LA IGLESIA ORTODOXA. KALLISTOS WARE. SEGUNDA PARTE: FE Y CULTO. CAPÍTULO 11 DIOS Y LA HUMANIDAD




Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).
Compartimos en esta entrada la SEGUNDA PARTE: FE Y CULTO. CAPÍTULO 11. DIOS Y LA HUMANIDAD de la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia Ortodoxa. En este capítulo se consideran los siguientes temas:

  • Dios y la Humanidad
  • Dios en la Trinidad
  • La Persona Humana: Nuestra Creación, Nuestra Vocación, Nuestro Malogro
  • Jesucristo
  • El Espíritu Santo
  • Participantes de la Naturaleza Divina

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).
Jacobo Rave

Fuente: 
La Iglesia Ortodoxa. Kallistos Ware. 
P. 188-215

CAPÍTULO 11 

DIOS Y LA HUMANIDAD

 

En Su amor ilimitado, Dios se hizo lo que nosotros somos para que nosotros pudiéramos hacernos lo que es Él.

San Irineo (fallecido en 202)

 DIOS EN LA TRINIDAD

 Nuestro programa social, dice el pensador ruso Feodorov, es el dogma de la Trinidad. Los ortodoxos creen sobrada y apasionadamente que la doctrina de la Santa Trinidad no es un mero tema de teología abstracta, reservado exclusivamente para los sabios instruidos, sino que representa una importancia viva y práctica para todo cristiano. La persona humana, según nos enseña la Biblia, está creada a la imagen de Dios, y para los cristianos Dios significa la Trinidad: por lo tanto, solamente a la luz del dogma de la Trinidad podremos entender quiénes somos y qué es lo que quiere Dios que seamos. Nuestras vidas privadas, nuestras relaciones personales, y todos los planes que proyectamos para crear una sociedad cristiana dependen de la doctrina correcta de la Trinidad. ‘Hay que elegir entre la Trinidad y el Infierno: no hay otro recurso.’[1] Según lo expresa un escritor anglicano, ‘Se resume en esta doctrina todo un nuevo modo de pensar acerca de Dios, de la que se apoderaron los pescadores cuando salieron a convertir el mundo greco-romano. Revolución salvífica en el pensamiento humano.’[2]

 Los constituyentes básicos de la doctrina ortodoxa de Dios ya se han indicado en la primera parte de este libro, así que ahora solamente pensamos resumirlos con brevedad:

 (1) Dios es absolutamente trascendente. ‘No existe ni una sola cosa de todo lo creado que goce, ni jamás gozará, de la más mínima comunión con la naturaleza suprema, ni de proximidad a ella.’[3] La Ortodoxia salvaguarda esta trascendencia absoluta mediante la aplicación enfática de ‘la vía de la negación’, de la teología ‘apofática’. A la teología positiva o ‘catafática’ - ‘la vía de la afirmación’ - siempre hay que ponerle contrapeso correctivo empleando locuciones negativas. Nuestras afirmaciones acerca de Dios - que Él es bondadoso, sabio, justo, etcétera - son ciertos en su medida, pero no son suficientes para describir adecuadamente la naturaleza interior de la divinidad. Estas afirmaciones, dice Juan Damasceno, revelan ‘no la naturaleza sino las cosas que existen en torno a la naturaleza.’ ‘El hecho de que Dios existe está claro; pero qué es Él en su esencia y naturaleza, eso queda completamente alejado de nuestros conocimientos y entendimientos.’[4]

 

(2) Aun siendo absolutamente trascendente, Dios no está escindido del mundo que Él ha creado. Dios está por encima y más allá de Su creación, pero reside también dentro de ella. Según viene expresado en un rezo ortodoxo de uso muy corriente, Dios está ‘presente en todas partes y llena todo’. En la Ortodoxia, pues, se distingue entre la esencia y las energías de Dios, y así se salvaguarda tanto la trascendencia como la inmanencia divina: la esencia de Dios permanece inaccesible, pero Sus energías descienden sobre nosotros. Las energías de Dios, que son el mismo Dios, impregnan toda Su creación, y nosotros las experimentamos en forma de la gracia deificadora y la luz divina. Nuestro Dios, ciertamente, es un Dios que Se esconde, pero es a la vez un Dios que actúa - el Dios de la Historia, que interviene directamente en las situaciones concretas.

 (3) Dios es personal, es decir, Trinitario. Este Dios que actúa no es solamente Dios de energías, sino que es Dios personal. Cuando los seres humanos participan en las energías divinas, no es que se sientan abrumados por un poder vago y anónimo, sino que se encuentran con una persona, cara a cara. Y es más: Dios no es una sola persona, contenido en los confines de Su propio ser, sino una Trinidad de tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de los que cuales cada uno ‘mora’ en los otros dos, en virtud de un movimiento continuo de amor. Dios no es solamente unidad, sino también unión.

 (4) Nuestro Dios es un Dios Encarnado. Dios ha descendido a la humanidad, no sólo a través de Sus energías, sino también en Su propia persona. La Segunda Persona de la Trinidad, ‘Dios verdadero de Dios Verdadero’, se hizo humano: ‘El Verbo se hizo carne y habitó con nosotros’ (San Juan 1: 14). No puede haber unión más estrecha que ésta entre Dios y Su creación. Dios mismo se hizo una de Sus criaturas.[5]

 A los que se hayan formado en otras tradiciones a veces les cuesta trabajo aceptar el énfasis que ponen los ortodoxos en la teología apofática y en la distinción entre la esencia y las energías; separando estos dos puntos, la doctrina de los ortodoxos acerca de Dios concuerda con la de la gran mayoría de los que se llaman cristianos: los no-calcedonianos y los luteranos, los adherentes a la Iglesia del Este y los católicos romanos, calvinistas, anglicanos y ortodoxos: todos iguales reverencian a un solo Dios en Tres Personas, y confiesan a Cristo como Hijo Encarnado de Dios.[6]

 Sin embargo, se nos presenta un punto de la doctrina de Dios en Trinidad en la que parecen diferir los de oriente y occidente: el Filioque. Ya hemos visto qué papel más decisivo jugó este vocablo solitario en la desdichada fragmentación de la cristiandad. Mas dado que el Filioque tiene importancia histórica, ¿qué importancia se le puede atribuir desde una perspectiva teológica? Son muchos - inclusive cantidad importante de ortodoxos - los que hoy en día piensan que es una disputa de índole técnica y oscura, y están dispuestos a descartarlo por considerarlo desatinado. Desde el punto de vista de la teología ortodoxa tradicional, no se puede replicar más que de una manera: técnico y oscuro sí que lo es, sin lugar a dudas, como casi todas las cuestiones de la teología trinitaria; pero no es de ningún modo desatinado. Puesto que la creencia en la Trinidad reside en el corazón de la fe cristiana, una pequeña diferencia de la teología Trinitaria puede repercutir en todos los aspectos de la vida y el pensamiento cristianos. Procuremos, pues, profundizar más en el grano de la polémica sobre el Filioque.

 Una esencia en tres personas. Dios es uno y Dios es trino: la Santa Trinidad es un misterio de unidad en la diversidad, y de diversidad en la unidad. Padre, Hijo y Espíritu son ‘uno en esencia’ (homoousios), pero cada uno se diferencia de los otros dos por características personales. ‘Lo divino es indiviso en sus divisiones,[7] porque las personas son ‘unidas sin ser confundidas, distintas sin ser divididas’;[8] ‘tanto la distinción como la unión, parecen paradójicas’.[9]

 La característica distintiva de la primera persona de la Trinidad es su Paternidad: Él es no engendrado, se origina a Sí mismo, proviene de Sí mismo, y no de alguna otra persona. La característica distintiva de la segunda persona es la Filiación: aunque es igual al Padre y coeterno con Él, fue engendrado, no prescinde de fuente y origen, sino que se origina en el Padre y brota de Él, es engendrado por Él y nace de Él desde toda la eternidad - ‘antes de todos los siglos’, como dice el Credo. La característica de la tercera persona es la Procesión: al igual que el Hijo, se origina en el Padre y brota de Él; pero tiene relación con el Padre distinta a la del Hijo, porque Él no es engendrado desde toda la eternidad sino que procede del Padre.

 En este punto, precisamente, es donde parece haber un desacuerdo entre el enfoque occidental de la Trinidad y el oriental. Según la teología católica romana - como la expresan por ejemplo San Agustín de Hippo (360-430) o el Concilio de Florencia (1438-9) - el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo (Filioque). Esta doctrina se conoce como la de la ‘Doble Procesión’ del Espíritu. Ahora bien, de vez en cuando los Padres Griegos están dispuestos a afirmar que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo - lenguaje que hallamos particularmente en la obra de San Gregorio de Nyssa - o que procede del Padre y reposa en el Hijo; pero los cristianos de oriente se negaron casi siempre a decir que el Espíritu procede del Hijo.

