LA IGLESIA ORTODOXA. FE Y CULTO: LA IGLESIA DE DIOS. KALLISTOS WARE CAPITULO 12


CAPÍTULO 12

La Iglesia de Dios

 Cristo amó a la Iglesia, y se entregó Él mismo por ella. Efesios v, 25

La Iglesia, única, es idéntica al Señor- Su cuerpo, de Su carne y de Sus huesos. La Iglesia es la vid viviente, nutrida por Él y crece en Él. Nunca penséis en la Iglesia aparte del Señor Jesucristo, del Padre y el Espíritu Santo.

San Juan de Kronstadt

 DIOS Y SU IGLESIA

 El cristiano ortodoxo cobra viva conciencia de que pertenece a una comunidad. ‘Sabemos que cuando caiga cualquiera de nosotros,’ escribe Khomiakov, ‘cae solo; pero nadie se salva solo. Se salva uno dentro de la Iglesia, como miembro de ella y en unión con todos los demás miembros’[1]

 Ya se destacaron, en la primera parte de este libro, algunos puntos de diferencia entre la doctrina ortodoxa de la Iglesia y las de los cristianos de occidente. A diferencia de los protestantes, los ortodoxos insisten en la estructura jerárquica de la Iglesia, en la Sucesión Apostólica, el episcopado y el sacerdocio; les piden a los santos que oren por ellos, e interceden por los difuntos. Hasta este punto los ortodoxos concuerdan con los católicos romanos - pero cuando éstos hacen hincapié en la supremacía y la jurisdicción universal del Papa, los ortodoxos lo hacen en los cinco Patriarcas y el Concilio Ecuménico; cuando los romanos insisten en la infalibilidad papal, los ortodoxos insisten en la infalibilidad de la Iglesia como conjunto. Indudablemente, ambos partidos en mayor o menor grado y medida interpretan injustamente a los otros; sin embargo, cabe repetir que a los ortodoxos les parece que los romanos conciben a la Iglesia demasiado en términos de poder y organización terrena, en cambio a los romanos les parece que la doctrina eclesiológica ortodoxa, más espiritual y mística, es vaga e incompleta, carente de coherencia.

 Los ortodoxos responderían que no es verdad que descuidan de la organización terrena de la Iglesia, sino lo contrario: basta con echar un vistazo a los Cánones para darse cuenta en seguida de que se dispone de todo un sistema de reglas estrictas y minuciosas.

 Con todo, no es de dudar que el concepto ortodoxo de la Iglesia es en cierto sentido espiritual y místico: concretamente, 1a teología ortodoxa nunca trata la dimensión terrestre de la Iglesia por separado, sino que la concibe siempre como la Iglesia en Cristo y el Espíritu Santo. Todo el pensamiento ortodoxo acerca de la Iglesia parte de las relaciones especiales que existen entre la Iglesia y Dios. Destacamos tres frases que sirven para caracterizar esas relaciones:

 la Iglesia es

(1) imagen de la Santa Trinidad,

(2) el Cuerpo de Cristo,

(3) el Pentecostés continuado.

 Es decir que la doctrina ortodoxa de la Iglesia es Trinitaria, Cristológica y ‘pneumatológica’.

 (1) Imagen de la Santa Trinidad. Lo mismo que cada persona individual está hecha a la imagen del Dios Trinitario, la Iglesia en conjunto es ícono de Dios, la Trinidad, y reproduce en la tierra el misterio de la unidad en la diversidad. En la Trinidad, los tres son uno, sin que ninguno de ellos pierda su plena personalidad; en el caso de la Iglesia, se aúna todo un sinfín de personas humanas, pero cada una de ellas conserva, ella o él, su diversidad personal sin perjuicios. La cohabitación recíproca de las tres personas de la Trinidad es reflejada por la correlación de los miembros de la Iglesia. En la Iglesia no hay desacuerdo entre la libertad y la autoridad; en la Iglesia existe la unidad sin necesidad de totalitarismo. Cuando los ortodoxos califican a la Iglesia de ‘Católica’, se refieren entre otras cosas a este milagro vivo de la unidad, de muchas personas en uno.

 

El concepto de la Iglesia como ícono de la Trinidad tiene muchas otras aplicaciones. ‘La unidad en diversidad’ - así como cada persona de la Trinidad es autónoma, la Iglesia está compuesta de unas cuantas Iglesias autocéfalas; así como las tres personas de la Trinidad son iguales, en la Iglesia ningún obispo puede pretender al poder absoluto sobre los demás; no obstante, así como en la Trinidad el Padre goza de pre-eminencia como fuente y manantial de la divinidad, en la Iglesia el Papa es ‘primero entre iguales’.

El concepto de la Iglesia como ícono de la Trinidad facilita también la comprensión del énfasis puesto por los ortodoxos en los concilios. Un concilio es expresión de la naturaleza Trinitaria de la Iglesia. El misterio de la unidad en la diversidad según la imagen de la Trinidad se evidencia en la práctica: los muchos obispos reunidos en el concilio llegan con toda libertad a un acuerdo, dirigidos por el Espíritu.

 

(2) El Cuerpo de Cristo. ‘Así, muchos, somos un solo cuerpo en Cristo’ (Romanos 12:5). Entre Cristo y la Iglesia existe el lazo más estrecho posible: según la frase famosa de Ignacio, ‘doquiera que esté Cristo, ahí está la Iglesia Católica’.[2] La Iglesia es la extensión de la Encarnación, lugar donde la Encarnación se perpetúa. La Iglesia, escribe el teólogo griego Christos Androutsos, es ‘centro y órgano de la obra redentora de Cristo ... no es ni más ni menos que la continuación y extensión de Su poder profético, sacerdotal y real ... La Iglesia y Su fundador están inextricablemente entrelazados ... La Iglesia es Cristo con nosotros.[3] Cristo no abandonó la Iglesia cuando ascendió al cielo: ‘Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo,’ prometió (San Mateo 28:20) ‘porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.' Es muy fácil caer en el error de hablar como si Cristo se hubiese ausentado:

 Todavía sigue aquí la Santa Iglesia aunque su Señor se haya ido.[4]

 Pero ¿cómo es que se dice que Cristo ‘se haya ido’, cuando Él mismo nos prometió su presencia perpetua?

 La unidad entre Cristo y Su Iglesia se efectúa sobre todo mediante los sacramentos. En el Bautismo, el nuevo cristiano es enterrado y resucitado en Cristo; en la Eucaristía, los miembros del Cuerpo de Cristo reciben Su Cuerpo en los sacramentos. Al unir los miembros de la Iglesia con Cristo, la Eucaristía les une a la misma vez entre sí, unos a otros: ‘Porque no hay más que un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan’ (1 Corintios 10:17). La Eucaristía crea la unidad de la Iglesia. La Iglesia (como hizo observar Ignacio) es sociedad eucarística, organismo sacramental que existe - y existe en su plenitud - doquiera que se celebre la Eucaristía. No es casual que el término ‘Cuerpo de Cristo’ signifique a la vez Iglesia y sacramento; ni tampoco que la frase communio sanctorum en el Credo Apostólico tenga dos significados, el de ‘comunión de personas santas’ (comunión de los santos) y el de ‘ comunión de cosas santas’ (comunión sacramental).

 La Iglesia hay que enfocarla con perspectiva principalmente sacramental. Su organización exterior, por importante que sea, es siempre secundaria a su vida sacramental.

