Gracia y Paz de parte de Dios
nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).
Compartimos en esta entrada
el Capítulo 6: Moscú
y San Petersburgo de la
obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia Ortodoxa. En este capítulo se consideran
los siguientes puntos:
Moscú, la Tercera Roma
El Cisma de los Antiguos
Creyentes
El Período Sinódico
(1700-1917)
La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con
todos ustedes. (2 Cor 13,13).
Jacobo Rave
Fuente: La Iglesia Ortodoxa.
Kallistos Ware. P. 93-114
CAPÍTULO 6
Moscú y
San Petersburgo
El sentido de la presencia de Dios - de lo
sobrenatural - me parece que penetra en la vida de los rusos más que en la de
cualquiera de las naciones occidentales.
HP.
Liddon, Canónigo de la
Catedral di, San Pablo en Londres, tras realizar una visita a Rusia en 1867
MOSCÚ, LA TERCERA ROMA
Tras ser capturada Constantinopla en 1453, quedaba tan sólo una nación
capaz de asumir el liderazgo de la cristiandad del este. La mayor parte de
Bulgaria, Serbia y Rumania ya quedaba conquistada por los turcos, y el resto
sería en poco tiempo también absorbido. La metrópolis de Kiev pasó bajo el
dominio de los gobernantes católico-romanos de Polonia y Lituania. Sólo quedaba
la Moscovia. No
les parecía una coincidencia a los moscovitas el hecho de que en el momento
cuando feneció el Imperio Bizantino, ellos mismos estaban a punto de
desprenderse de los últimos vestigios de la soberanía tártara: parecía indicar
que Dios les concedía la libertad por que les había elegido para ser los
sucesores de Bizancio.
La tierra y la
Iglesia moscovitas ganaron su emancipación a la misma vez,
más bien por fuerza de las circunstancias que por intención humana. Hasta
entonces, el Patriarca de Constantinopla nombraba al jefe de la Iglesia rusa, es decir al
Metropolita. En la época del Concilio de Florencia, el Metropolita, Isidro, era
griego. Como partidario destacado de la unión con Roma, Isidro volvió a Moscú
en 1441 y pregonó los decretos florentinos, pero contaba con poco apoyo de
parte de los moscovitas: fue encarcelado por el Gran Duque, pero tras una breve
temporada logró escaparse y regresó a Italia. La sede principal, por lo tanto,
quedó vacía; mas los rusos no podían pedirle al Patriarca enviarles otro
Metropolita porque hasta el año 1453 los acuerdos del Concilio de Florencia
seguían vigentes para las autoridades oficiales de la Iglesia de Constantinopla.
Al no querer actuar de modo unilateral, los rusos demoraron durante varios
años, hasta que al final, en 1448, se reunió en Moscú un concilio de los
obispos rusos con la finalidad de elegir un Metropolita sin tener que consultar
ya previamente a las autoridades de Constantinopla. Tras ser abandonada por los
constantinopolitanos la Unión
de Florencia, en 1453, se restableció la comunión entre el Patriarcado y Rusia,
pero a condición de que los rusos siguieran nombrando su propio jerarca principal.
A partir de entonces, la
Iglesia de Moscú se hizo autocéfala. La Metrópolis de Kiev, sin
embargo, continuó bajo la jurisdicción de Constantinopla hasta 1686, cuando
pasó a la de Moscú, aunque ocurriera sin la bendición del Patriarca Ecuménico.
La idea de que Moscú era sucesora de Bizancio se vió reforzada por un
casamiento. En 1472, Iván III ‘el Grande’ (reinó de 1462 a 1505) contrajo
matrimonio con Sofía, la nieta del último Emperador bizantino. A pesar de que
Sofía tenía hermanos, lo cual significaba que no era la heredera legal del
trono imperial, el casamiento sirvió para establecer un vínculo dinástico con
Bizancio. El Gran Duque de Moscú empezó a atribuirse los títulos bizantinos de ‘autócrata’
y ‘Czar’ (forma adaptada de la palabra romana ‘Caesar’), y tomó como emblema
estatal el símbolo del águila bicéfala de Bizancio. La gente empezó a tenerla a
Moscú como ‘la tercera Roma’. La primera Roma, según lo que se decía, había
sucumbido ante los bárbaros, y luego ante la herejía; la segunda Roma, que era
Constantinopla, había a su vez caído en la herej ía con ocasión del Concilio de
Florencia, y sufrió el castigo de ser capturada por los turcos. Moscú, por lo
visto, era sucesor de Constantinopla, la tercera Roma y la última, el centro de
la cristiandad ortodoxa. El monje Filoteos de Pskov propuso este argumento en
una carta célebre que hizo enviar en 1510 al Czar Basilio III:
“Quisiera añadir unas cuantas palabras sobre el
Imperio ortodoxo actual de nuestro soberano: constituye el único Emperador [Czar]
terrestre de los cristianos, el jefe de la Iglesia apostólica que ahora ya no se sitúa ni en
Roma ni en Constantinopla, sino en la ciudad bendita de Moscú. Ella sola
alumbra el mundo entero, más brillante que el sol... Todos los Imperios cristianos
han desaparecido, y en lugar de ellos se yergue solo el Imperio de nuestro
soberano conforme con los libras proféticos. Cayeron dos Romas, pero la tercera
ya se alzó y cuarta no habrá jamás”
Esta concepción de Moscú que se sitúa como ‘la tercera Roma’ tiene
cierta aptitud cuando se aplica al Czar: el Emperador de Bizancio en su época
actuó como campeón y protector de la Ortodoxia, así como ahora el autócrata de Rusia era llamado a cumplir la misma función. En
la esfera religiosa, sin embargo, tuvo una aplicación más reducida, ya que el
jefe de la Iglesia
rusa nunca llegó a suplantarle al Patriarca de Constantinopla; efectivamente,
nunca ocupó un rango de honor mayor al quinto en la jerarquía ortodoxa, después
del Patriarca de Jerusalén.
Al realizarse, por fin, el ensueño de San Sergio - la Rusia liberada de los
tártaros - se produjo una triste separación entre sus descendientes
espirituales. Sergio supo armonizar las dos dimensiones del monaquismo - la
social con la mística - pero con la llegada de sus sucesores las dos se
dividieron de nuevo. La separación se manifestó públicamente por primera vez en
un concilio de la Iglesia
que se celebró en 1503. En la culminación de este concilio, se levantó a hablar
San Nilo de Sora (Nil Sorsky, ?1433-1508), monje procedente de una ermita
remota del bosque allende el río Volga, y se lanzó a criticar a los monasterios
terratenientes (aproximadamente un tercio de la tierra rusa por aquel entonces
pertenecía a los monasterios). San José, Abad del monasterio de Volokalamsk
(1439-1515), le contestó saliendo a la defensa de las posesiones monásticas. La
mayoría del concilio respaldó a José; más había otros miembros de la Iglesia rusa que estaban
de acuerdo con Nilo -mayormente los ermitaños que vivían como él al este del
río Volga. Los partidarios de José se llamaron los Posesores, los de Nilo y los
‘ermitaños de ultra-Volga’ se llamaron los No-Posesores. Durante los siguientes
veinte años se produjo mucha tensión entre los dos partidos. Al final, en 1525-6,
los No-Posesores atacaron al Czar Basilio III por divorciarse injustamente de
su esposa (la Iglesia
ortodoxa permite el divorcio, pero solamente por determinadas razones); el
Czar, a continuación, metió a los líderes 'No-Posesores’ en la cárcel, e hizo cerrar
las ermitas de ultra-Volga. La tradición de San Nilo se convirtió en un
movimiento clandestino, y aunque nunca desapareció del todo, tuvo una
influencia muy reducida en la
Iglesia rusa. De momento, salió triunfante la causa de los Posesores.
