¿Cuál es el mensaje Pascual de Jesús a sus Discípulos y a Tomás?
1.
Jesús envía a sus discípulos
"19 Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»20 Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.21 Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.»22 Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo.23 A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
El relato reúne en dos
descripciones paralelas (19-20 y 21-23) un gesto destinado al reconocimiento y
una palabra de misión, ambos introducidos por la misma fórmula: «dicho esto».
Es Jesús quien tiene la iniciativa, quien se hace reconocer por los discípulos
(el gozo) y quien les confía una misión. El estilo, sin embargo, es
profundamente joaneo. Confrontado con el relato paralelo de Le, el texto
aparece más simplificado: en él no se encuentra ya una apologética semejante
(Le 24, 41-42) y particularmente está eliminada la alusión a la duda de los.
discípulos: cualquier cosa que pueda decirse acerca del carácter antiguo o
reciente de este esquema más sobrio, queda en pie que Jn indica con ello una de
sus intenciones fundamentales.
A pesar de una lectura que
se diría ingenua y que resulta simplista, si Jesús se presenta allí con las
puertas cerradas, no es para mostrar su capacidad de pasar a través de los
cuerpos sólidos; de esto, el texto no dice nada; sino que hace comprender que
Jesús quiere encontrarse con los discípulos que estaban encerrados por miedo a
los judíos (cf. 7,13; 19, 38). La voluntad de encontrarse con ellos se pone así
de relieve: cuando la escena de despedida, el temor había invadido a Jos
discípulos, pero Jesús les había prometido su paz (14,1.27; 16,33); a los
discípulos hoy les parece bien echar los cerrojos por temor a los enemigos del Maestro, pero éste tiene el poder de
salir libremente a su encuentro. El tema de la «sutileza» del cuerpo de Jesús
se puede deducir del texto, pero no es objeto de la enseñanza del evangelista.
Este matiz se vuelve a encontrar en la manera como, un poco más adelante, se
relata el hecho de mostrarles las manos y el costado; parece que Jn no se ha
interesado directamente por la cuestión de la corporeidad del Señor que está
vivo.
Jesús viene, pues, al
encuentro de los «discípulos». Los críticos, y más aún las confesiones de las
iglesias, han discutido sin fin para saber si con esto Jn designaba al colegio
apostólico o a todos los creyentes. Parece cierto que en las tradiciones
preevangélicas la aparición oficial de Jesús se dirigía a los Once (1 Cor 15,5;
Mt 28,16). Quizá se pueda reconocer un vestigio de esta tradición al llamar a
Tomás «uno de los Doce» (20, 24). Pero poco a poco se fue dibujando la
tendencia de ampliar el círculo: así en Lc 24,33 se mencionan «los que estaban
con ellos», a los que hay que añadir todavía los discípulos que regresaron de
Emaús.
Al considerar los versículos
21 y 22 parece que Jn ha querido extender a todos los creyentes la misión y el
don del Espíritu; en efecto, ha fundado la misión en la relación con el Padre,
que es válida para todo creyente (cf. 15, 9), y la nueva creación, sugerida
para el momento del envío del Espíritu, afecta sin duda a todos los cristianos.
Sólo el versículo 23, referente al poder sobre los pecados, podría resistir a
tal ampliación, como diremos más adelante.
Al saludar a los discípulos
con las palabras «Paz a vosotros», Jesús no se contenta con un saludo
ordinario, el shalóm acostumbrado entre los judíos; tampoco se trata de un
deseo de paz (contra las traducciones que ponen: «La paz sea con vosotros»)
sino de su don, de acuerdo con lo que Jesús había dicho en su discurso de
despedida (14,27-28). Al dar la paz, Jesús muestra sus pies y su costado. Aquí
interesa recordar, por contraste, el texto de Le. Según éste, el gesto intenta
responder a la duda de los discípulos: «Creían ver un fantasma» (Lc 24, 37).