 (3) Pentecostés continuado. Sucede que muchas veces, al enfatizar tanto la dimensión de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, se olvida el rol del Espíritu Santo. Pero como ya se dijo, Hijo y Espíritu obran juntos entre los humanos, de modo complementario, y eso tiene vigencia tanto en la doctrina de la Iglesia como en otros ámbitos. Si bien dijo Ignacio ‘doquiera que esté Cristo, ahí está la Iglesia Católica’, escribe Irineo con el mismo acierto que ‘doquiera que esté la Iglesia, ahí está el Espíritu, y doquiera que esté el Espíritu, ahí está la Iglesia’.[5] Precisamente porque es el Cuerpo de Cristo, la Iglesia es también templo y morada del Espíritu.

 El Espíritu Santo es Espíritu de la libertad. No es fuerza unificadora nada más, sino garante también de nuestra infinita diversidad dentro de la Iglesia: el día de Pentecostés, las lenguas de fuego eran hendidas, ‘se dividían’, y se posaban por separado sobre cada uno de los presentes. El don del Espíritu Santo es don que se entrega a la Iglesia, pero es a la vez don personal, del que cada uno se apropia de su modo individual. ‘Hay diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo’ (1Corintios 12:4). La vida en la Iglesia no supone la aniquilación de la especie humana, ni tampoco la imposición a todos por igual de un sistema rígido y uniforme, sino precisamente lo contrario. Lejos de manifestarse monótonos, carentes de personalidad, los santos evidenciaron temperamentos individuales. La monotonía es una característica no de la santidad, sino del mal.

 Así, en suma, son las relaciones entre la Iglesia y Dios. Esta Iglesia - ícono de la Trinidad, Cuerpo de Cristo, plenitud del Espíritu - es a la vez visible e invisible, divina y humana. Es visible porque está compuesta de parroquias concretas, observando el culto aquí en la tierra; es invisible, porque incluye también a los santos y a los ángeles. Es humana, porque sus miembros terrenales son pecadores; es divina, porque es el Cuerpo de Cristo. No hay separación entre lo visible y lo invisible, o (en terminología occidental) entre la Iglesia militante y la Iglesia triunfante, ya que ambas cosas constituyen una sola realidad indivisa. ‘La Iglesia visible, en la tierra, vive en plena comunión y unidad con el cuerpo entero de la Iglesia, de la que Cristo es la cabeza.[6] Se ubica en el punto  de intersección donde la Edad Presente cruza con la Edad Venidera, y subsiste en las dos Edades simultáneamente.

 Los ortodoxos, por lo tanto, aunque empleen terminología como ‘Iglesia visible e invisible’, insisten siempre en que no hay dos Iglesias sino una, únicamente. Como dice Khomiakov:

 Solamente relativo al hombre es posible detectar una división de la Iglesia en dos partes, la visible y la invisible; en realidad goza de unidad, verdadera y absoluta. Los que viven en la tierra, los que acabaron su curso terrestre, los que no fueron creados para la existencia terrestre, como los ángeles, las generaciones del futuro que todavía no comenzaron su curso terrestre, todos son unidos en el conjunto de una sola Iglesia y de la gracia de Dios, sola y única... La Iglesia, Cuerpo de Cristo, se revela y se cumple en el tiempo, sin cambiar su unidad esencial y su vida interna de gracia. Por eso, cuando se habla de ‘la Iglesia visible e invisible', se habla solamente relativo al hombre.[7]

 Según Khomiakov, la Iglesia se cumple en la tierra sin que se alteren sus características esenciales. Es el punto cardinal de la enseñanza ortodoxa. Los ortodoxos no creen solamente en una Iglesia ideal, invisible y celestial. Esta ‘Iglesia ideal’ existe visiblemente en la tierra, es una realidad concreta.

 Los ortodoxos procuran no perder de vista que la Iglesia tiene su elemento humano, tanto como el divino. El dogma de Calcedonia debe aplicarse tanto a la Iglesia como al mismo Cristo. Así como Cristo el Dios­Humano tiene dos naturalezas, divina y humana, en la Iglesia también se halla una sinergía, es decir cooperación, entre lo divino y lo humano. Sin embargo, es obvió que la humanidad de Cristo y la de la Iglesia son diferentes, siendo aquella perfecta e impecable, y ésta todavía no del todo. Solamente una parte de la humanidad de la Iglesia - los santos en el cielo - alcanzó la perfección, mientras que aquí en la tierra los miembros de la Iglesia siguen abusando de su libertad humana. La Iglesia en la tierra existe en estado de tensión: siendo ya Cuerpo de Cristo, es perfecta e impecable, pero como sus miembros son imperfectos y pecaminosos, se ve siempre obligada a transformarse plenamente en ella misma.[8]

 Pero el pecado humano no afecta la naturaleza esencial de la Iglesia. No es verdad que al estar compuesta de cristianos pecaminosos e imperfectos, la Iglesia terrestre peca y es imperfecta; ya que la Iglesia, incluso en su existencia terrestre, es cosa celestial, incapaz de pecar.[9] San Efrén de Siria habla certeramente de ‘la Iglesia de los penitentes, la Iglesia de los perecederos', pero esa Iglesia es a la vez ícono de la Trinidad. ¿Cómo puede ser que los miembros de la Iglesia sean pecadores, mientras pertenezcan simultáneamente a la comunión de los santos? ‘El misterio de la Iglesia consiste precisamente en el hecho de que los pecadores en conjunto se convierten en algo distinto a lo que son a nivel individual; ese “algo distinto” es el Cuerpo de Cristo.’[10]

 De tal manera se aborda en la Ortodoxia el misterio de la Iglesia. La Iglesia está vinculada integralmente con Dios. Es vida nueva según la imagen de la Santa Trinidad, vida en Cristo y en el Espíritu Santo, vida que se realiza por medio de la participación en los sacramentos. La Iglesia es realidad integra y única, terrestre y celeste a la vez, visible e invisible, humana y divina.

 UNIDAD E INFABILIDAD DE LA IGLESIA

 ‘La Iglesia es una. Su unidad radica necesariamente en la unidad de Dios.[11] 

Con esas palabras de salida, Khomiakov inicia su famoso ensayo. Si tomamos en serio el vínculo que hay entre Dios y Su Iglesia, nos es necesario concebir la Iglesia como una y única, así como Dios es uno y único: existe un solo Cristo, por lo cual no puede haber más que un solo Cuerpo de Cristo. Esa unidad no digamos que es solamente ideal e invisible; los teólogos ortodoxos se niegan a dividir la ‘Iglesia invisible’ de la ‘visible’, y por ende, se niegan a decir que la Iglesia es invisiblemente una pero visiblemente divisa. No: la Iglesia es una, en el sentido de que aquí en la tierra no existe más que una sola comunidad visible con derecho a pretender ser la Iglesia verdadera. La ‘Iglesia indivisa’ no es algo que existió solamente en tiempos pasados, y que se espera que vuelva a existir en el porvenir: sino que existe actualmente, en el tiempo y en el espacio. La unidad es una característica esencial de la Iglesia, y puesto que (pese a los pecados de sus miembros) conserva siempre sus características esenciales, es siempre y siempre será visiblemente una. Pueden surgir cismas de la Iglesia, pero no los cismas dentro de la Iglesia. Aunque es una verdad innegable que, al nivel meramente humano, la vida de la Iglesia está gravemente empobrecida a consecuencia de los cismas, tales cismas sin embargo no afectan la naturaleza esencial de la Iglesia.

