UN DIOS ETERNO. OBISPO KALLISTOS WARE. EL DIOS DEL MISTERIO Y LA ORACIÓN


Compartimos en esta entrada un apartado del libro del obispo Kallistos Ware El Dios de Misterio y la Oración: Un Dios Eterno. En este tramo del libro el obispo Ware, nos adentra en el concepto de la esperanza en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro contenida en nuestro credo, así como las tres realidades contenidas en esta esperanza. En un segundo momento, citando las Santas Escrituras y algunos Santos Padres, nos comparte brevemente consideraciones sobre el juicio final, el cielo y la tierra nuevos, y la eternidad como progreso sin fin, perpetuo. Que esta lectura sea de provecho para nuestra inteligencia y nuestro espíritu.

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).

Jhoani Rave Rivera C.O.PS.


UN DIOS ETERNO. 

Se aproxima el final. La primavera futura. Antiguo en el infinito.

Introducción.

 "Acuérdate de mí, Jesús cuando llegues a tu Reino"

(Lc 23:42).

"Para todas las almas que aman a Dios, para todos los verdaderos cristianos, llegará un primer mes del año, como el mes de abril, un día de resurrección."

(Homilías de San Macario).

 

"Cuando el abba Zacarías estaba a punto de morir, el abba Moisés le preguntó: "¿Qué ves?" El abba Zacarías replicó: "¿No es mejor no decir nada, padre?" "Si, hijo mío," respondió el abba Moisés: "Vale más no decir nada."

(Apotegmas de los Padres del Desierto).

Se aproxima el final.

"Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro." Orientado hacia el futuro, el Credo termina con una nota de espera. Las cosas últimas deberán ser nuestro punto de referencia constante a lo largo de toda esta vida terrestre, aunque no nos es posible hablar con detalle de las realidades del mundo futuro. "Queridos, dice san Juan, desde ahora somos hijos de Dios y aun no se ha manifestado lo que seremos" (1 Cor 3:2). gracias a nuestra fe en Cristo, poseemos a partir de ahora, una relación viva y personal con Dios y sabemos, no de forma hipotética sino de manera cierta, que esta relación es portadora de una semilla de eternidad. Para lo que sea conocer la vida, no en la secuencia temporal sino en la eterna, y no en las condiciones de la caída sino en un universo en el que Dios sea "todo en todos," no tenemos más que aproximaciones, una concepción oscura. Por eso, solamente deberíamos hablar con prudencia y respetar la exigencia del silencio. Sin embargo, hay tres realidades que tenemos derecho a afirmar sin la menor ambigüedad:

·         que Cristo volverá en su gloria;

·         que a su llegada resucitaremos de entre los muertos y seremos juzgados;

·         "que su reino no tendrá fin" (Lc 1:33).

 

Volvamos al primer punto: la Escritura y la Santa Tradición nos hablan repetidamente de la segunda venida de Cristo. No permiten pensar que, gracias al progreso constante de la "civilización," el mundo mejorará, permitiendo a la humanidad establecer el Reino de Dios en la tierra. La visión que el cristiano tiene de la historia del mundo es opuesta a este tipo de optimismo evolucionista. Más bien se nos enseña a esperar cataclismos naturales, conflictos cada vez más destructores entre los hombres, confusión y apostasía entre los que se llaman cristianos (Mt 24:3-27). Este período de tribulación alcanzará su punto culminante al aparecer "el hombre impío" (2 Ts 2:3-4) o Anticristo que, según la interpretación tradicional de la Iglesia Ortodoxa, no será Satán, sino un ser humano verdadero en el que se habrán reunido todas las fuerzas del mal y que ejercerá durante un tiempo bastante breve su poder sobre el mundo entero. La segunda venida del Señor pondrá fin bruscamente al reino del Anticristo. Esta vez, la llegada del Señor no tendrá lugar de un modo tan discreto como durante su nacimiento en Belén; veremos "al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder viniendo sobre las nubes del cielo" (Mt 26:64). Así, el curso de la historia terminará de modo repentino y dramático por medio de una intervención directa del reino divino.