La polémica sobre los monasterios propietarios se originó en la
discrepancia entre dos concepciones distintas de la vida monástica, y más allá
de aquello en dos concepciones distintas de la relación entre la Iglesia y el mundo. Los
Posesores recalcaban los deberes sociales implícitos en el monaquismo: forma
parte del trabajo de los monjes cuidar de los enfermos y de los pobres, ser hospitalarios
y promulgar la enseñanza; para cumplir eficazmente con estas tareas, los
monasterios necesitan dinero, por lo tanto deben poseer terrenos. Los monjes
(según argüían ellos) no gastaban para ellos lo que ganaban, sino que lo tenían
en administración a nombre de los demás. Había un dicho que circulaba entre los
seguidores de José: ‘La riqueza de la Iglesia es la riqueza de los pobres.’
Los No-Posesores, por otro lado, insistían en que la caridad es un
deber primariamente de laicos, y que la tarea principal del monje es ayudar a los
demás por medio de la oración y dándoles el ejemplo. Para desempeñar estas
obligaciones lo mejor posible, le hace falta al monje atenerse a un estado de
desinterés en cuanto al mundo, y el desinterés auténtico es algo que solamente
pueden conseguir los que se someten al voto de la pobreza. Los monjes
terratenientes no pueden evitar enredarse en preocupaciones seglares, y al
sumergirse en asuntos mundanos, empiezan a actuar y a pensar también de manera
mundana. Según lo expresa el monje Vassian (el Príncipe Patrikiev), discípulo
de Nilo:
“¿Dónde, en toda la tradición del Evangelio, de los
Apóstoles y de los Padres, se manda que los monjes han de adquirir pueblos
numerosos y de esclavizar los paisanos a la hermandad? ... Nosotros ojeamos el
monedero de los ricos, les adulamos, serviles, y les lisonjeamos para
apoderarnos de algún que otro pueblecillo de por allá... Maltratamos, robamos y
vendemos a nuestros hermanos cristianos. Les torturamos y les azotamos como a
las fieras”.
Las protestas de Vassian contra la tortura y los azotes nos hacen
pensar en otro asunto que también provocó polémica entre los dos partidos: el del
tratamiento de los herejes. José mantuvo la opinión de predominio más o menos
universal en la cristiandad de aquella época: que si los herejes se portan de
modo rebelde, la Iglesia
debe recurrir a los medios civiles como la prisión, la tortura y si es preciso
el fuego. Nilo, en cambio, condenó toda forma de violencia y de coerción hacia
los herejes. Sólo hace falta recordar la manera de tratar a los herejes que caracteriza
a los Protestantes y a los Católicos Romanos de Europa occidental durante la Reforma, para apreciar lo
excepcionales que fueron las actitudes de Nilo, de tolerancia y respeto a la
libertad humana.
La cuestión de los herejes implica a su vez una problemática más
amplia, que involucra las relaciones entre Iglesia y Estado. Nilo consideraba
la herejía como un asunto espiritual, que debía resolverse por las autoridades
eclesiásticas sin intervenciones estatales; José solicitaba la ayuda de las
fuerzas estatales. Por lo general, Nilo trazaba una línea más tajante que la de
José entre los asuntos de Cesar y los de Dios. Los Posesores eran partidarios
leales de la visión de Moscú como la tercera Roma; al afirmar una fuerte
alianza entre la Iglesia
y el Estado, tomaron parte plenamente en la política, así como lo hizo Sergio,
más quizás fueron menos cautelosos que Sergio en lo de impedir que la Iglesia se hiciese
sirviente del Estado. Los No-Posesores, a su vez, tenían conciencia viva del
testimonio profético y metafísico del monaquismo. Los josefitas corrían peligro
de identificar el Reino de Dios con algún reino de la tierra; en cambio, Nilo
se dio cuenta de que la
Iglesia terrenal ha de ser la Iglesia siempre peregrina.
Si bien José y su partido eran grandes patriotas y nacionalistas, los
No-Posesores se concentraron más en la universalidad, es decir en la Catolicidad, de la
Iglesia.
Conviene añadir que las divergencias entre los dos partidos no pararon
en esto: diferían además en sus concepciones acerca de lo que era la devoción y
la oración cristianas. José enfatizaba en el rol de las reglas y de la
disciplina, Nilo en la relación interior y personal del alma con Dios. José
subrayaba el rol de la belleza en los actos litúrgicos, Nilo temía que la
belleza se convirtiese en ídolo: el monje (según Nilo) es devoto no sólo de la
pobreza externa, sino del auto-despojo total, por lo que debe precaver que la
devoción a los iconos preciosos o a la música sagrada no se interponga entre él
y Dios. (En lo de sospechar la belleza, Nilo nos muestra una especie de
puritanismo - por poco iconoclasta - poco habitual en la espiritualidad rusa.)
José tuvo en cuenta la importancia de los oficios comunales y de la oración litúrgica:
“El hombre puede rezar en su cuarto privado, pero en tal caso nunca
rezará del mismo modo que reza en la Iglesia... donde los cánticos de muchas voces se
alzan al unísono hacia Dios, donde todos no tienen más que un solo pensamiento
y una sola voz en la unidad del amor... En las alturas los serafines proclaman
el Trisagion, y aquí abajo la multitud humana entona el mismo himno. El cielo y
la tierra festejan juntos, unidos en el agradecimiento, unidos en la alegría,
unidos en el gozo”
A Nilo, por su parte, le interesaba principalmente la oración mística
más que la litúrgica: antes de asentarse en Sora había sido monje en el Monte
Athos, de hecho conoció directamente la tradición bizantina hesicasta.
La Iglesia rusa hizo bien en apuntar cosas buenas en las enseñanzas tanto de
José como de Nilo, y canonizó a ambos. Cada uno de ellos heredó una parte de la
tradición de Sergio, pero sólo una parte nada más: Rusia necesitaba de los
josefitas así como de los usos monásticos del ultraVolga, ya que los unos
complementaron a los otros. Fue una lástima, desde luego, que los dos partidos
entraran en conflicto, y que la tradición de Nilo fuera suprimida en su mayor
parte: por falta de los No-Posesores, la vida espiritual de la Iglesia rusa sufrió un desequilibrio
y se hizo unilateral. La estrecha unidad que sostuvieron los josefitas entre la Iglesia y el Estado, su
nacionalismo ruso, su devoción a las formas externas que toma la liturgia -
todo esto había de causar problemas en el siglo siguiente.
