La Iglesia Ortodoxa. Kallistos Ware. Primera Parte: HISTORIA CAPÍTULO 1 Orígenes.

 



Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).
 
Compartimos en esta entrada la Introducción y los Orígenes contenidos en la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia Ortodoxa. Bienvenidos y Bienvenidas a este recorrido histórico de la fe ortodoxa, recorrido que haremos a lo largo de los siguientes 16 post.

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).

Jacobo Rave



Introducción

Conocidos, pero tenidos por desconocidos (II Cor. 6:9)

 “Todo Protestante es cripto-papista,” escribe el teólogo ruso Alexis Khomiakov en una carta enviada a un amigo inglés en 1846. “... O si empleamos la terminología precisa algebraica, todo el occidente dispone de un solo dato, ; sea precedido por el símbolo positivo ‘+’, como en el caso de los romanos, o sea precedido por el símbolo negativo ‘-’ como en el caso de los Protestantes, el a sigue siendo el mismo. Por lo tanto, pasar a la Ortodoxia parece constituir de veras una apostasía del pasado, y de su ciencia, creencia y vida. Es precipitarse a un mundo nuevo y desconocido.”[1]

 Cuando hablaba del dato a, Khomiakov tenía en cuenta el hecho de que los cristianos occidentales, fuesen Protestantes, anglicanos o católicos romanos, provienen del mismo ambiente histórico. Todos iguales (aunque no siempre quieran admitirlo) se han visto influenciados por los mismos acontecimientos: por la centralización bajo el Papado y por el Escolasticismo del medioevo, por el Renacimiento, y por la Reforma y la Contra-Reforma. En cambio los miembros de la Iglesia Ortodoxa - tanto griegos y rusos como los demás - comparten un origen muy distinto. No han vivido ningún medioevo (en el sentido occidental), y no han padecido Reformas ni Contra-Reformas; solo han sido afectados de una manera muy oblicua por los trastornos culturales y religiosos que llevaron a la transformación de Europa occidental en los siglos XVI y XVII. Los cristianos del oeste, tanto los católicos romanos como los reformados, suelen abrir el diálogo con preguntas parecidas, por muy diferentes que puedan ser las respuestas. Pero en la Ortodoxia son diferentes no solamente las respuestas - ni siquiera son parecidas las preguntas.

 Los ortodoxos enfocan a la historia con otras perspectivas. Véanse, por ejemplo, las actitudes que suelen adoptar los ortodoxos frente a las controversias religiosas occidentales. En occidente es usual considerar al Catolicismo Romano y al Protestantismo como los extremos diametralmente opuestos de un eje; pero al ortodoxo le parecen las dos caras de una sola moneda. Khomiakov le llama al Papa “el primer Protestante”, “el padre del racionalismo alemán”; y por lo tanto seguramente hubiera considerado al Científico Cristiano como un católico romano algo  excéntrico.[2] “Como podremos acabar con la perniciosa influencia del Protestantismo?” le preguntó cierta vez un sacerdote tradicionalista anglicano a Khomiakov cuando estaba de visita en Oxford en 1847; a lo cual contestó éste: “Desháganse de su Catolicismo Romano.” Desde el punto de vista del teólogo ruso, las dos cosas iban juntas; las dos están fundadas en el mismo planteamiento, ya que el Protestantismo sale del huevo que puso Roma.

 “Un mundo nuevo y desconocido”: Khomiakov acertó al calificar la Ortodoxia de esta manera. La Ortodoxia no consiste en una mera variedad del Catolicismo Romano pero sin Papa, sino en algo completamente distinto a todos los sistemas religiosos del Occidente. Sin embargo los que examinen más de cerca a este ‘mundo desconocido’ descubrirán en él mucho que puede resultar, aunque distinto, asombrosamente familiar. “Pero si eso es lo que siempre había creído!” Así han respondido muchos de los que han ido aprendiendo más sobre lo que es la Iglesia Ortodoxa y su doctrina; y en parte tienen razón. Durante más de novecientos años el oriente griego y el occidente latino se han ido alejando cada vez más, siguiendo sus caminos particulares, pero remontándose a los primeros siglos de la historia del cristianismo encontrarán los dos un terreno extenso de experiencias que tuvieron en común. San Atanasio y San Basilio vivieron en oriente, pero sin embargo pertenecen también a la tradición de occidente; y los ortodoxos contemporáneos que se encuentran en Francia, Bretaña o Irlanda pueden considerar los Santos Patronos de estas tierras - Patrick, Cuthbert y Bede, Geneviève de París o Agustín de Cantórbery - no como ajenos sino como miembros de la misma iglesia. Érase una vez, toda Europa formaba parte del mundo ortodoxo tanto como lo hacen Rusia y Grecia hoy en día.