Nada de eso en Jn; entonces, ¿por qué ese gesto?. Se
puede pensar en una anticipación de lo que se le dirá a Tomás en la escena de
la incredulidad' propia de Jn: Jesús no muestra sus manos y sus pies, sino sus
manos y su costado. Jesús se quiere presentar como el crucificado de cuyo
costado brotó sangre y agua (19,34). Por razón de lo que sigue se puede interpretar
que Jesús es aquel de cuyo costado brotó el Espíritu, río de agua viva
destinado a regar la tierra.
Desde que Jesús se presenta,
los discípulos, en una visión que no es simplemente humana sino que ya es fe,
ven en él al Señor y se llenan de alegría, de la alegría escatológica que había
anunciado en el discurso de despedida (16, 21-22; cf. Ap 19, 7; 21, 1-4) y que
nadie se la podrá quitar a los que la han recibido de Jesús que está vivo.
Repentinamente los discípulos alcanzan la plenitud de la fe sin que ninguna
confirmación les sea ofrecida, simplemente porque Jesús ha ido a su encuentro y
se ha hecho reconocer de ellos como el crucificado exaltado de la tierra que lo
atrae todo hacia sí.
Las palabras que siguen
apenas si se parecen a las que el Resucitado pronuncia según los relatos de Lc
o de Mt. Se conserva el proyecto de la misión, pero transformado: es desligado
de toda prueba escriturística, y no concierne a todas las naciones, si no es a
base de una mediación; Jesús no se contenta con prometer, sino que da él mismo el Espíritu que
es el símbolo de su nueva presencia eficaz. La formulación del envío es
típicamente joanea, pero está enraizada en una tradición sólidamente
atestiguada. Por su parte, el poder sobre los pecados corresponde a otra tradición
que parece igualmente firme.
A María Magdalena, Jesús le
había pedido que avisase a sus hermanos de que subía al Padre; a los
discípulos, Jesús les comunica de alguna forma el fruto último de este retorno
al Padre. La misión confiada no deriva principalmente de una palabra de Jesús,
sino que está enraizada en lo más profundo del misterio de la relación que une
a Jesús con su Padre. En otro tiempo Jesús se presentó como la expresión del
Padre: «El que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado» (12,45; cf. 13,20); ha
llegado la hora en que él es la acción misma del Padre: «Como el Padre me ha
enviado también yo os envío» (20,21), de lo que se hace eco la oración de
Cristo: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo»
(17,18).
Por esto, en la perspectiva
de Jn, ha llegado la hora de dar el Espíritu. Así debe cumplirse el anuncio
hecho en el discurso de despedida. Cuando Jesús de Nazaret ya no esté junto a
los discípulos, entonces vendrá el Paráclito, «el Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre» (14, 26), el mismo «Espíritu de verdad... que yo os
enviaré de junto al Padre» (15,26). He ahí por qué Jesús debía irse (16,7).
Jesús, levantado de la tierra, da simbólicamente este Espíritu de verdad
«soplando» sobre los discípulos, recordando así el gesto primordial de la
creación del hombre (es el mismo verbo que en Gen 2, 7; Sab 15, 11), en
conformidad con la tradición joanea que muestra al Logos como creador y
renovador (cf. Ez 37, 3-5.9; Jn 3, 5). De esta forma, «el primer día de la
semana» inaugura el tiempo pascual.
Algunos se han preguntado si
el don del Espíritu por parte de Jesús se identifica con el de Pentecostés. A
título de información, digamos que, según la opinión, que no fue aceptada, de
Teodoro de Mopsuestia, la acción de Jesús habría sido puramente simbólica.
Otros, como Crisóstomo, han intentado distinguir las diversas funciones del
Espíritu. Según Le sería el poder de hacer milagros, según Jn el poder de
perdonar los pecados; o, de otro modo, Jn presentaría el don hecho a los
individuos y Le el de la iglesia; según Jn sería un don impersonal (ningún
artículo), según Le, por el contrario, el don sería personal. Pero es imposible
armonizar así Lc y Jn; el encuentro tiene que hacerse en un nivel más profundo.