Uno de los protagonistas más interesantes de la disputa entre
Posesores y No-Posesores fue San Máximo el Griego (?1470-1556), ‘personaje
puente’ cuya larga vida ampara los tres ámbitos de la Italia renacentista, el
Monte Athos, y la
Moscovia. Nacido griego, pasó la juventud en Florencia y en
Venecia, amigo de eruditos humanistas tales como Pico della Mirándola; cayó
también bajo la influencia de Savonarola, y fue durante dos años fraile
dominicano. Al regresar a Grecia en 1504, se hizo monje en el Monte Athos; en
1517 fué invitado por el Czar a trasladarse a Rusia para traducir obras griegas
en eslavónico y corregir los misales rusos, sumamente desfigurados por errores.
Al igual que Nilo, era devoto de los ideales hesicastas, y al llegar a Rusia se
asoció al partido de los NoPosesores. Sufrió junto con los demás al ser
encarcelado durante veintiséis años desde 1525 a 1551. Se le agredió
con amargura por las alteraciones que propuso para los misales, y su obra de
redacción se interrumpió y quedó sin terminar. Su gran talento de erudición del
que tanto se podrían haber aprovechado los rusos, se derrochó en la cárcel. Era
tan estricto como lo fue Nilo en el tema del auto-despojo y la pobreza
espiritual. ‘Si amas de veras a Cristo crucificado,’ escribió, ‘... hazte forastero,
desconocido, desposeído de nacionalidad y de nombre, callado ante los
parientes, los conocidos y los amigos; reparte todos tus bienes entre los
pobres, sacrifica todas tus costumbres y toda tu propia voluntad.’
Pese a que la victoria de los Posesores supuso una alianza estrecha
entre la Iglesia
y el Estado, la Iglesia
no perdió del todo su independencia. Cuando alcanzó su cima el poder de Iván el
Terrible, el Metropolita de Moscú, San Felipe (fallecido en 1569), osó
pronunciarse públicamente en contra de las crueldades y las injusticias
perpetradas por el Czar, y le reprochó a la cara en plena celebración pública
de la Liturgia. Iván le metió en la cárcel, y
más tarde lo hizo estrangular. Otro personaje que también criticó a Iván fue
San Basilio el Bienaventurado, ‘Bufón de Cristo' (fallecido en 1552). La
bufonería en aras de Cristo es una modalidad de la santidad que se halla en
Bizancio, pero predomina más que nada en la Rusia medieval: el ‘Bufón' lleva el ideal del
auto-despojo y de la humillación a su aplicación más extrema, rechazando todos
los dones intelectuales, todas las instancias de la sabiduría mundana, y carga
voluntariamente la Cruz
de la locura. Los Bufones a menudo cumplían una función social valiosa: con el
sólo acto de bufonearse, les era posible criticar a los poderosos con una
franqueza a la que nadie más se atrevería. Así fue el caso de Basilio, la ‘conciencia
viva’ del Czar. Iván hacía caso de las astutas censuras del Bufón, y lejos de
castigarle le brindaba honor.
En 1589, con la aprobación del Patriarca de Constantinopla, el jefe de
la Iglesia
rusa fue elevado del rango de Metropolita al de Patriarca, con lo que accedió
al quinto puesto de honor después de Jerusalén. Con el transcurso de los eventos
sucedió que el Patriarcado de Moscú duró un poco más que un siglo.
EL CISMA DE LOS ANTIGUOS CREYENTES
Al inaugurarse el siglo XVII en Rusia estalló un período confuso y
desastroso, designado el ‘Tiempo de los Infortunios’, en el que el país se vió
partido en dos por divisiones internas, amén de ser víctima de los enemigos
externos. Mas a partir del año 1613 el país experimentó una recuperación
repentina de fuerzas, y los siguientes cuarenta años fueron época de
reconstrucción y reforma en muchas áreas de la vida nacional. La Iglesia tomó gran parte en
el trabajo de reconstrucción. El movimiento reformador de la Iglesia fue encabezado al
principio por el Abad Dionisio del Monasterio de la Trinidad-San Sergio
y por Philaret, Patriarca de Moscú de 1619 a 1633 (éste fue padre del Czar); en 1633
el liderazgo pasó a cargo de un grupo de clérigos casados, en el que se
destacaron los Arciprestes Juan Neronov y Awakum Petrovich. La obra de
redacción de los misales, emprendida por Máximo el Griego durante el siglo
anterior, se recomenzó con gran cautela; se estableció en Moscú una Imprenta
Patriarcal que publicó misales de mayor fidelidad que los precedentes, aunque
las autoridades no se atrevieron a hacer alteraciones muy drásticas. A nivel
parroquial, los reformadores se esforzaron por alzar al máximo posible la ética
tanto del clero como de los laicos. Lucharon contra la embriaguez; insistieron
en la observancia de los ayunos; precisaron que la Liturgia y los demás
oficios en las Iglesias parroquiales habían de cantarse con reverencia y sin
omisiones; preconizaron prédicas frecuentes.
El grupo reformador representaba lo más valioso que había en la tradición
de San José de Volokalamsk. Creían al igual que José en la autoridad y la
disciplina, e interpretaron la vida cristiana en términos de las reglas
ascéticas y de la oración litúrgica. Les parecía menester que no sólo los
monjes sino los párrocos y los laicos - hombres, mujeres, hijos - observasen
los ayunos y dedicasen mucho tiempo cada día a la oración ya fuese en la
iglesia como ante los iconos en sus casas. Su programa era muy poco indulgente
para con la debilidad humana, y fué demasiado ambicioso como para poder realizarlo
del todo. No obstante, la
Moscovia del siglo XVI bien se mereció el título de ‘Santa
Rusia’. Los ortodoxos provenientes del Imperio turco que visitaron Moscú
quedaron asombrados (e incluso consternados) de lo austeros que eran los ayunos
y de lo largos y espléndidos que eran los oficios. La nación entera era como si
viviese en el plan de ‘un solo monasterio enorme’. El Archidiácono Pablo de Aleppo, ortodoxo árabe del Patriarcado de
Antioquía, que estuvo de visita en Rusia de 1654 a 1656, pudo comprobar
que los banquetes de la Corte
venían acompañados no de música sino de lecturas de las Vidas de los Santos,
así como se practica en los monasterios. El Czar estaba acostumbrado a asistir
con su séquito a unos oficios de más de siete horas de duración: ‘Ahora ¿qué
decir sobre estas obligaciones, tan severas como para que se encanezca el
cabello de los niños, y que con tan estricta puntualidad se observan por el
Emperador, el Patriarca, los grandes, las princesas y las damas, quienes se mantienen
en pie de la mañana hasta la noche? Y ¿quién iba a suponer que excederían de tal
manera las prácticas de los anacoretas más fervorosos del desierto? Los niños participaban igualmente en las observancias rigurosas: ‘Lo
que más nos sorprendió fue el ver los niños y las criaturas pequeñas ... ahí de
pie, con la cabeza descubierta, inmóviles, sin que se les escapara el más
mínimo gesto de impaciencia.’ Pablo no se sintió del todo a gusto en el estricto ambiente ruso. Se
quejaba de que no eran permitidos ‘el humor, la risa y la alegría’, ni la
embriaguez, ni ‘comer el opio’, ni tampoco fumar; ‘por el delito particular de
tomar tabaco la gente incluso era condenada a muerte.’ Nos presentan una imagen impresionante Pablo y los demás visitantes a
tierra rusa, aunque quizá pongan demasiado énfasis en lo exterior. Es de notar
que un griego comentó al regresar de allá que la religión moscovita parecía
consistir mayormente en toques de campanas.