 Pero ¿qué querrá decir el término ‘procede’? Como no se entienda esto con propiedad, nada será entendido. La Iglesia cree que Cristo experimentó dos nacimientos, el uno eterno, el otro en una fecha histórica particular: nació del Padre ‘antes de todos los siglos’, y nació de la Virgen María en tiempos de Herodes, rey de Judea, y de Augusto, Emperador de Roma. Es menester distinguir, asimismo, entre la procesión eterna del Espíritu Santo, y la misión temporal, cuando el Espíritu fue enviado al mundo: el uno atañe a las relaciones que existen desde toda la eternidad dentro de la Divinidad, el otro concierne la relación de Dios con su creación. Por ende que cuando se dice en occidente que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, y cuando dicen los ortodoxos que procede solamente del Padre, ambos partidos se refieren no a las acciones externas de la Trinidad con relación a la creación, sino que a determinadas relaciones eternas dentro de la Divinidad - relaciones que existían antes jamás de que existiera el mundo. Pero los ortodoxos, si bien difieren con los de occidente en lo de la eterna procesión del Espíritu, están de acuerdo con ellos en que, cuando de la misión del Espíritu al mundo se trata, es enviado por el Hijo, y es efectivamente ‘el Espíritu del Hijo’.

 La postura ortodoxa deriva de San Juan 15:26, donde dice Cristo: ‘Cuando venga el Consolador, que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre - Él testificará de mí.’ Cristo envía el Espíritu, pero el Espíritu procede del Padre: así es la enseñanza de la Biblia, y así es la creencia de los ortodoxos. Lo que no enseñan los ortodoxos, y lo que no viene dicho explícitamente en la Biblia, es que el Espíritu proceda del Hijo.

 Procesión eterna del Padre y del Hijo: esa es la postura occidental. Procesión eterna del Espíritu del Padre solamente, y misión temporal del Hijo: esa fue la postura que sostuvo San Fotio contra occidente. Pero los escritores bizantinos de los siglos XIII y XIV - de los que destacamos a Gregorio de Chipre, Patriarca de Constantinopla de 1283 a 1289, y Gregorio Palamás - ampliaron los temas tratados por Fotio, con motivo de cerrar la brecha que separaba oriente de occidente. Estuvieron dispuestos a admitir no sólo la misión temporal sino una manifestación eterna del Espíritu Santo por el Hijo. Si bien Fotio habló nada más de una relación temporal entre el Hijo y el Espíritu, ellos admitieron una relación eterna. Sin embargo, en cuanto a lo esencial del tema los dos Gregorios concordaban con Fotio: el Espíritu es manifestado por el Hijo, pero no procede del Hijo. El Espíritu deriva Su ser eterno, Su identidad personal, no del Hijo sino del Padre únicamente. El Padre es única fuente, origen y causa de la Divinidad.

 Esbozamos, pues, las posturas que adoptaron sendos partidos. Examinemos ahora las objeciones que opusieron los ortodoxos a la doctrina occidental de la Doble Procesión. Entre los ortodoxos de la actualidad, se suele abordar el tema de dos modos un poco distintos. Los ‘halcones’, es decir los que adoptan actitudes más estrictas sobre el tema del Filioque, siguen el surco de Fotio y de Marco de Éfeso al considerar la doctrina de la Doble Procesión como herejía que tergiversa de modo fatal la doctrina occidental de Dios como Trinidad. Vladimir Lossky, exponente principal de esta actitud más estricta en nuestros tiempos, se explaya todavía más que esto, al argüir que el desequilibrio en la doctrina occidental de la Trinidad produce otro desequilibrio en la doctrina de la Iglesia; a su modo de ver, el Filioque está estrechamente vinculado con la insistencia de los católicos romanos en los derechos papales. Sin embargo, entre los teólogos ortodoxos modernos se hallan también ‘palomas’ que abogan por abordar el problema con mayor indulgencia. Deploran la intercalación del Filioque en el texto del Credo, por haber sido decisión unilateral de los occidentales, pero no piensan que la doctrina latina de la Doble Procesión sea herética en sí. Según el argumento de ellos, la doctrina es algo confusa en la forma en la que viene expresada, y es capaz de extraviar a los demás, pero sí se puede interpretar de manera ortodoxa; por lo tanto, se puede aceptar como theologoumenon, como opinión teológica, pero no como dogma.

 Según el grupo más estricto de pensadores ortodoxos, el Filioque nos arrastra o bien al diteismo o al semi-sabelianismo.[10] Si tanto el Hijo como el Padre son una arche, principio o fuente de la Divinidad, se preguntan los del grupo más estricto ¿no será que en la Trinidad existen dos fuentes independientes, dos principios separados y aparte? Está claro que no puede ser así la opinión latina, ya que equivaldría a la creencia en dos Dioses, cosa que no propuso jamás cristiano alguno, ni de occidente ni de oriente. Total que incluso los del Concilio de Florencia, siguiéndole a Agustín, precisaron con mucha atención que el Espíritu procede del Padre y del Hijo tamquam ab uno principio, ‘como si de un solo principio’.

 Sin embargo, según la opinión del grupo ortodoxo más estricto, al intentar eludir de este modo el cargo del diteismo, los occidentales incurren en otras objeciones igual de graves. Al esquivar una herejía, los occidentales se desvían y caen en otra- evitan el diteismo, pero se funden y confunden las personas del Padre y del Hijo. Los teólogos ortodoxos sostienen la ‘monarquía' del Padre dentro de la Trinidad: solamente Él es el arche, fuente y origen de la existencia dentro de la Divinidad. Pero en la teología occidental se le asigna esta característica, distintiva del Padre, al Hijo también, fundiendo así a dos personas en una: y ¿qué es eso, si no ‘Sabelio renacido, o mejor dicho un monstruo semi-sabeliano', según lo expresa San Fotio?[11]

 Examinemos más de cerca el cargo del semi-sabelianismo. Según les parece a muchos ortodoxos, en la teología trinitaria, la doctrina de la Doble Procesión perjudica el equilibrio interno que debe haber entre las tres personas distintivas y la esencia que comparten. ¿Qué es lo que aúna a la Trinidad? Los capadocios, sucedidos por los teólogos ortodoxos posteriores, replican que no hay más que un Dios porque no hay más que un Padre. Las otras dos personas se originan en el Padre y se definen por su relación con Él. Como fuente única del ser dentro de la Trinidad, el Padre viene a constituir el principio y el fondo de la unidad de la Divinidad entera. Pero una vez que en occidente se le considere al Hijo como fuente del Espíritu, al igual que el Padre, el principio de la unidad se ubicará ya no en la persona del Padre, sino en la esencia compartida por las tres personas. De modo que, según lo perciben muchos ortodoxos, las personas llegan a ser eclipsadas en la teología latina por la esencia o substancia común.

 Ahora, según los del grupo ortodoxo estricto, esto lleva a que se despersonalice la doctrina latina de la divinidad. Se Le concibe a Dios no en términos concretos o personales sino que como una esencia en la que se diferencian varias relaciones. Aquel estilo de pensar acerca de Dios alcanza su pleno desarrollo en la obra de Santo Tomás de Aquino, quien llega incluso a identificar a las personas con las relaciones: personae sunt ipsae relationes.[12] A muchos pensadores ortodoxos, esto les parece una concepción muy menguada de lo que es la personalidad. Las relaciones, dirían ellos, no son las personas, sino que las características personales del Padre, Hijo y Espíritu Santo; y (según lo expresa Gregorio Palamás) ‘las características personales no constituyen a la persona, sino que la caracterizan.’[13] Si bien las relaciones designan a las personas, de ninguna manera dejan exhausto el misterio de cada una.

 Al enfatizar tanto la esencia a costa de las personas, poco falta para que la teología escolástica latina convierta a Dios en idea abstracta. Se Le convierte en ser impersonal y remoto, cuya existencia hay que probarla a fuerza de argumentaciones metafísicas - el Dios de los filósofos, más que el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob. En la Ortodoxia, sin embargo, no se han molestado los teólogos por buscar pruebas filosóficas de la existencia de Dios: lo importante no es que entablemos debates sobre la divinidad, sino que tengamos un encuentro en vivo y en directo con un Dios concreto y personal.

 He aquí, entonces, algunos de los motivos por los que los ortodoxos consideran peligroso y herético al Filioque. El Filioquismo confunde a las personas, y destroza el buen equilibrio entre la unidad y la diversidad de la Divinidad. Se insiste demasiado en la unidad de la divinidad a costa de Su tripartición; se Le concibe a Dios en términos de esencia abstracta, en demasía, y no en términos de personalidad específica.

 Y es más, el grupo de ortodoxos más estrictos piensan que como consecuencia del Filioque, el Espíritu Santo en el pensamiento occidental ha sido subordinado al Hijo - cuando no en la teoría, en la práctica sí. En occidente no se le presta atención suficiente al trabajo del Espíritu en el mundo, en la Iglesia, y en la vida cotidiana de cada persona.

 Los comentaristas ortodoxos también arguyen que estas dos consecuencias del Filioque - la subordinación del Espíritu Santo, y una insistencia excesiva en la unidad de Dios - contribuyeron al desvío de la doctrina católica romana de la Iglesia. Al no atender lo suficiente el papel del Espíritu, en occidente se realzó demasiado a la Iglesia como institución de este mundo, gobernada en términos de poder y jurisdicción terrestres. Y al igual que en la doctrina occidental de Dios se enfatizó la unidad a costa de la diversidad, en la concepción occidental de la Iglesia asimismo predomina la unidad sobre la diversidad, por lo que se produce una centralización excesiva y se insiste demasiado en la autoridad papal.