 En cuanto a la enseñanza de la unidad visible de la Iglesia, la Ortodoxia simpatiza con el Catolicismo Romano mucho más que con el Protestantismo. Pero si nos preguntamos dónde radica y cómo se mantiene esa unidad visible, los romanos y los orientales contestan de manera algo distinta. Para los romanos, el principio unificador de la Iglesia es el Papa, cuya jurisdicción se extiende sobre todo el cuerpo; en cambio los ortodoxos no creen que ningún obispo disponga de semejante jurisdicción universal. En tal caso, ¿qué es lo que une a la Iglesia? Los ortodoxos responden, que el acto de la comunión en los sacramentos. La teología ortodoxa de la Iglesia es ante todo una teología de la comunión. Cada Iglesia local, como ya lo dijo Ignacio, es constituida por la congregación de los fieles, reunidos alrededor de su obispo y celebrando la Eucaristía; la Iglesia universal está constituida por la comunión mutua de los que dirigen las Iglesias locales, es decir los obispos. La unidad no se mantiene desde fuera por un Sumo Pontífice, sino que se alienta desde dentro en la celebración de la Eucaristía. La Iglesia no es una institución de estructura monárquica, centrada en un solo jerarca; es colegial, compuesta por la comunión recíproca de los numerosos jerarcas, y de cada jerarca con los miembros de su rebaño. El acto de comunión, por lo tanto, es el criterio de asociación a la Iglesia. El individuo deja de ser miembro de la Iglesia cuando rompe, el lazo de comunión con su obispo; y el obispo, por su parte, deja de ser miembro de la Iglesia cuando rompe el lazo de comunión con sus obispos hermanos.

 Puesto que la Iglesia Ortodoxa cree que la Iglesia terrenal permanece y ha de permanecer visiblemente una, cree lógicamente que ella misma constituye aquella Iglesia única y visible. Pretensión audaz, que a muchos les puede parecer incluso muy arrogante; eso sería entender mal el espíritu de la reivindicación. Los ortodoxos creen que ellos representan la verdadera Iglesia no en virtud de algún mérito personal, sino por gracia de Dios. Dicen, como dijo San Pablo, ‘... llevamos este tesoro en vasos de barro, para que aparezca que esta pujanza extraordinaria viene de Dios y no de nosotro’' (2 Corintios 4:7). Sin atribuirse mérito a ellos mismos, los ortodoxos están convencidos con toda humildad de que han sido los recipientes de un don divino, precioso y único; y que si empezasen a disimular ante los demás de no ser poseedores de semejante don, sería cometer un acto de traición ante el cielo.

 A veces los comentaristas ortodoxos hablan como si suscribieranla ‘Teoría de Ramas’, tal vez muy corriente entre los anglicanos tradicionalistas. (Según esta teoría, la Iglesia Católica se divide en varias ‘ramas’; normalmente se plantean tres ramas, que son la católica romana, la anglicana, y la ortodoxa.) Sin embargo, ese punto de vista desentona con la teología ortodoxa tradicional. Si se van a plantear ‘ramas’, las únicas ramas que puede tener la Iglesia Católica, desde el punto de vista ortodoxo, son las Iglesias Autocéfalas locales de la comunión ortodoxa.

 Como pretende ser la única y verdadera Iglesia, la Iglesia Ortodoxa cree también que ella, a su arbitrio, podría convocar y celebrar otro Concilio Ecuménico, igual de autoritario que los siete primeros. Desde que se escindieron oriente y occidente, los ortodoxos (a diferencia de los occidentales) nunca han querido, de hecho, convocar semejante concilio; lo cual no significa que se crean faltos de autoridad para hacerlo.

 Así, pues, es el concepto ortodoxo de la unidad de la Iglesia. También se enseña en la Ortodoxia que fuera de la Iglesia no hay salvación. Esta creencia parte de los mismos supuestos que la otra creencia en la unidad inquebrantable de la Iglesia: radica en la estrechez de las relaciones entre Dios y Su Iglesia. ‘Una persona no puede tener a Dios de Padre sin tener a la Iglesia de Madre.’[12] Así escribió San Cipriano; le parecía una verdad evidente, porque no concebía a Dios aparte de la Iglesia. Dios es la salvación, y el poder salvífico de Dios es transmitido a los seres humanos en Su Cuerpo, es decir Iglesia. ‘Extra Ecclesiam nulla salus. Toda la fuerza categórica y la agudeza de este aforismo reside en la tautología que comprende. Fuera de la Iglesia no hay salvación porque la salvación y la Iglesia son la misma cosa.’[13] De ahí ¿no será que quien no pertenezca visiblemente a la Iglesia acaba necesariamente condenado? Claro que no; mucho menos supone que todos los que sean miembros visibles de la Iglesia sean necesariamente salvados. Agustín, sagaz, comenta al respecto: ‘¡Cuantas ovejas quedan fuera, cuantos lobos dentro!’[14] Aunque no haya división entre la Iglesia visible’ y la ‘invisible’, puede ser aun así que haya miembros de la Iglesia quienes no lo sean de manera visible, conocidos como tales nada más que por Dios. Si alguien es salvado, tiene que ser en cierto sentido miembro de la Iglesia, a la fuerza, mas no sabemos siempre en qué sentido lo será.[15]

 

La Iglesia es infalible. La afirmación se deriva, igualmente, de la unidad indisoluble entre Dios y Su Iglesia. Cristo y el Espíritu Santo son infalibles y siendo la Iglesia el Cuerpo de Cristo, siendo un Pentecostés continuo, es por lo tanto verdadera. Es ‘columna y fundamento de la verdad’ (1 Timoteo 3:15). ‘Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad completa' (San Juan 16:13). Así fue la promesa de Cristo en el Cenáculo; y los ortodoxos creen que la promesa de Cristo no fallará. Dice Dositeo: ‘Creemos que la Iglesia Católica es alumna del Espíritu Santo ... y, por ende, creemos y profesamos como verdad inequívoca y cierta que es imposible que la Iglesia Católica yerre, o se engañe, o jamás elija la falsedad en lugar de la verdad.[16]

 La infalibilidad de la Iglesia es expresada principalmente por medio de los Concilios Ecuménicos. Pero para entender mejor qué es lo que hace que un concilio sea ecuménico, nos hace falta examinar el papel de los obispos y de los laicos en la comunión ortodoxa.

 OBISPOS:

LAICOS: CONCILIOS

 La Iglesia Ortodoxa es una Iglesia jerárquica. Constituyente esencial de su estructura es la Sucesión Apostólica de sus obispos. ‘La dignidad del obispo es tan necesaria en la Iglesia,’ escribe Dositeo, ‘que sin él no existirían ni la Iglesia ni el término ‘cristiano’; no se hablaría de ellos ... Es la imagen viviente de Dios en la tierra ... fuente de todos los sacramentos de la Iglesia Católica, y a través de él obtenemos nuestra salvación.[17]Quien no esté con el obispo,’ dice Cipriano, ‘no está en la Iglesia.’[18]

Cuando se elige y se consagra a un obispo, es dotado de tres poderes, que son los de (1) gobernar, (2) enseñar, y (3) celebrar los sacramentos.