En 1652-3 brotó una querella calamitosa entre el grupo reformador y el
nuevo Patriarca Nikon (1605-81). De estirpe paisana, Nikon fue probablemente el
hombre más dotado y brillante en llevar el cargo supremo de la Iglesia rusa; mas tuvo la
desventaja de ser de talante prepotente y autoritario. Todo lo griego le
provocaba una fuerte admiración: ‘Soy ruso, hijo de rusos,’ solía decir, ‘pero
mi fe y mi religión son griegas.’ Insistió en que la práctica rusa debía de conformarse en todos los
detalles a la de los cuatro Patriarcados antiguos, y que los misales rusos,
siempre que difiriesen de los griegos, habían de ser corregidos. Insistió
además en que al santiguarse con la señal de la Cruz, los rusos, quienes todavía lo hacían con
dos dedos de acuerdo con el uso antiguo, a partir de entonces habían de hacerlo
con tres así como hacía poco lo hacían los griegos.
Esta política produjo resentimientos de parte de los herederos de la
tradición josefita. Ellos consideraban que al ser Moscú la tercera Roma, Rusia
era la fortaleza y el modelo de la Ortodoxia. Reverenciaban
la memoria de la Madre
Iglesia de Bizancio, de la que Rusia recibió la fe, pero no
sentían esa misma reverencia para con sus griegos contemporáneos. Recordaban
que los jerarcas griegos traicionaron la fe en Florencia, y se supone que hasta
cierto punto estaban enterados de la corrupción del Patriarcado de Constantinopla
bajo los turcos. Con todo esto se quiso significar que los rusos no estaban
para nada dispuestos a la imitación servil de las nuevas prácticas griegas, y
sobre todo no veían la necesidad de que los rusos se santiguasen de la manera
griega, al ser la rusa muchísimo más antigua. La polémica sobre la señal de la Cruz puede que parezca
insignificante, pero conviene tener en cuenta que los ortodoxos en general y
los rusos en particular siempre prestaron gran importancia a los gestos
rituales, los actos simbólicos que evocan las convicciones internas de los
cristianos. Al parecer de muchos, la alteración del símbolo constituía una
alteración de la creencia y la fe. La discrepancia sobre la señal de la Cruz sirvió para cristalizar
de manera específica la totalidad del conflicto entre la Ortodoxia griega y la
moscovita.
De haberse portado Nikon de una manera más suave y discreta, todo
podía haber salido bien, pero desafortunadamente no era un hombre de gran
discreción. Se precipitó en su programa de reformas, a pesar de que Neronov y Awakum
se le oponían, además de muchos otros clérigos, monjes y laicos. Los
adversarios de la Reforma
nikoniana sufrieron una persecución severa, viéndose exiliados, encarcelados y
a veces incluso ejecutados. Neronov al final se sometió, pero Awakum (1620-82)
rehusó rendirse, y tras diez años de exilio y veintidós de encarcelamiento -
doce de ellos metido en una choza subterránea-finalmente fue quemado en el
poste. Obra clásica de la literatura religiosa rusa es su autobiografía, vivaz,
extraordinaria, en la que se relata toda la historia de sus tribulaciones.
Con el tiempo, la polémica entre Nikon y los adversarios de la reforma
produjo un cisma duradero. Los del lado de Awakum rechazaron los misales de
Nikon fueron designados Raskolniki (‘sectarios’)
o Antiguos Creyentes, aunque el
término más oportuno hubiera sido ‘Antiguos Ritualistas'. Así que en la Rusia del siglo XVII surgió
este movimiento de disidencia; en comparación, sin embargo, con la Disidencia inglesa de
la misma época. Aquí cabe destacar dos puntos de gran diferencia: en primer
lugar, los Antiguos Creyentes - es decir, los disidentes rusos - discreparon con
la Iglesia
oficial solamente en cuestiones de culto, y no de doctrina; en segundo lugar, la Disidencia inglesa fue
radical - una protesta en contra de la Iglesia oficial por no llevar bastante lejos la
reforma - la Disidencia
rusa fue una protesta de parte de los conservadores en contra de una Iglesia
oficial que para ellos había llevado la reforma demasiado lejos. El cisma de
los Antiguos Creyentes perdura en el día de hoy. Antes de 1917 el número
oficialmente publicado era de unos dos millones, pero el número verdadero puede
haber sido cinco veces aquello. Se dividen en dos grupos principales que son
los Popovtsy, quienes retuvieron el
sacerdocio y además desde 1846 cuentan con su propio linaje sucesivo de
obispos, y los Bezpopovtsy quienes
prescindieron de sacerdotes.
Son dignos de admiración los Antiguos Creyentes por las cosas buenas
que lograron conservar de la religión rusa medieval. Sin embargo, no abrazan la
riqueza entera de aquella tradición, ya que representan solamente una parte de
ella - precisamente, el punto de vista de los Posesores. Los defectos de los
Antiguos Creyentes son iguales a los de los josefitas, pero de mayor amplitud;
un nacionalismo demasiado estrecho, un énfasis excesivo en las formas
exteriores del culto. A pesar de sus propensiones helenistas, en el análisis
final Nikon también acaba siendo josefita: exige la uniformidad total en cuanto
a las formas del culto, y como los demás Posesores recurre con facilidad a la
ayuda de los medios civiles a fin de suprimir a los adversarios religiosos. La
causa principal, mayor a todas las demás, que ocasionó definitivamente el cisma
fue la facilidad con que Nikon recurrió a la persecución. Si el desarrollo de la Iglesia rusa de 1550 a 1650 hubiera sido
menos unilateral, quizá se hubiera evitado la separación permanente. Si la
gente se hubiera concentrado (así como lo hizo Nilo) más en la tolerancia y la
libertad en vez de instigar la persecución, se pudo haber efectuado la reconciliación;
y si la gente se hubiera dedicado más a la oración mística, quizás la disputa
sobre el culto hubiera sido menos amarga. Las divisiones del siglo XVII se
arraigaban en la polémica del XVI.
Además de hacer establecer las prácticas griegas en Rusia, Nikon prosiguió
otro objetivo más: el de otorgarle a la Iglesia la supremacía sobre el Estado. Hasta
entonces la teoría que determinaba las relaciones de la Iglesia con el Estado era
la misma en Rusia que en Bizancio - una duarquía o sinfonía de dos poderes
coordinados, sacerdotium e imperium, cada uno el soberano de su
propia esfera. En la práctica, la
Iglesia gozó de una amplia independencia e influencia en el
período kievano y mongol. Mas bajo los czares moscovitas, pese a que la teoría
del poder bipartito era la misma, en la práctica el poder civil vino a regir a la Iglesia cada vez más; la
política de los josefitas, lógicamente, no hizo más que promover esta
tendencia. Nikon, en cambio, intentó contrarrestar la tendencia. Además de
insistir en que la autoridad del Patriarca fuese absoluta en cuestiones de
índole religiosa, reivindicó el derecho de intervenir en los asuntos civiles, y
asumió el título de ‘Gran Señor’, reservado hasta entonces exclusivamente para
los czares. El Czar Alexis sentía un respeto profundo hacia Nikon, y al
principio le concedió el poder. ‘El Patriarca dispone de tamaña autoridad,’
escribe Olearius, visitante de Moscú en 1654, ‘que en cierta manera comparte la
soberanía con el Gran Duque.’