Evidentemente es el mismo acontecimiento que se presenta de dos maneras y que
no parecen contradictorias, de no atender a la fecha en que se sitúa el don. De
esta forma el archimandrita Casiano juzgó oportuno sacrificar la datación de Jn
para hablar del «Pentecostés joaneo»; pero con esto se va más allá del texto.
Sin embargo hay razón para pensar que se trata funcionalmente de un mismo
episodio. Efectivamente, la variación no es más importante que la de la
distinción topográfica entre Galilea y Jerusalén para el lugar de las
apariciones. Si bien hay diferencia, se queda en la perspectiva: según Le el
Espíritu no puede ser más que prometido y esperado para el día de pentecostés;
para Jn tiene que ser dado en el mismo día de pascua con el fin de que la
función de Jesús se realice perfectamente.
Al hacer esto, Jn manifiesta
una dimensión esencial del misterio pascual, que Le deliberadamente ha
extendido en el tiempo, con el peligro de separar con ello a Jesús del
Espíritu. En efecto, en el relato lucano el Espíritu desciende sobre los
discípulos reunidos después que Jesús ha subido al cielo. En Jn Jesús en
persona, tras haber recordado su relación con el Padre, envía al Espíritu que
va a permitir permanecer fiel a la misión confiada.
También es el mismo Espíritu
el que constituye a la iglesia con autoridad para perdonar los pecados. En
primer lugar se puede notar que Jn ofrece aquí otra formulación, má^s accesible
a un griego, de la palabra de Jesús consignada por Mateo: «Te daré las llaves
del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los
cielos; y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt
16,19; cf. 18,18). Se ha discutido largamente, sobre todo entre las confesiones
protestante y católica, acerca de los destinatarios de la promesa y acerca del
alcance de su poder. ¿Concierne también este poder a los pecados cometidos
después del bautismo? Dejamos de lado la respuesta, porque creemos que para
nuestro intento nos basta con constatar lo esencial, a saber, que en Jn el
Resucitado instituye su iglesia en la función que tiene que desempeñar con
respecto a los pueblos; Jesús, vivo para siempre, encarga a su iglesia de ser
la que introduzca en el cielo; exactamente igual que en Mt. Jesús, vivo en la
tierra, había confiado a Pedro el cuidado de determinar el acceso al reino de
los cielos.
Si la comparación de este
versículo 23 con la tradición de Mateo no es muy esclarecedora, sí lo es el
cotejo con el resto de los datos joaneos. Por el versículo 21, en que Jesús
envía a sus discípulos como el Padre le ha enviado, se recuerda que la función
de Jesús ha sido la de ejercer el juicio entre los hombres y discernir a los
que venían a la luz (9, 34-41; 3,17-21), al igual que Pablo decía que él era
para unos olor de vida y para los otros hedor de muerte (2 Cor 2,15-16). Por el
versículo 22 se comprende que Jesús, por el Espíritu, ha quitado el pecado del
mundo (1, 29) y sabemos que la sangre de Jesús nos purifica de todo pecado (1
Jn 1, 7). En todo ello Jn conserva una tradición judía cuya huella todavía
vemos en los escritos de Qumrán (1 QS 3, 7-8), según la cual el mesías
purificará de todo pecado.
Se puede pensar, sin duda, que Jn restringe el
horizonte de la promesa y del don concedido por Jesús; aparentemente ya no es a
las naciones a las que deben dirigirse los discípulos, ya noes a los extremos
de la tierra a los que ha de lanzarse su palabra: nada de eso se precisa; pero,
si bien nada de eso se dice, la razón es que ahí hay una apertura sin fin, que
sitúa exactamente a la iglesia en el mundo: ella no le es conmensurable bajo
ningún aspecto; el pecado sobre el que ella tiene poder concierne a todos los
hombres sin distinción de raza, lugar o tiempo.
Y nada autoriza a distinguir entre pecados cometidos
antes o después del bautismo. Por consiguiente, la universalidad que
proclamaban las otras tradiciones está asimismo plenamente presente en el texto
de Jn.
2.