 Hemos esbozado, pues, las actitudes de los ‘halcones’ ortodoxos. Pero existen también ‘palomas’ ortodoxas que tienen ciertas reservas acerca de esta crítica del Filioque. En primer lugar, los lazos tan estrechos que se han detectado entre la doctrina de la Doble Procesión y la doctrina de la Iglesia se han trazado solamente en este siglo. Los escritores anti-latinos del período bizantino no afirman ninguna conexión entre las dos cosas. Si existe ligazón tan íntegra y evidente entre el Filioque y los derechos papales, ¿cómo es que tardaron tanto en reconocerlo los ortodoxos?

 En segundo lugar, no es válido aseverar de manera absoluta y terminante que el principio de la unidad divina para los ortodoxos es personal y para los católicos romanos no; tanto los del occidente latino como los del oriente griego sostienen la doctrina de la ‘monarquía’ del Padre. Es algo complicado. Al afirmar que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, Agustín calificó la afirmación con mucho cuidado, insistiendo que si bien el Espíritu procede del Hijo, no lo hace de la misma manera de la que procede del Padre. Son dos modos de procedencia, distintos. El Espíritu procede del Padre principaliter, ‘principalmente’ o ‘principialmente’, dice Agustín; en cambio, procede del Hijo solamente per donum patris, ‘por don del Padre’. Es decir que la procedencia del Espíritu del Hijo es específicamente algo que el mismo Padre Le confiere a Su Hijo. Así como el Hijo recibe todos Sus dones por donación del Padre, también es el Padre el que Le dona del poder de ‘espirar’ o ‘exhalar’ el Espíritu.

 De manera que tanto para Agustín como para los capadocios el Padre sigue siendo ‘manantial de la divinidad’, única fuente y origen fundamental dentro de la Trinidad. En conclusión la enseñanza agustina de que el Espíritu procede del Padre y del Hijo - calificado de modo tal que procede del Hijo no ‘principialmente’ sino ‘por don del Padre’ - no difiere tanto de la opinión de Gregorio de Nyssa, en la que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo. Cuando el Concilio de Florencia respaldó la doctrina agustina de la Doble Procedencia, recalcó reiterada y explícitamente que la espiración del Espíritu es conferida al Hijo por Dios Padre. El contraste, pues, entre la teología ortodoxa y la romana en cuanto a la ‘monarquía’ del Padre no es tan escueto como lo puede parecer a primera vista.

 En tercer lugar, no se debe insistir demasiado en la afirmación que los occidentales despersonalizaron a la Trinidad, y que resaltaron excesivamente la unidad esencial a costa de la diversidad de personas. Sin lugar a dudas, como consecuencia del escolasticismo decadente que vino a prevalecer en el medioevo postrero y en los siglos más recientes, los hay en occidente quienes tratan la Trinidad de manera abstracta y esquemática. Cabe también admitir que en la época patrística primitiva se destaca una tendencia general entre los latinos occidentales de partir de la unidad de la esencia divina y, de ahí, desenvolverse hacia la trinidad de las personas, a diferencia de los griegos orientales quienes despliegan sus argumentos en sentido contrario, desde la trinidad de las personas hacia la unidad esencial. Mas estamos hablando a nivel de tendencias generales, y no de perspectivas diametralmente opuestas e irreconciliables, ni tampoco de herejías específicas. Si de extremar se trata, el enfoque occidental lleva al modalismo y al Sabelianismo, lo mismo que el enfoque oriental nos arrastra al triteismo, es decir a la noción de ‘tres dioses’. Sin embargo, los pensadores más destacados y representativos, tanto de oriente como de occidente, no extremaron sus posturas. Seria falso alegar que Agustín descuida el carácter personal de la Trinidad, por mucho que vacile en aplicar el vocablo persona a Dios; sin lugar a dudas, hubo teólogos en el occidente medieval, así como Ricardo de St. Victor (fallecido en 1173), quienes afirmaron una doctrina ‘social’ de la Trinidad, elaborada en términos del amor personal y recíproco.

 Por todas estas razones, existe hoy día una escuela de teólogos ortodoxos quienes creen que la divergencia entre oriente y occidente acerca del Filioque, por muy importante que sea, no es tan fundamental como lo mantienen Lossky y sus discípulos de él. El concepto católico romano de la persona y de la obra del Espíritu Santo, según las conclusiones de este segundo grupo de teólogos ortodoxos, no difiere básicamente del de los cristianos orientales. De ahí que se da la esperanza de que, mediante los diálogos actuales entre ortodoxos y católicos romanos, se llegará por fin a un acuerdo sobre este tema tan espinoso.

 

LA PERSONA HUMANA

NUESTRA CREACIÓN, NUESTRA VOCACIÓN, NUESTRO MALOGRO

 

‘Nos has hecho para Tí, y nuestros corazones permanecen inquietos hasta que no reposen en Tí.’[14] Los seres humanos fueron creados como compañeros de Dios; esa es la afirmación básica y primaria de la doctrina cristiana de la persona humana. Pero los humanos, creados compañeros de Dios, en todas partes rechazan aquella compañía; he aquí el segundo fenómeno que tiene en cuenta toda la antropología cristiana. Los humanos fueron creados compañeros de Dios: según lo expresa la Iglesia, Dios creó a Adán a Su imagen y semejanza y le puso en el Paraíso.[15] Los humanos en todas partes rechazan aquella compañía: según lo expresa la Iglesia, Adán cayó, y su caída - su ‘pecado original'- afectó a toda la humanidad.

 La Creación de la Persona Humana. ‘Después dijo Dios, ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra propia semejanza...’ (Génesis 1:26). Dios emplea el plural cuando habla: ‘Hagamos al hombre.' La creación de la persona humana, según afirman los Padres Griegos reiteradamente, fue un acto de todas las tres personas de la Trinidad a la vez, por lo cual la imagen y semejanza de Dios debe siempre entenderse como imagen y semejanza Trinitaria: punto de importancia esencial.

 Imagen y semejanza. Según la mayoría de los Padres Griegos, los términos imagen y semejanza no significan exactamente lo mismo. ‘La expresión según la imagen’ escribe Juan Damasceno, ‘significa libertad y racionalidad, y la expresión según la semejanza significa asimilarse a Dios a través de la virtud.’[16] La imagen, en griego el ikon, de Dios se refiere a nuestro albedrío humano, nuestra razón, nuestro sentido de responsabilidad moral - en suma, abarca todo lo que nos distingue de la creación animal y hace que cada uno de nosotros sea una persona. Pero la imagen significa también más. Quiere decir que somos progenie de Dios, ‘de su linaje’ (Hechos 17: 28), parientes Suyos; significa que entre Él y nosotros hay punto de contacto y similitud. El abismo que se extiende entre el Creador y las criaturas no es infranqueable, ya que al estar hechos a la imagen de Dios podemos conocer a Dios y entrar en comunión con Él. Y si nos aprovechamos de esta facultad de comunión con Dios, nos ‘asemejaremos’ a Dios, obtendremos semejanza divina; según lo expresa Juan Damasceno, ‘nos asimilaremos a Dios a través de la virtud.’ Obtener la semejanza es ser deificado, convertirse en un ‘segundo dios’, un ‘dios por fuerza de la gracia’. ‘Yo dije, “Dioses sois, todos vosotros, hijos del Altísimo.” (Salmos 31: 6).

 La imagen denota los poderes de los que Dios nos ha dotado a cada uno, desde el primer momento de nuestra existencia; en cambio, la semejanza no es un don poseído desde el principio, sino una meta a la que debemos apuntar, cosa que solamente se puede ir adquiriendo de modo gradual. Por muy pecaminosos que seamos, nunca perdemos la imagen; pero la semejanza depende de nuestra voluntad moral, de nuestra ‘virtud’, y por lo tanto es destrozada por el pecado.

 Por ende los seres humanos, recién creados, eran perfectos, más bien en el sentido potencial que actual. Dotados de la imagen ya desde el principio, fueron llamados a adquirir la semejanza por sus propios esfuerzos (asistidos, claro está, por la gracia de Dios). Adán originó en estado de inocencia y sencillez. ‘Era niño, al no haberse perfeccionado todavía su entendimiento,’ escribe Irineo. ‘Fue necesario que creciese y así alcanzase su perfección.’[17] Dios le orientó a Adán en la vía indicada, pero Adán tenía enfrente suyo todo un largo camino a recorrer antes de alcanzar su meta final.

 Esta imagen de Adán antes de la caída es algo distinta a la que propuso Agustín y que fue generalmente aceptada en occidente desde entonces. Según Agustín, los seres humanos en el Paraíso fueron dotados desde el principio con plena sabiduría y conocimiento: su perfección fue actual y no potencial. La concepción más dinámica expuesta por Irineo concuerda mejor con las teorías modernas de la evolución y no la concepción más estática de Agustín; pero es de notar que los dos hablaban en capacidad de teólogos, y no de científicos, por lo que en ninguno de los dos casos se puede decir que la veracidad de sus opiniones depende de tal o cual hipótesis científica.