 

(1)            El obispo es designado por Dios para dirigir y gobernar el rebaño bajo su cargo; es ‘monarca’ de su propia diócesis.

 

(2)            Al ser consagrado, el obispo recibe de parte del Espíritu Santo un don especial, es decir un carisma, por lo cual ejerce de docente de la fe. El obispo desempeña el ministerio de la enseñanza sobre todo en la Eucaristía, cuando predica su sermón a la gente; cuando otros miembros de la Iglesia - ya sacerdotes, ya laicos - predican sermones, actúan estrictamente en capacidad de delegados del obispo. Mas aunque el obispo disponga de su carisma especial, siempre es posible que caiga en el error y publique falsas enseñanzas: en este contexto, así como en otros, rige el principio de la sinergía, de modo que se dan casos en los que lo divino a veces no prima sobre lo humano. El obispo sigue siendo un hombre, y como tal puede errar. La Iglesia es infalible, pero la infalibilidad personal no existe.

 

(3) El obispo, según Dositeo, es la ‘fuente de todos los sacramentos’. En la Iglesia primitiva, el celebrante de la Eucaristía solía ser el obispo, e incluso hoy en día, cuando celebra un sacerdote la Divina Liturgia, actúa en realidad como suplente del obispo.

 La Iglesia, sin embargo, no es solamente jerárquica, sino también carismática y pentecostal. ‘No extingáis el Espíritu. No despreciéis las profecías’ (1 Tesalonicenses, 6: 19-20). El Espíritu Santo se difunde en todo el pueblo de Dios. Existe el ministerio especial, ordenado, de los obispos, sacerdotes, y diáconos; a la misma vez, el pueblo entero de Dios es profeta y sacerdote. En la Iglesia Apostólica, además del ministerio institucional conferido por imposición de manos, se daban otros carismata o dones concedidos directamente por el Espíritu Santo; Pablo alude al ‘don de curaciones', operaciones milagrosas, ‘diversidad de lenguas’, y tales cosas (1 Corintios 12: 28-30). En la Iglesia posterior, se han manifestado menos estos ministerios carismáticos, pero nunca se extinguieron del todo. Hace pensar en el ministerio, por ejemplo, de los ‘ancianos’, que tanto predominó en la Rusia del siglo XIX; no es un don impartido por acto especial de la ordenación, sino que lo puede ejercer el laico tanto como el sacerdote o el obispo. Serafín de Sarov y los startsy de Óptino ejercieron un influjo mucho mayor al de cualquier jerarca.

 Este aspecto ‘espiritual’, no institucional de la vida de la Iglesia lo han realzado particularmente los teólogos de la emigración rusa en tiempos recientes; mas también lo hacen resaltar los comentaristas bizantinos, más que nadie Simeón el Nuevo Teólogo. En varias ocasiones durante la historia de la Ortodoxia los ‘carismáticos’ estuvieron en pugna con la jerarquía, pero al fin y al cabo no debe haber contradicción entre estos dos grupos eclesiales; el mismo Espíritu obra en ambos.

 Al obispo le hemos denominado gobernador y monarca, pero son términos que no se deben tomar en un sentido impersonal o severo; cuando el obispo ejerce sus poderes, es dirigido por la ley cristiana del amor. No es tirano, sino padre, para su rebaño. La actitud ortodoxa a la dignidad episcopal viene certeramente expresada en la oración empleada en el acto de consagración:

 

Concede, Oh Cristo, que este hombre, nombrado ministro de la gracia episcopal, se convierta en imitador de Ti, Pastor Verdadero, y dé la vida por Tus ovejas. Hazle guía de los ciegos, luz de los que estén en las tinieblas, preceptor de los irrazonables, instructor de los necios, antorcha llameante para el mundo; para que habiendo dirigido a la perfección las almas que le fueron encomendadas en esta vida presente, se entregue inconfundible ante Tu trono judicial y reciba el gran premio que Tu preparaste para los que sufrieron en la prédica de Tu Evangelio.

 

La autoridad del obispo es fundamentalmente la autoridad de la Iglesia. Por eminentes que sean las prerrogativas del obispo, no es un personaje que se alza por encima de la Iglesia, sino oficiante de un cargo dentro de la Iglesia. El obispo y el pueblo forman una unidad orgánica; ninguno de los dos es comprensible aparte del otro. Sin los obispos no puede haber pueblo ortodoxo, sin el pueblo ortodoxo no puede haber verdaderos obispos. ‘La Iglesia,’ dice Cipriano, ‘consiste en la gente unida al obispo, el rebaño que se atiene al pastor. El obispo subsiste en la Iglesia, y la Iglesia en el obispo.’[19]

 Las relaciones entre el obispo y su rebaño son relaciones recíprocas. El obispo es nombrado por Dios preceptor de la fe, pero los custodios de la fe son más que los miembros del episcopado, son el pueblo de Dios entero, compuesto de obispos, clero y laicos. La proclamación de la fe y el ministerio de la verdad no son iguales: todos son ministros de la verdad, pero el cargo particular del obispo es proclamarla. La infalibilidad es inherente a la Iglesia entera, y no al episcopado solamente. Según precisaron los Patriarcas Ortodoxos en su Carta de 1848, enviada al Papa Pío IX:

 

En nuestra comunidad, ni los Patriarcas ni los Concilios jamás podrían introducir nuevas enseñanzas, ya que el guardián de la religión es el mismo cuerpo de la Iglesia, es decir, el mismo pueblo (laos).

 

Comenta Khomiakov al respecto:

 

Mal se equivoca el Papa al suponer que nosotros tenemos a la jerarquía eclesiástica de guardián del dogma. La realidad es muy otra. La certeza constante y la verdad inerrante del dogma cristiano no dependen de orden jerárquico alguno; son guardadas por la totalidad, por el pueblo entero de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo.[20]

 

 Este concepto del rol de los laicos en la Iglesia debe tenerse en cuenta al plantearse la pregunta de cuál es la naturaleza del Concilio Ecuménico. Los laicos son custodios y no preceptores; de ahí que aunque se les permite asistir al concilio y participar activamente en los procedimientos así como lo hicieron Constantino y otros Emperadores bizantinos), cuando llega el momento de proclamar la fe, son los obispos únicamente quienes toman la decisión final, en virtud de su carisma de preceptores.

 Sin embargo, un concilio de obispos puede que yerre o se engañe. Entonces ¿cómo se puede estar seguro de que tal o cual reunión constituya un verdadero Concilio Ecuménico y de que promulgue, por tanto, decretos infalibles? Muchos concilios han sido considerados ecuménicos y reivindicaron hablar en nombre de la Iglesia entera, sin embargo la Iglesia los rechaza de heréticos: el de Éfeso en 449, por ejemplo, o el Concilio Iconoclasta de Hieria en 754, o el de Florencia en 1438-9. Mas en apariencia exterior, esos concilios no parecen diferir de los Concilios Ecuménicos. ¿Cuál, pues, será el criterio determinante de si un concilio es ecuménico o no lo es?

 Es una pregunta con una respuesta más difícil que lo que pueda parecer, y a pesar de las largas discusiones que se han realizado al respecto en el mundo ortodoxo durante los últimos cien años, no sería cierto pretender que las soluciones que se han propuesto hayan sido completamente satisfactorias. Es consabido entre todos los ortodoxos cuáles son los siete concilios aceptados por la Iglesia como ecuménicos, pero no está tan claro qué es lo que garantiza que un concilio sea ecuménico. Fuerza es confesar que ciertos puntos de la teología ortodoxa de los concilios permanecen oscuras y requieren un estudio más detenido de parte de los teólogos. Teniendo presente estas dudas, fijémonos brevemente en la corriente actual del pensamiento ortodoxo al respecto.

