LA IGLESIA ORTODOXA. KALLISTOS WARE. PRIMERA PARTE: HISTORIA CAPÍTULO 3. BIZANCIO II: EL GRAN CISMA

 




Compartimos en esta entrada el  Capítulo 3 Bizancio II: El Gran Cisma contenido en la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia Ortodoxa. En este capitulo se consideran los siguientes puntos:

 El Alejamiento de los Cristianos Occidentales y Orientales

De la Enajenación al Cisma: 858 – 1204

Dos Tentativas Conciliadoras: La Controversia Hesicasta

 La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).

Jacobo Rave

Fuente: La Iglesia Ortodoxa. Kallistor Ware. P. 39-65.

CAPÍTULO 3

 BIZANCIO II: EL GRAN CISMA

 Nosotros no hemos cambiado; somos iguales a lo que eramos en el siglo ocho... ¡Ojalá! que vosotros consintiéseis en volver a ser lo que fuisteis antaño, cuando los dos estabamos unidos en la fé y en la comunión.

Alexis Khomiakov

 

EL ALEJAMIENTO DE LOS CRISTIANOS OCCIDENTALES Y ORIENTALES

 Un día de verano del 1054, por la tarde, cuando estaba a punto de celebrarse un oficio en la Iglesia de la Santa Sabiduría[1] en Constantinopla, el Cardenal Humberto y dos otros legados del Papa entraron en el templo y se dirigieron al santuario. No venían a rezar. Depositaron una Bula de Excomunión sobre el altar mayor, y se marcharon de nuevo. Al salir por la puerta del oeste el Cardenal sacudió el polvo de sus pies y dijo: “Que Dios lo vea y lo juzgue.” Un diácono salió corriendo en pos de él, y le suplicó con angustia que revocara aquella Bula. Humberto no quiso; y ahí cayó, tirada por la calle.

 Este acontecimiento es el que se suele tomar como la marca del comienzo del gran cisma entre el oriente ortodoxo y el occidente latino. Pero el cisma, como ya suelen reconocer los historiadores, no fue en realidad un suceso al que se le puede atribuir una fecha exacta de comienzo. Es algo que se fue desenvolviendo poco a poco, como consecuencia de un proceso largo y complicado, iniciado mucho antes del siglo XI y que no se llevó a cabo hasta bastante tiempo después.

 Fueron muchas las influencias que contribuyeron a este proceso largo y complicado en su transcurso. El cisma fue condicionado por cuestiones culturales, políticas y económicas; pero la causa fundamental no era seglar, sino teológica. En el análisis final, occidente y oriente se pelearon por asuntos de doctrina - concretamente, por dos asuntos: los derechos del papado y el Filioque. Pero antes de examinar estas diferencias principales más de cerca, y antes de investigar el decurso preciso del cisma, había que ampliar los conocimientos sobre las circunstancias antecedentes. Anticipando, y con mucho, al cisma formal y abierto entre oriente y occidente, los dos partidos ya se habían enajenado el uno del otro; y para mejor entender cómo y por qué la comunión de la cristiandad se vió al final escindida, hay que empezar por la realidad de esta creciente enajenación.

 Cuando Pablo y los otros Apóstoles viajaban por el mundo del Mediterráneo, se trasladaban dentro de una entidad política y cultural estrechamente unida: el Imperio Romano. El Imperio abarcaba una gran diversidad de grupos étnicos, que muchas veces tenían sus propios idiomas y dialectos. Pero todos eran gobernados por el mismo Emperador; había una civilización greco-romana de bastante amplitud compartida por toda la gente culta y educada del Imperio; en casi todas partes se entendía o el griego o el latín, y mucha gente hablaba ambos idiomas; lo cual sirvió de gran apoyo a la Iglesia naciente en su labor misionera.