 En occidente muchas veces se suele identificar la imagen de Dios con el alma humana o con el intelecto. Si bien muchos ortodoxos hicieron la misma identificación, otros dirían que puesto que la persona humana es una entidad sola e íntegra, la imagen de Dios incluye la persona entera, es decir cuerpo y alma. ‘Cuando se dice que Dios creó la humanidad a Su imagen y semejanza,’ escribe Miguel Choniates (fallecido c.1222), ‘el vocablo humanidad no se refiere ni al alma solamente ni al cuerpo solamente, sino a los dos juntos.’[18] El hecho de que los seres humanos tenemos cuerpo, argüía Gregorio Palamás, no nos hace inferiores a los ángeles, sino todo lo contrario, nos hace superiores. Cierto es que los ángeles son espíritu ‘puro’, mientras que la naturaleza humana es ‘una mezcla’ - de lo material con lo intelectual; pero eso quiere decir que nuestra naturaleza humana es más completa que la angélica, y que viene dotada de mayor riqueza de potencialidades. La persona humana es un microcosmos, puente y punto de encuentro de toda la creación de Dios.

 El pensamiento religioso ortodoxo pone sumo énfasis en la imagen de Dios dentro de la persona humana. Cada uno de nosotros es ‘teología viviente’ y porque somos icono de Dios, hallaremos a Dios mirando en nuestros propios corazones, ‘volviéndonos dentro de nosotros mismos': ‘El reino de Dios está dentro de vosotros' (Lucas 17: 21). ‘Conoceros a vosotros mismos,’ dijo San Antonio de Egipto. ‘... El que se conoce a sí mismo, conoce a Dios.’[19] ‘Si eres puro,’ escribió San Isaac el Sirio (postrimerías del siglo VII), ‘el cielo está dentro de tí; verás dentro de tí a los ángeles y al Señor de los ángeles.’[20] Y se dice de San Pacomio: ‘En la pureza de su corazón discernió al Dios invisible como en un espejo.’[21]

 Siendo icono de Dios, todo miembro de la raza humana, bien sea mujer u hombre, e inclusive el más pecaminoso, tiene valor infinito ante Dios. ‘Cuando ves a tu hermano o tu hermana,' dijo Clemente de Alejandría, ‘ves a Dios.’[22] Evagrio enseñaba: ‘Después de Dios, debemos estimar a todos como a Dios mismo.’[23] El respeto a todo ser humano se manifiesta de modo observable en el culto ortodoxo, en el momento en que el sacerdote inciensa no sólo los iconos sino también los fieles congregados, saludando así la imagen de Dios en cada persona. ‘El mejor icono de Dios es la persona humana.’[24]

 

La gracia y el albedrío. Como ya vimos, el hecho de que la persona humana esté creada a la imagen de Dios significa entre otras cosas que tenemos libre albedrío. Dios quiere que seamos hijas e hijos, no esclavos. La Iglesia Ortodoxa rechaza toda doctrina de la gracia que parezca infringir el albedrío humano. Para describir la relación que existe entre la gracia de Dios y el albedrío humano, los ortodoxos se sirven del término ‘colaboración’ o ‘sinergía’ (synergeia); según San Pablo: ‘Nosotros somos los colaboradores (synergoi) de Dios’ (I Corintios 3:9). Si queremos conseguir plena comunión con Dios, no podemos hacerlo sin la ayuda de Dios, pero debemos a la vez aportar nuestra contribución al trabajo común; aunque la obra de Dios tiene importancia inmensurablemente mayor a la nuestra. ‘La incorporación de los humanos en Cristo, y nuestra unión con Dios, requieren la colaboración de dos fuerzas desiguales pero igual de necesarias: la gracia divina y la voluntad humana.’[25] Ejemplo supremo de la sinergía fue la Madre de Dios.[26] Desde tiempos de Agustín y de la controversia pelagiana, en occidente se suele discutir todo el tema de la gracia y del albedrío en términos algo distintos; y muchos de los que se han criado en la tradición agustina - los calvinistas en particular -tienen ciertas sospechas acerca de la idea ortodoxa de la ‘sinergía'; ¿no será eso atribuir demasiada importancia al albedrío humano, y disminuir la importancia de Dios? Sin embargo, en realidad la enseñanza ortodoxa es bastante clara y sencilla. ‘He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa’ (Apocalipsis 3:20). Dios llama, pero espera a que nosotros le abramos la puerta - no la echa abajo para poder entrar. La gracia de Dios invita a todos, pero no fuerza a nadie. Según lo dice Juan Crisóstomo, ‘Dios nunca atrae a la gente por fuerza o violencia. Desea que todos sean salvados, pero no fuerza a ninguno.’[27] ‘Es de Dios otorgar Su gracia,’ dice San Cirilio de Jerusalén (fallecido en 386); ‘lo vuestro es aceptar esa gracia y guardarla bien.’[28] Pero no debemos imaginarnos que cuando una persona acepte y guarde la gracia de Dios, se gane el ‘mérito’. Los dones de Dios son siempre dones gratuitos, y nosotros los humanos no tenemos derecho a presentarle demandas a nuestro Creador. Pero si bien la salvación no la podemos ‘merecer’, debemos desde luego obrar por ella, eso sí, ya que ‘si la fe no tiene obras está muerta en sí misma’ (Carta de Santiago 2: 17).

 La caída: el pecado original. Dios le dio a Adán el albedrío - el poder de discernir entre el bien y el mal - de hecho que le tocaba a Adán o bien aceptar la vocación que tenía delante, o rechazarla. La rechazó. En vez de continuar por el camino que Dios le había señalado, se desvió y desobedeció a Dios. La caída de Adán consistió esencialmente en el acto de desobediencia a la voluntad de Dios; opuso su propia voluntad a la voluntad divina, de modo que por su propio acto se separó de Dios. Como consecuencia de esto, aparece una nueva modalidad de existencia en la tierra - la de la enfermedad y la muerte. Al apartarse de Dios, inmortalidad y vida, los humanos abrazan un estado de existencia que es contrario a la naturaleza, y esta condición antinatural les arrastra inevitablemente a la desintegración de su ser, gradualmente, acabando en la muerte física. Las secuelas de la desobediencia de Adán alcanzan a todos sus descendientes. Somos miembros los unos de los otros, San Pablo nos lo repite con persistencia, y cuando es afligido uno de los miembros sufre todo el cuerpo. En virtud de esta misteriosa unidad de la raza humana, no sólo Adán sino la humanidad entera fue sometida a la mortalidad. Y no creamos que la desintegración que procede de la caída fue solamente física. Escindidos de Dios, Adán y sus descendientes pasan bajo el dominio del pecado y del demonio. Cada ser humano nuevo que nazca entra en un mundo donde prevalece el pecado en todas partes, un mundo donde es fácil hacer el mal y difícil hacer el bien. Nuestra voluntad se ve debilitada y enervada por lo que los griegos designan ‘el deseo’ y los latinos ‘la concupiscencia’. Son fuerzas a las que todos estamos sujetos, los efectos espirituales del pecado original.

 Hasta este punto existe el acuerdo, y un acuerdo bastante estrecho, entre la Ortodoxia, el Catolicismo Romano y el Protestantismo clásico; pero de aquí adelante, van divergiendo los de oriente y occidente. Los ortodoxos, al tener un concepto menos exaltado de lo que fue el estado humano antes de la caída, concibe asimismo de modo menos severo las secuelas de la caída. Adán cayó, no desde la excelsa altura del conocimiento y la perfección, sino de un estado de sencillez inmadura; por lo cual, no se le debe juzgar con severidad excesiva por haber errado. Cierto es que como consecuencia de la caída quedó tan oscurecida la mente humana, y tan perjudicada su voluntad, que los seres humanos ya no podían albergar esperanzas de acceder a la semejanza de Dios. Los ortodoxos, sin embargo, no mantienen que la caída les privó completamente a los humanos de la gracia de Dios, aunque sí dirían que tras la caída la gracia ejerce su influjo en los hombres desde fuera, y ya no desde dentro. Los ortodoxos no afirman, como lo afirmó Calvin, que tras la caída los humanos quedaron totalmente depravados e incapaces de tener buenos deseos. Les es imposible aceptar lo que dijo Agustín al escribir que los humanos se encuentran bajo la ‘dura necesidad’ de pecar, y que ‘la naturaleza humana fue rendida por el error en el que cayó, de hecho que vino a carecer de libertad.[29] La imagen de Dios es distorsionada por el pecado, pero nunca es destrozada; según la letra de un himno que cantan los ortodoxos en el Oficio de los Funerales: ‘Soy la imagen de Tu gloria indecible, aunque llevo las llagas del pecado.’ Y puesto que conservamos en nuestros adentros la imagen de Dios, conservamos asimismo el albedrío, aunque su alcance es restringido por el pecado. Incluso después de la caída, Dios ‘no les quita a los humanos el poder de la voluntad - voluntad de obedecer o de desobedecerlo a Él.’[30] Fieles a la idea de la sinergia, los ortodoxos repudian toda interpretación de la caída que excluya la libertad humana.

