Oración de la Monja
Cristo,
soy una monja.
Para mucha gente esto
quiere decir un ser «infantil»,«desfasado», «alienado»,
«inútil», «encerrado», «solitario».
Quizás no se equivocan
los que critican una situación en la cual sólo unas
pocas consiguen ser adultas, modernas, libres, útiles, felices.
Soy una de tantos
millares de monjas,
que hoy soportan el peso
de una estructura atrasada e
inhumana, en la que, con
el pretexto de servir a Dios,
ni siquiera logran ser
personas.
No son, Señor, los
ateos, los masones, los anticlericales
—como a veces dicen
nuestras superioras—, los que nos critican.
Son los cristianos
serios, vivos, cercanos al evangelio, comprometidos,
los que sufren con
nosotras la situación injusta y a vecesintolerable
de un millón
de mujeres que, en un mundo que se
va haciendo
cada vez más adulto,nos vemos obligadas a
seguir siendo inmaduras,
capaces únicamente de movernos
generalmente entre los niños,
los viejos y los
enfermos.
El mundo adulto, el
mundo joven, el mundo del trabajo,
muchas veces nos
desprecia o nos mira con compasión.
¿Qué sabemos nosotras de
sus problemas reales, de sus
angustias, de sus
luchas, de sus pecados, si ni siquiera
podemos
leer los periódicos y tenemos que pedir permiso
a nuestras
superioras para las cosas más pequeñas?
Educadas en una
atmósfera de privilegio espiritual, nosotras
las vírgenes, las escogidas, las
perfectas, las predilectas del cielo,
chocamos contra la
realidad de un mundo que aprecia otros
valores muy
distintos y que a nosotras nos faltan:
la libertad para poder
comprometernos de veras en la
liberación de los
hombres,
el testimonio de pobreza
y sencillez, no sólo personal,
sino colectivo,
la capacidad de amar a
todos, sin demasiado miedo a
vernos contaminadas por
un mundo que no puede
ser tan horrible y
diabólico, desde el momento en
que Cristo lo amó tanto
que dio su vida por él,
la posibilidad de poder
obedecer a Dios antes que a los
hombres, sin temor a
recibir una reprimenda,
la libertad de mantener
nuestra originalidad sin dejarnos
modelar en serie, la posibilidad de crear
una verdadera
comunidad con un calor humano que no
tenga nada de
hospedería o de cuartel, donde las estructuras y
las obras
estén a nuestro servicio y al servicio de los
pobres y de los humildes.
En un mundo en el que se
va afirmando el papel de la
mujer en la construcción de la
historia y en su imprescindible
integración con el
hombre para realizar el plan de la
creación y de la
redención. nosotras, las monjas,
seguimos siendo para muchos el símbolo de la
inferioridad de la mujer.
Vivimos solas, pero al
mismo tiempo bajo la dependencia
de unos hombres que lo
deciden casi todo en nuestro
nombre, que tienen
siempre la última palabra y que nos
han creado una
forma de vida que lleva elsello del dominio del
varón.
Un millón de mujeres,
Señor, que han renunciado a
un marido y que en
muchas ocasiones se ven dirigidas
y manipuladas por las
decisiones, a veces terriblemente
infantiles, de algunos
hombres que «no conocen mujer».
No me digas que exagero,
Señor.
Dicen que tú eres
nuestro esposo. Pero con frecuencia
los eclesiásticos que
nos ponen como capellanes te
presentan como un esposo, perdóname,
Señor, angelical y afeminado.
Cristo,
¿cómo quieres que el
mundo de hoy, que cada vez descubre
mejor que tú te
identificas con el prójimo y que quieres ser
amado de
veras en todo ser humano, no se ría y no sufra al
vernos atadas a una espiritualidad que ni siquiera soportan
los espiritualistas más rabiosos?
Me pregunto, Señor, en
nombre de quién se nos prohibe
ser también mujeres en
las cosas más elementales e
inocentes de nuestra
vida.
No ciertamente en nombre
de nuestro compromiso, ya
que no prometimos
presentar nuestra dimisión como
mujeres cuando juramos
fidelidad a tu evangelio.
Tu madre nunca renunció
a ser mujer.
¿Y quién ha habido más
consagrada que ella?
Por el hecho de que no
podamos cuidar ni siquiera inocentemente
de nuestros cabellos, ni
vestirnos como las mujeres normales de
nuestro tiempo, ni ver una película, ni comprarnos
un periódico,
ni telefonear a un amigo, ni pasar un
día al lado de las personas
queridas, ¿serán acaso
los hombres más libres, descubrirán mejor
la
alegría de la esperanza, estarás tú más presente en la
historia
y será el mundo más humano y mejor?
Sólo tú, Señor, que
fuiste plenamente hombre sin inhibiciones
ni infantilismos, puedes
comprender el drama que nos prohíbe
en
tu nombre ser incluso mujeres.
Nosotras, que hemos
renunciado a todo para servirte
en el prójimo, y que lo
hemos profesado públicamente
ante tu iglesia, nos
encontramos en la terrible situación
de aparecer ante el
mundo como ricas, de parte
de los ricos, como
cómplices del mundo capitalista
y hasta como exponentes
activas del sistema explotador.
Personalmente, somos más
pobres que la última obrera
o la última criada, pero
somos hijas de un sistema de
riqueza.