Pero pasado el tiempo, Alexis empezó a molestarse por las injerencias
de Nikon en los asuntos seglares. En 1658, Nikon resolvió tomar un paso algo
curioso, quizá con la intención de recobrar su influencia: se retiró pero sin
dimitir al cargo de Patriarca. Durante ocho años la Iglesia rusa permaneció
efectivamente sin líder, hasta que por solicitud del Czar se celebró un gran
concilio en Moscú en 1666-7, presidido por los Patriarcas de Alejandría y de
Antioquía. El concilio votó a favor de las reformas
de Nikon, pero en contra de su persona:
las alteraciones de los misales propuestas por Nikon, y especialmente su
decisión en cuanto a la señal de la
Cruz, fueron aprobadas, mas el mismo Nikon se vió depuesto y
exiliado, y fue nombrado un nuevo Patriarca para sustituirle. De hecho que en
el concilio la política de Nikon triunfó respecto a la introducción de
prácticas griegas en la
Iglesia rusa, mas fué derrotada respecto al intento de elevar
al Patriarca por encima del Czar. El concilio reafirmó la teoría bizantina de
la armonía entre dos poderes independientes.
Sin embargo, las conclusiones del Concilio de Moscú sobre las
relaciones de la Iglesia
con el Estado permanecieron poco tiempo en vigor. Al haber sido empujado el
péndulo con demasiada violencia en una dirección por Nikon, de pronto volvió en
la otra dirección con fuerza redoblada. Pedro el Grande (reinó de 1682 a 1725) hizo anular
completamente el cargo de Patriarca, cuyas prerrogativas Nikon, con ambición
tan tesonera, procuró ampliar y engrandecer.
EL PERÍODO SINÓDICO (1700-1917)
Pedro se empeñó en que no apareciesen más personajes como Nikon. Al
fallecer el Patriarca Adrián en 1700, Pedro no tomó medidas para el nombramiento
del sucesor; y en 1721 hizo publicar su célebre Regla Espiritual, mediante la cual el Patriarcado se declaró abolido
y sustituido por una comisión que sería el Colegio Espiritual o el Santo
Sínodo. Esto estaba compuesto por doce miembros, de los cuales tres eran
obispos y los demás extraídos de la jefatura de los monasterios o del clero
casado.
La Constitución del Sínodo no fué derivada del derecho canónico ortodoxo, sino de la
de los sínodos que regían la
Iglesia protestante en Alemania. Los miembros no eran
elegidos por las autoridades eclesiásticas; los nombraba el Emperador, por
cuanto él también podía destituirles a su albedrío. Un Patriarca, al tener el
cargo de por vida, a veces podría oponerse al Czar; en cambio, un miembro del
Santo Sínodo tenía menos oportunidades de heroísmo: bastaba con jubilarlo. El
Emperador no era designado ‘Jefe de la Iglesia’, pero sí ‘Juez Supremo del Colegio
Espiritual’. Las reuniones del Sínodo no eran presenciadas por el propio emperador,
sino por un funcionario gubernamental que era el Procurador Superior. El
Procurador, aún sin participar en los diálogos al estar sentado en una mesa
aparte, ejercía un poder efectivo considerable; era de hecho, aun que no de
derecho, un ‘Ministro de Asuntos Religiosos’.
En la Regla Espiritual la Iglesia se plantea no como una institución
divina, sino como un Departamento de Estado. Al estar basada en su mayor parte
en fundamentos seglares, no hace concesiones a lo que denominan los ingleses ‘los
Derechos de la Corona
del Redentor’. Esto es aplicable a la administración eclesiástica superior tanto
como al resto de la reglamentación. Al sacerdote confesor que se enterara de
cualquier estratagema que le pareciera sediciosa se le ordenaba violar la
privacidad del confesionario y remitir a la policía una plena información del
nombre y de los datos. Al monaquismo se le daba el tosco apodo de ‘fuente y
origen de innumerables disturbios y alborotos’ y se le imponían muchas
restricciones. Los nuevos monasterios no debían ser fundados sin un permiso
especial; los ermitaños eran prohibidos; ninguna mujer menor de cincuenta años
podía profesar como monja.
La imposición de estas restricciones a los monasterios, centros
principales del trabajo social en Rusia por aquel entonces, tenía un propósito
deliberado. La anulación del Patriarcado formaba parte del mismo proceso: Pedro
procuraba no sólo privar a la
Iglesia de su liderazgo, sino también de su participación en
el trabajo social. Los sucesores de Pedro restringieron todavía aún más el
trabajo de los monasterios. Isabel (reinó de 1741-62) hizo confiscar la mayor
parte de las posesiones monásticas, y Catalina II (reinó de 1762 a 1796) suprimió más de
la mitad de los monasterios, y en los que quedaron abiertos impuso unas
limitaciones muy estrictas en cuanto al número de monjes que se les permitía
admitir. El cierre de los monasterios fue nada menos que un desastre para las
provincias más remotas de la Rusia,
donde los monasterios eran prácticamente los únicos centros culturales y
caritativos. Pero a pesar de que la labor social de los monasterios se vió
restringida de modo tajante, nunca cesó del todo.
Las reformas religiosas de Pedro provocaron mucha resistencia en
Rusia, pero se vieron implacablemente suprimida. Fuera de Rusia, Dositeo,
valeroso, protestó con vigor; pero las Iglesias ortodoxas bajo el dominio de
los turcos no eran capaces de intervenir de ninguna manera efectiva, así que en
1723 los cuatro Patriarcados antiguos aceptaron la abolición del Patriarcado de
Moscú y reconocieron la constitución del Santo Sínodo.
El sistema de administración eclesiástica establecido por Pedro el
Grande permaneció vigente hasta 1917. El período sinódico de la historia de la Ortodoxia rusa estando la Iglesia completamente
subordinada al Estado, se suele considerar como un tiempo de deterioro. Lo
cierto es que si se echa una mirada retrospectiva al siglo XVIII, parece
corroborarnos esa opinión. Fue una época de occidentalización temeraria en el
campo del arte eclesiástico, de la música sagrada y de la teología. Los que se
rebelaron contra el árido escolasticismo de las academias teológicas
recurrieron no a las enseñanzas que provenían de Bizancio y de la Rusia vieja, sino a los
movimientos del género religioso o pseudo-religioso prevalecientes en occidente
por aquel entonces: el misticismo protestante, el Pietismo alemán, la francmasonería, etcétera. Se destacaban del clero superior los prelados de la Corte, tal como Ambrosio (Zertiss-Kamensky),
Arzobispo de Moscú y de Kaluga, que al morir en 1771 dejó, entre otros muchos artefactos,
252 camisas de lino fino, y nueve monóculos con montura de oro.
Esa, sin embargo, es solamente una parte de la imagen del siglo XVIII.