 La mayoría de los teólogos ortodoxos rechazan la idea de la ‘culpabilidad original’, propuesta por Agustín y todavía aceptada (aunque de forma mitigada) por la Iglesia Católica Romana. Los humanos (suelen enseñar los ortodoxos) heredan automáticamente la corrupción y la mortalidad de Adán, pero no su culpabilidad: solamente son culpables a medida que por su propio albedrío imiten a Adán. Antiguamente muchos cristianos de occidente creían que cualquier acto cometido por una persona en el estado caído, no redimido, estaba viciado de raíz por la culpabilidad original y no podría de ningún modo complacer a Dios: ‘Las obras cumplidas antes de la Justificación,’ proclama el decimotercero de los Treintainueve Artículos de la Iglesia Anglicana, ‘...no le complacen a Dios ... sino que comparten la naturaleza del pecado.’ Los ortodoxos no se podrían persuadir a decir cosa semejante. Los ortodoxos nunca mantuvieron (como lo hicieron Agustín y muchos otros de occidente) que a los niños sin bautizar, por estar manchados de la culpabilidad original, el Dios justo les consigna a las llamas eternas del infierno.1 La imagen ortodoxa de la humanidad caída es mucho menos sombría que la de los agustinos o los calvinistas.

 Mas aunque sostengan los ortodoxos que los humanos tras la caída todavía poseen su albedrío y siguen siendo capaces de actuar bien, sí que concuerdan con los de occidente en pensar que el pecado humano erige entre Dios y la humanidad una barrera, que la humanidad será siempre incapaz de derribar por sus propios esfuerzos. El pecado bloqueó la vía de unión con Dios. Como nosotros no teníamos acceso a Dios, Él vino a nosotros.

 

JESUCRISTO

 

La Encarnación fue un acto de la filantropía de Dios, es decir de Su tierno amor por la humanidad. Varios escritores de oriente, al enfocar a la Encarnación con esta perspectiva, han argüído que aun si jamás se hubiera producido la caída del hombre, Dios se hubiera hecho humano por Su amor a la humanidad: la Encarnación hay que entenderla como parte del propósito eterno de Dios, y no simplemente como una respuesta a la caída. Así fue la opinión propuesta por Máximo el Confesor y por Isaac el Sirio; así a la vez ha sido la opinión de varios escritores de occidente, de los que destacamos a Duns Scotus (1265-1308).

 Pero al haber caído la raza humana, además de ser un acto de amor,

 1. Cuando trata la caída, Santo Tomás de Aquino sigue en gran parte las enseñanzas de Agustín, conservando particularmente la idea de la culpabilidad original; más en cuanto a los infantes sin bautizar, mantiene que no son enviados al Infierno sino que al Limbo - opinión que ahora suele aceptarse por los teólogos católicos romanos en general. Según mis investigaciones, los escritores ortodoxos no hacen uso del concepto del Limbo.

 

Es de notar que de vez en cuando se hallan actitudes agustinas acerca de la caída en la literatura teológica ortodoxa; pero suele ser como consecuencia del influjo occidental. La Confesión Ortodoxa de Pedro de Moghila, por ejemplo, como era de esperar, evidencia fuertes tendencias agustinas; en cambio, la Confesión de Dositeo está libre de contenidos agustinos. la Encarnación fue un acto de salvación. Al aunar la humanidad y la divinidad en Su propia persona, Jesucristo abrió de nuevo la vía de unión con Dios. En Su propia persona, Jesucristo demostró cómo es la verdadera ‘semejanza de Dios’, y por medio de Su sacrificio redentor y vencedor, puso de nuevo a nuestro alcance aquella semejanza. Cristo, el segundo Adán, vino a la tierra y contrarrestó los efectos de la desobediencia del primer Adán.

 

Los constituyentes esenciales de la doctrina cristológica de los ortodoxos ya se esbozaron en el capítulo 2: Dios y hombre verdaderos, una persona en dos naturalezas, sin separación y sin confusión: una sola persona, más dotada de dos voluntades y de dos energías.

 Dios y hombre verdaderos; según lo expresa el Obispo Teofano el Recluso: ‘Detrás del velo de la carne de Cristo, los cristianos divisan a Dios trino y uno.’ Sus palabras nos hacen enfrentar el rasgo quizás más llamativo de la actitud ortodoxa para Cristo Encarnado: la sensibilidad, sobrecogedora, a Su divina gloria. Hubo dos episodios en la vida de Cristo cuando se manifestó esta Su gloria divina de manera especialmente impresionante: la Transfiguración, momento en el Monte Tabor en el que la luz increada de Su Divinidad brilló visiblemente a través de la carne que Le revestía; y la Resurrección, cuando la tumba reventó bajo la presión de la vida divina, y Cristo volvió triunfante de la muerte. En el culto y la espiritualidad ortodoxos, se les da una importancia trascendente a estos dos sucesos. En el calendario bizantino la Transfiguración se cuenta entre las Doce Grandes Fiestas, y goza de una preeminencia en el año litúrgico de la Iglesia mucho mayor a la que se le suele brindar en occidente; ya vimos, además, cuán céntrico es el lugar que ocupa la luz increada de Tabor en la doctrina ortodoxa de la oración mística. En cuanto a la Resurrección, la vida entera de la Iglesia Ortodoxa rebosa de su espíritu:

 A través de todas las vicisitudes de su historia, la Iglesia griega ha logrado conservar algo del espíritu mismo de la época primera del cristianismo. Su liturgia contiene todavía aquel elemento de pura alegría, infundida por la Resurrección del Señor, que hallamos tantas veces en los escritos cristianos primitivos.[31]

El motivo de la Resurrección de Cristo vincula todos los conceptos y realidades teológicos del cristianismo oriental y los une en conjunto armonioso.[32]

 Sin embargo, erraría mal quien pensara que la Ortodoxia no es más que el culto a la gloria divina de Cristo, a Su Transfiguración y Resurrección. Por muy intensa que sea la devoción de los ortodoxos a la divina gloria de nuestro Señor, permanecen igualmente sensibles a Su humanidad. Hágase notar, por ejemplo, el amor de los ortodoxos a la Tierra Santa: no existe forma de reverencia más viva que la de los creyentes ortodoxos más piadosos para con los lugares exactos donde Cristo Encarnado vivió como hombre, donde como hombre comió, enseñó, sufrió y murió. Tampoco es cierto que la sensibilidad a la alegría de la Resurrección lleve a que los ortodoxos subestimen la importancia de la Cruz. Las representaciones figurativas de la Crucifixión predominan igual en las iglesias ortodoxas que en las no-ortodoxas, e incluso la veneración a la Cruz es más elaborada en el culto bizantino que en el latino.

 Por lo tanto, es menester rechazar por equivocada la afirmación muy corriente de quienes alegan que la devoción de los cristianos orientales se concentra en Cristo Resucitado, y la de los occidentales en Cristo Crucificado. Si se quiere resaltar el contraste, sería más acertado decir que en oriente y en occidente se enfoca la Crucifixión de dos maneras un poco distintas. Donde mejor se observa la actitud ortodoxa hacia la Crucifixión es en los himnos que se cantan el día de Viernes Santo, como por ejemplo el siguiente:

 El que se arropa de luz como de un manto,

Desnudo estuvo en el juicio,

En Sus mejillas recibe cachetadas

De manos que Él mismo creó.

La multitud rebelde clavó a la Cruz

Al Señor de la gloria.

 El día de Viernes Santo, pues, la Iglesia Ortodoxa contempla no sólo el dolor y el sufrimiento humano de Cristo, sino el contraste entre Su humillación externa y Su gloria interna. Los ortodoxos ven no sólo a la humanidad atormentada de Cristo, sino a Dios atormentado:

 

Hoy es tendido en el árbol Aquél

Que tendió la tierra en medio de las aguas.

Una corona de espinas Le corona a Aquél

Que es el rey de los ángeles.

Se Le envuelve en púrpura burlesca a

Aquél Que envuelve en nubes a los cielos.

 

 A través del velo de la carne deshecha y sangrienta de Cristo, los ortodoxos vislumbran todavía el Dios Trino. Hasta Gólgota llega a ser medio de la teofanía; incluso el día de Viernes Santo se oye en la Iglesia el sonido alegre de la Resurrección:

 Alabamos Tu Pasión, O Cristo:

¡Muéstranos también Tu gloriosa Resurrección!

 Glorifico Tus sufrimientos,

Elogio Tu entierro y Tu Resurrección,

Gritando: ¡Señor, gloria a Tí!

