Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).
Compartimos en esta entrada el Capítulo 5 LA IGLESIA BAJO EL ISLAM de la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia Ortodoxa. En este capítulo se consideran los siguientes puntos:
Imperium in Imperio
Reforma y Contrarreforma: El Doble Impacto
La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).
Jacobo Rave
Fuente: La Iglesia Ortodoxa. Kallistor Ware. P. 79-92
CAPÍTULO 5
LA IGLESIA BAJO EL ISLAM
"La fija perseverancia de la Iglesia griega en estos
días de nuestra vida... pese a la
Opresión y la
Humillación impuestas por los turcos, y pese a los Deleites y
a los Placeres seductivos de este mundo, sirven de prueba confirmatoria los
Milagros y el Poder que le acompañaron en los primeros orígenes. Es
verdaderamente admirable ver y contemplar la Constancia, la Resolución y la Sencillez con las que
estos hombres pobres e incultos conservan su fe."
Sir Paul Rycaut, The
Present State of the
Greek and Armenian Churches
(1679)
IMPERIUM IN
IMPERIO
‘Nos resulta enormemente desagradable ver alzarse al creciente
musulmán en todas partes, donde antiguamente se erguía la Cruz durante tanto tiempo,
triunfante’; así escribe Edward Browne en 1677, poco después de llegar a
Constantinopla en capacidad de capellán de la Embajada Inglesa.
Para los griegos en 1453 también les debió resultar enormemente desagradable.
Durante más de mil años la gente dió por sentado que el Imperio Cristiano de
Bizancio era un ingrediente permanente en la Providencia mundial de
Dios. Ahora, sin embargo, había sucumbido la ‘ciudad protegida por Dios’, y los
griegos se vieron sometidos al dominio de los infieles.
No fue una transición fácil: pero se hizo menos difícil gracias a los
mismos turcos quienes trataron a sus súbditos cristianos con una generosidad
sorprendente. Los musulmanes del siglo XV mostraron un nivel de tolerancia para
con los cristianos mucho mayor al que mostraron los Cristianos de occidente
entre sí mismos durante la
Reforma y el siglo XVII. El Islam respeta a la Biblia como libro sagrado y
a Jesucristo como profeta; por lo tanto, según el punto de vista musulmán, la
religión cristiana contiene determinados elementos erróneos pero no es
completamente falsa, por lo cual los cristianos, como ‘Gente del Libro’, no
deben ser tratados de la misma manera que los meros paganos. Según las
enseñanzas del Islam, los cristianos no deben sufrir persecuciones, sino que se
les debe permitir continuar observando su fé sin intervenciones, con tal de que
se sometan apacible y sosegadamente al poder islámico.
Esos fueron los principios que le sirvieron de pauta al conquistador
de Constantinopla, el Sultán Mohammed II. Antes de la captura de la ciudad, los
griegos le pusieron el apodo de ‘precursor del anticristo y Sennacherib segundo’,
pero se dieron cuenta en la práctica de que su estilo de gobernar era muy distinto
a las expectativas. Al enterarse que el
puesto de Patriarca estaba vacío, Mohammed hizo llamar al monje Gennadios y le
elevó al trono patriarcal. Este Gennadios (?1405-?72), conocido como Jorge
Scolarios antes de hacerse monje, era escritor prolífico y el teólogo más
destacado de entre los griegos de su época. Fue adversario intransigente de la Iglesia de Roma, de hecho
que su nombramiento puso el fin a la
Unión de Florencia. Indudablemente habrá sido por motivos
políticos que el Sultán eligió a propósito a un hombre de convicciones
anti-latinas; siendo Gennadios el Patriarca, sería menos probable que los
griegos solicitasen ayuda de parte de las naciones católico-romanas.
El Sultán presidió en persona la investidura del Patriarca,
presentándole su báculo pastoral con la misma ceremonia solemne observada
antiguamente por los autócratas de Bizancio. Fue un acto simbólico: Mohammed el
Conquistador, campeón del Islam, se convirtió a la misma vez en protector de la Ortodoxia, asumiendo la
función ejercida antaño por el Emperador cristiano. De manera que a los
cristianos se les aseguraba su plaza propia en el orden de la sociedad turca;
pero como ya se darían cuenta en poco tiempo, sería una plaza de inferioridad
garantizada. El cristianismo bajo el Islam era una religión de segundo rango, y
sus adherentes - ciudadanos también de segundo rango. Pagaban impuestos muy
altos, llevaban una vestimenta diferente, y se les prohibía el servicio militar
y el casamiento con mujeres musulmanas. No se le permitía a la Iglesia emprender trabajo
misionero, y el convertir a la fé cristiana a un musulmán constituía un acto
criminal. Desde el punto de vista material, todos los incentivos le incitaban
al cristiano a apostatar y convertirse al Islam. Muchas veces la persecución directa
sirve para unir y consolidar una Iglesia; pero a los griegos del Imperio
Otomano les solían ser negadas las maneras más heroicas de testimoniar la fé, y
en lugar de eso se les sometía a los efectos desmoralizadores de una presión
social inexorable.