El Santo Sínodo, en la práctica, gobernó con eficacia, por muy censurable que
fuese en teoría su constitución. Los canónigos de propensión meditabunda eran
plenamente conscientes de los defectos de las reformas de Pedro, y se
sometieron a ellas sin estar necesariamente de acuerdo. La teología se
occidentalizó, pero el nivel de erudición era alto. Detrás de la fachada
occidental seguía latiendo ininterrumpidamente el corazón de la Rusia ortodoxa. Un típico
obispo ruso era representado por Ambrosio Zertiss-Kamensky, pero había también
otros de carácter muy distinto, verdaderos monjes y pastores, así como San
Tikhon de Zadonsk (1724-83), Obispo de Voronezh. Escritor y predicador de gran
fluidez, Tikhon nos estimula un interés particular al ser ejemplo, como muchos
de sus compañeros, de tomar prestadas muchas cosas de occidente, pero a la vez
quedar firmemente arraigado en la tradición clásica de la espiritualidad
ortodoxa. Fue influenciado por los libros de devoción alemanes y anglicanos;
sus meditaciones detalladas sobre el sufrimiento físico de la pasión de Jesús
son características más bien del catolicismo romano que de la Ortodoxia; en su propia
vida de oración experimentó una vivencia parecida a la Noche Tenebrosa
del Alma que nos describen los místicos de occidente, como por ejemplo San Juan
de la Cruz. Pero
Tikhon tuvo también tendencias similares a las de Teodosio y de Sergio, de Nilo
y de los No-Posesores. Como tantos otros santos rusos, laicos y monásticos, le
causaba un gozo especial ayudar a los pobres, y se sentía más feliz cuando
hablaba con la gente sencilla - los paisanos, los mendigos, y hasta los
criminales.
La segunda parte del periodo sinódico, que fué en el siglo XIX, lejos
de haber sido un tiempo de deterioro, fue tiempo de revivificación para la Iglesia rusa. La gente fué
abandonando los movimientos religiosos y pseudo-religiosos de occidente, y
recurrió de nuevo a las fuerzas espirituales de la Ortodoxia. Un nuevo
afán por el trabajo misionero vino envuelto en esta reanimación espiritual, y
tanto en la teología como en la espiritualidad la Ortodoxia se liberó de
la imitación servil al oeste.
La renovación religiosa se originó en el Monte Athos, mediante el
trabajo y el testimonio de San Paissy Velichkovsky (1722-94). Oriundo de
Ucrania, al ingresar como estudiante en la academia teológica de Kiev sintió
rechazo por la índole seglar de la enseñanza, y huyó al Monte Athos para
hacerse monje. En 1763 se trasladó a Rumania y se hizo Abad del monasterio de Niamets,
que logró convertir en un gran centro espiritual, al reunirse entorno a él unos
quinientos hermanos. Bajo su dirección la comunidad se consagró sobre todo a la
traducción al eslavónico de las obras de los Padres griegos. En Athos, Paissy
aprendió directamente la tradición Hesicasta, y sus ideas sintonizaron con las
de Nicodemo que era contemporáneo con él. Produjo una traducción eslavónica de la Philokalia,
que fue publicada en Moscú en 1793. Paissy realzó con gran énfasis la
importancia de la oración contínua - y especialmente la oración de Jesús - así
como también la de la necesidad de obedecer al anciano o el starets. Fue profundamente influenciado
por Nilo y los No-Posesores, pero sin omitir de reconocer los puntos positivos
del estilo del monaquismo josefita: dejó sitio, más de lo que lo había hecho
Nilo, para la oración litúrgica y el trabajo social, de manera que procuró al
igual que Sergio armonizar el aspecto corporativo y social del monaquismo con
el aspecto místico.
El propio Paissy nunca regresó a Rusia, pero muchos de sus discípulos
se desplazaron hasta allí desde Rumania, por lo cual bajo la inspiración de
ellos se fué desenvolviendo una renovación monástica por todo el país. Los
monasterios ya existentes se vieron vigorizados, y se fundaron muchos
yacimientos nuevos: en 1810 eran unos 452 monasterios en Rusia, en cambio en
19141a cifra era de 1.025. El movimiento monástico, que miraba hacia el mundo
exterior buscando servirlo, logró a la vez restaurar a su plaza central en la
vida de la Iglesia
la tradición de los No-Posesores, que había quedado mayormente suprimida desde
el siglo XVI. Se caracterizó sobre todo por un nivel muy desarrollado del uso de
la dirección espiritual. Si bien el ‘anciano’ siempre figura como un personaje
típico de muchos períodos de la historia ortodoxa, el siglo XIX ruso es por
excelencia la era del starets.
El primero y más grande de los startsy
del siglo XIX fue San Serafín de Sarov (1759-1833), quien quizás entre todos
los santos rusos es quien que más atractivos ofrezca a los cristianos no-ortodoxos.
Al ingresar al monasterio de Sarov con diecinueve años de edad, Serafín pasó
los primeros dieciséis años de su estancia involucrado en la vida cotidiana de
la comunidad. Luego se retiró para pasar los siguientes veinte años en
reclusión, morando al principio en una choza en pleno bosque, pero más tarde
(cuando se le hincharon los pies tanto que ya le resultaba difícil caminar) se
encerró en una celda del monasterio. Así fue su curso de entrenamiento para el
cargo de anciano. Por fin, en 1815, abrió las puertas de su celda. Del amanecer
al atardecer recibía a todos los que acudieron a pedirle su ayuda, sanando a
los enfermos, dando consejos, y muchas veces supliendo la respuesta antes de
que el visitante hubiese hecho la pregunta. A veces venían veintenas y centenares
de personas el mismo día. La estructura exterior de la vida de Serafín se
parece a la de Antonio de Egipto, quince siglos antes: donde vemos el mismo
acto de aislamiento, con el mismo retorno al final de sus días. Serafín es
considerado con razón un santo ruso muy característico, pero a la vez nos
demuestra de manera concluyente cuánto tiene de común lo mejor de la Ortodoxia rusa con
Bizancio y con la tradición universal ortodoxa a través de los tiempos.
Serafín se trataba a sí mismo de modo extraordinariamente severo (en
una ocasión de su vida, pasó mil noches sucesivas absorto en la oración contínua,
manteniéndose inmóvil y de pie sobre una roca durante las largas horas de
oscuridad), pero era manso para con los demás, sin llegar jamás al sentimentalismo
o a la indulgencia. El ascetismo no le convirtió en alguien triste y pesimista;
todo lo contrario, si la vida de un santo jamás fue iluminada por la alegría,
fue la de Serafín. La visión de la Luz Divina de Tabor en su caso asumió una forma
visible, transformando por fuera su cuerpo. Uno de los hijos espirituales de
Serafín, Nicolás Motovilov, nos describe lo que ocurrió un día de invierno,
mientras conversaban los dos hombres en el bosque. Serafín comentó la necesidad
de obtener el Espíritu Santo, y le preguntó Motovilov cómo se podía estar
seguro de que uno ‘estaba en el Espíritu de Dios’:
Entonces el Padre Serafín me agarró con firmeza los
hombros y dijo: ‘Hijo mío, nosotros estamos los dos en este mismo momento en el
Espíritu de Dios. ¿Por qué no me miras?’
‘No soy capaz
de mirarte, Padre,’ contesté, ‘por que los ojos te están resplandeciendo como
unos relámpagos. Tu rostro se ha hecho más brillante que el sol, y me duelen los
ojos al mirarte.’
‘No tengas miedo,’ dijo él. ‘En este momento tú
también estás igual de brillante como yo. Tú mismo estás ahora en la plenitud
del Espíritu de Dios; sino, no podrías verme a mí tal y como me ves.’