 Pero en los siglos siguientes, la unidad del mundo mediterráneo fue desapareciendo. Primero se perdió la unidad política. A partir del fin del siglo III el Imperio, que en teoría seguía siendo uno, solía dividirse en dos partes, oriental y occidental, cada parte bajo su propio Emperador. Constantino logró adelantar el proceso de separación al fundar otra capital imperial en el este, por encima de Roma la Vieja en Italia. Luego llegaron las invasiones bárbaras a principios del siglo V: todo el territorio occidental menos Italia, que en su mayor parte permaneció dentro del Imperio bastante más tiempo, fue dividido y repartido entre varios adalides bárbaros. Los bizantinos nunca olvidaron los ideales del Imperio Romano bajo Augusto o Trajano, y siguieron considerándolo por lo menos en teoría como un Imperio universal; pero el Emperador Justiniano fue el último en intentar cerrar la brecha entre la teoría y la práctica, y sus conquistas en occidente se vieron de pronto abandonadas. Las ligazones de unidad política entre el oriente griego y el occidente latino quedaron quebradas tras las invasiones bárbaras, y nunca llegaron a ser restauradas.

 A fines del siglo VI y en el siglo VII, occidente y oriente resultaron todavía más aislados el uno del otro tras las invasiones de los bávaros y eslavos que penetraron en la península balcánica; la provincia de Illyricum, que antiguamente servía de puente, se convirtió entonces más bien en una barrera entre Bizancio y el mundo latino. Con el surgimiento del Islam, la escisión se vió aumentada otro tanto: el Mediterráneo, tal vez conocido entre los romanos como mare nostrum, ‘nuestro mar’, pasó bajo el dominio de los árabes. Los contactos al nivel cultural y económico entre el Mediterráneo de levante y poniente nunca cesaron del todo, pero se fueron dificultando cada vez más.

 La controversia iconoclasta contribuyó también a la ruptura entre Bizancio y el oeste. Los Papas respaldaron con firmeza el partido iconodulo, de hecho que durante muchas décadas quedaron excomulgados por el Emperador y Patriarca de Constantinopla, ambos iconoclastas. Al verse escindido de Bizancio y falto de ayuda, el Papa Esteban tornó la mirada hacia el norte y en 754 rindió visita al rey de los francos, Pepin. He aquí la primera etapa en lo que llegaría a ser un cambio decisivo de orientación en cuanto al papado. Hasta aquel entonces, Roma había siempre formado parte en algún sentido del mundo bizantino, pero ahora empezó a pasar cada vez más bajo la influencia de los francos, aunque los efectos de esta nueva orientación no se notaron del todo hasta mediados del siglo XI.

 La visita del Papa Esteban a la corte de Pepin fue seguida, medio siglo más tarde, por un acontecimiento mucho más sensacional. El día de Navidad del año 800 el Papa Leo III le coronó a Carlos el Grande, Rey de los Francos, como Emperador. Carlomagno le pidió reconocimiento al jefe de Bizancio, pero sin éxito; pues a los bizantinos, dedicados todavía al principio de la unidad imperial, Carlomagno les parecía un intruso y la coronación papal un acto escismático dentro del Imperio. La creación del Santo Imperio Romano en el oeste, en lugar de unir Europa con lazos más estrechos, no logró otra cosa que aumentar, más que nunca, el alejamiento entre oriente y occidente.

 La unidad cultural todavía perduraba aunque de forma muy atenuada. Tanto en oriente como en occidente, la gente erudita todavía se criaba dentro de la tradición clásica de la que la Iglesia se había enseñoreado y tomado posesión: pero con el decurso de los años, empezaron a interpretar esta tradición de maneras cada vez más distintas y alejadas. La situación se dificultaba gracias al problema lingüístico. Ya se había acabado la época del bilingüismo acostumbrado entre la gente culta. Ya en el año 450 eran pocos los de Europa occidental que sabían leer griego, y después del año 600, a pesar de que Bizancio todavía llevaba el nombre de Imperio Romano, era raro que un bizantino hablase latín, el idioma de los romanos. Fotio, el constantinopolitano más erudito y letrado del siglo IX, no entendía el latín; y en 864 un Emperador ‘Romano’ de Bizancio, Miguel III, llegó incluso a acusarle al latín, idioma empleado por el poeta Virgilio, de ‘lengua bárbara y escítica’. Si los griegos querían leer obras latinas o vice versa, solamente podían hacerlo por medio de traducciones, y por lo general no se molestaban ni acaso por eso: Psellos, erudito eminente griego del siglo XI, tenía tan escasos conocimientos de la literatura latina que se confundía entre César y Cicerón. Como entonces ya no tenían las mismas fuentes pedagógicas ni tampoco leían los mismos libros, el oriente griego y el occidente latino se fueron alejando cada vez más.