Y es más. Tras la caída de Constantinopla, a la Iglesia no se la dejaba
revertir a la situación que prevalecía antes de la conversión de Constantino;
paradójicamente, las cosas de Cesar vinieron a asociarse más estrechamente que
nunca con las cosas de la
Iglesia. Puesto que los musulmanes no hacían ninguna
distinción entre la religión y la política, desde su perspectiva era una
condición imprescindible para convalidar el cristianismo como una religión
independiente que los cristianos establecieran y organizaran su comunidad como
una entidad política independiente, equivalente a un Imperio dentro del
Imperio. He aquí que la
Iglesia se convirtió en una institución civil y religiosa a
la vez: pasó a nombrarse el Rum Millet, la
‘nación romana’. La estructura eclesiástica fue convertida in toto en un departamento de administración civil. Los obispos se
hicieron funcionarios gubernamentales, y el Patriarca era no sólo el dirigente
espiritual de la Iglesia
ortodoxa griega, sino también el gobernante civil del pueblo griego - es decir
el etnarca, o millet-bashi. Este sistema perduró en Turquía hasta el año 1923, y
en Chipre hasta el fallecimiento del Arzobispo Makarios III (en 1977).
El sistema de los millet tuvo
una consecuencia de sumo valor: facilitó la supervivencia de la nación griega
como entidad individual a lo largo de cuatro siglos de invasión ajena. Sin
embargo, en cuanto a la vida de la
Iglesia tuvo dos consecuencias penosas. En primer término
produjo aquella confusión tan triste de la Ortodoxia con el nacionalismo. Una vez que la
vida civil y política se centraba completamente en torno a la Iglesia, se les hizo
prácticamente imposible a los griegos diferenciar entre la Iglesia y la nación.
Siendo universal, la fé ortodoxa no ha de limitarse a una sola sociedad,
cultura o lengua; sin embargo para los griegos del Imperio turco el ‘helenismo’
y la ortodoxia se entrelazaron de manera mucho más intrincada de lo que jamás se
había producido en el Imperio bizantino. Los efectos de esta confusión
persisten en nuestros tiempos.
En segundo término, la jerarquía superior de la Iglesia se vió involucrada
en un proceso degradante de corrupción y de simonía. Al estar implicados en los
asuntos seglares y políticos, los obispos cayeron fácilmente en la ambición y
la codicia. Cada Patriarca sucesivo necesitaba el berat de parte del Sultán antes de poder acceder al cargo, y para
obtener este documento hacía falta pagar un monto cuantioso de dinero. Luego el
Patriarca se aprovechaba de su episcopado para recobrar los gastos a base de
cobrarles a los obispos una cuota antes de consagrarles a la diócesis; los
obispos, a su vez, cobraban un impuesto a los párrocos, quienes lo recaudaban
de parte de sus congregaciones de feligreses. Lo que tal vez se había dicho del
papado se podía aplicar acertadamente al Patriarcado Ecuménico bajo los turcos:
todo se podía comprar.
Cuando eran varios los candidatos que se presentaban para el trono patriarcal,
los turcos efectivamente lo vendían al que más dinero apostaba en la subasta; y
en seguida se dieron cuenta de que al nivel financiero les interesaba cambiar
de Patriarca más frecuentemente, para multiplicar la frecuencia con la que se
vendía el berat. Los Patriarcas se
fueron deponiendo y reinstalando a una velocidad calidoscópica. ‘De los 159
Patriarcas que ejercieron el cargo entre el siglo XV y el siglo XX, unos 105 fueron
depuestos del trono por los turcos; 27 dimitieron, a menudo involuntariamente;
6 padecieron crueles asesinatos y fueron ahorcados, envenenados o ahogados; y
tan sólo 21 fallecieron por causas naturales mientras estaban en posesión del
poder.’El mismo candidato a veces tomó el cargo en cuatro o cinco ocasiones
distintas, además de que solía siempre haber unos cuantos ex-Patriarcas en el
exilio aguardando inquietos la oportunidad de apoderarse otra vez del trono. La
extrema inseguridad del Patriarca produjo naturalmente intrigas incesantes de
parte de los Metropolitas del Santo Sínodo que esperaban sucederle, de hecho que
el liderazgo eclesiástico se vió casi siempre dividido por la actitud áspera de
varios partidos opuestos. ‘Todo buen cristiano,’ escribía un inglés del siglo
XVII, residente en levante, ‘debe contemplar con gran tristeza y compasión esta
Iglesia otrora gloriosa, al verla desgarrarse y rajarse las entrañas para
ofrecerlas de comida a los buitres y a los cuervos, y a las Criaturas salvajes
y bestiales de este Mundo.’