Luego inclinó su cabeza hacia mí, y me habló al oído
con voz muy baja: ‘Dale gracias a Dios por Su infinita bondad para con nosotros...
Pero, hijo mío, ¿por qué no me miras a los ojos? Mírame, sin miedo; el Señor está
con nosotros.’
Dicho ésto, me fijé en su cara, y me entró una
sensación sobrecogedora de temor y de reverencia todavía mayor. Imagínate en
medio del sol, en la luz deslumbrante de sus rayos meridionales, la cara de un
hombre que habla contigo. Ves el movimiento de sus labios y la expresión
cambiante de sus ojos, oyes su voz, y sientes que alguien te está agarrando los
hombros; pero no le ves las manos, ni siquiera ves tu cuerpo ni el cuerpo de
él, ves nada más una luz deslumbradora que se difunde varios metros todo
alrededor y que alumbra con su brillantez la capa de nieve que cubre el claro
del bosque y los copos de nieve que siguen descendiendo, inacabables...
‘¿Qué es lo que sientes?’ me preguntó el Padre Serafín. ‘Una sensación
de bienestar desmesurado,' dije yo.
‘Pero ¿qué tipo de bienestar? ¿Cómo exactamente te sientes bien?’
‘Siento tal calma,’ le contesté, ‘tal serenidad en
el alma que no hay palabras que valgan para expresarlo.’
‘Eso,' dijo el Padre Serafín, ‘es la paz de la que
habló el Señor con sus discípulos: Mi paz os doy; no como la da el mundo os la
doy yo [Jn. 14:27], la paz que rebasa toda la comprensión [Filipenses 4:7]... ¿Qué
más sientes?’
‘Alegría infinita en todo mi corazón.’
Y el Padre Serafín continuó: ‘Cuando el Espíritu de
Dios desciende sobre un hombre y le asombra con la plenitud de Su presencia, el
alma de ese hombre se llena y rebosa de una alegría indecible, por que el
Espíritu Santo colma de alegría todo lo que toque..’
Así continúa la conversación. E] texto entero tiene una importancia
extraordinaria para el entendimiento de la doctrina ortodoxa de la deificación
y de la unión con Dios. Nos demuestra cómo la idea ortodoxa de la santificación
incluye el cuerpo: no solamente el alma de Serafín (o bien de Motovilov) sino
el cuerpo entero es transfigurado por la gracia de Dios. Es de notar que ni Serafín
ni Motovilov están extasiados; ambos pueden hablar de modo coherente y ambos
siguen conscientes del mundo exterior, sin embargo ambos están llenos del
Espíritu Santo y rodeados de la luz de la edad venidera.
Serafín no tuvo un preceptor en el arte de la dirección espiritual, ni
tampoco dejó un sucesor. Tras su muerte el trabajo fué asumido por otra
comunidad, la ermita de Óptino. De 1829 a 1923, año en que el monasterio fue
cerrado por los bolcheviques, sirvieron aquí toda una serie de startsy cuya
influencia se extendía como la de Serafín por toda la Rusia. Los más
conocidos de los ancianos de Óptino son Leonid (17681841), Macario (1788-1860)
y Ambrosio (1812-91). Pese a que todos estos ancianos pertenecieron a la
escuela de Paissy y eran todos devotos de la oración de Jesús, cada uno tuvo su
carácter harto personal: Leonid, por ejemplo, fue un hombre sencillo, vivaz y
directo, y atrajo sobre todo a los campesinos y comerciantes; Macario, en
cambio, fue un hombre muy culto, erudito de la patrística, que mantuvo contacto
con los movimientos intelectuales de su época. Óptino influyó en el pensamiento
de varios escritores, incluidos Gogol, Khomiakov, Dostoyevsky, Soloviev, y
Tolstoy. El personaje extraordinario del Padre Zossima en la novela de
Dostoyevsky Los Hermanos Karamazov se
inspiró en parte por el padre Macario o el padre Ambrosio de Óptino, aunque
Dostoyevsky nos dice que su inspiración principal la halló en la vida de San
Tikhon de Zadonsk.
‘Existe algo que es más importante que todos los libros y todas las
ideas,’ escribe el eslavófilo Iván Kireyevsky, ‘que es encontrar un starets ortodoxo, ante quien puedas exponer
cada uno de tus pensamientos, y de parte de quien oirás no tu propia opinión,
sino el juicio de los Santos Padres. Gloria a Dios, los startsy de este tipo todavía no han desaparecido de Rusia.’
Mediante los startsy, la revivificación monástica influyó en la vida
de muchos laicos. El ambiente espiritual de aquella época está vivamente evocado
en un libro de autor anónimo titulado La Vía del Peregrino, en el que se describen
las experiencias de un campesino ruso que caminó de sitio en sitio practicando
la oración de Jesús. Es un librito muy simpático, de una sencillez
sorprendente, aunque enfatiza con fuerza algo personal la invocación del Nombre
Sagrado y excluye casi todo lo demás. Uno de los objetivos principales de la
obra es demostrar que la oración de Jesús no es exclusiva de los monjes sino
que sirve para todos, en todos los caminos de la vida. Según caminaba, el Peregrino
cargaba con una copia de la
Philokalia que se supone que sería la traducción eslavónica
hecha por Paissy. San Teofán el Reclusa (1815-94) publicó durante los años 1876-90 una traducción sustanciosamente
expandida de la Philokalia en cinco volúmenes, traducida en vez
del eslavónico, al ruso.
Hasta ahora hemos hablado mayormente del movimiento
centrado en los monasterios, mas entre los grandes personajes de la Iglesia rusa del siglo XIX
se halla también un miembro del clero casado, San Juan de Kronstadt (1829-1908). Durante toda su vida sacerdotal,
trabajó en el mismo sitio, Kronstadt, es una base naval en las afueras de San
Petersburgo. Se consagró completamente a su labor pastoral - visitaba a los
enfermos y los pobres, organizó servicios de caridad, daba clases de catequesis
a los jóvenes de su parroquia, predicaba sin parar, y sobre todo rezaba por y
en compañía de su rebaño. Tenía conciencia intensa del poder de la oración, y
al celebrar la Liturgia
se salía de sí: No podía atenerse al compás preciso del canto litúrgico: invocaba
a Dios en voz alta; gritaba; sollozaba ante las visiones del Golgota y de la Resurrección, que se
le presentaban con tan apremiante inmediatez.’ Esa misma sensación de apremiante inmediatez se nos comunica en cada
página de su autobiografía espiritual, Mi Vida en Cristo. Lo mismo que Serafín,
estaba dotado del poder de la curación, de la perspicacia, y de la dirección
espiritual.
San Juan reguló la comunión frecuente, a pesar de que en
Rusia por aquel entonces era raro que los laicos comulgasen más de tres o
cuatro veces al año. En vista de que no disponía del tiempo para confesar
individualmente a todos los comulgantes, instituyó una forma de confesión
pública en la que todo el mundo proclamaba sus pecados en voz alta a la misma
vez. Convirtió el iconostasio en un tabique no muy alto para que la gente
pudiera observar el altar y al celebrante durante todo el oficio. Al insistir
en la comunión frecuente y al recurrir a la pantalla de antealtar usada en la
antigüedad, se adelantó al curso de los tiempos y anticipó las prácticas
litúrgicas que se han ido desarrollando en la Ortodoxia contemporánea.
