Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).
Compartimos en esta entrada la SEGUNDA PARTE: FE Y CULTO. CAPÍTULO 11. DIOS Y LA HUMANIDAD de la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia Ortodoxa. En este capítulo se consideran los siguientes temas:
- Dios y la Humanidad
- Dios en la Trinidad
- La Persona Humana: Nuestra Creación, Nuestra Vocación, Nuestro Malogro
- Jesucristo
- El Espíritu Santo
- Participantes de la Naturaleza Divina
La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).
Jacobo Rave
Fuente:
La Iglesia Ortodoxa. Kallistos Ware.
P. 188-215
DIOS Y LA HUMANIDAD
En Su amor ilimitado, Dios se hizo
lo que nosotros somos para que nosotros pudiéramos hacernos lo que es Él.
San Irineo (fallecido en 202)
DIOS EN LA TRINIDAD
Nuestro programa social, dice el pensador ruso
Feodorov, es el dogma de la
Trinidad. Los ortodoxos creen sobrada y apasionadamente que
la doctrina de la Santa
Trinidad no es un mero tema de teología abstracta, reservado
exclusivamente para los sabios instruidos, sino que representa una importancia
viva y práctica para todo cristiano.
La persona humana, según nos enseña la Biblia, está creada a la imagen de Dios, y para los
cristianos Dios significa la
Trinidad: por lo tanto, solamente a la luz del dogma de la Trinidad podremos
entender quiénes somos y qué es lo que quiere Dios que seamos. Nuestras vidas
privadas, nuestras relaciones personales, y todos los planes que proyectamos
para crear una sociedad cristiana dependen de la doctrina correcta de la Trinidad. ‘Hay que
elegir entre la Trinidad
y el Infierno: no hay otro recurso.’ Según lo expresa un escritor anglicano, ‘Se resume
en esta doctrina todo un nuevo modo de pensar acerca de Dios, de la que se apoderaron
los pescadores cuando salieron a convertir el mundo greco-romano. Revolución
salvífica en el pensamiento humano.’
Los constituyentes básicos de la doctrina ortodoxa
de Dios ya se han indicado en la primera parte de este libro, así que ahora
solamente pensamos resumirlos con brevedad:
(1) Dios es
absolutamente trascendente. ‘No existe ni una sola cosa de todo lo creado
que goce, ni jamás gozará, de la más mínima comunión con la naturaleza suprema,
ni de proximidad a ella.’ La Ortodoxia salvaguarda esta trascendencia absoluta mediante la
aplicación enfática de ‘la vía de la negación’, de la teología ‘apofática’. A
la teología positiva o ‘catafática’ - ‘la vía de la afirmación’ - siempre hay
que ponerle contrapeso correctivo empleando locuciones negativas. Nuestras
afirmaciones acerca de Dios - que Él es bondadoso, sabio, justo, etcétera - son
ciertos en su medida, pero no son suficientes para describir adecuadamente la naturaleza
interior de la divinidad. Estas afirmaciones, dice Juan Damasceno, revelan ‘no
la naturaleza sino las cosas que existen en torno a la naturaleza.’ ‘El hecho de que Dios existe está claro;
pero qué es Él en su esencia y
naturaleza, eso queda completamente alejado de nuestros conocimientos y
entendimientos.’
(2) Aun siendo
absolutamente trascendente, Dios no está escindido del mundo que Él ha creado. Dios
está por encima y más allá de Su creación, pero reside también dentro de ella.
Según viene expresado en un rezo ortodoxo de uso muy corriente, Dios está ‘presente
en todas partes y llena todo’. En la Ortodoxia, pues, se distingue entre la esencia y
las energías de Dios, y así se salvaguarda tanto la trascendencia como la
inmanencia divina: la esencia de Dios permanece inaccesible, pero Sus energías
descienden sobre nosotros. Las energías de Dios, que son el mismo Dios, impregnan toda Su creación, y nosotros las
experimentamos en forma de la gracia deificadora y la luz divina. Nuestro Dios,
ciertamente, es un Dios que Se esconde, pero es a la vez un Dios que actúa - el
Dios de la Historia,
que interviene directamente en las situaciones concretas.
(3) Dios es personal,
es decir, Trinitario. Este Dios que actúa no es solamente Dios de energías,
sino que es Dios personal. Cuando los seres humanos participan en las energías
divinas, no es que se sientan abrumados por un poder vago y anónimo, sino que
se encuentran con una persona, cara a cara. Y es más: Dios no es una sola persona,
contenido en los confines de Su propio ser, sino una Trinidad de tres personas,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, de los que cuales cada uno ‘mora’ en los otros
dos, en virtud de un movimiento continuo de amor. Dios no es solamente unidad,
sino también unión.
(4) Nuestro
Dios es un Dios Encarnado. Dios ha descendido a la humanidad, no sólo a
través de Sus energías, sino también en Su propia persona. La Segunda Persona de
la Trinidad,
‘Dios verdadero de Dios Verdadero’, se hizo humano: ‘El Verbo se hizo carne y habitó
con nosotros’ (San Juan 1: 14). No puede haber unión más estrecha que
ésta entre Dios y Su creación. Dios mismo se hizo una de Sus criaturas.
A los que se hayan formado en otras tradiciones a
veces les cuesta trabajo aceptar el énfasis que ponen los ortodoxos en la teología
apofática y en la distinción entre la esencia y las energías; separando estos
dos puntos, la doctrina de los ortodoxos acerca de Dios concuerda con la de la
gran mayoría de los que se llaman cristianos: los no-calcedonianos y los luteranos,
los adherentes a la Iglesia
del Este y los católicos romanos, calvinistas, anglicanos y ortodoxos: todos
iguales reverencian a un solo Dios en Tres Personas, y confiesan a Cristo como
Hijo Encarnado de Dios.
Sin embargo, se nos presenta un punto de la doctrina
de Dios en Trinidad en la que parecen diferir los de oriente y occidente: el Filioque. Ya hemos visto qué papel más
decisivo jugó este vocablo solitario en la desdichada fragmentación de la cristiandad.
Mas dado que el Filioque tiene importancia
histórica, ¿qué importancia se le puede atribuir desde una perspectiva
teológica? Son muchos - inclusive cantidad importante de ortodoxos - los que
hoy en día piensan que es una disputa de índole técnica y oscura, y están
dispuestos a descartarlo por considerarlo desatinado. Desde el punto de vista
de la teología ortodoxa tradicional, no se puede replicar más que de una
manera: técnico y oscuro sí que lo es, sin lugar a dudas, como casi todas las
cuestiones de la teología trinitaria; pero no es de ningún modo desatinado.
Puesto que la creencia en la
Trinidad reside en el corazón de la fe cristiana, una pequeña
diferencia de la teología Trinitaria puede repercutir en todos los aspectos de
la vida y el pensamiento cristianos. Procuremos, pues, profundizar más en el
grano de la polémica sobre el Filioque.
Una esencia
en tres personas. Dios es
uno y Dios es trino: la
Santa Trinidad es un misterio de unidad en la diversidad, y
de diversidad en la unidad. Padre, Hijo y Espíritu son ‘uno en esencia’ (homoousios), pero cada uno se diferencia
de los otros dos por características personales. ‘Lo divino es indiviso en sus
divisiones, porque las personas son ‘unidas sin ser
confundidas, distintas sin ser divididas’; ‘tanto la distinción como la unión, parecen paradójicas’.
La característica distintiva de la primera persona
de la Trinidad
es su Paternidad: Él es no engendrado, se origina a Sí mismo, proviene de Sí
mismo, y no de alguna otra persona. La característica distintiva de la segunda persona
es la Filiación:
aunque es igual al Padre y coeterno con Él, fue engendrado, no prescinde de fuente
y origen, sino que se origina en el Padre y brota de Él, es engendrado por Él y
nace de Él desde toda la eternidad - ‘antes de todos los siglos’, como dice el
Credo. La característica de la tercera persona es la Procesión: al igual que
el Hijo, se origina en el Padre y brota de Él; pero tiene relación con el Padre
distinta a la del Hijo, porque Él no es engendrado desde toda la eternidad sino
que procede del Padre.
En este punto, precisamente, es donde parece haber
un desacuerdo entre el enfoque occidental de la Trinidad y el oriental.