 Cuando Khomiakov escribió su carta de 1846, rara vez los de una tradición conocían personalmente a los representantes de la otra. Robert Curzon, al viajar por el Levante durante los años 1830 en busca de manuscritos a buen precio, se sintió algo desconcertado al comprobar que el Patriarca de Constantinopla jamás oyó hablar del Arzobispo de Cantórbery. Desde entonces, claro está, la situación ha cambiado bastante. Resulta hoy día incomparablemente más fácil viajar, y desaparecieron las barreras físicas. Además que ahora apenas es necesario desplazarse: un ciudadano del mundo occidental ya no tiene que abandonar su país para que pueda observar en directo la Iglesia Ortodoxa. Griegos que se han ido trasladando a occidente con motivos económicos, o eslavos impulsados hacia el occidente por la persecución, trajeron consigo su Iglesia, con lo que se ha ido desenvolviendo por Europa, América y Australia toda una red de parroquias y diócesis, de institutos teológicos y monasterios. Lo más importante de todo durante este siglo ha sido el crecimiento dentro de muchas comuniones de un deseo inaplazable y sin precedentes por la unidad visible de toda la cristiandad, lo cual ha motivado un nuevo interés en la Iglesia Ortodoxa. Justo en el momento que los cristianos del oeste se estaban sensibilizando de nuevo a la importancia de la Ortodoxia en la reunificación cristiana y trataban de ampliar sus conocimientos, se esparció por todo el mundo la diáspora greco-rusa. En las conferencias sobre la reunificación, ha resultado a veces inesperadamente iluminadora la contribución de la Iglesia Ortodoxa: y eso, precisamente por que los ortodoxos tienen esa historia distinta, que les ha permitido revelar nuevos modos de pensar y proponer para los eternos problemas, soluciones olvidadas antaño.

 El mundo occidental siempre ha contenido gente cuya concepción de la cristiandad llegaba más allá de Cantórbery Ginebra y Roma; pero antiguamente esta gente se veía como la ‘voz del que grita en el desierto’. Esto ya no sigue siendo así. Los efectos de una enajenación que ha perdurado ya más de nueve siglos no se van a eliminar de inmediato, pero al menos se ha dado comienzo al proceso.

 La Iglesia Ortodoxa’ ¿a qué se refiere? Las divisiones cismáticas, que produjeron la condición fragmentada de la cristiandad contemporánea, se desarrollaron en tres etapas principales que se fueron sucediendo cada quinientos años, aproximadamente. La primera etapa en la historia de las escisiones ocurrió en los siglos VI y VII, cuando las iglesias hoy denominadas Ortodoxas Orientales se separaron del cuerpo principal de creyentes cristianos. Estas iglesias se pueden dividir en dos categorías, que son la Iglesia del Este (localizada en los territorios compuestos en la actualidad por Iraq e Irán; a veces conocida como la Iglesia Asiria, Nestoriana, Caldea, o Siriaco-oriental), y las cinco Iglesias No­Calcedonianas (conocidas con mucha frecuencia como Monofisitas): la Iglesia Siria de Antioquía (a la que también se la llama ‘Jacobita’), la Iglesia Siria de la India, la Iglesia Copta de Egipto, la Iglesia Armenia y la Iglesia Etíope. En la actualidad la Iglesia del Este cuenta solamente con unos 550.000 adherentes, aunque antaño fueron mucho más numerosos; los No-Calcedonianos pueden sumar en total unos 27 millones. A estos dos grupos a veces se les denomina juntos con el apodo de Iglesias Orientales ‘menores’ o ‘separadas’, pero es preferible evitar esa terminología ya que presupone cierta valorización de inferioridad.