 La Crucifixión no se separa de la Resurrección, porque ambos constituyen un solo acto íntegro. El Calvario siempre se contempla a la luz del sepulcro vacío; la Cruz es emblema de la victoria. Cuando los ortodoxos piensan en Cristo Crucificado, piensan no sólo en Su sufrimiento y aflicción; piensan también en Cristo Vencedor, Cristo Rey, reinando triunfante desde el Arbol:

 

El Señor vino al mundo y moró entre los hombres para que pudiera derrocar la tiranía del Demonio y libertar a los humanos. En el Arbol venció a las fuerzas que Le resistían, cuando el sol se oscureció y la tierra tembló, cuando los sepulcros se abrieron y los cuerpos de santos resucitaron. Por la muerte superó a la muerte, y aniquiló al que tenía el poder de la muerte.[33]

 

Cristo es nuestro rey vencedor, no a pesar de la Crucifixión, sino que gracias a ello: ‘Le llamo rey, porque Le veo Crucificado.[34]

Tal es el espíritu en que los cristianos ortodoxos interpretan la muerte de Cristo en la Cruz. Este modo de abordar la Crucifixión tiene, por supuesto, muchos puntos en común con el enfoque de los occidentales del medioevo y de postrimerías del medioevo; mas el enfoque occidental contiene también ciertos elementos que a los ortodoxos les provoca inquietud. En occidente, según lo ven ellos, se tiende a contemplar la Crucifixión en aislamiento, escindiéndola de manera excesivamente tajante de la Resurrección. Como consecuencia, sucede que la visión de Cristo como Dios atormentado viene a reemplazarse en la práctica por la imagen de la humanidad atormentada de Cristo: cuando el fiel occidental medita en la Cruz, con demasiada frecuencia se siente estimulado a compadecerse al nivel emocional con el Hombre de los Dolores, en vez de adorar al rey victorioso y triunfante. Los ortodoxos simpatizan bien con la forma de expresarse del gran himno latino de Venantius Fortunatus (530-609), el Pange lingua, que saluda a la Cruz como emblema de la victoria:

 

Proclama, lengua mía, la batalla gloriosa,

Proclama el fin de la lucha;

Ahora, sobre la Cruz, nuestro trofeo,

Que resuene el cántico del triunfo:

Anuncia como Cristo, redentor del mundo,

Venció el día que fue víctima.

 

Simpatizan, igualmente, con aquel otro himno de Fortunatus, Vexilla regis:

 

Se cumplen todas las profecías de David

En cantigas proféticas, auténticas y antiguas,

Entre las naciones, dijo, Dios

Ha reinado y triunfado desde el Arbol.

 

Sin embargo, los ortodoxos se sienten menos cómodos ante las composiciones del medioevo postrero, tales como el Stabat Mater:

 

Angustiada, por Su pueblo y su pecado,

Le ve languidecer victimizado,

Sangrar atormentado, sangrar y fallecer:

Ve del Señor el Ungido capturado,

Ve su Hijo en la muerte desolado;

Y oye Sus gemidos y Su grito al perecer.

 

Resulta significativo el hecho de que de los sesenta versos que componen al Stabat Mater, ni uno de ellos se refiere a la Resurrección. Los ortodoxos, por un lado, contemplan principalmente a Cristo Victorioso; los occidentales del medioevo y del pos-medioevo contemplan principalmente a Cristo Víctima. Los ortodoxos interpretan la Crucifixión principalmente como acto victorioso y triunfante sobre los poderes del mal, ¿en occidente - sobre todo desde tiempos de Anselmo de Cantórbery (?1033-1109) - en cambio, se suele enfocar a la Cruz en términos penales y jurídicos, como acto de reparación o sustitución destinado a propiciar la ira de un Padre indignado.

 A pesar de todo, no se debe insistir excesivamente en los contrastes que se acaban de trazar. Los escritores de oriente, tanto como los de occidente, también emplearon terminología penal y jurídica al hablar de la Crucifixión; y los escritores de occidente, tanto como los de oriente, nunca cesaron de interpretar a los sucesos del Viernes Santo como momentos victoriosos. En occidente, a partir de la década de los 1930, se ha visto avivarse la noción patrística de Christus Victor, tanto en la teología como en la espiritualidad y el arte; y los ortodoxos, se sienten muy contentos de que las cosas sigan así.

 

EL ESPÍRITU SANTO

 

La actividad entre los humanos y la segunda y tercera personas de la Trinidad es complementaria y recíproca. La obra redentora de Cristo es inseparable de la obra santificadora del Espíritu Santo. El Verbo se encarnó, dice Atanasio, para que nosotros pudiésemos recibir el Espíritu:[35] desde esa perspectiva, el pleno ‘objetivo’ de la Encarnación fué la misión del Espíritu el día de Pentecostés.

 La Iglesia Ortodoxa reconoce desde siempre la fuerte importancia de la obra del Espíritu Santo. Como ya comprobamos, uno de los motivos por los que los ortodoxos se opusieron al Filioque es que les parecía tener tendencia a subordinar y menospreciar el Espíritu. San Serafín de Sarov resume brevemente el propósito de la vida cristiana como ni más ni menos que la adquisición del Espíritu Santo, cuando le dice a Motovilov al iniciar la conversación con él:

 

La oración, el ayuno, las vigilias, y todas las demás prácticas cristianas, por muy beneficiosas que sean de por sí, desde luego no constituyen la meta de la vida cristiana: son simplemente los medios imprescindibles por los que se consigue aquella meta. Porque la auténtica meta de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo de Dios. En cuanto a los ayunos, las vigilias, la oración, las limosnas y los demás buenos actos cometidos en nombre de Cristo constituyen tan sólo los medios de adquisición del Espíritu Santo de Dios. Fíjate bien que solamente los buenos actos hechos a nombre de Cristo producen los frutos del Espíritu.

 Según el comentario de Vladimir Lossky, ‘Esa definición, por muy simplificada que parezca a primera vista, resume toda la tradición espiritual de la Iglesia Ortodoxa.’[36] Como dijo Teodoro, discípulo de San Pacomio: ‘¿Qué cosa más grande existe que la posesión del Espíritu Santo?’[37]

 En el próximo capitulo observaremos la plaza que ocupa el Espíritu en la doctrina ortodoxa de la Iglesia; y en capítulos posteriores se comentará el rol del Espíritu Santo en el culto ortodoxo. En todos los actos sacramentales de la Iglesia, y sobre todo en el punto álgido de la Oración Eucarística, es invocado el Espíritu Santo con gran solemnidad. En sus oraciones privadas al comienzo de cada día, el cristiano ortodoxo se encomienda a la protección del Espíritu al pronunciar el siguiente rezo:

 

O Rey celestial, Consolador, Espíritu de la Verdad, que estás presente en todas partes y llenas todo, tesorería de bendiciones y vivificador, ven y mora en nosotros. Límpianos de toda impureza, y, bondadoso, salva nuestras almas.[38]

 

‘PARTICIPANTES DE LA NATURALEZA DIVINA’

 La meta de la vida cristiana, descrita por San Serafín como la adquisición del Espíritu Santo de Dios, se puede definir igual de acertadamente en términos de la deificación. Basilio describe a la persona humana como una criatura que recibe la orden de hacerse dios; y Atanasio, como ya lo sabemos, dijo que Dios se hizo humano para que nosotros los humanos nos pudiéramos hacer Dios. ‘En Mi reino, dijo Cristo, yo seré Dios en compañía de vosotros, también dioses.’[39] A tal meta, según la enseñanza de la Iglesia Ortodoxa, debe apuntar todo cristiano: hacerse dios, conseguir la theosis, la ‘deificación’ o la ‘divinización’. Para los ortodoxos, nuestra salvación y redención suponen nuestra deificación.

 La doctrina de la deificación reposa en la idea subyacente de que la persona humana está hecha a imagen y semejanza de Dios, Santa Trinidad. ‘Que todos sean una sola cosa,’ según la súplica de Cristo en el Cenáculo, ‘como Tú, Padre, en mi y yo en tí, que también ellos sean una sola cosa en Nosotros’ (San Juan 17:21). Así como las tres personas de la Trinidad ‘moran’ el uno en los otros, a fuerza del movimiento continuo del amor, nosotros los humanos, hechos a la imagen de la Trinidad, somos llamados a ‘morar’ en el Dios Trinitario. Cristo ruega que podamos compartir la vida de la Trinidad, el movimiento y el intercambio de amor que entrelaza las tres personas divinas; ruega Él que nosotros seamos incorporados en la Divinidad. Los santos, como nos lo dice Máximo el Confesor, son los que expresan la Santa Trinidad dentro de sí. Esta noción de la unión personal y orgánica entre Dios y los humanos - que Dios habita en nosotros y nosotros habitamos en Él - figura repetidamente en el Evangelio de San Juan; es motivo también muy corriente en las Cartas de San Pablo, quien enfoca la vida cristiana ante todo como vida ‘en Cristo’. La misma idea aparece en el famoso texto de II San Pedro: ‘...preciosas y ricas promesas en orden a hacernos participantes de la naturaleza divina...’ (i, 4). Resulta importante tener en cuenta estas fuentes neotestamentales. Lejos de traicionar las Escrituras (como a veces se alega), la doctrina ortodoxa de la deificación se basa en fuertes fundamentos bíblicos: en los textos de Pablo y del Cuarto Evangelio, además de la citación de II San Pedro.

 La idea de la deificación debe entenderse siempre a la luz de la distinción entre la esencia de Dios y de Sus energías. La unión con Dios significa la unión con las energías divinas, no con la esencia divina: por mucho que se hable de la deificación y de la unión, los pertenecientes a la Iglesia Ortodoxa rechazan toda forma de panteísmo.