La fe de Tomás
" 24 Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»25 Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.»26 Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros.»27 Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.»
28 Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío.»29 Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.»30 Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro.31 Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre."
En la tradición evangélica
el tema de la duda constituye un elemento integrante de las apariciones: no es
a primera vista como el discípulo llega a reconocer en aquel que se aparece a
Jesús en persona. En el relato precedente Jn ha trazado un dibujo muy sobrio
del encuentro con el Resucitado, hasta el punto de que el tema tradicional de
la duda se ha centrado enteramente en la aparición a Tomás. Éste era ya un
personaje notable en el evangelio de Jn: había comprometido a sus compañeros a
afrontar la muerte con Jesús, que iba a despertar a Lázaro de la muerte
(11,16); había reprochado a Jesús por hablar a los discípulos del término al
que se dirigía cuando ellos no conocían el camino (14,5). Sin embargo uno se
equivocaría al caracterizar a Tomás como el que duda; más bien es el discípulo
que lentamente se encamina hacia la fe auténtica.
El relato está construido de
forma estrictamente paralela al relato precedente. Los versículos 24-25 sirven'
de transición, el versículo 25 recuerda el 20, el 26 es una paráfrasis del 19;
con la añadidura de los tres temas joaneos de los versículos 27, 28 y 29 la
reconstrucción está completa. Esta reconstrucción muestra que Jn ha refundido
completamente, de acuerdo con sus fines, los datos que poseía.
A primera vista Tomás
representa la actitud inversa de la de los discípulos. Éstos han visto al Señor
y han creído; Tomás desea una prueba. En Le los discípulos quieren experimentar
y no llegan a creer. En Jn Tomás quiere verificar la afirmación de sus
compañeros comprobando por sus propios ojos que el que se aparecía es en verdad
el Crucificado. Aplica rigurosamente las categorías del pensamiento judío sobre
la resurrección de los muertos. Quiere una estricta continuidad entre los dos
mundos, a fin de poder verificar concretamente que el que se aparece es el
mismo ser de antes. Tiempo atrás ya Felipe quería ver al Padre (14, 8), y ahora
Tomás quiere ver, en el sentido ordinario del término, al Hijo glorificado;
permanece en el plano terrestre, tal como Nicodemo quería comprender cómo el
hombre podría volver al seno de su madre (3, 4).
Si Jesús intenta convencer a Tomás lo hace
accediendo a su deseo. Cierto que no emprende una demostración semejante a la
que da Lucas cuando muestra a Jesús comiendo ante sus discípulos; pero
pronuncia tales palabras que Tomás queda confundido aun antes de realizar la
orden de Jesús. Y aquí se deja sentir la delicadeza de Jn: a diferencia de lo
que dirán a este respecto autores posteriores como Ignacio de Antioquía a,
Tomás pasa a la acción. En seguida proclama su fe. Jesús es el que conoce los
más secretos deseos del hombre; así Natanael se admiraba al constatar que Jesús
sabía que un día él estaba bajo la higuera (1, 4850). Del mismo modo aquí Jesús
fue el primero que «vio» en el corazón de Tomás y por esto Tomás, a su vez, le
vio.
Al proclamar «Señor mío y
Dios mío» Tomás no imagina indudablemente formular un pensamiento riguroso,
como el que expresó el concilio de Calcedonia sobre la naturaleza divina de
Cristo, consustancial con el Padre. ¿De dónde viene esta expresión ? A la letra
corresponde a la proclamación con que el emperador Domiciano (81-96 d. C.)