Según la teología católica romana - como la expresan por ejemplo San Agustín de
Hippo (360-430) o el Concilio de Florencia (1438-9) - el Espíritu Santo procede
eternamente del Padre y del Hijo (Filioque). Esta doctrina se conoce como la de la ‘Doble
Procesión’ del Espíritu. Ahora bien, de vez en cuando los Padres Griegos están
dispuestos a afirmar que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo - lenguaje que hallamos particularmente en la
obra de San Gregorio de Nyssa - o que procede del Padre y reposa en el Hijo; pero los cristianos de oriente se negaron casi
siempre a decir que el Espíritu procede del
Hijo.
Pero ¿qué querrá decir el término ‘procede’? Como no
se entienda esto con propiedad, nada será entendido. La Iglesia cree que Cristo
experimentó dos nacimientos, el uno eterno, el otro en una fecha histórica
particular: nació del Padre ‘antes de todos los siglos’, y nació de la Virgen María en
tiempos de Herodes, rey de Judea, y de Augusto, Emperador de Roma. Es menester
distinguir, asimismo, entre la procesión
eterna del Espíritu Santo, y la misión
temporal, cuando el Espíritu fue enviado al mundo: el uno atañe a las relaciones
que existen desde toda la eternidad dentro de la Divinidad, el otro
concierne la relación de Dios con su creación. Por ende que cuando se dice en
occidente que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, y cuando dicen los
ortodoxos que procede solamente del Padre, ambos partidos se refieren no a las acciones
externas de la Trinidad
con relación a la creación, sino que a determinadas relaciones eternas dentro
de la Divinidad
- relaciones que existían antes jamás de que existiera el mundo. Pero los ortodoxos,
si bien difieren con los de occidente en lo de la eterna procesión del
Espíritu, están de acuerdo con ellos en que, cuando de la misión del Espíritu
al mundo se trata, es enviado por el Hijo, y es efectivamente ‘el Espíritu del
Hijo’.
La postura ortodoxa deriva de San Juan 15:26, donde
dice Cristo: ‘Cuando venga el Consolador, que yo os enviaré del Padre, el Espíritu
de la verdad, que procede del Padre - Él testificará de mí.’ Cristo envía el
Espíritu, pero el Espíritu procede del Padre: así es la enseñanza de la Biblia, y así es la creencia
de los ortodoxos. Lo que no enseñan los ortodoxos, y lo que no viene dicho
explícitamente en la Biblia,
es que el Espíritu proceda del Hijo.
Procesión eterna del Padre y del Hijo: esa es la
postura occidental. Procesión eterna del Espíritu del Padre solamente, y misión
temporal del Hijo: esa fue la postura que sostuvo San Fotio contra occidente.
Pero los escritores bizantinos de los siglos XIII y XIV - de los que destacamos
a Gregorio de Chipre, Patriarca de Constantinopla de 1283 a 1289, y Gregorio
Palamás - ampliaron los temas tratados por Fotio, con motivo de cerrar la brecha
que separaba oriente de occidente. Estuvieron dispuestos a admitir no sólo la
misión temporal sino una manifestación eterna del Espíritu Santo por el Hijo.
Si bien Fotio habló nada más de una relación temporal entre el Hijo y el
Espíritu, ellos admitieron una relación eterna. Sin embargo, en cuanto a lo esencial
del tema los dos Gregorios concordaban con Fotio: el Espíritu es manifestado
por el Hijo, pero no procede del Hijo. El Espíritu deriva Su ser eterno, Su
identidad personal, no del Hijo sino del Padre únicamente. El Padre es única
fuente, origen y causa de la Divinidad.
Esbozamos, pues, las posturas que adoptaron sendos partidos.
Examinemos ahora las objeciones que opusieron los ortodoxos a la doctrina
occidental de la
Doble Procesión. Entre los ortodoxos de la actualidad, se suele
abordar el tema de dos modos un poco distintos. Los ‘halcones’, es decir los
que adoptan actitudes más estrictas sobre el tema del Filioque, siguen el surco de Fotio y de Marco de Éfeso al
considerar la doctrina de la
Doble Procesión como herejía que tergiversa de modo fatal la
doctrina occidental de Dios como Trinidad. Vladimir Lossky, exponente principal
de esta actitud más estricta en nuestros tiempos, se explaya todavía más que
esto, al argüir que el desequilibrio en la doctrina occidental de la Trinidad produce otro
desequilibrio en la doctrina de la
Iglesia; a su modo de ver, el Filioque está estrechamente vinculado con la insistencia de los
católicos romanos en los derechos papales. Sin embargo, entre los teólogos
ortodoxos modernos se hallan también ‘palomas’ que abogan por abordar el
problema con mayor indulgencia. Deploran la intercalación del Filioque en el texto del Credo, por haber
sido decisión unilateral de los occidentales, pero no piensan que la doctrina
latina de la Doble
Procesión sea herética en sí. Según el argumento de ellos, la
doctrina es algo confusa en la forma en la que viene expresada, y es capaz de
extraviar a los demás, pero sí se puede interpretar de manera ortodoxa; por lo
tanto, se puede aceptar como theologoumenon,
como opinión teológica, pero no como dogma.
Según el grupo más estricto de pensadores ortodoxos,
el Filioque nos arrastra o bien al
diteismo o al semi-sabelianismo. Si tanto el Hijo como el Padre son una arche, principio o fuente de la Divinidad, se preguntan
los del grupo más estricto ¿no será que en la Trinidad existen dos
fuentes independientes, dos principios separados y aparte? Está claro que no
puede ser así la opinión latina, ya que equivaldría a la creencia en dos
Dioses, cosa que no propuso jamás cristiano alguno, ni de occidente ni de
oriente. Total que incluso los del Concilio de Florencia, siguiéndole a
Agustín, precisaron con mucha atención que el Espíritu procede del Padre y del
Hijo tamquam ab uno principio, ‘como
si de un solo principio’.
Sin embargo, según la opinión del grupo ortodoxo más
estricto, al intentar eludir de este modo el cargo del diteismo, los
occidentales incurren en otras objeciones igual de graves. Al esquivar una herejía,
los occidentales se desvían y caen en otra- evitan el diteismo, pero se funden
y confunden las personas del Padre y del Hijo. Los teólogos ortodoxos sostienen
la ‘monarquía' del Padre dentro de la Trinidad: solamente Él es el arche, fuente y origen de la existencia dentro de la Divinidad. Pero en
la teología occidental se le asigna esta característica, distintiva del Padre,
al Hijo también, fundiendo así a dos personas en una: y ¿qué es eso, si no ‘Sabelio
renacido, o mejor dicho un monstruo semi-sabeliano', según lo expresa San
Fotio?
Examinemos más de cerca el cargo del
semi-sabelianismo. Según les parece a muchos ortodoxos, en la teología trinitaria,
la doctrina de la Doble Procesión perjudica el equilibrio interno que debe
haber entre las tres personas distintivas y la esencia que comparten. ¿Qué es
lo que aúna a la Trinidad?
Los capadocios, sucedidos por los teólogos ortodoxos posteriores, replican que
no hay más que un Dios porque no hay más que un Padre. Las otras dos personas se
originan en el Padre y se definen por su relación con Él. Como fuente única del
ser dentro de la Trinidad,
el Padre viene a constituir el principio y el fondo de la unidad de la Divinidad entera. Pero
una vez que en occidente se le considere al Hijo como fuente del Espíritu, al
igual que el Padre, el principio de la unidad se ubicará ya no en la persona del Padre, sino en la esencia compartida por las tres personas.
De modo que, según lo perciben muchos ortodoxos, las personas llegan a ser
eclipsadas en la teología latina por la esencia o substancia común.
Ahora, según los del grupo ortodoxo estricto, esto
lleva a que se despersonalice la doctrina latina de la divinidad. Se Le concibe
a Dios no en términos concretos o personales sino que como una esencia en la
que se diferencian varias relaciones. Aquel estilo de pensar acerca de Dios
alcanza su pleno desarrollo en la obra de Santo Tomás de Aquino, quien llega
incluso a identificar a las personas con las relaciones: personae sunt ipsae relationes. A muchos pensadores ortodoxos, esto les parece una
concepción muy menguada de lo que es la personalidad. Las relaciones, dirían
ellos, no son las personas, sino que
las características personales del
Padre, Hijo y Espíritu Santo; y (según lo expresa Gregorio Palamás) ‘las
características personales no constituyen a la persona, sino que la
caracterizan.’ Si bien las relaciones designan a las personas, de
ninguna manera dejan exhausto el misterio de cada una.