 Resultó ser presagio ominoso y significativo el hecho de que el renacimiento cultural de la Corte de Carlomagno se caracterizara desde el principio por sus fuertes prejuicios anti-helénicos. En la Europa del siglo IV había solamente una civilización cristiana, en la del siglo XIII habían ya dos. Quizás durante el reino de Carlomagno se pueda discernir por primera vez con claridad el cisma de las civilizaciones. Los bizantinos por su lado quedaron encerrados en su propio mundo ideológico, sin salir al encuentro de los occidentales. Tanto en el siglo IX como en los siglos ulteriores no supieron brindar a las ciencias del occidente la importancia y la seriedad que se merecían. Bastaba con que todos los francos fueran unos bárbaros.

 Faltaba sólo que estas cuestiones de política y de cultura afectasen la vida de la Iglesia y dificultasen la estabilidad de la unidad religiosa. La enajenación política y cultural con gran facilidad llega a desencadenar disputas eclesiásticas: como en el caso de Carlomagno. Viéndose privado de reconocimiento político por el Emperador bizantino, se vengó en seguida acusando de hereje a la Iglesia bizantina: denunció a todos los griegos por causa de no emplear el Filioque en la recitación del Credo (de lo que más se hablará en seguida) y se negó a aceptar las decisiones del séptimo Concilio Ecuménico. Cabe admitir que a Carlomagno se le informó de estas decisiones solamente por medio de una traducción llena de errores que a menudo tergiversaron el significado verdadero: aun así, parece ser que tenía opiniones medio iconoclastas.

 Las distintas circunstancias políticas en oriente y en occidente produjeron distintas formas de organización externa de la Iglesia, por lo que la gente poco a poco se acostumbró a enfocar la estructura eclesiástica de dos maneras distintas y opuestas. Ya desde el principio se había destacado con respecto a este tema cierta diferencia de énfasis entre oriente y occidente. En oriente había muchas iglesias cuya fundación se remontaba a la época de los Apóstoles; había mayor sensibilidad a la igualdad de los obispos, y a la naturaleza colegial y conciliar de la Iglesia. En oriente se le reconocía al Papa como primer obispo de la Iglesia, pero se le consideraba primero entre iguales. En cambio, en occidente había nada más una gran sede con dignidad de fundación apostólica - la de Roma - de ahí que Roma llegó a considerarse la Sede Apostólica, como si fuese la única. Aunque fueron aceptadas en occidente las decisiones de los Concilios Ecuménicos, los occidentales no participaron muy activamente en los mismos Concilios; a la Iglesia se la veía menos como colegio y más como monarquía - la monarquía del Papa.

 Esta divergencia primaria de perspectivas se vió agudizada por los sucesos políticos. Como era de esperar, las invasiones bárbaras y el colapso subsiguiente del Imperio en el oeste vinieron a consolidar la estructura autocrática de la Iglesia occidental. El oriente seguía encabezado por un fuerte jerarca seglar, el Emperador, que mantenía en orden la civilización e imponía la ley. En cambio en occidente, tras la llegada de los bárbaros no había más que una multiplicidad de caudillos guerreros, todos más o menos usurpadores. En general no había otro centro de unidad más que el papado, garante de la continuidad y estabilidad en la vida espiritual y política de Europa occidental. Por fuerza de las circunstancias, el Papa llegó a desempeñar un papel que no se les exigía a los Patriarcas griegos: daba órdenes no solamente a los subordinados eclesiásticos, sino también a los gobernantes seglares. La Iglesia occidental se fue poco a poco centralizando, mucho más que cualquiera de los cuatro Patriarcados de oriente (excepto el de Egipto, quizás). En occidente, pues, monarquía; en oriente, estructura colegial.