 Este libro, en el que no pretendemos tratar exhaustivamente el tema complejo del cristianismo oriental, no se implicará directamente en la historia de los ‘Ortodoxos Orientales’, aunque sí aludiremos a ellos de vez en cuando. Nuestro tema central va a ser el de los cristianos conocidos no como ‘Ortodoxos Orientales’, sino como ‘Ortodoxos del Este’, es decir todos aquellos que están en comunión con el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla; así, pues, cuando se menciona la Iglesia Ortodoxa, nos referimos a los Ortodoxos del Este y no a los Orientales. Afortunadamente, en la actualidad existe la gran posibilidad de que estas dos familias cristianas - que son la Ortodoxa Oriental y la del Este - realizarán entre sí una reconciliación.

 Como consecuencia de esta primera separación, la Iglesia Ortodoxa del Este se vió restringida del lado oriental y limitada a la población de habla griega. A continuación se produjo la segunda ruptura, a la que normalmente se le asigna la fecha de 1054. El cuerpo principal cristiano se vio dividido en dos partes: en el occidente, la Iglesia Católica Romana bajo el Papa y en el Imperio Bizantino, la Iglesia Ortodoxa del Este. El mundo ortodoxo a partir de entonces se encontraba delimitado también en el lateral occidental. No nos concierne aquí la tercera ruptura, ocurrida en el siglo XVI entre los Católicos Romanos y los Reformadores.

 Es curioso observar cómo suelen coincidir las divisiones eclesiásticas con las culturales. Aunque el cristianismo se plantea una misión universal, en la práctica se ha visto aliado con tres culturas: la semítica, la griega y la latina. Después de la primera ruptura quedaron excluidos del resto de la cristiandad los cristianos semíticos de la Siria, con toda su escuela floreciente de teólogos y escritores. Más tarde sucedió el segundo cisma, por el que quedaron separadas y apartadas las tradiciones griega y latina. De ahí que en la Iglesia Ortodoxa del Este la influencia principal ha sido la griega. Pero esto no quiere decir que la Iglesia Ortodoxa consiste en una iglesia exclusivamente griega, puesto que los Padres Sirios y los Latinos también han contribuido a la plenitud de la tradición ortodoxa.

 A pesar de que la Iglesia Ortodoxa se encontró encerrada primero en la frontera oriental y más tarde en la occidental, sí pudo expandirse hacia el norte. En el año 863 San Cirilo y San Metodio, los Apóstoles de los Eslavos, viajaron al norte para emprender su obra misionera más allá de las fronteras del Imperio Bizantino, y tras sus esfuerzos lograron convertira los búlgaros, a los serbios y a los rusos. Según menguaba el poder de los bizantinos, se acrecentaba la importancia de estas iglesias menos antiguas, norteñas. Y cuando por fin los turcos capturaron Constantinopla en 1453, el Principado de Moscú estaba ya listo para asumir el rol de defensor del mundo ortodoxo. Durante los últimos dos siglos, en cierta medida, se ha invertido de nuevo la situación. Aunque Constantinopla permanece en manos de los turcos, palidísima sombra de la gloria de antaño, los cristianos ortodoxos de Grecia comenzaron a recuperar su libertad con la revolución de 1821; en cambio la iglesia rusa ha sufrido este siglo más de setenta años bajo la autoridad de un gobierno agresivamente anti-cristiano.

 Esas han sido las etapas principales del desarrollo externo de la Iglesia Ortodoxa. Hablando geográficamente, las áreas de población ortodoxa se distribuyen mayoritariamente por Europa oriental, por Rusia y por los litorales levantinos del Mediterráneo. Está compuesta de las siguientes Iglesias independientes, llamadas ‘autocéfalas’:[3]

 1) Los cuatro Patriarcados antiguos:

 

Constantinopla

6 millones

Alejandría

(350.000)

Antioquía

(750.000)

Jerusalém

(60.000)

Aunque de tamaño muy reducido, estas cuatro Iglesias ocupan un lugar especial y prestigioso en la Iglesia Ortodoxa, con primacía de honor. A los que dirigen estas Iglesias se les titula como Patriarcas.