Al enfatizar tanto la esencia a costa de las personas,
poco falta para que la teología escolástica latina convierta a Dios en idea
abstracta. Se Le convierte en ser impersonal y remoto, cuya existencia hay que
probarla a fuerza de argumentaciones metafísicas - el Dios de los filósofos, más
que el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob. En la Ortodoxia, sin embargo,
no se han molestado los teólogos por buscar pruebas filosóficas de la existencia
de Dios: lo importante no es que entablemos debates sobre la divinidad, sino
que tengamos un encuentro en vivo y en directo con un Dios concreto y personal.
He aquí, entonces, algunos de los motivos por los
que los ortodoxos consideran peligroso y herético al Filioque. El Filioquismo confunde a las personas, y destroza el buen
equilibrio entre la unidad y la diversidad de la Divinidad. Se
insiste demasiado en la unidad de la divinidad a costa de Su tripartición; se
Le concibe a Dios en términos de esencia abstracta, en demasía, y no en términos
de personalidad específica.
Y es más, el grupo de ortodoxos más estrictos piensan
que como consecuencia del Filioque, el
Espíritu Santo en el pensamiento occidental ha sido subordinado al Hijo -
cuando no en la teoría, en la práctica sí. En occidente no se le presta atención
suficiente al trabajo del Espíritu en el mundo, en la Iglesia, y en la vida
cotidiana de cada persona.
Los comentaristas ortodoxos también arguyen que
estas dos consecuencias del Filioque - la
subordinación del Espíritu Santo, y una insistencia excesiva en la unidad de
Dios - contribuyeron al desvío de la doctrina católica romana de la Iglesia. Al no atender
lo suficiente el papel del Espíritu, en occidente se realzó demasiado a la Iglesia como institución
de este mundo, gobernada en términos de poder y jurisdicción terrestres. Y al
igual que en la doctrina occidental de Dios se enfatizó la unidad a costa de la
diversidad, en la concepción occidental de la Iglesia asimismo predomina
la unidad sobre la diversidad, por lo que se produce una centralización excesiva
y se insiste demasiado en la autoridad papal.
Hemos esbozado, pues, las actitudes de los ‘halcones’
ortodoxos. Pero existen también ‘palomas’ ortodoxas que tienen ciertas reservas
acerca de esta crítica del Filioque. En
primer lugar, los lazos tan estrechos que se han detectado entre la doctrina de
la Doble Procesión
y la doctrina de la Iglesia
se han trazado solamente en este siglo. Los escritores anti-latinos del período
bizantino no afirman ninguna conexión entre las dos cosas. Si existe ligazón
tan íntegra y evidente entre el Filioque
y los derechos papales, ¿cómo es que tardaron tanto en reconocerlo los
ortodoxos?
En segundo lugar, no es válido aseverar de manera
absoluta y terminante que el principio de la unidad divina para los ortodoxos
es personal y para los católicos romanos no; tanto los del occidente latino
como los del oriente griego sostienen la doctrina de la ‘monarquía’ del Padre.
Es algo complicado. Al afirmar que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, Agustín
calificó la afirmación con mucho cuidado, insistiendo que si bien el Espíritu
procede del Hijo, no lo hace de la misma manera de la que procede del Padre.
Son dos modos de procedencia, distintos. El Espíritu procede del Padre principaliter, ‘principalmente’ o ‘principialmente’,
dice Agustín; en cambio, procede del Hijo solamente per donum patris, ‘por don del Padre’. Es decir que la procedencia
del Espíritu del Hijo es específicamente algo que el mismo Padre Le confiere a
Su Hijo. Así como el Hijo recibe todos Sus dones por donación del Padre,
también es el Padre el que Le dona del poder de ‘espirar’ o ‘exhalar’ el
Espíritu.
De manera que tanto para Agustín como para los
capadocios el Padre sigue siendo ‘manantial de la divinidad’, única fuente y
origen fundamental dentro de la
Trinidad. En conclusión la enseñanza agustina de que el
Espíritu procede del Padre y del Hijo - calificado de modo tal que procede del
Hijo no ‘principialmente’ sino ‘por don del Padre’ - no difiere tanto de la opinión
de Gregorio de Nyssa, en la que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo.
Cuando el Concilio de Florencia respaldó la doctrina agustina de la Doble Procedencia,
recalcó reiterada y explícitamente que la espiración del Espíritu es conferida
al Hijo por Dios Padre. El contraste, pues, entre la teología ortodoxa y la
romana en cuanto a la ‘monarquía’ del Padre no es tan escueto como lo puede
parecer a primera vista.
En tercer lugar, no se debe insistir demasiado en la
afirmación que los occidentales despersonalizaron a la Trinidad, y que
resaltaron excesivamente la unidad esencial a costa de la diversidad de
personas. Sin lugar a dudas, como consecuencia del escolasticismo decadente que
vino a prevalecer en el medioevo postrero y en los siglos más recientes, los
hay en occidente quienes tratan la
Trinidad de manera abstracta y esquemática. Cabe también
admitir que en la época patrística primitiva se destaca una tendencia general
entre los latinos occidentales de partir de la unidad de la esencia divina y,
de ahí, desenvolverse hacia la trinidad de las personas, a diferencia de los griegos
orientales quienes despliegan sus argumentos en sentido contrario, desde la
trinidad de las personas hacia la unidad esencial. Mas estamos hablando a nivel
de tendencias generales, y no de perspectivas diametralmente opuestas e irreconciliables,
ni tampoco de herejías específicas. Si de extremar se trata, el enfoque
occidental lleva al modalismo y al Sabelianismo, lo mismo que el enfoque oriental
nos arrastra al triteismo, es decir a la noción de ‘tres dioses’. Sin embargo,
los pensadores más destacados y representativos, tanto de oriente como de
occidente, no extremaron sus posturas. Seria falso alegar que Agustín descuida
el carácter personal de la
Trinidad, por mucho que vacile en aplicar el vocablo persona a Dios; sin lugar a dudas, hubo
teólogos en el occidente medieval, así como Ricardo de St. Victor (fallecido en
1173), quienes afirmaron una doctrina ‘social’ de la Trinidad, elaborada en términos
del amor personal y recíproco.
Por todas estas razones, existe hoy día una escuela
de teólogos ortodoxos quienes creen que la divergencia entre oriente y
occidente acerca del Filioque, por
muy importante que sea, no es tan fundamental como lo mantienen Lossky y sus
discípulos de él. El concepto católico romano de la persona y de la obra del
Espíritu Santo, según las conclusiones de este segundo grupo de teólogos ortodoxos,
no difiere básicamente del de los cristianos orientales. De ahí que se da la
esperanza de que, mediante los diálogos actuales entre ortodoxos y católicos
romanos, se llegará por fin a un acuerdo sobre este tema tan espinoso.
LA PERSONA HUMANA:
NUESTRA CREACIÓN, NUESTRA VOCACIÓN, NUESTRO MALOGRO
‘Nos has hecho para Tí, y nuestros corazones
permanecen inquietos hasta que no reposen en Tí.’ Los seres humanos fueron creados como compañeros de
Dios; esa es la afirmación básica y primaria de la doctrina cristiana de la
persona humana. Pero los humanos, creados compañeros de Dios, en todas partes
rechazan aquella compañía; he aquí el segundo fenómeno que tiene en cuenta toda
la antropología cristiana. Los humanos fueron creados compañeros de Dios: según
lo expresa la Iglesia,
Dios creó a Adán a Su imagen y semejanza y le puso en el Paraíso. Los humanos en todas partes rechazan aquella compañía:
según lo expresa la Iglesia,
Adán cayó, y su caída - su ‘pecado original'- afectó a toda la humanidad.
La Creación de la Persona Humana. ‘Después dijo Dios, ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra propia semejanza...’
(Génesis 1:26). Dios emplea el plural
cuando habla: ‘Hagamos al hombre.' La
creación de la persona humana, según afirman los Padres Griegos reiteradamente,
fue un acto de todas las tres personas de la Trinidad a la vez, por lo
cual la imagen y semejanza de Dios debe siempre entenderse como imagen y
semejanza Trinitaria: punto de
importancia esencial.