Si bien el Patriarcado de Constantinopla sufría un período de
decadencia interior, por fuera su poder se expandió más que nunca. Los turcos
consideraban al Patriarca de Constantinopla como jerarca de todos los
cristianos ortodoxos bajo el dominio turco. Los demás Patriarcados también
situados dentro del Imperio Otomano - los de Alejandría, Antioquía y Jerusalén
- quedaban teóricamente independientes, pero en realidad se vieron
subordinados. Las Iglesias de Bulgaria y de Serbia - ambas situadas igualmente
en territorio otomano - perdieron por períodos toda su independencia hasta
pasar a mediados del siglo XVIII directamente bajo el control del Patriarca
Ecuménico. Pero en el siglo XIX, a medida que iba disminuyendo el poder de los
turcos, también se fue retrayendo el alcance de las fronteras patriarcales. A
las naciones que se independizaron de los turcos les resultaba poco práctico
continuar sujetándose a la autoridad eclesiástica de un Patriarca residente en
la capital turca e implicado en el sistema político de los turcos. El
Patriarca resistió todo lo que pudo, pero al final tuvo que
aceptar lo inevitable. Fueron apareciendo toda una serie de Iglesias nacionales
en territorio patriarcal: la
Iglesia de Grecia (formada en 1833, aprobada por el Patriarca
de Constantinopla en 1850); la
Iglesia de Rumania (formada en 1864, aprobada en 1885); la Iglesia de Bulgaria
(restablecida en 1871, pero sin ser reconocida en Constantinopla hasta 1945); la Iglesia de Serbia (restaurada
y reconocida en 1879). La reducción del Patriarcado es un proceso que ha
continuado en el siglo presente, mayormente como consecuencia de la guerra,
hasta que hoy en día los miembros en los Balcanes constituyen una menguada
fracción de lo que fueron antaño en aquella época tan próspera de la soberanía
otomana.
La ocupación turca afectó de dos maneras contrarias la vida
intelectual de la Iglesia:
por un lado produjo una mentalidad super-conservadora, y por el otro lado fue
la causa de una cierta occidentalización. La Ortodoxia bajo los
turcos tomó actitudes defensivas. El gran objetivo era el de la supervivencia - de mantenerse en marcha
y aguardar a que mejorase la situación. Los griegos sostuvieron con tesón
milagroso, la civilización cristiana que era el patrimonio de Bizancio, mas
tuvieron pocas oportunidades de desarrollar esta herencia de modo creativo.
Como era de esperar, solían contentarse nada más con repetir las fórmulas
aceptadas, y con intrincarse en las posiciones heredadas del pasado. El
pensamiento griego padeció una osificación y un endurecimiento que nos deben
causar lástima; la tendencia conservadora, empero, tiene ciertas ventajas. A lo
largo de un período tenebroso y peligroso de su historia los griegos
consiguieron efectivamente conservar la tradición ortodoxa mayormente intacta.
Los ortodoxos bajo el Islam tomaron como pauta las palabras dirigidas por San
Pablo a Timoteo, ‘Guarda el depósito de la fe que te ha sido confiado’ (I Timoteo 6:20). Al fin y al cabo ¿qué
lema más apropiado se podía haber escogido?
Sin embargo, al margen de la tendencia tradicionalista de la teología
ortodoxa en los siglos XVII y XVIII existió otra tendencia distinta y
contraria: la de las influencias que se infiltraban desde occidente. Resultó
difícil para los ortodoxos bajo el dominio otomano mantener un buen nivel de
formación y de erudición. Los griegos que deseaban tener una educación avanzada
hubieron de desplazarse al mundo no-ortodoxo, a Italia y a Alemania, a París, e
incluso a Oxford. Entre los teólogos griegos sobresalientes del período turco,
unos pocos eran autodidactas, pero la gran mayoría se formaron en occidente
bajo un profesorado católicoromano o protestante.
Desde luego, esto produjo una alteración en la interpretación de la
teología ortodoxa. Los estudiantes griegos que se trasladaron a occidente estudiaban,
por cierto, la patrística, pero únicamente aquellas obras de los Padres que les
parecían oportunas a los profesores, quienes no eran ortodoxos. De hecho que en
el Monte Athos se seguía leyendo la obra de Gregorio Palamás y los monjes seguían
apreciando su enseñanza espiritual; en cambio, la mayoría de los teólogos
griegos eruditos del período turco la ignoraban completamente. En los escritos
de Eustratios Argenti (fallecido en ?1758), el teólogo griego más capacitado de
su generación, no cita ni una sola vez a Palamás; esto es un ejemplo típico.