 2) Las nueve otras iglesias autocéfalas:

 

Rusia

(50-85 )millones)

Serbia

(8 millones)

Rumania

(17 millones)

Bulgaria

(8 millones)

Georgia

(5 millones)

Chipre

(450.000)

Grecia

(9 millones)

Polonia

(750.000)

Albania

(210.000 en 1944)

                                  

 Todas estas iglesias - menos las de Polonia y Albania - están localizadas en países donde la población es totalmente o mayoritariamente ortodoxa. Las iglesias de Grecia y de Chipre son griegas; cuatro de las otras son eslavas - la rusa, la serbia, la búlgara, y la polaca. Los jefes de las iglesias rusa, rumana, serbia y búlgara llevan el título de Patriarca; al que dirige la Iglesia de Georgia se le denomina Catolicos-Patriarca; los jefes de las demás iglesias se titulan o Arzobispo o Metropolita.

 

3) Existen además unas cuantas iglesias que son independientes pero no en forma absoluta. Éstas son designadas ‘autónomas’ pero no ‘autocéfalas’:

 

Checoslovakia

(100.000)[4]

Sinaí

(900)

Finlandia

(52.000

Japón

(25.000)

China

(¿10.000 - 20.000)

 4) Adicionalmente hay una cuantiosa ‘diáspora' en Europa occidental, en América del norte y del sur, y en Australia. La mayoría de estos ortodoxos que se han visto ‘esparcidos en el extranjero’ dependen de la jurisdicción de uno de los Patriarcados o de una de las iglesias autocéfalas, pero en algunos lugares existen movimientos para la independización. Concretamente, se han tomado medidas para la creación de la Iglesia Autocéfala Ortodoxa de América (alrededor de un millón de creyentes), pero ésta todavía no ha sido oficialmente reconocida por la mayoría de las demás Iglesias Ortodoxas.

 La Iglesia Ortodoxa, pues, consiste en una familia de Iglesias autogobernantes. Se mantiene unida no por una estructura centralizada ni por un prelado con poder único sobre el cuerpo entero, sino por el doble. vínculo de la unidad en la fé y de la comunión sacramental. Cada Patriarcado y cada Iglesia autocéfala, aunque independiente, está completamente de acuerdo con las demás en todos los asuntos doctrinales, y entre todas existe al menos en principio plena comunión sacramental. (En la práctica existen ciertas rupturas de comunión, sobre todo entre los ortodoxos rusos y ucranianos, pero esto es una situación excepcional y esperemos que provisional). En la Iglesia Ortodoxa no existe ninguna figura equivalente al Papa en la Iglesia católica romana. Al Patriarca de Constantinopla se le denomina ‘el Patriarca Ecuménico’ (es decir ‘universal’), y desde la escisión entre oriente y occidente ha gozado de un honor especial entre todas las comunidades ortodoxas; pero no tiene el derecho de interferir en los asuntos interiores de las otras Iglesias. Su autoridad se puede comparar con la del Arzobispo de Cantórbery en la comunidad mundial anglicana.

 Este sistema de Iglesias locales independientes tiene la ventaja de ser muy flexible, con facilidad de adaptarse a las situaciones cambiantes. Las Iglesias locales se pueden fundar, suprimir y restaurar de nuevo sin que se interrumpa la vida de la Iglesia en general. Muchas de estas iglesias locales son al mismo tiempo iglesias nacionales, ya que en el pasado en los países ortodoxos han habido relaciones estrechas entre el Estado y la Iglesia. Pero aunque los Estados independientes muchas veces tienen su propia Iglesia autocéfala, las divisiones eclesiásticas no tienen porqué coincidir siempre con fronteras estatales. Los territorios de los cuatro Patriarcados antiguos abarcan varios Estados políticos del mundo moderno. La Iglesia Ortodoxa consiste en una federación de iglesias locales, pero no siempre nacionales. No está basada en el principio político del Estado-Iglesia.