Imagen
y semejanza. Según la mayoría de
los Padres Griegos, los términos imagen y
semejanza no significan exactamente lo mismo. ‘La expresión según la imagen’ escribe Juan Damasceno,
‘significa libertad y racionalidad, y la expresión según la semejanza significa asimilarse a Dios a través de la
virtud.’ La imagen, en griego el ikon, de Dios se refiere a nuestro albedrío humano, nuestra razón,
nuestro sentido de responsabilidad moral - en suma, abarca todo lo que nos distingue
de la creación animal y hace que cada uno de nosotros sea una persona. Pero la
imagen significa también más. Quiere decir que somos progenie de Dios, ‘de su
linaje’ (Hechos 17: 28), parientes
Suyos; significa que entre Él y nosotros hay punto de contacto y similitud. El abismo
que se extiende entre el Creador y las criaturas no es infranqueable, ya que al
estar hechos a la imagen de Dios podemos conocer a Dios y entrar en comunión con
Él. Y si nos aprovechamos de esta facultad de comunión con Dios, nos ‘asemejaremos’
a Dios, obtendremos semejanza divina; según lo expresa Juan Damasceno, ‘nos
asimilaremos a Dios a través de la virtud.’ Obtener la semejanza es ser deificado,
convertirse en un ‘segundo dios’, un ‘dios por fuerza de la gracia’. ‘Yo dije,
“Dioses sois, todos vosotros, hijos del Altísimo.” (Salmos 31: 6).
La imagen denota los poderes de los que Dios nos ha
dotado a cada uno, desde el primer momento de nuestra existencia; en cambio, la
semejanza no es un don poseído desde el principio, sino una meta a la que debemos
apuntar, cosa que solamente se puede ir adquiriendo de modo gradual. Por muy
pecaminosos que seamos, nunca perdemos la imagen; pero la semejanza depende de nuestra
voluntad moral, de nuestra ‘virtud’, y por lo tanto es destrozada por el
pecado.
Por ende los seres humanos, recién creados, eran
perfectos, más bien en el sentido potencial que actual. Dotados de la imagen ya
desde el principio, fueron llamados a adquirir la semejanza por sus propios esfuerzos
(asistidos, claro está, por la gracia de Dios). Adán originó en estado de
inocencia y sencillez. ‘Era niño, al no haberse perfeccionado todavía su
entendimiento,’ escribe Irineo. ‘Fue necesario que creciese y así alcanzase su
perfección.’ Dios le orientó a Adán en la vía indicada, pero
Adán tenía enfrente suyo todo un largo camino a recorrer antes de alcanzar su
meta final.
Esta imagen de Adán antes de la caída es algo distinta
a la que propuso Agustín y que fue generalmente aceptada en occidente desde
entonces. Según Agustín, los seres humanos en el Paraíso fueron dotados desde
el principio con plena sabiduría y conocimiento: su perfección fue actual y no
potencial. La concepción más dinámica expuesta por Irineo concuerda mejor con las
teorías modernas de la evolución y no la concepción más estática de Agustín;
pero es de notar que los dos hablaban en capacidad de teólogos, y no de
científicos, por lo que en ninguno de los dos casos se puede decir que la veracidad
de sus opiniones depende de tal o cual hipótesis científica.
En occidente muchas veces se suele identificar la
imagen de Dios con el alma humana o con el intelecto. Si bien muchos ortodoxos
hicieron la misma identificación, otros dirían que puesto que la persona humana
es una entidad sola e íntegra, la imagen de Dios incluye la persona entera, es
decir cuerpo y alma. ‘Cuando se dice que Dios creó la humanidad a Su imagen y
semejanza,’ escribe Miguel Choniates (fallecido c.1222), ‘el vocablo humanidad
no se refiere ni al alma solamente ni al cuerpo solamente, sino a los dos
juntos.’ El hecho de que los seres humanos tenemos cuerpo,
argüía Gregorio Palamás, no nos hace inferiores a los ángeles, sino todo lo
contrario, nos hace superiores. Cierto es que los ángeles son espíritu ‘puro’,
mientras que la naturaleza humana es ‘una mezcla’ - de lo material con lo
intelectual; pero eso quiere decir que nuestra naturaleza humana es más
completa que la angélica, y que viene dotada de mayor riqueza de potencialidades.
La persona humana es un microcosmos, puente y punto de encuentro de toda la
creación de Dios.
El pensamiento religioso ortodoxo pone sumo énfasis
en la imagen de Dios dentro de la persona humana. Cada uno de nosotros es ‘teología
viviente’ y porque somos icono de Dios, hallaremos a Dios mirando en nuestros
propios corazones, ‘volviéndonos dentro de nosotros mismos': ‘El reino de Dios
está dentro de vosotros' (Lucas 17: 21). ‘Conoceros a vosotros mismos,’ dijo
San Antonio de Egipto. ‘... El que se conoce a sí mismo, conoce a Dios.’ ‘Si eres puro,’ escribió San Isaac el Sirio
(postrimerías del siglo VII), ‘el cielo está dentro de tí; verás dentro de tí a
los ángeles y al Señor de los ángeles.’ Y se dice de San Pacomio: ‘En la pureza de su
corazón discernió al Dios invisible como en un espejo.’
Siendo icono de Dios, todo miembro de la raza humana,
bien sea mujer u hombre, e inclusive el más pecaminoso, tiene valor infinito ante
Dios. ‘Cuando ves a tu hermano o tu hermana,' dijo Clemente de Alejandría, ‘ves
a Dios.’ Evagrio enseñaba: ‘Después de Dios, debemos estimar
a todos como a Dios mismo.’ El respeto a todo ser humano se manifiesta de modo
observable en el culto ortodoxo, en el momento en que el sacerdote inciensa no
sólo los iconos sino también los fieles congregados, saludando así la imagen de
Dios en cada persona. ‘El mejor icono de Dios es la persona humana.’
La
gracia y el albedrío. Como ya
vimos, el hecho de que la persona humana esté creada a la imagen de Dios
significa entre otras cosas que tenemos libre albedrío. Dios quiere que seamos
hijas e hijos, no esclavos. La Iglesia Ortodoxa rechaza toda doctrina de la
gracia que parezca infringir el albedrío humano. Para describir la relación que
existe entre la gracia de Dios y el albedrío humano, los ortodoxos se sirven
del término ‘colaboración’ o ‘sinergía’ (synergeia); según San Pablo: ‘Nosotros somos los
colaboradores (synergoi) de Dios’ (I Corintios 3:9). Si queremos conseguir plena comunión con Dios, no
podemos hacerlo sin la ayuda de Dios, pero debemos a la vez aportar nuestra
contribución al trabajo común; aunque la obra de Dios tiene importancia
inmensurablemente mayor a la nuestra. ‘La incorporación de los humanos en Cristo,
y nuestra unión con Dios, requieren la colaboración de dos fuerzas desiguales
pero igual de necesarias: la gracia divina y la voluntad humana.’ Ejemplo supremo de la sinergía fue la Madre de Dios. Desde tiempos de Agustín y de la controversia
pelagiana, en occidente se suele discutir todo el tema de la gracia y del albedrío
en términos algo distintos; y muchos de los que se han criado en la tradición
agustina - los calvinistas en particular -tienen ciertas sospechas acerca de la
idea ortodoxa de la ‘sinergía'; ¿no será eso atribuir demasiada importancia al
albedrío humano, y disminuir la importancia de Dios? Sin embargo, en realidad
la enseñanza ortodoxa es bastante clara y sencilla. ‘He aquí que estoy a la
puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa’ (Apocalipsis 3:20). Dios llama, pero espera
a que nosotros le abramos la puerta - no la echa abajo para poder entrar. La gracia
de Dios invita a todos, pero no fuerza a nadie. Según lo dice Juan Crisóstomo, ‘Dios
nunca atrae a la gente por fuerza o violencia. Desea que todos sean salvados,
pero no fuerza a ninguno.’ ‘Es de Dios otorgar Su gracia,’ dice San Cirilio de
Jerusalén (fallecido en 386); ‘lo vuestro es aceptar esa gracia y guardarla
bien.’ Pero no debemos imaginarnos que cuando una persona
acepte y guarde la gracia de Dios, se gane el ‘mérito’. Los dones de Dios son siempre
dones gratuitos, y nosotros los humanos no tenemos derecho a presentarle
demandas a nuestro Creador. Pero si bien la salvación no la podemos ‘merecer’,
debemos desde luego obrar por ella, eso sí, ya que ‘si la fe no tiene obras
está muerta en sí misma’ (Carta de Santiago
2: 17).
