Oración del Periodista
Cristo,
somos los periodistas.
Venimos juntos a rezarte
porque sabemos que a todos,
sin excepción, nos
apedrean.
Todos nos necesitan,
pero todos nos condenan.
Todos nos buscan, y
todos nos critican después.
Hoy el mundo se
paralizaría sin nosotros, y sin embargo
todos nos echarían de
buena gana a la hoguera.
No venimos a ti para
excusarnos de nuestras limitaciones,
ni para disimular
nuestros pecados.
Los tenemos, sí.
Y nos pesa la
responsabilidad de saber que entramos
cada día en todas las
intimidades,
que nos sentamos en
todas las mesas del mundo
y que una inmensa
mayoría de los hombres piensa a
través de nosotros.
Pero también necesitamos
gritar nuestra exigencia de
justicia.
¿Somos peores, Señor,
que quienes nos condenan?
¿que quienes nos
instrumentalizan?
¿que quienes se quejan,
no tanto de que nos prostituyamos,
sino más bien de que no
nos prostituyamos en
la dirección que ellos desearían?
Muchos de los poderosos
preferirían muchas veces
nuestro silencio;
pero nuestro deber es
descubrir la noticia.
Otros preferirían sólo
la noticia que no quita el sueño
o no turba la digestión,
pero nosotros debemos
hablar en nombre de los mudos,
de los que carecen de
libertad,
de los que sufren en su
carne la realidad de esa noticia
que nos turba.
¿No es más doloroso
sufrirla que conocerla?
¡A esto le llaman
«sensacionalismo»!
Pero podría llamarse
también «el dolor humano que desearíamos
ignorar».
Contigo, Cristo, nos es
más fácil hablar, porque no podemos
ignorar que tú fuiste el
primer gran periodista
de la historia.
Tú eres la palabra que
se encarnó en nuestra raza para
convertirse en la gran
noticia de la historia:
Dios se hacía hombre
para que el hombre perdiera
el miedo de ser Dios.
Tú pediste un día que
todos los tuyos se convirtieran en
periodistas para anunciar
la verdad «hasta desde los
tejados».
Tú fuiste siempre el
periodista del pueblo, de todos los
que eran perseguidos por
la injusticia o la tiranía.
Hablaste o escribiste
siempre para salvar lo que estaba
perdido.
para condenar a quienes
en nombre de Dios o del César
intentaban apropiarse
del hombre y de su historia.
La única vez que
escribiste con tus mismas manos,
en la tierra,
fue para salvar la vida
a una mujer sorprendida en adulterio.
Fuiste el primer
periodista censurado por tu misma iglesia,
ya que esta página de la
adúltera fue eliminada
por mucho tiempo de la
mayoría de los códices antiguos,
«para que no diera lugar a abusos».
¡Fuiste, pues, acusado
de imprudencia y de excesiva generosidad!
Tú fuiste en realidad el
primer periodista escandaloso,
crítico,
revolucionario,
inconformista,
sincero.
Por eso te llamaron
demonio,
ateo,
te tiraron piedras y te
lincharon cuando aún eras joven.
Necesitabas hacer
milagros para que tu noticia fuera creída.
Y muchos siguieron sin
creerte aun después de los milagros.
Quizás esto pueda
consolarnos a nosotros, pobres periodistas,
que no sólo no podemos
avalar con milagros
nuestra noticia, sino
que necesitamos un milagro
para que nos perdonen
cuando descubrimos un pedazo
de verdad.
Sobre todo si esta
verdad es amarga para quienes se han
apoderado de la historia
y marginan a los débiles.
Sí, a ti podemos
decírtelo abiertamente, Señor:
No es fácil ser
periodista.
No es fácil ser honrado,
porque necesitaríamos una dosis
de heroísmo como la tuya
para arriesgar continuamente
nuestro pan y nuestra
vida.
No es fácil, porque
nuestro pan y el de nuestros hijos
nos lo dan precisamente
quienes tienen mayor interés
en que el mundo no
conozca la verdad cruda de las
cosas.
No es fácil, porque
quienes necesitan y querrían conocer
toda la verdad de las
cosas no pueden darnos el poder
para anunciarla.
No es fácil, porque si
gritamos la vergüenza del mundo,
somos pesimistas.
Si cantamos la bondad
escondida de los hombres justos,
somos evasivos.
Si hablamos de Dios,
somos beatos.
Si hablamos de los
hombres, somos comunistas.
Si hablamos del futuro,
somos progresistas.
Si hablamos del pasado,
somos integristas.
Si hablamos del
presente, somos inconscientes.
Nos exigen honradez a
nosotros,
que entramos cada día en
la intimidad de todos los negocios
sucios.
Nos exigen que seamos
insobornables,
cuando tenemos que
callarnos cada día tantos sobornos
de los demás.
Nos exigen que seamos
inmaculados,
cuando conocemos
perfectamente las prostituciones de
tantos a quienes a veces
no tenemos más remedio
que incensar.
Nos exigen exactitud y
fidelidad en la información,
cuando tenemos que
entrar a empujones a recoger el
discurso o la noticia.
Nos exigen que
anunciemos la novena de santa Rita,
cuando ya los curas se
manifiestan en la calle y el mundo
se pregunta si Dios no
ha muerto.
Se duelen cuando le
suprimimos un párrafo al político o
al eclesiástico que
canta glorias pasadas,
cuando nos falta tiempo
y espacio para levantar la voz
contra miserias
presentes.
Nos piden que
publiquemos pastorales de obispos a
quienes se les ha parado
el reloj de la historia y han
desconocido el concilio,
cuando urge anunciar la
palabra revolucionaria
de un Cristo a quien aún no
hemos tenido el coraje
de predicar completamente
o la voz profética del
pueblo de Dios que nos revela
que el Espíritu santo no
ha muerto.
Señor, todos nos buscan
y nos necesitan:
la política para
afianzarse,
la religión para
propagarse,
la industria para
venderse,
la ciencia para divulgarse,
el arte para exhibirse,
el pueblo para
defenderse.
Pero todos nos maldicen
y nos tiran piedras:
el político, cuando
denunciamos su demagogia o su
compromiso;
el eclesiástico, su
fariseísmo;
el industrial, su
explotación;
el científico, el mal
uso de su investigación;
el artista, su falta de
creatividad;
el pueblo, cuando no
tenemos el coraje de gritar con
toda la fuerza que
exigiría su garganta, anquilosada
por su eterno mutismo.
Quizás a los periodistas
nos sea más fácil rezar que a
otros muchos, porque
estamos más cerca de la vida
con todas sus
contradicciones;
porque conocemos al
hombre como pocos,
porque masticamos cada
día la urgencia de un suplemento
de justicia.
Perdón, Señor, por las veces
que traicionamos a la verdad
por cobardía o por
mezquino interés.
Perdón por nuestro
maridaje maldito con los fuertes,
que difícilmente
soportan la verdad.
De una sola cosa no
podemos pedirte perdón;
de un solo pecado no
podemos arrepentimos,
porque si fuera pecado
también tú lo habrías cometido:
de la irritación de los
poderosos ante la noticia que
pone al desnudo el juego
sucio de sus inconfesables
manipulaciones contra
los hombres, incapaces de defenderse
con sus propias fuerzas.
Que no perdamos la esperanza
ni nos avergoncemos de
ser la voz del que grita
en el desierto,
porque el desierto podrá
ser un día la tierra habitada por
los hombres puros. Amén
Tomado de Oración Desnuda. Juan Arias
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