 Cabe realzar otro punto que está estrechamente imbricado con lo antedicho y que cobra la misma importancia. La unión mística entre Dios y el ser humano es una unión auténtica, pero unión en la que el Creador y la criatura no se funden en un solo ser. A diferencia de las religiones orientales en las que se enseña que el ser humano se absorbe o es tragado por la divinidad, en la teología mística ortodoxa siempre se insistió que nosotros los humanos, por muy estrecho que sea nuestro vínculo con Dios, siempre conservamos nuestra plena integridad personal. Aun cuando se deifique, la persona humana permanece distinta (aunque no separada) de Dios. El misterio de la Trinidad es misterio de la unidad en la diversidad, por lo tanto los que logren expresar dentro de sí la Trinidad no sacrifican sus características personales. Cuando escribió San Máximo ‘Dios y los que son dignos de Dios comparten una sola energía, la misma para los dos’,[40] no quería decir que los santos perdiesen su albedrío, sino que al deificarse su voluntad se conforma voluntariamente y por amor con la voluntad de Dios. Tampoco se debe creer que al ‘hacerse dios' la persona humana, deja de ser humana: ‘Seguimos siendo criaturas mientras seamos deificados por la gracia, así como Cristo siguió siendo Dios cuando se humanizó en la Encarnación.’[41] El ser humano no se convierte en Dios por naturaleza, sino que se convierte solamente en ‘dios creado’, un dios por la gracia o por estatus.

 La deificación involucra también el cuerpo. Siendo la persona humana una entidad unida de cuerpo y de alma, y puesto que Cristo Encarnado salvó y redimió la persona entera, esto presupone que ‘nuestro cuerpo es deificado a la misma vez que nuestra alma’.[42] La divina semejanza, que tenemos vocación de realizar en nosotros, incluye el cuerpo. ‘Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo’ escribe San Pablo (I Corintios 6:19). ‘Así que os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios’ (Romanos 12:1). La plenitud de la deificación corporal se aplaza, sin embargo, hasta los últimos Días, ya que durante la vida actual la gloria de los santos consiste por lo general en esplendor interior, esplendor solamente del alma; pero cuando los santos resuciten de los muertos y vistan su cuerpo espiritual, su santidad se manifestará también por fuera. ‘El día de la Resurrección, la gloria del Espíritu Santo emana desde dentro para fuera, de modo que reviste y cubre los cuerpos de los santos - la gloria que tuvieron ya antes, pero que residía encubierta en sus almas. Lo que ya tiene una persona en la actualidad, eso mismo es lo que se manifiesta al exterior en su cuerpo.[43] Los cuerpos de los santos por fuera quedarán transfigurados por la luz divina, así como quedó transfigurado el cuerpo de Cristo en el Monte Tabor. ‘Debemos igualmente aguardar con anhelo a la primavera del cuerpo.[44]

 Pero a veces incluso durante esta vida actual ha habido santos que experimentaron las primicias de la glorificación visible y corpórea. El más conocido es San Serafín pero no ha sido el único caso. Cuando estaba rezando una vez Arsenio el Grande, sus discípulos le vieron ‘cual un fuego’;[45] y se cuenta de otro Padre del Desierto que ‘al igual que Moisés recibió la imagen de la gloria de Adán, cuando su rostro fue glorificado; asimismo el rostro de Abba Pambo brillaba como los

 relámpagos, y parecía rey sentado en su trono.’[46] Según Gregorio Palamás: ‘Si en el tiempo venidero el cuerpo compartirá inefables bendiciones con el alma, a buen seguro debe compartirlas también ahora, en la medida de lo posible.’[47]

 Estando convencidos de que el cuerpo es santificado y glorificado con el alma, los ortodoxos sienten una inmensa veneración a las reliquias de los santos. Lo mismo que los católicos romanos, creen que la gracia de Dios que estuvo presente en los cuerpos de los santos durante la vida permanece activa en sus reliquias tras la muerte, y que Dios se sirve de estas reliquias como cauce del poder divino e instrumento sanativo. Se dan casos en los que los cadáveres de los santos se han conservado milagrosamente incorruptos, pero incluso en los casos donde no haya ocurrido esto, los ortodoxos les brindan reverencia igual de intensa a los huesos. La veneración a las reliquias no es fruto de la ignorancia o de la superstición, sino que radica en el hondo entendimiento teológico del cuerpo.

 No sólo nuestro cuerpo humano, sino también toda la creación material quedará en un futuro transfigurado: ‘Ví un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra han desaparecido’ (Apocalipsis 21:1). La humanidad redimida no será arrebatada del resto de la creación, sino que la creación será salvada y glorificada junto con nosotros los humanos (los iconos, como ya se vió, son las primicias de la redención material).’[48] ‘La creación está aguardando en anhelante espera la revelación de los hijos de Dios ... con la esperanza de que la creación será librada de la esclavitud de la corrupción para ser admitida a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente’ (Romanos 8:19-22). Este concepto de la redención cósmica, así como la doctrina ortodoxa del cuerpo humano y la doctrina ortodoxa de los iconos, parte de la base del correcto entendimiento de la Encarnación: Cristo asumió la carne - entidad de orden material - y por ello posibilitó la redención y metamorfosis de la creación entera - tanto lo inmaterial como lo físico.

 La sensibilidad a la santidad intrínseca de la tierra - creación de Dios, corrupta por la caída, mas redimida con nosotros en Cristo - les ha incitado a varios ortodoxos eminentes a sentir una inquietud creciente por la contaminación ambiental. La crisis ecológica de actualidad le apenaba en particular al finado Patriarca Ecuménico Dimitrios. En su mensaje navideño de 1988 enfatizó: ‘Considerémosnos a nosotros, cada uno según la posición que ocupe, personalmente responsables del mundo, que nos ha sido encomendado por Dios. Todo lo que el Hijo de Dios asume e incorpora en Su cuerpo no ha de perecer, sino que debe convertirse en ofrenda eucarística al Creador, en pan vivificador, compartido con los demás en justicia y en amor, himno de paz para todas las criaturas de Dios.’

 En 1989 el Patriarca Dimitrios promulgó una carta encíclica especial en la que llamó a que todos mostrasen el ‘espíritu eucarístico y ascético’ y designó al día uno de septiembre - día en el que comienza el año eclesiástico de la Iglesia Ortodoxa - como ‘día de la protección del medio ambiente’, a observarse (según él esperaba) no solamente por los ortodoxos sino también por los demás cristianos.’[49] Según lo dijo San Siluán del Monte Athos, ‘El corazón que aprendió a amar se compadece de toda la creación.’ Nuestra prerrogativa humana consiste no en aprovecharnos del mundo explotándolo, sino cuidándolo con cariño y sensibilidad, y ofrendando, en capacidad de sacerdotes cósmicos, la creación de nuevo al Creador, con agradecimiento.

 La terminología esta de la deificación y la unión, de la transfiguración del cuerpo y la redención cósmica, puede que suene remota y alejada de las experiencias de los cristianos normales y corrientes; pero quien así pensara, mal entendería la concepción ortodoxa de la theosis. Para evitar desinteligencias, es menester puntualizar seis temas.

 En primer término, la deificación no es cosa reservada para unos cuantos iniciados selectos, sino el destino de todos por igual. La Iglesia Ortodoxa cree que es el objetivo normal para todos los cristianos, sin excepción alguna. Por supuesto, no seremos deificados del todo hasta el último Día; pero el proceso deificador debe iniciarse para cada uno de nosotros ahora, en la vida y el mundo presentes. Cierto es que en la vida presente son muy escasos los que consiguen la plena unión mística con Dios. Pero todo buen cristiano intenta amar a Dios y cumplir Sus mandamientos; mientras procuremos hacer aquello con toda sinceridad, por muy débiles que sean nuestras tentativas y por más que fracasemos y caigamos, ya se puede decir que estamos deificados en cierta medida.

 En segundo término, el hecho de que una persona se deifique no supone que pierda, ella o él, conciencia del pecado. Todo lo contrario, la deificación supone el arrepentimiento continuo. El santo puede que haya avanzado gran distancia en el camino de la santidad, pero no quiere decir que ella o él deje de emplear la Oración de Jesús, ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador’. San Siluán del Monte Athos solía decirse a sí mismo: ‘Mantén la mente en el infierno sin desesperarte’; otros de los santos ortodoxos repetían el dicho ‘Todos se salvarán, solamente yo quedaré condenado.’ La teología mística ortodoxa es teología de la gloria y la transfiguración, pero es también teología de la penitencia.

 En tercer término, no tienen nada de esotérico o extraordinario los métodos que debemos emplear a fin de ser deificados. Si alguien pregunta: ‘¿Cómo puedo hacerme dios?’ la respuesta es sencilla: ve a la iglesia, participa en los sacramentos con regularidad, ora a Dios ‘en espíritu y en verdad’, lee los Evangelios, observa los mandamientos. Este último elemento - ‘observa los mandamientos’ - nunca se debe olvidar. Tanto los ortodoxos como los cristianos de occidente rechazan firmemente las formas del misticismo que pretenden prescindir de normas éticas.