La
caída: el pecado original. Dios le
dio a Adán el albedrío - el poder de discernir entre el bien y el mal - de
hecho que le tocaba a Adán o bien aceptar la vocación que tenía delante, o
rechazarla. La rechazó. En vez de continuar por el camino que Dios le había
señalado, se desvió y desobedeció a Dios. La caída de Adán consistió esencialmente
en el acto de desobediencia a la voluntad de Dios; opuso su propia voluntad a
la voluntad divina, de modo que por su propio acto se separó de Dios. Como
consecuencia de esto, aparece una nueva modalidad de existencia en la tierra -
la de la enfermedad y la muerte. Al apartarse de Dios, inmortalidad y vida, los
humanos abrazan un estado de existencia que es contrario a la naturaleza, y esta
condición antinatural les arrastra inevitablemente a la desintegración de su
ser, gradualmente, acabando en la muerte física. Las secuelas de la
desobediencia de Adán alcanzan a todos sus descendientes. Somos miembros los unos
de los otros, San Pablo nos lo repite con persistencia, y cuando es afligido
uno de los miembros sufre todo el cuerpo. En virtud de esta misteriosa unidad
de la raza humana, no sólo Adán sino la humanidad entera fue sometida a la mortalidad.
Y no creamos que la desintegración que procede de la caída fue solamente
física. Escindidos de Dios, Adán y sus descendientes pasan bajo el dominio del
pecado y del demonio. Cada ser humano nuevo que nazca entra en un mundo donde
prevalece el pecado en todas partes, un mundo donde es fácil hacer el mal y difícil
hacer el bien. Nuestra voluntad se ve debilitada y enervada por lo que los
griegos designan ‘el deseo’ y los latinos ‘la concupiscencia’. Son fuerzas a las
que todos estamos sujetos, los efectos espirituales del pecado original.
Hasta este punto existe el acuerdo, y un acuerdo
bastante estrecho, entre la
Ortodoxia, el Catolicismo Romano y el Protestantismo clásico;
pero de aquí adelante, van divergiendo los de oriente y occidente. Los
ortodoxos, al tener un concepto menos exaltado de lo que fue el estado humano antes
de la caída, concibe asimismo de modo menos severo las secuelas de la caída.
Adán cayó, no desde la excelsa altura del conocimiento y la perfección, sino de
un estado de sencillez inmadura; por lo cual, no se le debe juzgar con
severidad excesiva por haber errado. Cierto es que como consecuencia de la
caída quedó tan oscurecida la mente humana, y tan perjudicada su voluntad, que
los seres humanos ya no podían albergar esperanzas de acceder a la semejanza de
Dios. Los ortodoxos, sin embargo, no mantienen que la caída les privó completamente
a los humanos de la gracia de Dios, aunque sí dirían que tras la caída la
gracia ejerce su influjo en los hombres desde fuera, y ya no desde dentro. Los
ortodoxos no afirman, como lo afirmó Calvin, que tras la caída los humanos
quedaron totalmente depravados e incapaces de tener buenos deseos. Les es
imposible aceptar lo que dijo Agustín al escribir que los humanos se encuentran
bajo la ‘dura necesidad’ de pecar, y que ‘la naturaleza humana fue rendida por
el error en el que cayó, de hecho que
vino a carecer de libertad.’ La imagen de Dios es distorsionada por el pecado,
pero nunca es destrozada; según la letra de un himno que cantan los ortodoxos
en el Oficio de los Funerales: ‘Soy la imagen de Tu gloria indecible, aunque
llevo las llagas del pecado.’ Y puesto que conservamos en nuestros adentros la
imagen de Dios, conservamos asimismo el albedrío, aunque su alcance es restringido
por el pecado. Incluso después de la caída, Dios ‘no les quita a los humanos el
poder de la voluntad - voluntad de obedecer o de desobedecerlo a Él.’ Fieles a la idea de la sinergia, los ortodoxos repudian
toda interpretación de la caída que excluya la libertad humana.
La mayoría de los teólogos ortodoxos rechazan la idea
de la ‘culpabilidad original’, propuesta por Agustín y todavía aceptada (aunque
de forma mitigada) por la
Iglesia Católica Romana. Los humanos (suelen enseñar los
ortodoxos) heredan automáticamente la corrupción y la mortalidad de Adán, pero no
su culpabilidad: solamente son culpables a medida que por su propio albedrío imiten
a Adán. Antiguamente muchos cristianos de occidente creían que cualquier acto
cometido por una persona en el estado caído, no redimido, estaba viciado de
raíz por la culpabilidad original y no podría de ningún modo complacer a Dios: ‘Las
obras cumplidas antes de la
Justificación,’ proclama el decimotercero de los Treintainueve
Artículos de la
Iglesia Anglicana, ‘...no le complacen a Dios ... sino que comparten
la naturaleza del pecado.’ Los ortodoxos no se podrían persuadir a decir cosa
semejante. Los ortodoxos nunca mantuvieron (como lo hicieron Agustín y muchos
otros de occidente) que a los niños sin bautizar, por estar manchados de la
culpabilidad original, el Dios justo les consigna a las llamas eternas del
infierno.1 La imagen ortodoxa de la humanidad caída es mucho menos
sombría que la de los agustinos o los calvinistas.
Mas aunque sostengan los ortodoxos que los humanos
tras la caída todavía poseen su albedrío y siguen siendo capaces de actuar
bien, sí que concuerdan con los de occidente en pensar que el pecado humano
erige entre Dios y la humanidad una barrera, que la humanidad será siempre
incapaz de derribar por sus propios esfuerzos. El pecado bloqueó la vía de unión
con Dios. Como nosotros no teníamos acceso a Dios, Él vino a nosotros.
JESUCRISTO
La
Encarnación fue un
acto de la filantropía de Dios, es decir de Su tierno amor por la humanidad.
Varios escritores de oriente, al enfocar a la Encarnación con esta perspectiva,
han argüído que aun si jamás se hubiera producido la caída del hombre, Dios se hubiera
hecho humano por Su amor a la humanidad: la Encarnación hay que
entenderla como parte del propósito eterno de Dios, y no simplemente como una
respuesta a la caída. Así fue la opinión propuesta por Máximo el Confesor y por
Isaac el Sirio; así a la vez ha sido la opinión de varios escritores de occidente,
de los que destacamos a Duns Scotus (1265-1308).
Pero al haber caído la raza humana, además de ser un
acto de amor,
1. Cuando trata la caída, Santo
Tomás de Aquino sigue en gran parte las enseñanzas de Agustín, conservando
particularmente la idea de la culpabilidad original; más en cuanto a los
infantes sin bautizar, mantiene que no son enviados al Infierno sino que al
Limbo - opinión que ahora suele aceptarse por los teólogos católicos romanos en
general. Según mis investigaciones, los escritores ortodoxos no hacen uso del
concepto del Limbo.
Es de notar que de vez en cuando se
hallan actitudes agustinas acerca de la caída en la literatura teológica
ortodoxa; pero suele ser como consecuencia del influjo occidental. La
Confesión Ortodoxa de
Pedro de Moghila, por ejemplo, como era de esperar, evidencia fuertes
tendencias agustinas; en cambio, la Confesión de Dositeo está libre de contenidos
agustinos. la Encarnación fue un acto de salvación. Al aunar la humanidad y la
divinidad en Su propia persona, Jesucristo abrió de nuevo la vía de unión con
Dios. En Su propia persona, Jesucristo demostró cómo es la verdadera ‘semejanza
de Dios’, y por medio de Su sacrificio redentor y vencedor, puso de nuevo a
nuestro alcance aquella semejanza. Cristo, el segundo Adán, vino a la tierra y
contrarrestó los efectos de la desobediencia del primer Adán.
Los constituyentes esenciales de la doctrina
cristológica de los ortodoxos ya se esbozaron en el capítulo 2: Dios y hombre
verdaderos, una persona en dos naturalezas, sin separación y sin confusión: una
sola persona, más dotada de dos voluntades y de dos energías.
Dios y hombre verdaderos; según lo expresa el Obispo
Teofano el Recluso: ‘Detrás del velo de la carne de Cristo, los cristianos
divisan a Dios trino y uno.’ Sus palabras nos hacen enfrentar el rasgo quizás
más llamativo de la actitud ortodoxa para Cristo Encarnado: la sensibilidad,
sobrecogedora, a Su divina gloria. Hubo
dos episodios en la vida de Cristo cuando se manifestó esta Su gloria divina de
manera especialmente impresionante: la Transfiguración,
momento en el Monte Tabor en el que la luz increada de Su Divinidad brilló
visiblemente a través de la carne que Le revestía; y la Resurrección, cuando
la tumba reventó bajo la presión de la vida divina, y Cristo volvió triunfante de
la muerte. En el culto y la espiritualidad ortodoxos, se les da una importancia
trascendente a estos dos sucesos. En el calendario bizantino la Transfiguración se
cuenta entre las Doce Grandes Fiestas, y goza de una preeminencia en el año
litúrgico de la Iglesia
mucho mayor a la que se le suele brindar en occidente; ya vimos, además, cuán
céntrico es el lugar que ocupa la luz increada de Tabor en la doctrina ortodoxa
de la oración mística. En cuanto a la Resurrección, la vida entera de la Iglesia Ortodoxa
rebosa de su espíritu:
A través de todas las vicisitudes de su historia, la Iglesia griega ha logrado
conservar algo del espíritu mismo de la época primera del cristianismo. Su
liturgia contiene todavía aquel elemento de pura alegría, infundida por la Resurrección del
Señor, que hallamos tantas veces en los escritos cristianos primitivos.