 Entre las varias Iglesias podemos observar una enorme variedad en el número de fieles, en la que un extremo de la gama de posibilidades es ocupado por Rusia y el otro por Sinaí. Las distintas Iglesias también son de distintas edades, con algunas que se remontan a la época apostólica y otras que han existido apenas una generación. La Iglesia de Albania por ejemplo se hizo autocéfala tan sólo en 1937.

 La Ortodoxia pretende ser universal - no exótica u oriental, sino el cristianismo puro y sencillo. Gracias a los defectos humanos y a los accidentes de la historia, la Iglesia Ortodoxa se ha visto restringida dentro de unos límites geográficos fijos. Pero para los ortodoxos mismos su Iglesia consiste en algo más que un mero grupo de entidades locales. La palabra ‘Ortodoxia’ tiene dos significados a la vez, el de ‘creencia justa’ y el de ‘gloria justa’ (o ‘veneración justa’). Por lo cual se entiende que los ortodoxos afirman una cosa que puede que parezca sorprendente: consideran su Iglesia como la Iglesia que conserva y proclama la creencia verdadera sobre Dios y que Le adora con la veneración indicada; es decir, la consideran como nada menos que la Iglesia de Cristo en la tierra. La interpretación de este aserto, y de la actitud de los ortodoxos hacia los demás cristianos que no pertenecen a su Iglesia, formará parte del propósito explicativo de este libro.

 

 

Primera Parte

HISTORIA

 

CAPÍTULO 1

 

Orígenes

 

En medio del pueblo hay una capilla subterránea, con el acceso encubierto. Cuando venga de visita un cura clandestino, aquí celebrará la Liturgia y los otros oficios. Si acaso alguna vez los habitantes se sientan libres de observación policial, se reúne en la capilla todo el pueblo, menos los guardias que quedan fuera para avisar por si llega gente de fuera. En otras ocasiones, los oficios se celebran por turnos.

 La misa de Pascuas fue celebrada en un apartamento de una institución oficial de Estado. Solo se les admitía a los que llevaban un permiso especial, como el que yo había obtenido para mí y para mi pequeña hija. Asistieron unas treinta personas, incluidos unos conocidos míos. Un cura viejo celebró la misa, que no se me olvidará jamás. ‘Cristo resucitó,’ cantamos suavemente pero llenos de alegría... La alegría que sentí en esa misa de la Iglesia de las Catacumbas me sigue dando fuerza para la vida, desde entonces hasta hoy.

 Hemos aquí dos relatos[5] de la vida de la iglesia en Rusia un poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero con pocas alteraciones, podrían sin dificultad interpretarse como cuentos de la historia del culto cristiano bajo los emperadores Nerón o Dioeleciano. Dan testimonio del curso cíclico recorrido por el Cristianismo a lo largo de los diecinueve siglos de su historia. Los cristianos hoy día, mucho más que la generación de sus abuelos, tienen muchos puntos en común con la iglesia primitiva. El Cristianismo nació como la religión de una minoría dentro de una sociedad cuya mayoría no era cristiana, y se está volviendo a la misma situación. La Iglesia Cristiana original no estaba ligada al Estado; y hoy en día, en un país detrás de otro, esa alianza tradicional se está rompiendo. En el principio, al Cristianismo se le trataba de religio illicita, una religión prohibida, víctima de persecuciones gubernamentales; hoy en día, la persecución vuelve a formar parte de la experiencia cristiana y es posible que hayan muerto martirizados más creyentes durante el período de treinta años entre 1918 y 1948 que durante los tres primeros siglos tras la crucifixión de Cristo.

 Los miembros de la Iglesia Ortodoxa, más que nadie, han podido vivir y atestiguar estas realidades, puesto que la gran mayoría de ellos ha tenido que soportar el anti-cristianismo de los regímenes comunistas. La primera fase de la historia cristiana, que transcurrió entre el día de Pentecostés y la conversión de Constantino, resulta especialmente relevante para la Ortodoxia contemporánea.