Una indicación muy característica de las condiciones en las que se han encontrado
los estudios teológicos del mundo griego ortodoxo durante los últimos cuatro
siglos es el hecho de que una de las obras principales de Palamás, Las Triadas en Defensa de los Santos
Hesicastas, no fué publicada en su mayor parte hasta el año 1959.
Existía el peligro concreto de que los griegos que fueron a estudiar a
occidente perdieran su mentalidad ortodoxa y quedaran escindidos de la
tradición viviente que es la
Ortodoxia, por mucho que intentasen permanecer fieles a su
propia Iglesia. Les costaba trabajo evitar acomodarse a la manera occidental de
ver la teología; fuese o no cosa deliberada, los griegos en occidente aprendieron
a manejar la terminología y dialéctica ajenas a las de su propia Iglesia. La
teología ortodoxa padeció una pseudomórfosis,
según lo denomina, certeramente, el Padre Georges Florovsky, teólogo ruso
(1893-1979). El pensamiento religioso del período turco se puede dividir en dos
categorías generales, la de los ‘latinistas’ y la de los ‘protestantistas’.
Pero no se debe exagerar el impacto de la influencia occidental. Aunque los
griegos hicieran uso de las formas exteriores que aprendieron en occidente, en cuanto
al contenido de su pensamiento permanecieron casi todos fundamentalmente
ortodoxos. La tradición se vió a veces alterada al forjarse en moldes ajenos -
alterada sí, puede ser, pero no destrozada del todo.
Teniendo en cuenta, pues, estas tendencias bipartitas del
tradicionalismo y de la occidentalización, volvamos ahora a los desafíos de la Reforma y de la Contra-Reforma que
tuvo que afrontar el mundo ortodoxo.
REFORMA Y CONTRA-REFORMA: EL DOBLE IMPACTO
Las fuerzas de la
Reforma encontraron el acceso cortado cuando llegaron a las
fronteras de Rusia y el Imperio turco, de manera que la Iglesia ortodoxa nunca
experimentó ni Reforma ni Contra-Reforma. Sin embargo, nos equivocaríamos al
pensar que estos dos acontecimientos no influyeron nada en la Ortodoxia. Habían
muchos medios de contacto: los ortodoxos, como ya vimos, iban a estudiar a
occidente; los jesuitas y los franciscanos, enviados al mediterráneo levantino,
emprendieron un trabajo misionero entre los ortodoxos; los jesuitas trabajaban
también en Ucrania; las embajadas en Constantinopla, tanto de los países
católicoromanos como de los protestantes, tenían una función religiosa además
de la política. Durante el siglo XVII este contacto provocó una evolución
importante en la teología ortodoxa.
El primer intercambio de perspectivas entre ortodoxos y protestantes
comenzó en 1573, cuando una delegación de profesores luteranos de la universidad
de Tübingen, protagonizado por Jakob Andreae y Martín, rindió visita al
Patriarca Jeremías II de Constantinopla y le entregó una copia de la Confesión de Augsburgo
traducida al griego. Seguramente esperaban iniciar algún tipo de Reforma entre
los griegos; según dijo Crusius, con cierta ingenuidad: ‘Si acaso se preocupan
por la salvación eterna de sus almas, deben juntarse con nosotros y abrazar
nuestras enseñanzas, ¡si no perecerán para siempre!’ Sin embargo Jeremías, en
las tres Respuestas que les dió a los
teólogos de Tübingen (con fecha de 1576, 1579, 1581), adhirió con firmeza a las
posturas tradicionales ortodoxas sin mostrarse de ningún modo propenso al
protestantismo. Los luteranos le enviaron respuestas a las primeras dos cartas,
pero en su tercera el Patriarca cerró la correspondencia al sentir que las
relaciones no tendrían salida: ‘Sigan Ustedes su propio camino, sin tratar más
en las cartas el tema de la doctrina; y si es que vuelven a escribir, háganlo
nada más por motivos de amistad.’ El episodio nos da una idea del interés que
sentían los Reformadores por la
Iglesia ortodoxa. Las Respuestas
del Patriarca tienen importancia al constituir la primera crítica clara y autoritaria de las
doctrinas de la Reforma
desde un punto de vista ortodoxo. Los temas principales tratados por Jeremías
fueron los del albedrío y la gracia, las Sagradas Escrituras y la Tradición, los sacramentos,
la oración por los muertos, y la invocación de los santos.