El motivo de la Resurrección de Cristo
vincula todos los conceptos y realidades teológicos del cristianismo oriental y
los une en conjunto armonioso.
Sin embargo, erraría mal quien pensara que la Ortodoxia no es más que
el culto a la gloria divina de Cristo, a Su Transfiguración y Resurrección. Por
muy intensa que sea la devoción de los ortodoxos a la divina gloria de nuestro
Señor, permanecen igualmente sensibles a Su humanidad. Hágase notar, por
ejemplo, el amor de los ortodoxos a la Tierra Santa: no existe forma de reverencia más
viva que la de los creyentes ortodoxos más piadosos para con los lugares
exactos donde Cristo Encarnado vivió como hombre, donde como hombre comió, enseñó,
sufrió y murió. Tampoco es cierto que la sensibilidad a la alegría de la Resurrección lleve a que
los ortodoxos subestimen la importancia de la Cruz. Las representaciones
figurativas de la
Crucifixión predominan igual en las iglesias ortodoxas que en
las no-ortodoxas, e incluso la veneración a la Cruz es más elaborada en el culto bizantino que
en el latino.
Por lo tanto, es menester rechazar por equivocada la
afirmación muy corriente de quienes alegan que la devoción de los cristianos orientales
se concentra en Cristo Resucitado, y la de los occidentales en Cristo Crucificado.
Si se quiere resaltar el contraste, sería más acertado decir que en oriente y
en occidente se enfoca la
Crucifixión de dos maneras un poco distintas. Donde mejor se
observa la actitud ortodoxa hacia la Crucifixión es en los himnos que se cantan el día
de Viernes Santo, como por ejemplo el siguiente:
El que se arropa de luz como de un
manto,
Desnudo estuvo en el juicio,
En Sus mejillas recibe cachetadas
De manos que Él mismo creó.
La multitud rebelde clavó a la Cruz
Al Señor de la gloria.
El día de Viernes Santo, pues, la Iglesia Ortodoxa
contempla no sólo el dolor y el sufrimiento humano de Cristo, sino el contraste
entre Su humillación externa y Su gloria interna. Los ortodoxos ven no sólo a
la humanidad atormentada de Cristo, sino
a Dios atormentado:
Hoy es tendido en el árbol Aquél
Que tendió la tierra en medio de las
aguas.
Una corona de espinas Le corona a
Aquél
Que es el rey de los ángeles.
Se Le envuelve en púrpura burlesca
a
Aquél Que envuelve en nubes a los cielos.
A través del velo de la carne deshecha y sangrienta
de Cristo, los ortodoxos vislumbran todavía el Dios Trino. Hasta Gólgota llega a
ser medio de la teofanía; incluso el día de Viernes Santo se oye en la Iglesia el sonido alegre de
la Resurrección:
Alabamos Tu Pasión, O Cristo:
¡Muéstranos también Tu gloriosa
Resurrección!
Glorifico Tus sufrimientos,
Elogio Tu entierro y Tu Resurrección,
Gritando: ¡Señor, gloria a Tí!
La
Crucifixión no se
separa de la Resurrección,
porque ambos constituyen un solo acto íntegro. El Calvario siempre se contempla
a la luz del sepulcro vacío; la
Cruz es emblema de la victoria. Cuando los ortodoxos piensan
en Cristo Crucificado, piensan no sólo en Su sufrimiento y aflicción; piensan
también en Cristo Vencedor, Cristo Rey, reinando triunfante desde el Arbol:
El Señor vino al mundo y moró entre
los hombres para que pudiera derrocar la tiranía del Demonio y libertar a los
humanos. En el Arbol venció a las fuerzas que Le resistían, cuando el sol se
oscureció y la tierra tembló, cuando los sepulcros se abrieron y los cuerpos de
santos resucitaron. Por la muerte superó a la muerte, y aniquiló al que tenía
el poder de la muerte.
Cristo es nuestro rey vencedor, no a pesar de la Crucifixión, sino que gracias a ello: ‘Le llamo rey, porque Le
veo Crucificado.
Tal es el espíritu en que los cristianos ortodoxos
interpretan la muerte de Cristo en la Cruz. Este modo de abordar la Crucifixión tiene, por
supuesto, muchos puntos en común con el enfoque de los occidentales del medioevo
y de postrimerías del medioevo; mas el enfoque occidental contiene también
ciertos elementos que a los ortodoxos les provoca inquietud. En occidente,
según lo ven ellos, se tiende a contemplar la Crucifixión en
aislamiento, escindiéndola de manera excesivamente tajante de la Resurrección. Como
consecuencia, sucede que la visión de Cristo como Dios atormentado viene a reemplazarse
en la práctica por la imagen de la humanidad atormentada de Cristo: cuando el
fiel occidental medita en la Cruz,
con demasiada frecuencia se siente estimulado a compadecerse al nivel emocional
con el Hombre de los Dolores, en vez de adorar al rey victorioso y triunfante.
Los ortodoxos simpatizan bien con la forma de expresarse del gran himno latino
de Venantius Fortunatus (530-609), el Pange
lingua, que saluda a la Cruz
como emblema de la victoria:
Proclama, lengua mía, la batalla
gloriosa,
Proclama el fin de la lucha;
Ahora, sobre la Cruz, nuestro trofeo,
Que resuene el cántico del triunfo:
Anuncia como Cristo, redentor del
mundo,
Venció el día que fue víctima.
Simpatizan, igualmente, con aquel otro himno de Fortunatus,
Vexilla regis:
Se cumplen todas las profecías de David
En cantigas proféticas, auténticas
y antiguas,
Entre las naciones, dijo, Dios
Ha reinado y triunfado desde el Arbol.
Sin embargo, los ortodoxos se sienten menos cómodos
ante las composiciones del medioevo postrero, tales como el Stabat Mater:
Angustiada, por Su pueblo y su
pecado,
Le ve languidecer victimizado,
Sangrar atormentado, sangrar y
fallecer:
Ve del Señor el Ungido capturado,
Ve su Hijo en la muerte desolado;
Y oye Sus gemidos y Su grito al
perecer.
Resulta significativo el hecho de que de los sesenta
versos que componen al Stabat Mater, ni
uno de ellos se refiere a la Resurrección. Los ortodoxos, por un lado, contemplan
principalmente a Cristo Victorioso; los occidentales del medioevo y del
pos-medioevo contemplan principalmente a Cristo Víctima. Los ortodoxos
interpretan la Crucifixión principalmente como acto victorioso y triunfante
sobre los poderes del mal, ¿en occidente - sobre todo desde tiempos de Anselmo
de Cantórbery (?1033-1109) - en cambio, se suele enfocar a la Cruz en términos penales y
jurídicos, como acto de reparación o sustitución destinado a propiciar la ira de
un Padre indignado.
A pesar de todo, no se debe insistir excesivamente en
los contrastes que se acaban de trazar. Los escritores de oriente, tanto como
los de occidente, también emplearon terminología penal y jurídica al hablar de la Crucifixión; y los
escritores de occidente, tanto como los de oriente, nunca cesaron de
interpretar a los sucesos del Viernes Santo como momentos victoriosos. En
occidente, a partir de la década de los 1930, se ha visto avivarse la noción
patrística de Christus Victor, tanto
en la teología como en la espiritualidad y el arte; y los ortodoxos, se sienten
muy contentos de que las cosas sigan así.
EL ESPÍRITU SANTO
La actividad entre los humanos y la segunda y
tercera personas de la Trinidad
es complementaria y recíproca. La obra redentora de Cristo es inseparable de la
obra santificadora del Espíritu Santo. El Verbo se encarnó, dice Atanasio, para
que nosotros pudiésemos recibir el Espíritu: desde esa perspectiva, el pleno ‘objetivo’ de la Encarnación fué la
misión del Espíritu el día de Pentecostés.
La
Iglesia Ortodoxa
reconoce desde siempre la fuerte importancia de la obra del Espíritu Santo.