 

El tiempo de la segunda venida no se nos ha revelado. "No os corresponde conocer el tiempo y los momentos que el Padre ha fijado con su autoridad" (Hch 1:7). "El Señor vendrá como un ladrón en plena noche" (1 Ts 5:2). Esto significa que, evitando especular sobre la fecha exacta, debemos estar dispuestos y vivir con esta expectativa. "Lo que os digo a vosotros, se lo digo a todos: ¡Velad!" (Mc 13:37). En efecto, llegue pronto o tarde el fin, según nuestra humana escala temporal, es siempre inminente, siempre próximo, hablando desde un punto de vista espiritual. Mantengamos nuestros corazones atentos. Recordemos las palabras del Gran Canon de san Andrés de Creta, que se recita durante la cuaresma:

"¡Alma mía, despiértate! ¿Por qué duermes?

El fin se acerca y pronto te sentirás angustiada.

Vigila, pues, para que te proteja Cristo, tu Dios,

que está presente en todas partes y lo llena todo."

 

La primavera futura.

En segundo lugar, como cristianos creemos no solamente en la inmortalidad del alma, sino también en la resurrección del cuerpo. Según el orden divino, en nuestra primera creación, el alma y el cuerpo humanos dependen uno del otro y no pueden vivir uno sin otro. Después de la caída, el alma y el cuerpo son separados en el momento de la muerte corporal, pero esta separación no es final ni permanente. En la segunda venida de Cristo, resucitaremos de entre los muertos, en nuestra alma y en nuestro cuerpo, y apareceremos, cuerpo y alma, ante nuestro Señor en el juicio final.

El evangelio de san Juan insiste en el hecho de que el juicio está presente en cada instante de nuestra existencia terrestre. Cuando, consciente o inconscientemente, elegimos el bien, entramos ya anticipadamente en la vida eterna. Cuando elegimos el mal, percibimos un sabor anticipado del infierno. La mejor forma de comprender el Juicio Final es percibirlo como el momento de la verdad, en que todo será sacado a la luz, en el que nuestros actos y nuestras opciones nos serán revelados con todas sus implicaciones, en que nos daremos cuenta, con absoluta claridad, de quiénes somos y de cuáles han sido el sentido y el objeto profundo de nuestra vida. Entonces, después de esta puesta a punto final, entraremos en cuerpo y alma, en el cielo o en el infierno, en la vida eterna o en la muerte eterna.

 

Cristo es el juez; sin embargo, desde cierto punto de vista, nosotros mismos pronunciamos nuestro propio juicio. Si alguien está en el infierno, no es porque Dios lo haya encerrado allí, sino porque él mismo lo ha elegido. Los que están perdidos en el infierno se han condenado ellos mismos, se han esclavizado ellos mismos. Con justicia se ha podido decir que las puertas del infierno se han cerrado desde el interior.

"En la resurrección, todos los miembros del cuerpo serán exaltados y no se perderá ni un cabello," afirman las "Homilías de San Macario" (cf. Lc 21:18). Sin embargo, san Pablo nos dice que el cuerpo de resurrección es un cuerpo espiritual (1 Cor 15:35-46). Esto no significa que en la resurrección nuestros cuerpos sean, en cierto modo, "desmaterializados," pues tal como conocemos la materia, en este mundo caído, con toda su inercia y su opacidad, no corresponde en absoluto a la materia tal como Dios la ha querido. Liberado de la grosería de la carne caída, el cuerpo resucitado compartirá las cualidades del cuerpo humano de Cristo durante la transfiguración y la resurrección. Incluso transformado, nuestro cuerpo resucitado se parecerá al cuerpo que ahora tenemos: habrá una continuidad entre los dos. Según san Cirilo de Jerusalén,

"Este cuerpo resucitado ya no será el ser endeble que conocemos y sin embargo resucitará idénticamente el mismo. Habrá adquirido la incorruptibilidad y será transformado por ella... Para vivir ya no tendrá necesidad de alimentos ni para elevarse de escalas; se convertirá en espiritual, algo maravilloso y de tan alta dignidad que no podríamos expresar."