Durante la visita desde Tübingen, los luteranos y los ortodoxos se portaron
con gran cortesía mutua, ambiente muy distinto al del primer encuentro que hubo
entre los de la Ortodoxia
y los de la
Contra-Reforma. Esto se realizó en Ucrania, fuera de los
límites del Imperio turco. Tras la derrota del poder kievano por los tártaros,
un territorio extenso del suroeste de Rusia que abarcaba la misma ciudad de
Kiev fue sumergida en Lituania y Polonia; esta parte sur-occidental de Rusia
suele conocerse como la ‘Rusia Menor’ o Ucrania. Los reinos de Polonia y de
Lituania se unieron bajo un sólo monarca en 1386; en conclusión mientras que el
soberano del reino combinado y la mayoría de los súbditos eran católicos
romanos, una numerosa minoría de la población era rusa y ortodoxa. La situación
de aquellos ortodoxos de la
Ucrania resultaba muy desagradable. Pertenecían a la jurisdicción
del Patriarca de Constantinopla, personaje que ejercía poco poder efectivo en
tierra polaca; los obispos ortodoxos eran nombrados no por la Iglesia sino que por el
Rey católico romano de Polonia, y a menudo eran elegidos para el episcopado
cortesanos carentes de cualidades espirituales.
Hacia fines del siglo XVI brotó entre los cristianos orientales de
Ucrania una tendencia a favor de la unión con Roma. En 1596, al reunirse el
Concilio de Brest-Litovsk, seis de los ocho obispos presentes, inclusive el
Metropolita de Kiev, Miguel Ragoza, votaron en favor de la unión con Roma,
aunque los dos obispos restantes además de un cuantioso número de los delegados
monásticos y parroquiales eligieron seguir siendo ortodoxos. De hecho que se
produjo una división aguda: por un lado, los ortodoxos; por el otro, los ‘Católicos
Griegos’, los ‘Católicos del Rito Oriental’, o los ‘Uniatas’ según las varias
denominaciones que se han atribuido a este grupo. Los Católicos Griegos
aceptaron los principios establecidos por el Concilio de Florencia:
reconocieron la supremacía del Papa, pero se les autorizó conservar sus
costumbres tradicionales, como la de los sacerdotes casados, y también
siguieron empleando la
Liturgia bizantina, aunque con el tiempo se fueron infiltrando
en ella elementos de origen occidental. Es decir que por fuera se diferenciaban
poco los Católicos del Rito Oriental de los ortodoxos. Cabe preguntarse ¿hasta
qué punto se enteraba la población inculta campesina del verdadero significado
del desacuerdo?
Los ortodoxos que permanecieron en Polonia sufrieron una represión
severa de parte de las autoridades católicas romanas, y no cabe duda de que la Unión de Brest sirvió para
amargar las relaciones de la
Ortodoxia con Roma desde 1596 hasta hoy. La persecución, no
obstante, logró vigorizar de varias maneras la vida eclesiástica. Los laicos se
solidarizaron en la defensa de la
Ortodoxia, y en muchos sitios donde el clero superior desertó
de la Iglesia
ortodoxa a la romana, la tradición ortodoxa fue sostenida por poderosas
asociaciones laicas, llamadas Hermandades (Bratstva).
Para poder responder a la propaganda jesuítica, montaron imprentas y publicaron
libros en defensa de la Ortodoxia;
para contrarrestar la influencia de las escuelas de los jesuitas, organizaron
sus propias escuelas ortodoxas. Sobre 1650 Ucrania tenía el nivel más alto de
educación que en cualquier otra parte del mundo ortodoxo; los estudiantes de
Kiev que viajaron a Moscú en esta época elevaron mucho el nivel intelectual de la Rusia Mayor. El rol
que tomó Pedro de Moghila, Metropolita de Kiev de 1633 a 1647, en esta
revivificación intelectual fué muy destacado, por lo que volveremos sobre él un
poco más adelante.
Uno de los representantes del Patriarcado de Constantinopla en Brest
en 1596 fué un joven sacerdote griego con el nombre de Cirilio Lukaris
(1572-1638). Si bien fuese como consecuencia de las experiencias que tuvo en
Ucrania o bien por las amistades que contrajo más tarde en Constantinopla, en
su vida posterior manifestó siempre una actitud de fuerte hostilidad hacia la Iglesia de Roma. Al ser
nombrado Patriarca Ecuménico, se empeñó en combatir la influencia católica
romana dentro del Imperio Otomano. Desgraciadamente, pero quizás
inevitablemente, en la lucha contra la ‘Iglesia Pápica' (término empleado por
los griegos), Cirilio se involucró profundamente en la política. Se dirigió
lógicamente a las embajadas protestantes en Constantinopla, como también sus
adversarios jesuitas se dirigieron, a su vez, a los representantes diplomáticos
de los estados católicos romanos. Pero además de solicitar el apoyo político de
los diplomáticos protestantes, Cirilio sucumbió también a la influencia
protestante en el campo de la teología, de hecho que su Confesión (publicada por primera vez en Ginebra en 1629) contiene unas enseñanzas
de índole calvinista inequívocas.