Como ya comprobamos, uno de los motivos por los que los ortodoxos se opusieron
al Filioque es que les parecía tener
tendencia a subordinar y menospreciar el Espíritu. San Serafín de Sarov resume
brevemente el propósito de la vida cristiana como ni más ni menos que la
adquisición del Espíritu Santo, cuando le dice a Motovilov al iniciar la
conversación con él:
La oración, el ayuno, las vigilias,
y todas las demás prácticas cristianas, por muy beneficiosas que sean de por
sí, desde luego no constituyen la meta de la vida cristiana: son simplemente los
medios imprescindibles por los que se consigue aquella meta. Porque la
auténtica meta de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo de
Dios. En cuanto a los ayunos, las vigilias, la oración, las limosnas y los
demás buenos actos cometidos en nombre de Cristo constituyen tan sólo los
medios de adquisición del Espíritu Santo de Dios. Fíjate bien que solamente los
buenos actos hechos a nombre de Cristo producen los frutos del Espíritu.
Según el comentario de Vladimir Lossky, ‘Esa
definición, por muy simplificada que parezca a primera vista, resume toda la
tradición espiritual de la Iglesia Ortodoxa.’ Como dijo Teodoro, discípulo de San Pacomio: ‘¿Qué
cosa más grande existe que la posesión del Espíritu Santo?’
En el próximo capitulo observaremos la plaza que
ocupa el Espíritu en la doctrina ortodoxa de la Iglesia; y en capítulos posteriores
se comentará el rol del Espíritu Santo en el culto ortodoxo. En todos los actos
sacramentales de la Iglesia,
y sobre todo en el punto álgido de la Oración Eucarística,
es invocado el Espíritu Santo con gran solemnidad. En sus oraciones privadas al
comienzo de cada día, el cristiano ortodoxo se encomienda a la protección del
Espíritu al pronunciar el siguiente rezo:
O Rey celestial, Consolador,
Espíritu de la Verdad,
que estás presente en todas partes y llenas todo, tesorería de bendiciones y vivificador,
ven y mora en nosotros. Límpianos de toda impureza, y, bondadoso, salva
nuestras almas.
‘PARTICIPANTES DE LA NATURALEZA DIVINA’
La meta de la vida cristiana, descrita por San
Serafín como la adquisición del Espíritu Santo de Dios, se puede definir igual
de acertadamente en términos de la deificación.
Basilio describe a la persona humana como una criatura que recibe la orden
de hacerse dios; y Atanasio, como ya lo sabemos, dijo que Dios se hizo humano
para que nosotros los humanos nos pudiéramos hacer Dios. ‘En Mi reino, dijo
Cristo, yo seré Dios en compañía de vosotros, también dioses.’ A tal meta, según la enseñanza de la Iglesia Ortodoxa,
debe apuntar todo cristiano: hacerse dios, conseguir la theosis, la ‘deificación’ o la ‘divinización’. Para los ortodoxos,
nuestra salvación y redención suponen nuestra deificación.
La doctrina de la deificación reposa en la idea
subyacente de que la persona humana está hecha a imagen y semejanza de Dios,
Santa Trinidad. ‘Que todos sean una sola cosa,’ según la súplica de Cristo en
el Cenáculo, ‘como Tú, Padre, en mi y yo en tí, que también ellos sean una sola
cosa en Nosotros’ (San Juan 17:21).
Así como las tres personas de la
Trinidad ‘moran’ el uno en los otros, a fuerza del movimiento
continuo del amor, nosotros los humanos, hechos a la imagen de la Trinidad, somos llamados
a ‘morar’ en el Dios Trinitario. Cristo ruega que podamos compartir la vida de la Trinidad, el movimiento y
el intercambio de amor que entrelaza las tres personas divinas; ruega Él que nosotros
seamos incorporados en la
Divinidad. Los santos, como nos lo dice Máximo el Confesor,
son los que expresan la Santa Trinidad dentro de sí. Esta noción de la unión
personal y orgánica entre Dios y los humanos - que Dios habita en nosotros y
nosotros habitamos en Él - figura repetidamente en el Evangelio de San Juan; es
motivo también muy corriente en las Cartas de San Pablo, quien enfoca la vida
cristiana ante todo como vida ‘en Cristo’. La misma idea aparece en el famoso
texto de II San Pedro: ‘...preciosas y ricas promesas en orden a hacernos participantes
de la naturaleza divina...’ (i, 4). Resulta importante tener en cuenta estas
fuentes neotestamentales. Lejos de traicionar las Escrituras (como a veces se
alega), la doctrina ortodoxa de la deificación se basa en fuertes fundamentos bíblicos:
en los textos de Pablo y del Cuarto Evangelio, además de la citación de II San
Pedro.
La idea de la deificación debe entenderse siempre a
la luz de la distinción entre la esencia de Dios y de Sus energías. La unión
con Dios significa la unión con las energías divinas, no con la esencia divina:
por mucho que se hable de la deificación y de la unión, los pertenecientes a la Iglesia Ortodoxa
rechazan toda forma de panteísmo.
Cabe realzar otro punto que está estrechamente imbricado
con lo antedicho y que cobra la misma importancia. La unión mística entre Dios
y el ser humano es una unión auténtica, pero unión en la que el Creador y la
criatura no se funden en un solo ser. A diferencia de las religiones orientales
en las que se enseña que el ser humano se absorbe o es tragado por la
divinidad, en la teología mística ortodoxa siempre se insistió que nosotros los
humanos, por muy estrecho que sea nuestro vínculo con Dios, siempre conservamos
nuestra plena integridad personal. Aun cuando se deifique, la persona humana
permanece distinta (aunque no separada) de Dios. El misterio de la Trinidad es misterio de
la unidad en la diversidad, por lo
tanto los que logren expresar dentro de sí la Trinidad no sacrifican
sus características personales. Cuando escribió San Máximo ‘Dios y los que son
dignos de Dios comparten una sola energía, la misma para los dos’, no
quería decir que los santos perdiesen su albedrío, sino que al deificarse su
voluntad se conforma voluntariamente y por amor con la voluntad de Dios. Tampoco
se debe creer que al ‘hacerse dios' la persona humana, deja de ser humana: ‘Seguimos
siendo criaturas mientras seamos deificados por la gracia, así como Cristo
siguió siendo Dios cuando se humanizó en la Encarnación.’ El ser humano no se convierte en Dios por naturaleza, sino que se convierte
solamente en ‘dios creado’, un dios por
la gracia o por estatus.
La deificación involucra también el cuerpo. Siendo la
persona humana una entidad unida de cuerpo y de alma, y puesto que Cristo Encarnado
salvó y redimió la persona entera, esto presupone que ‘nuestro cuerpo es deificado
a la misma vez que nuestra alma’. La divina semejanza, que tenemos vocación de
realizar en nosotros, incluye el cuerpo. ‘Vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo’ escribe San Pablo (I Corintios
6:19). ‘Así que os ruego, hermanos, por
la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios’ (Romanos 12:1).
La plenitud de la deificación corporal se aplaza, sin embargo, hasta los
últimos Días, ya que durante la vida actual la gloria de los santos consiste por
lo general en esplendor interior, esplendor solamente del alma; pero cuando los
santos resuciten de los muertos y vistan su cuerpo espiritual, su santidad se
manifestará también por fuera. ‘El día de la Resurrección, la gloria
del Espíritu Santo emana desde dentro para
fuera, de modo que reviste y cubre los cuerpos de los santos - la gloria que
tuvieron ya antes, pero que residía encubierta en sus almas. Lo que ya tiene una
persona en la actualidad, eso mismo es lo que se manifiesta al exterior en su cuerpo. Los cuerpos de los santos por fuera quedarán
transfigurados por la luz divina, así como quedó transfigurado el cuerpo de
Cristo en el Monte Tabor. ‘Debemos igualmente aguardar con anhelo a la primavera
del cuerpo.
Pero a veces incluso durante esta vida actual ha
habido santos que experimentaron las primicias de la glorificación visible y corpórea.
El más conocido es San Serafín pero no ha sido el único caso. Cuando estaba
rezando una vez Arsenio el Grande, sus discípulos le vieron ‘cual un fuego’; y se cuenta de otro Padre del Desierto que ‘al
igual que Moisés recibió la imagen de la gloria de Adán, cuando su rostro fue
glorificado; asimismo el rostro de Abba Pambo brillaba como los
relámpagos, y parecía rey sentado en su trono.’ Según Gregorio Palamás: ‘Si en el tiempo venidero el
cuerpo compartirá inefables bendiciones con el alma, a buen seguro debe compartirlas
también ahora, en la medida de lo posible.’
