¿Cómo surgen los Ministerios en la época Post-Apostólica? Reflexión Histórica Parte 2
Es ya común entre los
biblistas dividir el tiempo del Nuevo Testamento en dos épocas: apostólica y
postapostólica, delimitadas elásticamente por la muerte de los apóstoles o por
la desaparición de la primera generación cristiana hacia los años 80 -100 de
nuestra era. Esta sucesión de etapas tiene importancia de cara al tema que nos
ocupa.
Una vez muertos los
fundadores apostólicos de comunidades, «¿cómo seguir actuando?», se preguntaban
los dirigentes locales. ¿Cómo justificar su función? La respuesta consiste en
mostrar que ellos siguen haciendo lo que habían hecho los apóstoles (Pedro,
Juan, Pablo...), es decir, que ellos continúan la tradición apostólica. Y,
para ello, algunos, al menos, escriben a las comunidades cartas pseudónimas
encabezadas ficticiamente por Pablo, por Pedro, en una palabra, por los que
habían sido los grandes transmisores de la tradición. Así surgen la carta a los
Efesios y las cartas pastorales, atribuidas a Pablo; y la 1.a carta de Pedro
atribuida a Pedro, sin ser obra suya... En estas cartas se tematizan los
ministerios. Ahora, no basta con enumerarlos como un carisma más, sino que hace
falta una reflexión sobre sus objetivos, límites, etc. La carta a los de Éfeso
plantea directamente el problema de los ministerios:
A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a
la medida del don de Cristo... El mismo dio a algunos ser apóstoles; a otros,
profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros para el recto
ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para
edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la
fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a
la madurez de la plenitud de Cristo.
Para que no seamos
ya niños llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a
merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error,
antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la
cabeza, Cristo...» (Ef, 4-7)
El autor está
preocupado por la apostolicidad de la Iglesia de Éfeso. Proclama que el
designio de salvación de Dios, consistente en la reconciliación de judíos y
gentiles (es decir, de todos), se ha comenzado a realizar en Éfeso por obra de
los apóstoles y profetas (2, 30). Y anima a todos a crecer en el ministerio de
Dios por la acción del Espíritu, a crecer en el amor de Cristo...
Y ahí sitúa la
función de los ministerios: todos han de contribuir con sus dones y carismas a
la edificación de la comunidad... Los dirigentes (evangelistas, pastores y
maestros: 4, 11) han de velar para que los cristianos de Éfeso avancen en
sintonía con la Iglesia apostólica, sin desviarse hacia sincretismos heterodoxos:
han de garantizar la identidad cristiana de la comunidad manteniendo en ésta el
origen apostólico de la experiencia de Jesús. Además, «han de equipar a los
cristianos para la tarea del servicio» (4, 12), han de coordinar y estimular todos
los servicios de la comunidad... Se advierte una cierta tendencia a resaltar
las funciones ministeriales frente a las no ministeriales
«Predicación, dirección y edificación de la comunidad
sobre el fundamento apostólico: esta es claramente la teología del ministerio
reflejada en la carta a los Efesios. Nada nos dice esta carta sobre la forma
concreta de la institución de los ministros. En esa época no era aún
problemático cómo un cristiano se convertía en dirigente de la comunidad; esto
era de hecho algo secundario. Pero el ministerio está al servicio de la conservación
de la apostolicidad en las comunidades, que deben seguir siendo comunidades de
Dios o de Jesús. La apostolicidad y no el modo en que debían ser sustituidos
los ministros era el punto teológicamente relevante» (E. Schillebeeckx, El ministerio eclesial. Cristiandad,
Madrid 1983,29-30).
No existen problemas
de apostolicidad en línea de sucesión mecánica, sino en línea de doctrina, de autenticidad
de contenidos, de identidad global.
Las cartas pastorales
(las dirigidas a Timoteo y a Tito) son también pseudónimas. Están atribuidas a
Pablo, pero no son de él. Y plantean, como tema central, el de la apostolicidad
eclesial, apostolicidad de doctrina. Lo cual se consigue expresar
brillantemente, ya que Pablo, que es el que habla, exhorta vivamente a Timoteo
y a Tito a mantener con fidelidad el depósito encomendado. Esa apremiante llamada
cierra la primera carta a Timoteo (1 Tim 6, 20) y abre la segunda (2 Tim 1, 14)
y define el contenido de ese depósito: el evangelio (2 Tim 1, 11), la didascalía
(1 Tim 1, 10; 2 Tim 4, 3; Tit 1, 9; 2, 1).
La apostolicidad de doctrina
conlleva una cierta apostolicidad ética o de costumbres en aquellos que se han
de responsabilizar de la marcha de las comunidades: «La doctrina que me oíste a
mí en presencia de muchos testigos, encomiéndala a hombres de fiar, capaces, a
su vez, de enseñar a otros» (2 Tim 2, 2). Aunque todo cristiano tiene el
derecho de desear el ministerio (1 Tim 3,1), sin embargo se ha de cribar a los
candidatos exigiéndoles madurez humana, honestidad de costumbres y un mínimo de
praxis de vida ejemplar, sobre todo en familia (1 Tim 3, 1-13; Tit 1,6).
