse declaración de la fe, una declaración solemne de las creencias religiosas.

[4] Véase la página 256, nota no. 1.

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