Estando convencidos de que el cuerpo es santificado
y glorificado con el alma, los ortodoxos sienten una inmensa veneración a las
reliquias de los santos. Lo mismo que los católicos romanos, creen que la
gracia de Dios que estuvo presente en los cuerpos de los santos durante la vida
permanece activa en sus reliquias tras la muerte, y que Dios se sirve de estas
reliquias como cauce del poder divino e instrumento sanativo. Se dan casos en
los que los cadáveres de los santos se han conservado milagrosamente incorruptos,
pero incluso en los casos donde no haya ocurrido esto, los ortodoxos les brindan
reverencia igual de intensa a los huesos. La veneración a las reliquias no es
fruto de la ignorancia o de la superstición, sino que radica en el hondo entendimiento
teológico del cuerpo.
No sólo nuestro cuerpo humano, sino también toda la
creación material quedará en un futuro transfigurado: ‘Ví un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra han desaparecido’ (Apocalipsis 21:1). La humanidad redimida no será arrebatada del resto de la creación,
sino que la creación será salvada y glorificada junto con nosotros los humanos (los
iconos, como ya se vió, son las primicias de la redención material).’ ‘La creación está aguardando en anhelante espera la
revelación de los hijos de Dios ... con la esperanza de que la creación será librada
de la esclavitud de la corrupción para ser admitida a la libertad de la gloria
de los hijos de Dios. Sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está
en dolores de parto hasta el momento presente’ (Romanos 8:19-22). Este concepto
de la redención cósmica, así como la
doctrina ortodoxa del cuerpo humano y la doctrina ortodoxa de los iconos, parte
de la base del correcto entendimiento de la Encarnación: Cristo
asumió la carne - entidad de orden material - y por ello posibilitó la
redención y metamorfosis de la creación entera
- tanto lo inmaterial como lo físico.
La sensibilidad a la santidad intrínseca de la tierra
- creación de Dios, corrupta por la caída, mas redimida con nosotros en Cristo
- les ha incitado a varios ortodoxos eminentes a sentir una inquietud creciente
por la contaminación ambiental. La crisis ecológica de actualidad le apenaba en
particular al finado Patriarca Ecuménico Dimitrios. En su mensaje navideño de
1988 enfatizó: ‘Considerémosnos a nosotros, cada uno según la posición que
ocupe, personalmente responsables del
mundo, que nos ha sido encomendado por Dios. Todo lo que el Hijo de Dios asume
e incorpora en Su cuerpo no ha de perecer, sino que debe convertirse en ofrenda
eucarística al Creador, en pan vivificador, compartido con los demás en
justicia y en amor, himno de paz para todas las criaturas de Dios.’
En 1989 el
Patriarca Dimitrios promulgó una carta encíclica especial en la que llamó a que
todos mostrasen el ‘espíritu eucarístico y ascético’ y designó al día uno de septiembre
- día en el que comienza el año eclesiástico de la Iglesia Ortodoxa
- como ‘día de la protección del medio ambiente’, a observarse (según él
esperaba) no solamente por los ortodoxos sino también por los demás cristianos.’ Según lo dijo San Siluán del Monte Athos, ‘El
corazón que aprendió a amar se compadece de toda la creación.’ Nuestra prerrogativa
humana consiste no en aprovecharnos del mundo explotándolo, sino cuidándolo con
cariño y sensibilidad, y ofrendando, en capacidad de sacerdotes cósmicos, la
creación de nuevo al Creador, con agradecimiento.
La terminología esta de la deificación y la unión,
de la transfiguración del cuerpo y la redención cósmica, puede que suene remota
y alejada de las experiencias de los cristianos normales y corrientes; pero
quien así pensara, mal entendería la concepción ortodoxa de la theosis. Para evitar desinteligencias,
es menester puntualizar seis temas.
En primer término, la deificación no es cosa reservada
para unos cuantos iniciados selectos, sino el destino de todos por igual. La Iglesia Ortodoxa
cree que es el objetivo normal para todos los cristianos, sin excepción alguna.
Por supuesto, no seremos deificados del todo hasta el último Día; pero el
proceso deificador debe iniciarse para cada uno de nosotros ahora, en la vida y
el mundo presentes. Cierto es que en la vida presente son muy escasos los que
consiguen la plena unión mística con Dios. Pero todo buen cristiano intenta amar
a Dios y cumplir Sus mandamientos; mientras procuremos hacer aquello con toda
sinceridad, por muy débiles que sean nuestras tentativas y por más que
fracasemos y caigamos, ya se puede decir que estamos deificados en cierta medida.
En segundo término, el hecho de que una persona se
deifique no supone que pierda, ella o él, conciencia del pecado. Todo lo contrario,
la deificación supone el arrepentimiento continuo. El santo puede que haya
avanzado gran distancia en el camino de la santidad, pero no quiere decir que ella
o él deje de emplear la
Oración de Jesús, ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador’. San Siluán del Monte Athos solía decirse
a sí mismo: ‘Mantén la mente en el infierno sin desesperarte’; otros de los
santos ortodoxos repetían el dicho ‘Todos se salvarán, solamente yo quedaré
condenado.’ La teología mística ortodoxa es teología de la gloria y la transfiguración,
pero es también teología de la penitencia.
En tercer término, no tienen nada de esotérico o
extraordinario los métodos que debemos emplear a fin de ser deificados. Si
alguien pregunta: ‘¿Cómo puedo hacerme dios?’ la respuesta es sencilla: ve a la
iglesia, participa en los sacramentos con regularidad, ora a Dios ‘en espíritu y
en verdad’, lee los Evangelios, observa los mandamientos. Este último elemento
- ‘observa los mandamientos’ - nunca se debe olvidar. Tanto los ortodoxos como
los cristianos de occidente rechazan firmemente las formas del misticismo que
pretenden prescindir de normas éticas.
En cuarto término, la deificación no es proceso
solitario sino ‘social’. Ya dijimos que la deificación supone la ‘observancia
de los mandamientos’; esos mandamientos fueron descritos en resumen por Cristo
como amor a Dios y amor al prójimo. Las dos formas del amor son inseparables.
Una persona solamente podrá amar al prójimo como a sí mismo si ante todo ama a
Dios; y el que no ama a su hermano no puede amar a Dios (I Juan 4:20). Por ende
que de egoísmo, la deificación no tiene nada; solamente si la persona ama al
prójimo puede ser deificada. ‘De nuestro hermano viene la vida y de nuestro
hermano viene la muerte,’ dijo Antonio de Egipto. ‘Si nos ganamos nuestro hermano
nos ganamos Dios, pero si hacemos que nuestro hermano tropiece, ofendemos a
Cristo.’ Al estar hechos a la imagen de la Trinidad, los humanos
solamente pueden realizar la semejanza divina si conviven de modo comunitario,
tal y como vive la
Bendita Trinidad: así como las tres personas de la Divinidad ‘moran’ el uno
en los otros, nosotros hemos de ‘morar’ en nuestros compañeros, viviendo no
para nosotros mismos nada más, sino que en
y para los demás. ‘Si me fuera posible encontrar un leproso,’ dice uno de
los Padres del Desierto, ‘para darle mi cuerpo a cambio del suyo, lo haría
gustosamente. Eso es el amor perfecto.’ Así es la naturaleza auténtica de la deificación.
En quinto término, el amor a Dios y a nuestros
prójimos debe ser práctico: los ortodoxos rechazan todas las modalidades del
Quietismo, todo tipo de amor que no conlleve la acción. Si bien la deificación abarca
las alturas más excelsas de la experiencia mística, tiene también aspectos más
prosaicos y mundanos. Cuando se piensa en la deificación, se debe pensar en los
Hesicastas, rezando, silenciosos, como también en el luminoso rostro de San
Serafín se debe pensar también, empero, en San Basilio cuidando de los enfermos
en el hospital de Cesarea, en San Juan Limosnero ayudando a los pobres de
Alejandría, en San Sergio, con su ropa inmunda, labrando de paisano en la
huerta para tener de dar de comer a los huéspedes de su monasterio. No son dos
vías distintas, sino una.
En último término, la deificación presupone vida
eclesial, vida sacramental dentro de la Iglesia. La theosis
a semejanza de la
Trinidad supone la vida comunitaria, y solamente dentro de la Iglesia se puede realizar
de modo adecuado esa vida comunitaria de coinherencia. La Iglesia y los sacramentos
son los medios asignados por Dios, por los que obtenemos el Espíritu santificador
y nos transforma en semejanza divina.
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