 “Y se produjo de repente un ruido del cielo, como de viento impetuoso que pasa, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo...” (Hechos 2:2-4). Así comenzó la historia de la iglesia cristiana, con el descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en Jerusalén durante la fiesta de Pentecostés. Ese mismo día, al predicar San Pedro el Evangelio, tres mil hombres y mujeres fueron bautizados, y se formó la primera comunidad cristiana de Jerusalén.

 En poco tiempo los miembros de la Iglesia de Jerusalén se vieron esparcidos tras la persecución que empezó con el apedreamiento de San Esteban. “Id, pues,” había dicho Cristo, “y haced discípulos míos todos los pueblos” (Mt. 28:19). Obedientes a esta orden, predicaban en cada sitio adonde llegaban, primero a los judíos, y poco tiempo más tarde a las naciones también. Algunas historias de estos viajes apostólicos vienen contadas en el libro de los Hechos, escrito por San Lucas; otras quedaron conservadas en la tradición de la Iglesia. Con el paso de una temporada asombrosamente corta, pequeñas comunidades cristianas brotaron en todos los centros importantes del Imperio Romano, e incluso en algunas localidades más allá de las fronteras imperiales.

 El Imperio por el que estos misioneros se trasladaban era un imperio de ciudades, sobre todo en la zona oriental. Esto influjo en el sistema administrativo de la Iglesia primitiva. La entidad básica consistía en la comunidad de cada ciudad bajo la dirección de su obispo; los asistentes del obispo eran los sacerdotes (o ‘presbíteros’) y los diáconos. El distrito rural alrededor de la ciudad dependía de la iglesia urbana. Este sistema con el sacerdocio tripartito de obispos, sacerdotes y diáconos ya se había establecido en algunas partes antes del fin del primer siglo. Se nos presenta en las siete cartas breves escritas por San Ignacio, Obispo de Antioquía, hacia el año 107 mientras viajaba rumbo a Roma y al martirio. Ignacio subrayó dos elementos particulares, que son el obispo y la Eucaristía; para él la Iglesia había de ser a la vez jerárquica y sacramental. ‘El obispo en cada Iglesia,’ escribía, ‘preside en nombre de Dios.’ ‘Que nadie tome iniciativas relacionadas con la Iglesia sin consultar al obispo... Donde quiera que esté el obispo, ahí debe estar la gente, al igual que donde quiera que esté Jesucristo, ahí estará la Iglesia Católica.’ La tarea principal y característica del obispo es celebrar la Eucaristía, ‘la medicina de la inmortalidad’[6].

 Hoy día se suele pensar en la Iglesia como en una organización mundial, en la que las comunidades locales individuales forman parte de una entidad más grande y comprensiva. Ignacio no veía así a la Iglesia. Para él la comunidad local es la Iglesia. Para él la Iglesia es una sociedad eucarística, que únicamente logra realizar su verdadero potencial al celebrar la Cena del Señor, cuando recibe Su Cuerpo y Su Sangre en el sacramento. La Eucaristía, sin embargo, solamente se puede celebrar a nivel local -en cada comunidad particular congregada alrededor de su obispo; y, lo que es más, en cada celebración local de la Eucaristía se encuentra presente Cristo entero, y no solamente una parte de él. Por lo tanto cada comunidad local, al celebrar la Eucaristía domingo tras domingo, constituye la Iglesia plena y entera.

 Las enseñanzas de Ignacio ocupan un lugar permanente dentro de la tradición ortodoxa. La Ortodoxia todavía hoy concibe la Iglesia como una sociedad Eucarística, cuya organización externa, por muy necesaria que sea, tiene una importancia muy secundaria a la de la vida interna sacramental; y la Ortodoxia subraya la importancia imprescindible de la comunidad local en la estructura de la Iglesia. La idea de Ignacio de Antioquía de que el obispo constituye el centro unificado de una comunidad local viene encarnada con cierta viveza para los que asisten a una Liturgia Ortodoxa Pontifical[7], en la que el obispo al comienzo del oficio se encuentra en el centro de la iglesia rodeado de su rebaño.