 Planteándose la pregunta de que cómo se puede saber si un concilio es ecuménico o no, Khomiakov y sus colegas dan una respuesta que desde un principio parece clara y sencilla: el concilio no se ha de considerar ecuménico al no ser aceptados sus decretos por la Iglesia entera. Florencia, Hieria y los demás concilios de esta índole, parecieron ser ecuménicos en las apariencias exteriores, pero en realidad no lo fueron precisamente porque no ganaron la aprobación de la Iglesia en general. (Se podría protestar: de Calcedonia ¿qué? Fue rechazado por los sirios y egipcios - ¿se puede pretender, en vista de ello, que ‘ganó la aprobación e la Iglesia en general’ ?) Los obispos, argüía Khomiakov, reunidos en concilio en calidad de preceptores de la fe, definen y proclaman la verdad; pero sus definiciones han de ser aprobadas por el pueblo entero de Dios, incluidos los laicos, porque el pueblo entero de Dios constituye el custodio de la Tradición. Esa alegación, de que los concilios dependan de la aprobación de la Iglesia en general, provoca sospechas de parte de muchos teólogos, tanto griegos como rusos, quienes temen que Khomiakov y sus seguidores corran el riesgo de perjudicar las prerrogativas episcopales, ‘democratizando’ el concepto de la Iglesia. Sin embargo, la fórmula propuesta por Khomiakov goza actualmente de asentimiento bastante extenso en el ámbito del pensamiento ortodoxo, aunque con muchas reservas y cuidadosos calificativos.

 El acto de aprobación, por el que la Iglesia en general acepta los concilios, no debe entenderse en el sentido jurídico:

 No quiere decir que las decisiones del concilio hayan de ser confirmadas por plebiscitos generales, ni que sin plebiscito semejante carezcan de vigencia. No se realizan tales plebiscitos. Sino que a fuerza de la experiencia histórica queda claramente comprobado que la voz de determinado concilio corresponde a la voz auténtica de la Iglesia, o que no corresponde: eso es todo.[21]

 En el Concilio Ecuménico auténtico, los obispos reconocen cuál es la verdad, y la proclaman: esa proclamación luego se somete al asentimiento verificador del pueblo cristiano entero, asentimiento que no suele expresarse, por lo general, de forma oficial o explícita, sino que se vive.

 La ecumenicidad de un concilio no es una mera cuestión del número o de la distribución de los asistentes:

 

El Concilio ‘Ecuménico’ no lo es en virtud de la participación de los representantes acreditados de todas las Iglesias Autocéfalas, sino porque da testimonio de la fe de la Iglesia Ecuménica .[22]

 

La ecumenicidad de un concilio no es determinada solamente por criterios exteriores: ‘La verdad no tiene criterios exteriores, porque se manifiesta a sí misma y se aclara a lo interior.’[23] La infalibilidad de la iglesia no debe ‘exteriorizarse’, ni interpretarse de manera demasiado ‘material’:

 

Las decisiones conciliares derivan su vigencia, obligatoria para nosotros, no de la ecumenicidad, sino de la veracidad, de los concilios. Tocamos aquí el misterio fundamental de la doctrina ortodoxa de la Iglesia: la Iglesia es el milagro de la presencia de Dios entre los humanos, allende todo criterio ‘formal’ y de toda ‘infalibilidad’ formal. No es suficiente convocar un ‘Concilio Ecuménico’ ... también es necesaria la presencia, en medio de los reunidos, de Aquél que dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida.” Sin esa presencia, por muy numerosa y representativa que sea la reunión, no reposará en la verdad. Tanto a los protestantes como a los católicos romanos les cuesta entender esta verdad fundamental de la Ortodoxia: ambos materializan la presencia de Dios en la Iglesia- los unos en forma de la letra de las Escrituras, los otros en forma de la persona del Papa - no es que así procuren eludir el milagro, sino que lo revistan de forma concreta. En la Ortodoxia, el único ‘criterio de la verdad’ sigue siendo Dios Mismo, que reside misteriosamente en la Iglesia, y la dirige en el camino de la Verdad.[24]

 

LOS VIVOS Y LOS DIFUNTOS:

LA MADRE DE DIOS

 En Dios y en Su Iglesia no existe división entre los vivos y los difuntos, sino que todos son uno ante el amor de Dios. Bien vivos o bien muertos, todos los miembros de la Iglesia pertenecemos todavía a la misma familia, y seguimos todavía teniendo responsabilidad de cargar con el gravamen del prójimo. Por ello, así como aquí en la tierra los cristianos ortodoxos oran por los demás y piden a la inversa las oraciones de ellos, también oran por los fieles difuntos y piden a los fieles difuntos que oren por ellos. La muerte no es capaz de escindir los lazos de amor mutuo que unen a los miembros de la Iglesia.

 Las oraciones por los difuntos.

 ‘Junto con los santos concédeles el descanso, Oh Cristo, a las almas de Tus siervos, allá donde no hay ni enfermedad, ni duelo, ni suspiro, sino vida eterna.’ Así se suplica en la Iglesia Ortodoxa por los fieles difuntos; también así:

 

O Dios de los espíritus y de la carne, Tú pisoteaste la muerte y derrocaste al demonio, y entregaste la vida por Tu mundo. Dales descanso, Oh Señor, a las almas de Tus siervos difuntos, en un lugar de luz, de refrigerio y reposo, de donde huyeron el dolor, el duelo y el suspiro. Perdona todos los delitos que hayan cometido, bien sean de palabra, de hecho o de pensamiento.

 

Los ortodoxos están convencidos de que los cristianos aquí en la tierra deben orar por los difuntos, y confían en que tales oraciones les benefician a los difuntos. Pero ¿de qué manera precisamente nuestras oraciones les traen provecho a los difuntos? ¿Cuál, exactamente, es la situación en que se encuentran las almas durante el período que transcurre entre el día de su fallecimiento y la Resurrección del Cuerpo en el último Día? La enseñanza ortodoxa al respecto no queda clara del todo, y ha ido variando en épocas distintas. En el siglo XVII, varios escritores ortodoxos - de los que destacamos a Pedro de Moghila, y a Dositeo en su Confesión - sostuvieron la doctrina católica romana del Purgatorio, o cosa muy parecida a ello.[25] (Según la enseñanza romana más usual, al menos en el pasado, las almas en el Purgatorio padecen sufrimientos expiatorios, rindiendo así el ‘pago satisfactorio’ por sus pecados). Hoy en día, la mayoría, a no decir la totalidad, de los teólogos ortodoxos rechazan el concepto del Purgatorio, al menos expresado de esta forma. La mayoría tiende a proponer que los fieles difuntos no padecen sufrimiento alguno. Otra escuela de pensamiento mantiene que quizás sufran, pero de ser así, el sufrimiento es de tipo purificador y no expiatorio; ya que cuando fallece una persona en la gracia de Dios, Dios le perdona libremente todos sus pecados sin exigir penas expiatorias; Cristo, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es fuente única de nuestra expiación y reparación satisfactoria. Un tercer grupo prefiere dejar el tema abierto, sin resolver: evitemos, dicen, las formulaciones pormenorizadas acerca de la vida que sigue a la muerte, y en vez de ello portémonos con reserva reverente y agnóstica. Le sucedió una vez a San Antonio de Egipto que al inquietarse ante el misterio de la divina providencia, escuchó una voz que le dijo: ‘Antonio, atiendete a ti mismo; lo demás es cosa de los juicios de Dios, y no te toca a ti conocerlos.’[26]

 Los Santos.