 En cuarto término, la deificación no es proceso solitario sino ‘social’. Ya dijimos que la deificación supone la ‘observancia de los mandamientos’; esos mandamientos fueron descritos en resumen por Cristo como amor a Dios y amor al prójimo. Las dos formas del amor son inseparables. Una persona solamente podrá amar al prójimo como a sí mismo si ante todo ama a Dios; y el que no ama a su hermano no puede amar a Dios (I Juan 4:20). Por ende que de egoísmo, la deificación no tiene nada; solamente si la persona ama al prójimo puede ser deificada. ‘De nuestro hermano viene la vida y de nuestro hermano viene la muerte,’ dijo Antonio de Egipto. ‘Si nos ganamos nuestro hermano nos ganamos Dios, pero si hacemos que nuestro hermano tropiece, ofendemos a Cristo.’[50] Al estar hechos a la imagen de la Trinidad, los humanos solamente pueden realizar la semejanza divina si conviven de modo comunitario, tal y como vive la Bendita Trinidad: así como las tres personas de la Divinidad ‘moran’ el uno en los otros, nosotros hemos de ‘morar’ en nuestros compañeros, viviendo no para nosotros mismos nada más, sino que en y para los demás. ‘Si me fuera posible encontrar un leproso,’ dice uno de los Padres del Desierto, ‘para darle mi cuerpo a cambio del suyo, lo haría gustosamente. Eso es el amor perfecto.’[51] Así es la naturaleza auténtica de la deificación.

 En quinto término, el amor a Dios y a nuestros prójimos debe ser práctico: los ortodoxos rechazan todas las modalidades del Quietismo, todo tipo de amor que no conlleve la acción. Si bien la deificación abarca las alturas más excelsas de la experiencia mística, tiene también aspectos más prosaicos y mundanos. Cuando se piensa en la deificación, se debe pensar en los Hesicastas, rezando, silenciosos, como también en el luminoso rostro de San Serafín se debe pensar también, empero, en San Basilio cuidando de los enfermos en el hospital de Cesarea, en San Juan Limosnero ayudando a los pobres de Alejandría, en San Sergio, con su ropa inmunda, labrando de paisano en la huerta para tener de dar de comer a los huéspedes de su monasterio. No son dos vías distintas, sino una.

 En último término, la deificación presupone vida eclesial, vida sacramental dentro de la Iglesia. La theosis a semejanza de la Trinidad supone la vida comunitaria, y solamente dentro de la Iglesia se puede realizar de modo adecuado esa vida comunitaria de coinherencia. La Iglesia y los sacramentos son los medios asignados por Dios, por los que obtenemos el Espíritu santificador y nos transforma en semejanza divina.

 


[1] V Lossky, The Mystical Theology of the Eastern Church, p.66.

[2] D.J. Chitty, ‘The Doctrine of the Holy Trinity told to the Children’, en Sobornost 4:5 (1961), p.241.

[3] Gregorio Palamás, P.G. CL, 1176C (citado en la página 62).

[4] Sobre la Fe Ortodoxa, 1, 4 (P.G. XCIV, 800B, 797B).

[5] Para los primeros dos puntos de estos cuatro, véanse las páginas 57-63; para los temas tercero y cuarto, véanse las páginas 17-26.

[6] Durante los últimos cien años, bajo el influjo del ‘Modernismo’, muchos protestantes se diría que abandonaron las doctrinas de la Trinidad y de la Encarnación. Por eso, cuando aludo a los calvinistas, luteranos y anglicanos, me refiero a los que siguen observando los formularios protestantes clásicos del siglo XVI.

[7] Gregorio Nacianceno, Discursos, XXXI, 14.

[8] Juan Damasceno, Sobre la Fe Ortodoxa, i, 8 (P.G. XCIV, 809A).

[9] Gregorio Nacianceno, Discursos, XXV, 17.

[10] Sabelio, hereje del siglo II, consideraba al Padre, Hijo y Espíritu Santo no como tres personas distintas, sino como ‘modalidades’ o ‘aspectos’ distintos de la divinidad.

[11] P.G. CII, 28913.

[12] Summa Theologica, 1, pregunta 40, artículo 2

[13] Véase John Meyendorff, A Study of Gregory Palamás, pp.214-5

[14] Agustín, Confesiones, I, i.

[15] Los primeros capítulos del libro de Génesis, claro está, tratan varias verdades religiosas, y no se deben interpretar como historia literal. Los Padres Griegos anticiparon por quince siglos a la crítica bíblica moderna, interpretando las historias de la Creación y el Paraíso como simbólicas en vez de literales.

[16] Sobre la Fe Ortodoxa, 11, 12 (P. G. XCIV, 920B).

[17] Demostración de la Prédica Apostólica, 12.

[18] PG. CL, 1361C.

[19] Carta 3 (o 6 en las colecciones griegas y latinas).

[20] Citado en P. Evdokimov, L’Orthodoxie, p.88.

[21] Primera Vida Griega, 22.

[22] Stromateis I, XIX (94, 5).

[23] Sobre la Oración, 123 (P. G. LXXIX, 1193C).

[24] P. Evdokimov, L’Orthodoxie, p.218.

[25] Un monje de la Iglesia oriental, La Espiritualidad Ortodoxa, p.23.

[26] Véase más abajo en la página 233.

[27] Sermón sobre las palabras ‘Saulo, Saulo...’, 6 (P.G. LI, 144).

[28] Oraciones Catequéticas 1, 4.

[29] Sobre la perfección de la virtud del hombre, IV (9).

[30] Dositeo, Confesión, Decreto III. Compárese el Decreto XIV

[31] P. Hammond, The Waters of Marah, p.20.

[32] . O. Rousseau, ‘Incarnation et anthropologie en orient et en occident’, en Irenikon, vol. XXVI (1953). p.373.

[33] Citación del Primer Exorcismo antes del Santo Bautismo.

[34] Juan Crisóstomo, Segunda Sermón sobre la Cruz y el Ladrón, 3 (P.G. XLIX, 413).

[35] Sobre la Encarnación y en contra de los Arianos, 8 (P. G. XXVI, 996C).

[36] The Mystical Theology of the Eastern Church, p.196.

[37] Primer Vida Griega de Pacomio, 135.

[38] Esta misma oración es recitada al comienzo de casi todos los oficios litúrgicos.

[39] Canon de las Matutinas de Jueves Santo, Oda 4, Tropario 3.

[40] Ambigua, (P.G. XCI, 1076C).

[41] V Lossky, The Mystical Theology of the Eastern Church, p.87.

[42] Máximo, Siglos Gnósticos, 11, 88 (P.G. XC, 1168A).

[43] Homilías de Macario, v, 9. Este cuerpo transfigurado, ‘cuerpo de la Resurrección’, es el que procura dibujar simbólicamente el iconógrafo. De ahí que por un lado busca conservar los rasgos distintivos personales de la fisonomía de los santos, y por otro no es su objetivo reproducir un retrato realista o ‘fotográfico’. Retratar una persona exactamente tal y como es su apariencia de ahora equivale a retratarle en su estado caído, con su cuerpo ‘terrenal’ en vez de ‘celestial’.

[44] Minucius Felix (?postremos del siglo II), Octavius, 34. En vista de la reverencia ortodoxa al cuerpo humano y de la creencia en la resurrección final del cuerpo, se prohibe la cremación de los cadáveres. Lamentablemente esta prohibición, basada en tan profundos principios teológicos, a veces no es observada.

[45] Apophthegmata (P. G. LXV), Arsenio 27.

[46] Apophthegmata (P. G. LXV), Pambo 12. Compárese con Apophthegmata, Sisoes 14 y Silvano 12. Epifanio, en su Vida de Sergio de Radonezh, cuenta que el cuerpo del santo resplandecía de gloria tras su muerte. A veces se comenta, y con cierta razón, que la transfiguración corpórea de los santos ortodoxos por la luz divina corresponde a la estigmatización de los santos occidentales. Sin embargo, no debemos diferenciar absolutamente entre las dos tradiciones. Se dan casos de la glorificación corpórea en occidente: por ejemplo, se puede referir el caso de la inglesa Evelyn Underhill (1875-1941); recuerda un amigo como en una ocasión se le veía el rostro transfigurado por la luz (el relato en general provoca reminiscencias del caso de San Serafín: véase The Letters of Evelyn Underhill, redactadas por Charles Williams [Londres 1943], p.37). Asimismo, la estigmatización no es completamente ajena a oriente: en una Vida de San Macario escrita en el idioma copto se relata que le apareció un querubín, ‘le midió el pecho’, y ‘le crucificó a la tierra.’

[47] Tomo de la Monte Santo (P. G. CL, 1233C).

[48] Véase la páginas 30-31.

[49] Véase el folleto La Ortodoxia y el Crisis Ambiental, editado en 1990 por el Patriarcado Ecuménico en asociación con el World Wide Fund for Nature (Centro Mundial de la Ecología, Avenida de Mont Blanc, CH-1196 Gland, Suiza).

[50] Apophthegmata (P.G. LXV), Antonio 4.

[51] Apophthegmata (P.G. LXV), Agatho 26.


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