 No creamos que fue éste el único efecto de las invasiones bárbaras que repercutió en la vida de la Iglesia. En Bizancio eran muchos los laicos cultos que se interesaban activamente por las cuestiones teológicas. El ‘teólogo laico’ ha sido un personaje siempre aceptable en la Ortodoxia: algunos de los Patriarcas bizantinos más eruditos - por ejemplo, Fotio - fueron laicos antes de ser electos al Patriarcado. Pero en occidente, el único sistema educativo que perduró durante el medioevo primitivo (tiempo de poca ilustración) fue la formación provista por la Iglesia para el clero. La teología se hizo exclusiva para los sacerdotes, puesto que la mayoría de los laicos apenas sabía leer, mucho menos entender la terminología técnica de las discusiones teológicas. A pesar de que en la Ortodoxia se les asigna a los obispos el cargo particular de la enseñanza, en la Iglesia ortodoxa nunca surgió una división clérico-laica tan aguda como la del medioevo occidental.

 Las relaciones entre los cristianos orientales y occidentales se complicaron también por falta de un idioma común. Una vez que los dos partidos ya no podían comunicarse con fluidez entre sí, y que ya los unos no podían leer los escritos de los otros, surgían desinteligencias con mayor facilidad. El ‘universo de discurso’ se fue perdiendo.

 Oriente y occidente se iban enajenando uno de otro, por consiguiente era de esperar que los dos sufrieran. En la Iglesia primitiva existía la unidad de la fé, pero con diversidad de escuelas de pensamiento teológicas. Desde el principio, los griegos y los latinos habían enfocado el Misterio Cristiano en su propia manera. Arriesgándonos a la excesiva simplificación, se podría decir que el enfoque latino era más práctico, y el griego más especulativo; en el pensamiento latino habían influido más las ideas jurídicas, los conceptos del derecho romano, mientras que los griegos comprendían la teología en el contexto de la veneración y de la Santa Liturgia. En temas de la Trinidad, el punto de partida de los latinos solía ser la unidad de la Divinidad, el de los griegos la tripartición de las personas; en cuanto a la crucifixión, los latinos miraban a Cristo como Víctima, los griegos a Cristo como Vencedor; los latinos hablaban más de la redención, los griegos de la deificación; etcétera. Tomando el caso de las escuelas de Antioquía y Alejandría en oriente, estos dos enfoques no eran contradictorios entre sí; cada uno complementaba al otro, cada uno ocupaba su lugar en la plenitud de la tradición Católica. Pero una vez que los dos partidos se fueron enajenando - con ninguna unidad política y cultural muy poca, carentes de un idioma en común - había peligro ya de que cada partido tomara su enfoque exclusivamente y lo prosiguiese de manera extremista, hasta perder de vista el valor de la otra perspectiva.

 Hemos comentado ya los distintos enfoques doctrinales de oriente y occidente; habían, además, dos puntos de doctrina donde los dos partidos ya no se complementaban, sino que entraban directamente en conflicto - los derechos del papado y el Filioque. Los factores arriba mencionados eran suficientes de por sí como para tensionar gravemente las relaciones de unidad de la cristiandad. Aún así la unidad podía haberse conservado si no hubiera sido por estas dos dificultades adicionales. Dirijámonos a ellas. La plena magnitud del desacuerdo no se hizo notar destacadamente hasta mediados del siglo IX, pero las dos diferencias en el modo de pensar datan de mucho más atrás.

 Ya tuvimos ocasión de mencionar el papado en el contexto de las distintas realidades políticas de oriente y occidente; y vimos que la estructura centralizada y monárquica de la Iglesia en occidente vino a ser reforzada gracias a las invasiones bárbaras. Ahora bien, mientras que el Papa reivindicaba un poder absoluto en occidente nada más, Bizancio no protestaba. A los bizantinos no les importaba que la Iglesia en occidente estuviera centralizada, a condición de que el papado no procurase intervenir en oriente. El Papa, sin embargo, pensaba que su poder jurídico inmediato se extendía en oriente tanto como en occidente; y en cuanto intentase reivindicar esta supuesta autoridad en territorio de los Patriarcados orientales, habría de causar problemas. Los griegos al Papa le concedían primacía de honor, pero no la supremacía universal de la que él se creía digno. El Papa asumía la infalibilidad como si fuera su propia prerrogativa; los griegos mantenían que en cuanto a las cuestiones de la fé la decisión definitiva residía no exclusivamente en el Papa, sino en un Concilio representativo de todos los obispos de la Iglesia. Hemos aquí dos concepciones distintas de la organización externa de la Iglesia.