 Simeón el Nuevo Teólogo describe a los santos en forma de cadena de oro:

 

La Santa Trinidad les aúna a todos, infundiéndose en cada uno desde el primero al último, desde los pies hasta la cabeza... Los santos de cada generación, agregándose a sus antecedentes, y repletos de luminosidad igual que ellos, forman una cadena dorada, de la que cada santo es un vínculo individual, unido al próximo por la fe, las obras y el amor. De modo tal que constituyen una sola cadena en el Dios único, nada fácil de quebrantar.[27]

 

Así es el concepto ortodoxo de la comunión de los santos. Es cadena de amor y oración mutuos; y los miembros de la Iglesia en la tierra, ‘llamados a ser santos’, toman parte de esa oración amorosa.

 A nivel individual, el cristiano ortodoxo tiene derecho a solicitar las oraciones de cualquier miembro de la Iglesia, sea canonizado o no. Sería de lo más normal que un huérfano ortodoxo, finalizando sus oraciones vespertinas, pidiese la intercesión de sus propios padres tanto como de los santos y de la Madre de Dios. En el culto público, sin embargo, la Iglesia normalmente solicita las oraciones solamente de los que haya proclamado santos; pero en ciertas circunstancias fuera de lo ordinario, puede que se establezca el culto público sin haberse celebrado ningún acto de canonización formal. La Iglesia griega bajo el Imperio Otomano en seguida empezó a conmemorar los Nuevos Mártires en sus actos litúrgicos, mas a fin de evitar que se dieran cuenta los turcos no se solía proclamarles santos en actos oficiales: el culto a los Nuevos Mártires, en la mayoría de los casos, fue algo que brotó espontáneamente, por iniciativas populares. Ocurre lo mismo en Rusia bajo los comunistas, donde se da el caso de los Nuevos Mártires rusos: durante larga temporada, les era brindada una veneración clandestina nada más por los creyentes ciudadanos de la ex­Unión Soviética, y solamente a partir de 1488 le fue posible a la Iglesia rusa proclamarles santos abiertamente.

 La veneración a los santos se imbrica estrechamente con la veneración a los íconos. Estos son colocados por los ortodoxos no sólo en las iglesias, sino también en cada habitación de sus casas, e incluso en los coches y en los autobuses. Los íconos así omnipresentes sirven de punto de contacto entre los miembros vivos de la Iglesia y los miembros antecedidos. Los íconos les ayudan a los ortodoxos a considerar a los santos no como personajes remotos y legendarios del pasado, sino como amigos personales y contemporáneos.

 Con motivo de su bautismo, al ortodoxo se le da el nombre de un santo, como símbolo de su ingreso en la unidad de la Iglesia que es Iglesia celestial tanto como Iglesia terrenal. Los ortodoxos observan una devoción particular al santo cuyo nombre comparten; normalmente guardan un ícono de su santo patrono en su habitación y le ruegan todos los días interceder por ellos. El día festivo del santo patrono se observa como fiesta onomástica, y para la mayoría de los ortodoxos (lo mismo que para la mayoría de los católicos romanos de Europa continental) es una fecha de mayor importancia a la del día de cumpleaños. En Serbia, cada familia suele tener su santo patrono propio, y el día del santo la familia entera celebra una fiesta colectiva que se llama una Slava.

 Cuando reza, el ortodoxo cristiano invoca no sólo a los santos sino también a los ángeles, y a su ángel custodio en particular. Los ángeles ‘nos cercan con sus intercesiones, y nos protegen al abrigo de sus alas protectoras de gloria inmaterial’.[28]

 La Madre de Dios. Entre los santos se le da puesto de honor especial a la Bendita Virgen María, venerada por los ortodoxos como la más excelsa de las criaturas de Dios, ‘más honrada que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines’.[29] Cónstese que la denominamos ‘más excelsa de las criaturas de Dios’; los ortodoxos, igual que los católicos romanos, veneran o reverencian a la Madre de Dios, pero en ningún sentido se diría que los miembros de cualquiera de las dos Iglesias la consideran como cuarta persona de la Trinidad, ni tampoco le conceden la adoración que reservan sólo para Dios. En la teología griega la distinción se traza con gran claridad; existe un vocablo especial, latreia, reservado para la adoración de Dios, a diferencia de la veneración a la Virgen para la que se emplean términos totalmente distintos (duleia, hyperduleia, proskynesis).

 En los oficios ortodoxos, se la menciona a María con gran frecuencia, y en cada ocasión se le suele atribuir su título completo: ‘Nuestra Santísima, inmaculada, bendita y glorificada Señora, Madre de Dios y siempre Virgen María’. Figuran los tres adjetivos principales atribuidos por la Iglesia Ortodoxa a Nuestra Señora: Theotokos (dió a luz a Dios), Aeiparthenos (Siempre Virgen), y Panagia (Toda Santa, Santísima). El primero de los tres epítetos le fue asignado por el tercer Concilio Ecuménico (el de Éfeso en 431), y el segundo epíteto le fue conferido en el quinto Concilio Ecuménico (el de Constantinopla en 553).[30]

El título de Panagia, aun sin haber sido término de definición dogmática, es aceptado y empleado por todos los ortodoxos.

 La apelación Theotokos tiene importancia particular, siendo término clave de la devoción ortodoxa a la Virgen. Le brindamos honor a María porque es la Madre de nuestro Dios. No la veneramos en aislamiento individual, sino a fuerza de su relación con Cristo. De ahí que la veneración a María, lejos de eclipsar la adoración de Dios, tiene el efecto contrario, precisamente: cuanto más estimemos a María, más viva conciencia cobramos de la majestad de su Hijo, ya que veneramos a la Madre precisamente a causa del Hijo que tuvo.

 Le brindamos honor a la Madre a causa del Hijo que tuvo: la Mariología, por ende, es mera extensión de la Cristología. Los Padres que asistieron al Concilio de Éfeso insistieron en llamarle Theotokos a María, no porque deseaban glorificarla a ella de por si, aparte de su Hijo, sino porque solamente así podrían salvaguardar la doctrina correcta de la persona de Cristo. Quien reflexione sobre lo que implica aquella gran frase, El Verbo se hizo carne, no podrá por menos que sentir un asombro profundo ante aquella que fue elegida como instrumento de misterio tan trascendente. Cuando la gente rehúsa reverenciarle a María, suele ser porque realmente no cree en la Encarnación.