La tenencia patriarcal de Cirilio constituye una prolongada serie de
intrigas turbulentas, que nos ejemplifica de modo lúgubre el estado tormentoso
del Patriarcado de Constantinopla bajo los otomanos. Tras ser depuesto seis
veces del trono patriarcal y reinstalarse otras seis, al final fue estrangulado
por los jenízaros turcos y su cadáver fue arrojado a las aguas del Bósforo.
Finalmente, su vida fue algo trágica, ya que probablemente fue el dignatario
más brillante de la sede patriarcal desde la época de San Fotio. Si hubiese vivido
circunstancias más oportunas, en vez de ser víctima de las intrigas políticas,
podría haber aprovechado mejor su talento excepcional.
El calvinismo de Cirilio fué rechazado aguda y rápidamente por sus
correligionarios ortodoxos, y su Confesión
fue condenada en unos seis concilios locales entre 1638 y 1691. Dos otros
jerarcas de la Iglesia
ortodoxa, que fueron Pedro de Moghila y Dositeo de Jerusalén, publicaron
Confesiones propias en reacción directa a la de Cirilio. La Confesión Ortodoxa de Pedro fue compuesta en 1640 y se basó enteramente en los
manuales de los católicos romanos. Fué aprobada en el Concilio de Jassy en
Rumania (1642), después de ser repasada y corregida por el griego Meletios
Syrigos, que tuvo que alterar sobre todo los textos sobre la consagración
eucarística (atribuida por Pedro exclusivamente a las Palabras de Institución)
y el Purgatorio. Aún en su forma redactada, la Confesión de Moghila
sigue siendo el documento de carácter más católico romano que jamás fuera
adoptado por un Concilio oficial de la Iglesia Ortodoxa.
Dositeo, Patriarca de Jerusalén de 1669 a 1707, también se basaba en fuentes católico-romanas.
La Confesión de
él fue ratificada en 1672 por el Concilio de Jerusalén (conocido también como
el Concilio de Belén), y en ella se proponen respuestas, punto por punto, con
suma claridad y concisión, a la
Confesión de Cirilio. Los temas principales en
que difieren Cirilio y Dositeo son los cuatro siguientes: la cuestión del
albedrío, la gracia y la predestinación; la doctrina de la Iglesia; el número y la
naturaleza de los sacramentos; y la veneración de los iconos. En el discurso
sobre la Eucaristía,
además de adoptar el término latino de la transubstanciación,
Dositeo también emplea la dicotomía escolástica entre la substancia y los accidentes; y en la defensa de la oración por los muertos, por poco nos expone la
doctrina romana del Purgatorio, aún sin pronunciar explícitamente el vocablo
Purgatorio. Sin embargo, en general la Confesión de Dositeo es menos latina que la de
Moghila, y desde luego debe ser considerado como texto de suma importancia en
la historia de la teología ortodoxa del siglo XVII. Frente al calvinismo de
Lukaris, Dositeo desplegó las armas que tenía a mano, que eran armas latinas
(dadas las circunstancias quizás haya sido el único remedio que le quedaba);
pero esas armas, por latinas que fuesen, sirvieron para defender una fé que no
era romana sino ortodoxa.
Fuera de Ucrania, las relaciones de los ortodoxos y los católicos romanos
en el siglo XVII solían ser cordiales. En muchos lugares del mediterráneo
levantino, sobre todo en las islas griegas bajo dominio veneciano, los griegos
y los latinos compartían los actos litúrgicos; leemos incluso que los católicos
romanos celebraron procesiones del Bendito Sacramento en las que participaban
los clérigos ortodoxos con pleno poderío, con todas las vestimentas, con velas
y con pendones. Los obispos griegos solían invitar a los misioneros latinos a
predicar en las Iglesias o a confesar a los feligreses. Pero a partir de 1700
el contacto amistoso fué menos frecuente, hasta que en 1750 había casi
desaparecido. En 1724 un gran número de ortodoxos del Patriarcado de Antioquía
se sometió a la jurisdicción de Roma; a partir de eso, por temor de que
ocurriera lo mismo en otros lugares del Imperio turco, las autoridades
ortodoxas se volvieron más estrictas con relación a los católicos romanos. La
antipatía para con Roma culminó en 1755, al declarar los Patriarcas de
Constantinopla, Alejandría y Jerusalén que el bautizo latino era completamente
inválido y al exigir que todos los conversos a la Ortodoxia fueran
rebautizados. ‘El bautizo practicado por los herejes debe ser repudiado y
abominado,’ según anunciaba el decreto, porque son ‘aguas que no benefician ...
incapaces de santificar a los receptores, y que no valen para lavar los pecados’.