pretendía hacerse adorar: Dominus et Deus noster; ciertamente el Apocalipsis
parece aludir a las pretensiones de este emperador y el evangelio fue
probablemente redactado en parte bajo su reinado, pero el contexto del pasaje
no ofrece ninguna otra aproximación posible. Además los críticos piensan más
bien que Jn ha traspuesto aquí una expresión del antiguo testamento:
YHWH-Elohay (cf. Sal 35,23: «Mi Señor y mi Dios»). Por lo demás, lo que
conviene consultar es el mismo evangelio de Jn. Según él hay que honrar al Hijo
como se honra al Padre (5,23) y reconocer así la palabra de Jesús: «Yo soy» (8,
28). Esta proclamación adquiere todo su sentido cuando se la reintegra en un
contexto litúrgico análogo a aquel que se encuentra en el Apocalipsis: «Eres
digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder...» (Ap
4,11). Sin duda que en este último texto se trata de Dios, pero ¿acaso no ha
dicho Jesús: «Yo y el Padre somos uno» (10, 30)? Por eso al insistir Tomás en
«mi Señor y mi Dios» explícita lo que Jesús anunciaba a María Magdalena al
hablarle del Dios de la alianza: él dice «amén» a la alianza que Dios acaba de
realizar con los hombres mediante Jesús.
En fin, Jesús reconoce que
Tomás ha alcanzado auténticamente la fe verdadera, cosa que no habían hecho los
discípulos, según Lucas. Por esto le felicita, pero sin aceptar por esto la
vinculación de la fe a la visión que Tomás acaba de tener. AI declarar dichosos
a los que no han visto, de ningún modo Jesús minusvalora a los que han sido
privilegiados con apariciones 15. A pesar de lo que a veces se piensa, Cristo
proclama igualmente dichosos a aquellos de los que no se ha hecho ver y que,
sin embargo, creen de todo corazón. Esta bienaventuranza C. H. Dodd la ha
puesto en relación con la que se encuentra en los evangelios: «Dichosos, pues,
vuestros ojos, porque ven y vuestros oídos, porque oyen...» (Mt 13,16) y más
aún con la bienaventuranza formulada en la carta de Pedro: «A quien amáis sin
haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de
alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe» (1 Pe 1, 8-9).
La intención de Jn no es de ningún modo subestimar las apariciones, sino situar
en la misma alegría a los creyentes que viven tras esta época privilegiada,
mucho tiempo después de la desaparición de los testigos oculares de la gloria
de Jesús.
Conclusión
Es muy difícil condensar en
unas pocas líneas la aportación joanea a la comprensión cristiana del mensaje
pascual. Sin embargo pueden indicarse algunas pistas de reflexión. Jn opera un
proceso de simplificación y de reducción: los argumentos apologéticos se
esfuman. Todo está iluminado por la capacidad de comprensión que posee el amor.
De esta forma el sepulcro vacío, que parecía ir adquiriendo importancia por sí
mismo, vuelve a encontrar su verdadero alcance: es un signo para cualquiera que
sea discípulo amado. El vacío puede ser signo de la totalidad del misterio en una
negatividad significativa. Jn personaliza todos los datos de la tradición. Así
la misión no es simplemente una palabra oída que compromete a continuar una
obra; es una relación comprendida que une al creyente con Jesús, como Jesús
está unido al Padre. Nadie corre el riesgo de atribuirse nada en la acción, que
consiste en actualizar aquí abajo la acción del mismo Jesús.
Más aún que los otros
evangelistas, Jn funda cualquier visión sobre la palabra que pone en contacto
con Jesús. No hay otra prueba de la resurrección más que la palabra de Cristo.
Incluso las apariciones ya no tienen el valor demostrativo que se habría
tendido a concederles: ceden el puesto a la sola palabra de Jesús. Si Jesús
muestra sus llagas, no es para probar su corporeidad, sino para manifestar que
su pasión está en el origen de la paz que acaba de conceder y del Espíritu que
va a comunicar. Finalmente, lo que da unidad a este capítulo es la alianza
establecida entre el Padre y los discípulos a partir de la relación que Jesús
ha restablecido con el Padre. Y esta relación se expresa por el don del
Espíritu que, como Jesús hecho «Dios con nosotros» Emmanuel según Mt, asegura
para siempre la nueva presencia del Señor entre los discípulos y sobre la
tierra. Gracias a los discípulos que tienen poder sobre los pecados, el mundo
entero puede acceder a la alianza con Dios.
Fuente: León Dufour. Resurrección de Jesús y Mensaje Pascual pág. 252 a 260
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