 Además de las comunidades locales también hay que tener en cuenta la unidad de la Iglesia a un nivel más extensivo. Este otro aspecto se trata en las obras escritas de otro obispo martirizado, San Cipriano de Cartagena (fallecido en 258). Según Cipriano todos los obispos comparten el mismo episcopado pero de tal manera que cada uno de ellos posee no una parte sino la entereza de él. ‘El episcopado,’ escribía, ‘es una sola entidad, de la que cada obispo individual está en plena posesión. Al igual que la Iglesia también es una sola entidad, aunque se extienda a lo largo y a lo ancho de la tierra en una multitud de iglesias, según se vaya haciendo más fecunda.’[8] Existen muchas iglesias, pero nada más que una Iglesia; muchos episcopi, pero nada más que un episcopado.

 Fueron muchos otros, además de Ignacio y Cipriano, los que durante los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia acabaron la vida martirizados. Cónstese que las persecuciones no solían ser extensas ni en su alcance espacial ni en duración temporal. Pero a pesar de que durante largas temporadas las autoridades romanas trataban al movimiento cristiano con innegable tolerancia, la persecución estaba siempre presente como una posibilidad amenazante, y los cristianos sabían que en cualquier momento esa amenaza podría convertirse en realidad. El martirio ocupaba un lugar central en el pensamiento espiritual de los cristianos primitivos. Para ellos su Iglesia estaba fundada en la sangre - no solamente la sangre de Cristo, pero también la de los ‘otros Cristos’, los mártires. Más tarde, cuando la Iglesia se fue ‘estableciendo’ y ya no se la perseguía, el concepto del martirio no creamos que desapareció; se transformó. La vida monástica, por ejemplo, fue considerada por muchos escritores griegos como equivalente al martirio. Y se encuentra lo mismo en occidente: véase, por ejemplo, un texto celta - homilía irlandesa del siglo VII - que compara la vida ascética con el camino del mártir: 

Son tres las variedades del martirio que son la Cruz del hombre: el martirio blanco, el verde y el rojo. El martirio blanco requiere que el hombre abandone todos sus amores por el amor de Dios... El martirio verde consiste en lo siguiente, que por medio de ayunos y labores el hombre se libre de sus malos deseos, o que sufra en penitencia y arrepentimiento. El martirio rojo consiste en soportar la Cruz o la muerte por amor a Cristo.[9]

 En la historia de la Ortodoxia han sido muchas las ocasiones en las que ha habido una probabilidad muy reducida del martirio rojo, y han predominado el verde y el blanco. Pero también ha habido ocasiones, sobre todo en el siglo presente, en las que los cristianos tanto ortodoxos como no-ortodoxos han recibido el llamamiento al martirio de la sangre.

 Resultaba natural que los obispos, quienes compartían un solo episcopado (tal y como lo afirmaba Cipriano), se reunieran para discutir los problemas comunes. La Ortodoxia siempre ha prestado importancia al papel que deben tomar los concilios en la vida de la Iglesia. Mantiene que el concilio es el instrumento principal escogido por Dios para dirigir a su pueblo, y cree que la Iglesia Católica es por naturaleza una Iglesia conciliar. (Por cierto que en el idioma ruso el mismo adjetivo, soborny, tiene un doble sentido, significando a la vez ‘católico’ y ‘conciliar’; el substantivo correspondiente que es sobor, quiere decir a la vez ‘iglesia’ y ‘concilio’). En la Iglesia no existen ni la dictadura ni el individualismo, sino la armonía y la unanimidad; los creyentes permanecen libres sin ser aislados, vinculados en el amor, en la fe y en la comunión sacramental.

 En la práctica a través de los concilios se implementa este concepto de armonía y de libre unanimidad. En un concilio de verdad ninguno de los miembros le impone su propia voluntad a los demás, sino que cada cual le consulta a los otros, de manera que se llegue a un entendimiento común. El concilio es la encarnación viva de la esencia de la Iglesia.