Esta medida siguió vigente en el mundo griego hasta fines del siglo XIX, sin
observarse, empero, en la
Iglesia rusa; los rusos generalmente bautizaban a los
conversos del catolicismo romano durante el período de 1441 a 1667, pero a partir
de 1667 abandonaron aquel uso.
Los ortodoxos del siglo XVII tuvieron contacto no sólo con los católicos
romanos, luteranos y calvinistas, sino también con la Iglesia Anglicana.
Cirilio Lukaris mantuvo una correspondencia con el Arzobispo Abbot de
Cantórbery, y además de aquello el futuro Patriarca de Alejandría, Mitrofanis
Kritopoulos, estudió en Oxford de 1617 a 1624. Kritopoulos fue autor de una Confesión de tendencias un tanto
protestantes, pero que se usa bastante en la Iglesia ortodoxa. Alrededor de 1694 se planteaba
fundar un ‘Colegio Griego' en Gloucester Hall de Oxford (actualmente el Colegio
oxoniense de Worcester), y llegaron a ser enviados incluso unos diez
estudiantes griegos a Oxford: pero el plan fracasó por falta de financiación, y
a los griegos les pareció tan menguada la comida y el alojamiento que huyeron.
De 1716 a
1725 se mantuvo una correspondencia muy interesante entre los ortodoxos y los
No-Jurantes (un grupo de anglicanos que se separó del cuerpo principal de la Iglesia de Inglaterra en
1688, al rehusarse jurar su lealtad al usurpador Guillermo de Orange). Los
No-Jurantes se dirigieron a los cuatro Patriarcados de oriente y a la Iglesia de Rusia, con
esperanzas de establecer comunión con los ortodoxos. Mas no pudieron los
No-Jurantes aceptar la enseñanza ortodoxa que concierne la presencia de Cristo
en la Eucaristía;
también les molestaba la veneración ortodoxa a la Madre de Dios, los santos, y
los Sagrados Iconos. Con el tiempo la correspondencia se suspendió sin haberse
llegado a ningún acuerdo.
Si se mira con retrospección el trabajo de Moghila y de Dositeo, los
Concilios de Jassy y de Jerusalén, y la correspondencia cruzada con los
No-Jurantes, resulta sorprendente observar lo limitada que estaba la teología
griega en este período: no hallamos la plenitud
de la tradición ortodoxa. Sin embargo, los concilios del siglo XVII
contribuyeron de manera permanente y constructiva a la ortodoxia. Las polémicas
de la Reforma
produjeron una nueva problemática que no habían tenido que afrontar ni los
Concilios Ecuménicos ni la
Iglesia del Imperio Bizantino posterior: en el siglo XVII los
ortodoxos se vieron obligados a reflexionar con todavía más esmero sobre los
sacramentos, como también sobre la naturaleza y autoridad de la Iglesia. Era
importante para los ortodoxos hacer conocer su modo de pensar en cuanto a estos
temas, y definir su posición relativa a las nuevas enseñanzas procedentes de
occidente; esta fue la tarea que cumplieron los concilios del siglo XVII. Estos
concilios fueron locales, pero el contenido de sus decisiones pasó a ser
aprobado por la Iglesia
ortodoxa entera. Los concilios del siglo XVII comprueban, lo mismo que los antecedentes
hesicastas de tres siglos antes, que la creatividad teológica en la Iglesia ortodoxa no quedó
agotada tras el período de los siete Concilios Ecuménicos. Se siguieron
elaborando nuevas doctrinas que todo creyente ortodoxo ha de aceptar como parte
íntegra de su fé.
A lo largo del período turco las tradiciones del Hesicasmo
permanecieron vivas, sobre todo en el Monte Athos. He aquí que durante la
segunda mitad del siglo XVIII surgió un movimiento importante de renovación espiritual,
cuyos efectos se siguen notando en la actualidad. Sus protagonistas, llamados
Kolyvades, quedaron asustados por la cantidad de griegos, correligionarios
suyos, que sucumbían a las influencias de la Ilustración
occidental. Los Kolyvades estaban convencidos de que la reanimación de la
nación griega se realizaría no a base de las ideologías seglares que estaban de
moda en occidente, sino que había que regresar a los orígenes verdaderos del
cristianismo ortodoxo - lo cual suponía el redescubrimiento de la teología patrística
y de la vida litúrgica ortodoxa.