 Pero los ortodoxos veneran a María también por otras razones; no sólo porque es Theotokos, sino también por ser Panagia, Toda Santa. De entre todas las criaturas de Dios, es ella quien mejor ejemplifica la sinergía o colaboración entre los propósitos de la divinidad y la libertad humana. Dios, que siempre respeta nuestro albedrío, no quiso encarnarse sin el libre consentimiento de Su Madre. Aguardó su respuesta voluntaria: ‘He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra’ (San Lucas 1: 38). María pudo haberse negado a ello: no fue pasiva nada más, sino participante activa del misterio. Según lo dice Nicolás Cabásilas:

 

La Encarnación no fue mero acto del Padre, de Su Poder y de Su Espíritu ... sino también fue obra de la voluntad y la fe de la Virgen ... Así como Dios se encarnó voluntariamente, quiso también que Su Madre le diese a luz libremente, con su pleno consentimiento.[31]

 

Si bien Cristo es el Nuevo Adán, María es la Nueva Eva, cuya obediencia y sumisión ante la voluntad de Dios hace contrapeso a la desobediencia de Eva en el Paraíso. ‘Así el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado a través de la obediencia de María; lo que Eva, virgen, ató mediante su descreencia, María, virgen, soltó mediante su fe.’[32] ‘Muerte por Eva, vida por María.’[33]

 La Iglesia Ortodoxa le llama a María ‘Toda Santa’; le llama también ‘inmaculada’ o ‘sin mancha’ (en griego achrantos); y todos los ortodoxos están de acuerdo en que Nuestra Señora fue exenta del pecado actual. Pero ¿fue también exenta del pecado original? Dicho de otra manera, ¿es que los ortodoxos concuerdan con la doctrina católica romana de la Inmaculada Concepción? Fue promulgada como dogma por el Papa Pío IX en 1854, y afirma que ya desde el mismo momento en que la concibió su madre, Santa Ana, María fue librada de ‘toda mancha del pecado original’ por decreto especial de Dios. La Iglesia Ortodoxa, de hecho, nunca se ha pronunciado definitiva y formalmente al respecto. En tiempos pasados, ortodoxos individuales promulgaron afirmaciones que, sin aseverar la doctrina misma de la Inmaculada Concepción, no obstante se asoman a ella bastante; a partir del año 1854, sin embargo, la gran mayoría de los ortodoxos han rechazado la doctrina, por varias razones. Les parece innecesario; les parece también que, al menos según la definición de la Iglesia Católica Romana, supone un falso entendimiento del pecado original; la doctrina les provoca sospechas porque parece desprender a María de los demás descendientes de Adán, y clasificarla en otra categoría distinta a la de los demás hombres y mujeres justos del Antiguo Testamento. Desde el punto de vista ortodoxo, no obstante, la cuestión entera pertenece al ámbito de la opinión teológica; si el ortodoxo individual hoy en día se sintiese obligado a aceptar la Inmaculada Concepción, no por ello se le podría calificar de hereje.

 Si bien los ortodoxos rechazan en gran parte la doctrina de la Inmaculada Concepción de María, sí creen, en cambio, en su Asunción Corpórea, y con firmeza.[34] Lo mismo que el resto de la humanidad, Nuestra Señora padeció muerte física, mas en el caso de ella la Resurrección del Cuerpo ocurrió con anticipación: tras su muerte, su cuerpo fue arrebatado o ‘asumido’ al cielo y su tumba quedó vacía. Traspasó la muerte y el juicio, y vive ya en la Edad Venidera. Lo cual no supone una separación entre ella y el resto de la humanidad, ya que esa misma gloria corpórea de la que María goza ya es cosa que todos esperamos compartir en un futuro.

 La creencia en la Asunción de la Madre de Dios viene afirmada por la Iglesia con claridad y sin equívocos en los himnos que se cantan el 15 de agosto, Fiesta de la ‘Dormición’. Sin embargo los ortodoxos, a diferencia de los católicos romanos, nunca proclamaron la Asunción como dogma, ni tampoco quisieran hacerlo. Las doctrinas de la Trinidad y la Encarnación se han proclamado como dogmas, eso sí, ya que forman parte íntegra de la prédica pública y evangelizadora de la Iglesia; en cambio, la glorificación de Nuestra Señora es cosa de la Tradición interna de la Iglesia:

 

Resulta tan difícil expresar como contemplar los misterios que la Iglesia resguarda en las más recónditas profundidades de su conciencia interna... La Madre de Dios nunca fue tema de la prédica pública de los Apóstoles; a Cristo se le predicó y proclamó desde los tejados de las casas, para que todos conociesen la enseñanza iniciativa destinada a todo el mundo, en cambio el misterio de su Madre fue revelado solamente a los que ya pertenecían a la iglesia... No es tanto objeto de la fe como fundamento de la esperanza, fruto de la fe, madurado en la Tradición. Por ello, observemos el silencio, y no intentemos dogmatizar acerca de la gloria suprema de la Madre de Dios.[35]

 

LAS ÚLTIMAS COSAS

 Para el cristiano existen tan solo dos alternativas, que son el cielo y el infierno. La iglesia aguarda siempre la consumación final, que en la teología griega es designada la apocatastasis o ‘restauración’, cuando Cristo de nuevo vendrá con abundante gloria para juzgar a vivos y muertos. Como ya vimos, la apocatastasis final representa la redención y glorificación de la materia: el último Día, los justos resucitarán de los sepulcros y serán unidos nuevamente a un cuerpo - no tal como el cuerpo que poseemos ahora, sino transfigurado y ‘espiritual’, en el que la santidad interior se manifiesta por fuera. Y además de nuestros cuerpos humanos, todo el orden material quedará transformado: Dios creará un cielo nuevo y una tierra nueva. En los años recientes, muchos cristianos - de occidente sobre todo, pero a veces también de la Iglesia Ortodoxa - sintieron que el concepto del infierno desentona con la creencia en el Dios del amor. Pero esa argumentación corresponde a un modo de pensar confundido y peligroso. Si bien es cierto que Dios nos ama con amor infinito, también es cierto que Él nos ha dotado de albedrío; como disponemos del albedrío, nos es posible rechazar a Dios. Y como existe el albedrío, existe el infierno; porque el infierno no es ni más ni menos que el rechazo a Dios. La negación del infierno equivale a la negación del albedrío. ‘Nadie abunda tanto como Dios en la bondad y la misericordia,’ escribe Marco el Monje o el Ermitaño (comienzos del siglo V); ‘pero ni siquiera Él perdona a los que no se arrepienten.’1 Dios no nos obliga a amarle, por que el amor forzado no es el amor; ¿cómo, pues, ha de poder Dios conciliar consigo mismo quienes rechazan toda conciliación?

 La actitud ortodoxa para con el Juicio Final y el infierno se expresa claramente en la selección de lecturas del Evangelio para las liturgias dominicales de los tres domingos sucesivos que preceden la Gran Cuaresma. El primer domingo se lee la parábola del Fariseo y el Publicano, y el segundo se lee la parábola del Hijo Pródigo, dos historias ilustrativas de la inmensa amplitud del perdón y la misericordia de Dios para con los pecadores arrepentidos. El Evangelio del tercer domingo, sin embargo - es la parábola de las Ovejas y los Cabritos - nos recuerda esa otra verdad: la posibilidad de rechazar a Dios y volver la cara para tornarse hacia el infierno. ‘Luego dirá también a los de la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno...”’ (San Mateo 25: 41).

 No hay terrorismo en la doctrina ortodoxa de Dios. Los cristianos ortodoxos no se encogen aterrorizados de miedo ante Él, sino que le consideran philanthropos, ‘quien ama la humanidad’. Tienen presente, no obstante, que Cristo en Su Segundo Advenimiento vendrá en capacidad de juez.