Sí, ni siquiera puedo
comprarme la ropa interior. Tengo
que pedir a la superiora
el sello para una carta o el
dinero para el autobús.
No puedo dar limosna a un
pobre ni invitar al bar
a un amigo.
Trabajo doce o catorce
horas en la clínica o en el colegio.
No tengo ningún día
libre; ni siquiera una hora al día
para pensar en mí;
hace seis años que vivo en una
gran ciudad y ni
siquiera he visto el centro; no conozco
el gusto de un capricho
inocente, de un gesto de libertad.
Soy como un objeto en
manos de mis superioras.
Y lo más triste es que
nuestro testimonio de abnegación
en las clínicas o en los
colegios, que ordinariamente
son de lujo, pierde todo
su valor. Lo compran con el
dinero que nos dan.
En
las residencias y clínicas de lujo que tienen otras
personas,
las empleadas reciben sonrisas, saludos y
atenciones en abundancia.
Es un lujo más que hay que
pagar. Ningún sindicato permitiría, Señor,
los abusos que se
cometen en nuestro trabajo sin horario,
no
ya por la gloria de Dios, sino para poder amortizar los
gastos
de la clínica o del colegio.
La verdad es que, si
quisiéramos emplear ese mismo
tiempo en el servicio
desinteresado a los pobres,
probablemente nos lo
impedirían con el pretexto de
cuidar de nuestra salud.
Un comunista, Señor, me
decía: «Si tuviéramos un millón
de mujeres sin marido y
dispuestas a todo, ¡sería
una pequeña
revolución!».
Nosotras somos ese
millón de mujeres sin marido y dispuestas
a todo, porque cuando te dijimos
«sí», te lo dijimos sin condiciones.
Pero ¿dónde está nuestra
revolución?¿Es posible que
influyamos
tan poco en el mundo de los oprimidos, de los
hambrientos,
de los que no tienen libertad, de los que no
tienen fe?
No digo que nuestro
trabajo sea inútil.
Hacemos muchas cosas,
sobre todo en el terreno asistencial,
pero nuestra actividad
¿puede llamarse unaverdadera revolución?
Cuando veo a ciertas
muchachas en el mundo, incluso las que se
dicen ateas,
comprometerse seriamente en la liberación de sus
hermanos, sin miedo a las torturas ni a la cárcel, no puedo
menos
de avergonzarme de mi vida.
Pero hay algo, Señor,
que no puede ni quiere morir en
ninguna de nosotras: el
sí que te dijimos como una
decisión irrevocable de
vivir plenamente la esencia
de tu evangelio,
saltando por encima de todos los
obstáculos para dar, en
medio de nuestros hermanos
más solos y abandonados,
nuestro testimonio de libertad,
de resurrección, de
búsqueda serena y comunitaria
de aquel pan que hace
crecer la sed infinita del
hombre.
Y es ésta nuestra
esperanza. Una esperanza que lucha con
nuestros sentimientos de
impotencia para derribar
el muro de una
estructura que con frecuencia mata
y esteriliza todos
nuestros esfuerzos proféticos,
el deseo que tenemos de
abrir, con honradez pero con
valentía, nuevos caminos
que nos permitan encarnarnos
en nuestro pedazo de
historia,ese deseo que nos quema
por dentro como una llamada irresistible a ser
fermento de
liberación y fuego de comunión.
En nombre, Señor, de una
fidelidad mal entendida al
pasado, que ya no existe
y que no siempre merece
bendiciones..., se nos
impide crear libremente nuestro
hoy, como la mejor
garantía de un futuro que no
nos describa como piezas
de museo o como máscaras
de un carnaval que ni
siquiera logran hacer reír a los
niños.
Sí, Señor, a veces creo
que todo se ha perdido.
Que sólo saltando la
tapia podré realizar la magnífica ilusión
de vivir plenamente tu
palabra.
A veces quiero
convencerme de que la esperanza puede
florecer algún día en mi
ventana.
Es una esperanza dura y
tenebrosa, porque es lenta y
exasperante.
No nos basta con
recortar nuestros vestidos cuando las
demás mujeres los
alargan...
Sentimos que te estamos
traicionando al seguir prisioneras
de unas estructuras que
no te revelan a los
hombres.
Hemos dado un sí a la
vida y a la liberación, no a la pasividad
o al angelismo.
Un sí al servicio sin
condiciones a ese prójimo que eres
tú, no a una estructura
de poder económico o religioso.
Te hemos jurado
fidelidad a ti, que nos has llamado desde
lo más hondo de nuestras
conciencias, y no a los hom-bres
que se creen con derecho
a disponer incondicionalmente
de nuestra vida.
A ti, Señor, mi grito
más vivo de dolor
es hoy mi única
posibilidad de orar,
aunque mi última palabra
es una palabra de esperanza,
que va más allá de los
problemas de nuestras propias
estructuras,las cuales podrán
cambiar o desaparecer,
mientras que jamás podrá
morir la posibilidad de vivir
esta vocación mía de
otras mil maneras,
de ser pan para todos
los hambrientos,
libertad para todos los
esclavos,
viviendo al lado de
todos aquellos que, como yo, han
oido la llamada a esta aventura de amor
universal.
Tomado de Oración Desnuda. Juan Arias
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