Además, se ritualiza
la admisión o institución de los ministros dirigentes mediante la imposición de
manos «de un colegio de presbíteros y la palabra de un profeta». Sin duda, se intenta
asegurar la continuidad en la tradición apostólica asegurando la continuidad de
los dirigentes. El propio Pablo impone las manos a Timoteo (2 Tim 1,6); Timoteo
se las impone a los presbíteros (1 Tim 5, 22); los presbíteros se las imponen a
los carismáticos para la dirección, e incluso al mismo Timoteo (1 Tim 4, 14).
Las cartas a Timoteo
y a Tito se proponen, pues, mantener la identidad cristiana de las comunidades paulinas
(después de la muerte de sus fundadores y en momentos de amenaza de desviación,
ya que existen falsos maestros y herejes), afirmando la necesidad de ser fieles
al evangelio de Cristo o al «depósito» encomendado por el apóstol Pablo.
Afirman también la necesidad de un ministerio (de gobierno) como medio o en
función de esa apostolicidad
«El ministerio en
cuanto servicio está subordinado a esta continuidad o sucesión apostólica de
los contenidos, y en razón de la misma deberá haber siempre un ministerio en la
Iglesia» (E. Schillebeeckx, o. c, 34).
Pero estas cartas no precisan mucho las
competencias de los dirigentes. En efecto, presuponen que, en las comunidades
de destino, existen ya (o deben existir):
• un colegio de
presbíteros (1 Tim 5, 17-22; Tit 1, 5-9);
• un colegio de
diáconos (1 Tim 3, 8-13);
• un (el) episcopos
(obispo).
Pero no delimitan las
funciones de unos y de otros. No se dice qué hacen o deben hacer los
diáconos... Los presbíteros presiden la comunidad, pero ¿en qué consiste esa
presidencia en la práctica? Algunos enseñan y predican (1 Tim 5, 17); los demás
¿no enseñan ni predican? Más indeterminada aparece todavía la figura del
«episcopos». Parece ser un diácono, que emerge del grupo y lo coordina (1 Tim
3, 1-7), o un presbítero que coordina a los presbíteros (Tit 1, 5-9), que son
los que vigilan (episcopousi) y presiden la comunidad.
No hay preocupación
por mostrar una organización detallada de servicios directivos. Lo que prima, en
estos documentos, es la aserción solemne (la proclamación) de que el ministerio
es necesario para supervisar y procurar la apostolicidad de las comunidades. Más
tarde, irrumpirá la preocupación por escalonar los servicios (¿poderes?) de
dirección y cristalizará el denominado «episcopado
monárquico» (esto ocurrirá más tarde, en el siglo II, a partir de Ignacio de
Antioquía), «que es ciertamente un ordenamiento eclesiástico legítimo, pero
que, sin embargo, no constituye una normativa bíblica» (E. Schillebeeckx, o. c,
36).
Las cartas de
Santiago y primera de Pedro (también pseudónima) presuponen la existencia de
colegios presbiterales al frente de las Iglesias a las que van destinadas (Sant
5, 14; 1 Pe 5, 1-5). Esta última constata que el origen de los ministerios fue
carismático (1 Pe 1, 4), pero luego habla de los presbíteros:
«A los presbíteros que están entre vosotros, los exhorto
yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de
la gloria que está para manifestarse: Apacentad la grey de Dios que os está encomendada,
vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán
de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar,
sino siendo modelos de la grey, y cuando aparezca el mayoral, recibiréis la
corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5, 1-4)
El autor escribe a
unos cristianos probados por la persecución y les anima a mantenerse firmes contando
para ello con la fuerza de Dios y con el servicio de un colegio presbiteral,
dispuesto a ayudarles.
Podemos concluir que,
al final del siglo I (etapa postapostólica), se observa una tendencia a pasar
de formas directivas o ministeriales más comunitarias y corresponsables a
formas más selectivas y delegadas.
El modelo ministerial
carismático, ampliamente vigente en la etapa apostólica, va cediendo el puesto
al ordenamiento eclesial de corte presbiteral. Ahora es el colegio presbiteral
el que va tomando el relevo en la dirección de la comunidad.
Por otra parte,
resulta socio-teológicamente explicable este cambio. Los movimientos humanos de
intensa vivencia idealística suelen nacer en torno a un líder carismático que
polariza el entusiasmo común y dinamiza al grupo... Pero, más adelante,
comienzan a entibiarse los ánimos, y se origina un doble fenómeno: por un lado,
los miembros no se muestran tan dispuestos a asumir la responsabilidad, y sí a
cederla o delegarla a un vértice que ha ido surgiendo mientras tanto; y, por
otro, la autoridad instituida desea consolidar sus posiciones concentrando en
sí misma funciones y nombre. Además, la amenaza del «gnosticismo» contribuyó,
sin duda, a centralizar la autoridad con vistas a una defensa más eficaz de la
identidad cristiana.
Con todo, las
comunidades siguen manteniendo un alto nivel de participación. El colegio de
presbíteros elegidos por la comunidad está al servicio de ésta: vela por su
vitalidad evangélica y su identidad cristiana, en solidaridad con el resto de
sus miembros y el conjunto de sus carismas.
Fuente: Para Vivir el Ministerio Jesús Equiza Germán Puhl
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