Precisaban
de la comunión frecuente - cotidiana, si fuese posible - a pesar de que en
aquella época la mayoría de los ortodoxos solía comulgar solamente tres o
cuatro veces al año. Con este motivo, los Kolyvades se vieron acosados tanto en
la Monte Santo
como en otros lugares, pero el concilio que se celebró en Constantinopla en
1819 les respaldó y afirmó que desde un principio los fieles podían recibir el
sacramento en cada ocasión que se celebraba la Eucaristía, con tal de
prepararse para ello de manera adecuada.
Uno de los frutos más notables de la renovación espiritual fue la
publicación de la Philokalia, una antología muy amplia de textos
ascéticos y místicos escritos entre el siglo IV y el XV Se publicó en Venecia
en 1782: es un tomo de bastante grande, compuesto de 1.207 páginas folio. Los
editores fueron ambos miembros destacados del movimiento Kolyvades: San Macario
(Notaras), Metropolita de Corinto (1731-1805), y San Nicodemo de la Monte Santo (el ‘Hagiorítico’,
1748-1809), que fué justamente nombrado ‘una enciclopedia del conocimiento
athonita de su época'. La Philokalia, que era destinada por los recopiladores
tanto a los laicos del mundo exterior como a los monjes, se concentra
especialmente en la teoría y la práctica de la oración interna, y sobre todo de
la oración de Jesús. Al principio tuvo un impacto muy reducido en el mundo
griego, y transcurrió más de un siglo antes de que se volviese a publicar. Pero
la traducción eslavónica publicada en Moscú en 1793 contribuyó decisivamente al
renacimiento de la espiritualidad rusa en el siglo XIX, y pasando a la época
moderna, a partir de los años 50 de este siglo, se le ha prestado mayor
atención a la Philokalia igualmente en el mundo de habla griega.
Se han producido traducciones también en otros idiomas, que han ido atrayendo
un número cuantioso e inesperado de lectores. En efecto, la Philokalia fué una inyección espiritual de acción
retardada, ya que la verdadera ‘edad de la Philokalia’ resultó ser la segunda mitad no del
siglo XVIII sino del XX.
Nicodemo colaboró también en la recopilación de muchos otros textos,
entre los que se destacan los escritos de San Simeón el Nuevo Teólogo, amén de
preparar una versión de la obra de Gregorio Palamás, aunque ésta nunca llegó a
ser publicada. Dada la profunda antipatía que sentían los griegos hacia los
católicos romanos en aquella época, nos puede sorprender el hecho de que
Nicodemo trabajó también en algo de literatura religiosa de proveniencia
católica romana; adaptó para el uso de los lectores griegos ortodoxos las obras
de Lorenzo Scupoli y de Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas.
Otro monje ortodoxo del siglo XVIII, San Kosmas de Etolia (1714-79),
contribuyó a la reanimación del pueblo griego por medio no de los libros sino
de la evangelización misionera. Su trabajo es parecido al de John Wesley. En una
época en la que la vida religiosa y cultural de los griegos bajo el dominio de
los turcos estaba sumergida a un nivel bajísimo de productividad, Kosmas
emprendió una serie de viajes apostólicos por Grecia continental y por las islas,
predicando ante enormes muchedumbres. Establecía una conexión íntima entre la
fe ortodoxa griega y el idioma griego, de hecho que en cada sitio donde llegaba
fundaba escuelas griegas. Finalmente fué ejecutado por las autoridades
otomanas. Fué uno de los numerosos ‘Nuevos Mártires’ que sufrieron por la fé en
el período turco.
Se ha comentado, y con justicia, que si bien da mucha pena contemplar
el estado de la Ortodoxia
en tiempos de los turcos, también nos debe ocasionar cierta admiración. Pese a
las condiciones lamentables y desalentadoras que vivió la Iglesia ortodoxa bajo el
dominio otomano, jamás se desanimó. Hubo por supuesto gran cantidad de
apostasías al Islam, pero en Europa por lo menos las conversiones no fueron
tantas como era de esperar. La corrupción de la administración superior de la Iglesia, por mucho que nos
deprima, tuvo muy pocas repercusiones en la vida cotidiana del creyente normal
y corriente, que tuvo siempre la posibilidad de asistir un domingo tras otro a
las liturgias en su iglesia parroquial. Lo que mantuvo la ortodoxia viva, más
que cualquier otra cosa en aquellos días tenebrosos y amenazantes, fue la Santa Liturgia.
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