 El infierno, más que una cárcel donde Dios encierra a los seres humanos, es un lugar donde los humanos, al abusar de su albedrío, se encarcelan a sí mismos. Y hasta en el infierno a los injustos no se les priva del amor de Dios: al contrario, por su propia elección experimentan como sufrimiento lo que para los santos es experiencia gozosa. ‘El amor de Dios será tormento insoportable para los que no lo interiorizaron en sí mismos.’[36]

 El infierno existe como posibilidad final, pero algunos de los Padres creyeron no obstante que al final de las cosas, todos se conciliarán con Dios. El decir que todos han de ser salvados es herético, porque supone negar el albedrío; es admisible, sin embargo, esperar que todos ojalá sean salvados. Hasta que llegue el último Día, no debemos desesperarnos de la salvación de nadie, sino anhelar y rogar por la conciliación de todos, sin excepciones. No debe quedar nadie excluido de nuestras intercesiones de amor. ‘¿Qué es un corazón misericordioso?' pregunta Isaac el Sirio. ‘Es un corazón que arde de amor a toda la creación, a los humanos, las aves, los animales, los demonios, en fin, a todas las criaturas.’[37] Dice Gregorio de Nyssa que es legitimo para los cristianos aguardar la redención del mismísimo demonio.

 La Biblia termina tocando nota de anhelosa ansia: ‘Sí, yo vengo en seguida. Amén. ¡Ven Señor Jesús!’ (Apocalipsis 22: 20). Los cristianos primitivos rezaban con el mismo espíritu de esperanzado anhelo: ‘Venga la gracia, y el fenecimiento de este mundo.'[38] Por un lado, los cristianos primitivos se equivocaron; se imaginaban que el fin del mundo ocurriría muy pronto, sin embargo ya han transcurrido dos milenios y todavía no ha cuajado. No nos toca a nosotros saber los tiempos o momentos, y puede ser que el orden actual perdure muchos milenios más. Por otro lado, empero, la Iglesia primitiva acertó. Porque por tarde o temprano que ocurra, el fin es siempre inminente, siempre lo tenemos a mano en el sentido espiritual, por muy alejado que quede en el sentido temporal. El Día del Señor vendrá ‘como el ladrón en la noche’ (1 Tesalonicenses 5: 2), en un momento inesperado. Los cristianos, por eso, tanto hoy en día como en tiempos apostólicos, deben estarse atentos, aguardando, siempre a la expectativa. Una de las señas más esperanzadoras de avivación entre los ortodoxos de la actualidad es la conciencia renovada del Segundo Advenimiento y su importancia. ‘Cuando un pastor que estaba de visita en Rusia preguntó cuál era el problema más urgente para la Iglesia rusa, le contestó un sacerdote, acto seguido: la Parousía.[39]

 El Segundo Advenimiento, sin embargo, no es suceso venidero nada más, ya que en la vida de la Iglesia, la Edad Venidera ya comenzó a irrumpir en ésta la edad presente. Para los miembros de la Iglesia de Dios, los ‘Últimos Tiempos’ ya se inauguraron, porque los cristianos de aquí y de hoy gozan ya de las primicias del Reino de Dios. ¡Ven, Señor Jesús! Ya viene - en la Santa Liturgia y el culto de la Iglesia.



[1] G. Khomiakov, ‘The Church is One’, sección 9.

 [2] A los Esmirneos, viii, 2.

[3] Teología Dogmática (Atenas 1907). pp.262-5 (en griego).

[4] Letra de un himno anglicano, de J.M. Neale.

[5] Contra las Herejías III, 24: 1.

[6] Khomiakov, The Church is One, sección 9.

[7] ibid. sección 1.

[8] ‘La noción de que uno “llega a ser plenamente sí mismo”, es llave maestra de toda la enseñanza escatológica del Nuevo Testamento’ (Dom Gregory Dix, The Shape of the Liturgy, p.247).

[9] Véase la Declaración sobre la Fe y el Orden promulgada por los Delegados Ortodoxos reunidos en Evanston, en 1954, donde se puntualiza el tema con gran claridad.

[10] J. Meyendorff; ‘What Holds the Church Together?’, en el Ecumenical Review, vol. XII (1960), p.298.

[11] ‘The Church is One’, sección l.

[12] Sobre la Unidad de la Iglesia Católica, 6.

[13] G. Florovsky, ‘The Catholicity of the Church’, en Bible, Church, Tradition, pp.37-8.

[14] Homilías sobre San Juan, 14: 12.

[15] Véanse las páginas 278-279 al respecto.

[16] Confesión, Decreto XII.

[17] Confesión, Decreto X.

[18] Carta 116: 8.

[19] Carta 1 16: 8.

[20] Carta citada en WJ. Birkbeck, Russia and the English Church, p.94.

[21] S. Bulgakov, The Orthodox Church, p.89.

[22] Metropolita Serafín, L'Église Orthodoxe, p.51.

[23] V. Lossky, The Mystical Theology of the Eastern Church, p.188.

[24] J. Meyendorff, citado por M.J. le Guillou, Mission el unité, (París, 1960), vol. 2, p.313

[25] Es de notar, sin embargo, que incluso en el siglo XVII fueron muchos los ortodoxos que rechazaron la enseñanza romana acerca del Purgatorio. Las afirmaciones sobre los difuntos en la Confesión Ortodoxa de Moghila fueron cuidadosamente alteradas por Meletios Syrigos, y en postrimerías de la vida Dositeo retractó cuanto había escrito al respecto en su Confesión.

[26] Apophthegmata (P.G. LXV), Antonio, 2.

[27] Siglos, 111, 2-4.

[28] Citación del Himno de Despedida de la Fiesta de los Arcángeles (8 de noviembre).

[29] Citación de una parte del himno ‘Justo es...’, cantado en la Liturgia de San Juan Crisóstomo y en otros oficios litúrgicos.

[30] La creencia en la Virginidad Perpetua de María puede que a primeras parezca contradictoria a lo que cuenta la Sagrada Escritura, puesto que en San Marcos, 3: 31 se mencionan los ‘hermanos’ de Cristo. Es posible, sin embargo, que el texto se refiera a unos hermanastros, hijos de José por matrimonio anterior; la palabra griega que se emplea también tiene el significado de primo u otro pariente cercano, además del significado estricto que es ‘hermano’.

[31] Sobre la anunciación, 4-5 en Patrologia Orientalis, volumen XIX (Paris 1926), p. 488.

[32] Contra las Herejías, III, 22: 4.

[33] Jerónimo, Carta 22: 21.

[34] Justo después de que el Papa proclamase la Asunción como dogma, en 1950, algunos ortodoxos (reaccionando contra la Iglesia Católica Romana) empezaron a expresar dudas acerca de la Asunción Corpórea, y hasta llegaron a negarlo explícitamente; lo seguro es que esto no fue de ninguna manera una tendencia representativa de la Iglesia Ortodoxa en general.

[35] V Lossky, “Panagia”, en The Mother of God, recopilado por E.I. Mascall (Londres 1949), p.35.

 [36] Sobre los que crean justificarse por las obras, 71 (P.G. LXV, 940D).

[37] Tratados Místicos, recopilado por A.J. Wensinck, (Amsterdam, 1923), p.341.

[38] Didache, 10: 6.

[39] P. Evdokimov, L’Orthodoxie, p.9 (Parousía: término griego que significa el Segundo Advenimiento).






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