En la Rusia
del siglo XIX se produjo una notable revivificación del trabajo misionero.
Desde los tiempos de Mitrofán de Sarai y de Esteban de Perm, los rusos fueron
siempre misioneros muy activos, y a medida que se iba expandiendo el poder
moscovita hacia oriente, se fué abriendo un enorme campo de evangelización
entre las tribus nativas y los mongoles musulmanes. Si bien la Iglesia nunca paró del todo
de enviar predicadores a los paganos, en los siglos XVII y XVIII los esfuerzos
misioneros se habían debilitado, sobre todo tras el cierre de los monasterios
por orden de Catalina. Pero en el siglo XIX se enfrentó de nuevo al desafío misionero,
con renovadas energías y entusiasmo: la Academia de Kazan, inaugurada en 1842, se
preocupaba especialmente por los estudios misioneros; formaba sacerdotes
nativos; las Escrituras y la
Liturgia fueron traducidas a una gran variedad de idiomas. En
la región solamente de Kazan se solía celebrar la Liturgia en veintidós
idiomas o dialectos distintos. Tiene su significado el hecho de que uno de los primeros
promotores de la reanimación misionera, el Archimandrita Macario (Glukharev,
1792-1847), estudió el Hesicasmo y conocía a los discípulos de Paissy
Velichkovsky: resultó así que el resurgimiento misionero se arraigó en la vivificación
de la vida espiritual. El más grande de los misioneros del siglo XIX fue San
Inocente (Juan Veniaminov, 1797-1879), Obispo de Alaska, reverenciado por
millones de ortodoxos americanos en la actualidad como el mayor de sus ‘Apóstoles’.
En el campo de la teología, la Rusia del siglo XIX se emancipó de la dependencia
excesiva de occidente. Esto ocurrió principalmente gracias al trabajo de Alexis
Khomiakov (1804-1860), líder del círculo eslavófilo y quizá el primer teólogo
de pensamiento original que haya tenido la Iglesia rusa. Terrateniente y capitán de
caballería jubilado, Khomiakov formó parte de la gran tradición de teólogos
laicos que _ siempre integró parte de la Ortodoxia. Khomiakov
argüía que todo el pensar cristiano occidental, bien sea romano o protestante,
comparte las mismas premisas y manifiesta la misma manera fundamental de
enfocar las cosas; en cambio, la
Ortodoxia es de índole totalmente distinta. Siendo así,
continúa Khomiakov, no es suficiente que los ortodoxos tomen prestado de occidente
su teología, como llevaban haciendo desde el siglo XVII; en lugar de emplear la
argumentación de los protestantes en contra de los católicos romanos, y la de
éstos en contra de los otros, deberían de recurrir a sus propias fuentes
auténticas y redescubrir la verdadera tradición ortodoxa, que no se basa en
fundamentos ni romanos ni protestantes, sino propios. Según nos lo explica su
amigo G. Samarin, antes de Khomiakov ‘nuestra escuela de teólogos ortodoxos no
fué capaz de definir ni al catolicismo ni al protestantismo, porque al
abandonar la perspectiva ortodoxa, se dividieron en dos partidos, de los que
cada uno tomó una postura, bien fuese latina o bien protestante, opuesta a la del adversario,
indudablemente, pero sin llegar a ser superior.
Fué Khomiakov quien miró al latinismo y al protestantismo desde la perspectiva
de la Iglesia, es decir desde una perspectiva superior: por esta razón fue capaz de
definirlos.’ Khomiakov le prestó una atención particular al tema de la Iglesia, con respecto a su
unidad y su autoridad; en esto aportó una contribución permanente a 1a teología
ortodoxa.
A lo largo de su vida Khomiakov influenció poco, más bien casi nada,
la teología que se enseñaba en las academias y los seminarios; sin embargo,
tanto en el pensamiento de éstos como en el de Khomiakov hallamos una independencia
creciente con relación a occidente. Sobre el año 19001a teología académica de
los rusos llegó a su ápice, y fueron bastantes los teólogos, historiadores y
liturgistas de formación académica plenamente occidental que lograron, no
obstante, evitar que su forma de pensar se desviara de lo ortodoxo. A partir de
1900, se produjo además una reanimación intelectual también fuera de las
escuelas teológicas. Ya desde tiempos de Pedro el Grande, el descreimiento
había sido una característica muy típica de los ‘intelectuales’ rusos, pero
ahora varios pensadores volvieron, por caminos igual de variados, al seno de la Iglesia. Algunos
fueron ex-marxistas, así como Sergio Bulgakov (1871-1944) (que más tarde fue
ordenado sacerdote) y Nicolás Berdyaev (1874-1948); ambos más adelante tomarían
parte plena en la vida de los emigrados rusos en París.
Al contemplar las vidas de Tikhon y de Serafín, de los startsy de
Óptino y de Juan de Kronstadt, además de la obra misionera y teológica que se
realizó en la Rusia
del siglo XIX, conviene notar lo injusto que sería considerar el período
sinódico simplemente como una época de deterioro. Uno de los más ilustres historiadores
de la Iglesia
rusa, el Profesor Kartashev (1875-1960), afirma, y con razón:
La sujeción fue ennoblecida desde dentro por la
humildad cristiana... La
Iglesia rusa sufría bajo la onerosa carga que le impuso el
régimen, mas pudo superarla desde sus fuerzas internas. Acrecentó, se ensanchó,
y floreció de muchas formas. Por lo cual, el período del Santo Sínodo podría
designarse como el período más brillante y destacado de la historia de la Iglesia rusa.
El 15 de agosto de 1917, seis meses tras la abdicación del Emperador
Nicolás II, mientras seguía ejerciendo el poder el Gobierno Provisional, se
reunió en Moscú un Concilio Eclesiástico de toda Rusia, que no se disolvió
hasta septiembre del año siguiente. Más de la mitad de los delegados eran laicos - los obispos y clérigos
presentes fueron unos 250, los laicos unos 314 - pero (con arreglo a las
estipulaciones del derecho canónico) la decisión definitiva en los asuntos
específicamente religiosos fue reservada exclusivamente a los obispos. El
concilio aprobó un amplio programa de reformas, de las que la principal fue
abolir el sistema de administración sinódico establecido por Pedro el Grande, para
restaurar el Patriarcado. La elección del Patriarca se celebró el 5 de
noviembre de 1917, día en el que fue elegido San Tikhon, Metropolita de Moscú
(1866-1925).
Los sucesos exteriores provocaron cierta sensación de urgencia dentro
de la sala conciliar. En las primeras sesiones llegó a oídos de los miembros
reunidos el estruendo de la artillería bolchevique bombardeando el Kremlin; dos
días antes de la elección del nuevo Patriarca, Lenin y sus compañeros se
apoderaron de la ciudad entera de Moscú. A la Iglesia apenas se le
concedió el tiempo de consolidar su labor reformadora. Antes de concluirse el
Concilio en el verano de 1918, los miembros recibieron la noticia,
horrorizados, del atroz asesinato de San Vladimir, Metropolita de Kiev, a manos
de los bolcheviques. Significó que la persecución quedaba inaugurada.
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