San Ireneo afirma que:

"Ni la sustancia, ni la materia de la creación se han aniquilado. Verídico y estable es aquél que las ha establecido, pero el rostro de este mundo pasará, es decir los elementos en los cuales ha tenido lugar la transgresión... ... Pero, cuando este aspecto haya pasado y el hombre haya sido renovado, estará maduro en la incorruptibilidad, hasta el punto de no poder ya envejecer, "será entonces el cielo y la tierra nuevos" (Ap 21:1), en las cuales el hombre nuevo vivirá, conversando con Dios de un modo siempre nuevo."

 

"El cielo y una tierra nuevos": el hombre no es salvado fuera de su cuerpo; es salvado en su cuerpo. No es salvado del mundo material; es salvado con el mundo material. Porque el hombre es microcosmos y mediador de la creación, la salvación del hombre comprende también la reconciliación y la transfiguración de toda la creación animada e inanimada alrededor de él, su liberación de "la servidumbre de la corrupción" para entrar "en la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8:21). En la "tierra nueva" del mundo futuro, existe seguramente un lugar, no solamente para la humanidad, sino también para los animales: en el hombre y a través de él ellos también compartirán la inmortalidad, así como las rocas, los árboles, el fuego y el agua.

 

Antiguo en el infinito.

Este reino de la resurrección en el que viviremos en cuerpo, y alma, gracias a la misericordia divina, es, en primer lugar, un reino que no tendrá "fin." Su eternidad y su infinitud superan nuestra imaginación caída. Sin embargo, podemos estar seguros de dos cosas: que la perfección no es uniforme sino variada y que la perfección no es estática sino dinámica. La eternidad significa una variedad inagotable. Si es verdad, y nuestra experiencia aquí abajo nos lo prueba, que la santidad no es monótona, sino siempre diferente, ¿no será así también, y en un grado incomparablemente más elevado, en la vida futura? Dios nos promete: "Al vencedor, le daré una piedrecita blanca, que llevará grabado un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe" (Ap 2:17). Incluso en el mundo futuro, el sentido profundo de mi persona, que es único, seguirá siendo un secreto entre Dios y yo. En el Reino de Dios, cada uno forma uno solo con los otros, aunque seguirá siendo claramente él mismo, marcado con las cicatrices y características que tenía en vida, ahora curadas, transformadas, glorificadas.

Según san Isaac de Escete:

"El Señor en su misericordia concede el descanso a cada uno según sus obras: al grande según su grandeza, al pequeño según su pequeñez; pues está dicho: "En la casa de mi Padre, hay muchas moradas" (Jn 14:2). Aunque no haya más que un solo reino, cada uno encuentra en este reino lugar y obra a su medida."

 

Eternidad significa igualmente progreso sin fin, perpetuo. Es cierto hablando del camino espiritual, no solamente en esta vida presente, sino también en la del mundo futuro. Avanzamos constantemente. Avanzamos siempre hacia adelante y no hacia atrás. El mundo futuro no es una simple vuelta al principio, una restauración del estado original de perfección en el Paraíso, sino una nueva partida, un cielo nuevo, una tierra nueva, donde las cosas últimas serán más grandes que las primeras...

San Gregorio de Nisa creía que, incluso en el cielo, la perfección está en la progresión. Sirviéndose de una paradoja llena de finura, dice que la esencia de la perfección consiste, precisamente, en no llegar a ser perfecto nunca, sino en tender siempre a una perfección más grande. Por ser Dios infinito, este esfuerzo constante, esta épktasis, retomando el término de los Padres Griegos, es ilimitada. El alma posee a Dios, pero lo sigue buscando. Su júbilo es completo, pero se intensifica. Dios se aproxima siempre a nosotros, pero sigue siendo el otro... Lo miramos cara a cara, aunque continuemos penetrando el misterio divino. No somos extranjeros, sino todavía peregrinos, "que van de gloria en gloria" (2 Cor 3:18), hacia una gloria aún más grande. En toda la eternidad alcanzaremos el punto en que hayamos realizado todo lo que había que hacer, en que hayamos descubierto todo lo que había que conocer. "En este mundo, como en el mundo futuro, dice san Ireneo, Dios tendrá siempre algo que enseñar al hombre y el hombre algo nuevo que aprender de Dios."

 

Fuente: El Dios del Misterio y la Oración.

Obispo Kallistos Ware

 P. 138-144

 

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