 El primer concilio de la historia cristiana viene descrito en el capítulo XV de los Hechos. Se realizó en Jerusalén cuando los Apóstoles se reunieron para resolver hasta qué punto los gentiles convertidos debieran observar la Ley mosaica. Al concluir su decisión, los Apóstoles hicieron una declaración que en otras circunstancias podría parecer presuntuosa: ‘...el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido...’ (Hechos 15:28). Los concilios posteriores se han atrevido a expresarse con la misma confianza. Un individuo aislado no osaría pronunciar las palabras ‘Nos ha parecido a mí y al Espíritu Santo...’; y haría bien. Pero al estar reunidos en concilio, los miembros de la Iglesia tienen derecho a afirmar una autoridad entre todos que ninguno de ellos posee a nivel individual.

 Al haber reunido a todos los líderes de la Iglesia, el Concilio de Jerusalén fue un fenómeno excepcional, que no se repetiría hasta el año 325 cuando se convocó el Concilio de Nicea. En la época ya de Cipriano era normal celebrar concilios locales, presenciados por todos los obispos de determinada provincia civil del Imperio Romano. Un concilio local de este tipo solía reunirse en la capital de la provincia, y lo presidía el obispo de la capital al que se le concedía el título de Metropolita. A lo largo del tercer siglo, los concilios se fueron ampliando hasta incluir los obispos no de una sola provincia sino de varias. Estas asambleas más comprensivas se realizaban normalmente en las ciudades principales del Imperio, así como Alejandría o Antioquía, lo cual supuso un incremento de importancia para los obispos de ciertas grandes ciudades quienes fueron adquiriendo un prestigio mayor al de los metropolitas provinciales. Pero en aquel momento no se tomaron todavía decisiones sobre el estatus exacto de estas principales sedes episcopales. Ni tampoco durante el siglo III esta expansión continua de los concilios llegó a culminar en su punto lógico. Aparte del Concilio Apostólico, hasta entonces no hubo más que asambleas locales, más o menos comprensivas; pero a ninguna se la podía calificar de ‘general', al no haber reunido a todos los obispos del mundo cristiano entero para poder hablar en nombre de la Iglesia entera.

 Sucede en 312 el acontecimiento que produce una transformación completa de la situación externa que vivía la Iglesia en aquel entonces. Mientras cabalgaba el Emperador Constantino por Francia a la cabeza del ejército, mirando arriba al cielo vio una cruz iluminada delante del sol. En la cruz se leía una inscripción: En este signo vencerás. Como consecuencia Constantino llegó a ser el primer emperador romano en adoptar la fe cristiana. Aquel día en tierra francesa se iniciaron una serie de sucesos que se llevaron a cabo en la primera fase principal de la historia cristiana, y que produjeron la creación del Imperio Cristiano de Bizancio.


Fuente: La iglesia ortodoxa. Kallistor Ware. P. 5-15 

Editorial Angela Buenos Aires, Argentina 



[1] La carta viene publicada en W J. Birkbeck, Russia and the English Church, p.67

[2] Cf. P. Hammond, The Waters of Marah, p. 10

[3] Después de cada nombre viene una cifra aproximada de número de creyentes. Como toda estadística eclesiástica, estas cifras deben aceptarse con precaución, sobre todo porque únicamente pretenden facilitar la comparación. En general, la cifra indica el número de ortodoxos bautizados y no de practicantes.

[4] Considerada como autocéfala por algunas de las Iglesias Ortodoxas.

[5] Tomados de la revista Vida Ortodoxa (Jordanville, N.Y 1959), no.4, pp.30-1

[6] A los Magnesios vi. 1; A los Esmirneos 8.1 y 2; A los Efesios 20.2

[7] ‘Liturgia’ es el término normalmente empleado por los ortodoxos al referirse a una celebración de la Eucaristía, la Misa o la Santa Comunión.

[8] Sobre la Unidad de la Iglesia, 5.

[9] Citado en J. Ryan, Irish Monasticism (Londres 1931), p.197.

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