 La actitud ortodoxa para con el papado viene expresada con admirable claridad por un escritor del siglo XII, Niketas, Arzobispo de Nicomedia: 

Queridísimo hermano, a la Iglesia Romana no queremos negarle su primacía en la hermandad de los cinco Patriarcados; reconocemos su derecho al máximo puesto de honor en un Concilio Ecuménico. Pero ella se nos ha separado por sus propias acciones, al asumirse con todo orgullo una monarquía poco congruente con su destino oficial... ¿Cómo hemos de aceptar de su parte los decretos que ella emite sin consultarnos, sin que nosotros lo supiéramos siquiera? Si el Pontífice Romano, sentado en el altivo trono de su gloria, quiere tronar y fulminar contra nosotros, por así decirlo, y arrojarnos encima sus órdenes desde las alturas, y si quiere juzgar y hasta incluso controlamos a nosotros y a nuestras iglesias, no a base de consultas sino que a su antojo ¿qué tipo de hermandad, qué tipo incluso de paternidad, sería aquella? Nosotros seríamos los esclavos, y no los hijos, de semejante Iglesia, y la Sede Romana no sería madre piadosa de su progenie, sino ama de esclavos, dura y autoritaria.[2]

 

Esos eran los sentimientos de un ortodoxo del siglo XII, cuando el debate ya había salido a la luz. En siglos anteriores la opinión de los griegos era la misma en cuanto al papado, aunque sin haberse todavía agudizado en la controversia. Hasta el año 850, los romanos y los orientales procuraron evitar un conflicto abierto en el tema de los derechos del papado, pero la disparidad de perspectivas era igual de grave, por muy oculta que estuviese.

 La segunda gran dificultad era la del Filioque. La querella giraba en torno a las palabras sobre el Espíritu Santo en el Credo niceno­constantinopolitano. Originalmente el Credo decía: ‘Creo... en el Espíritu Santo, Señor, vivificador, que procede del Padre, que junto con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado.’ Esta forma, la original, es la que se emplea en oriente hasta hoy en día, sin alteraciones. Pero en occidente se introdujo una frase adicional ‘y del Hijo’ (en latín Filioque), de hecho que el Credo dice ahora ‘...que procede del Padre y del Hijo’. No se sabe a buen seguro cuándo y dónde se hizo esta añadidura por primera vez, pero parece haberse originado en España para protegerse del Arianismo. De todos modos la Iglesia Española hizo interpolar el Filioque en el Tercer Concilio de Toledo (el año 589), sino antes. La frase añadida pasó de España a Francia, y desde allí a Alemania donde Carlomagno lo abrazó y fue adoptada por el Concilio semi-iconoclasta de Frankfurt (en 794). Los escritores de la corte de Carlomagno fueron los primeros en poner de relieve al Filioque y convertirlo en tema controvertido, acusándoles a los griegos de herejía por recitar el Credo en su forma original. Pero Roma se portó a su manera característicamente conservadora al seguir empleando el Credo sin Filioque hasta principios del siglo XI. En 808 el Papa Leo III le escribió una carta a Carlomagno en la que le dijo que, a pesar de que él mismo creía que el Filioque era aceptable desde el punto de vista doctrinal, a la misma vez pensaba que sería un error buscar alteraciones en la fraseología del Credo. Leo a propósito hizo inscribir el Credo, sin Filioque, en unas placas plateadas que luego se expusieron en la Iglesia de San Pedro. Durante aquella temporada Roma actuaba de intermediario entre los francos y los bizantinos.

 Solamente a partir del 850 empezaron a preocuparse los griegos por el Filioque, pero cuando por fin reaccionaron fue una reacción de crítica aguda. Los ortodoxos protestaron (y siguen protestando) en contra de la añadidura al Credo por dos razones. En primer lugar, el Credo es posesión comunal de la Iglesia entera, así que si se van a permitir alteraciones debe de ser mediante un Concilio Ecuménico. Al alterarse en occidente sin consultar a los orientales, los occidentales se hicieron culpables de fratricidio moral (según la frase de Khomiakov), de un pecado que perjudica la unidad de la Iglesia. En segundo lugar, la mayoría de los ortodoxos creen que el Filioque constituye un error teológico. Mantienen que el Espíritu procede únicamente del Padre, y les parece herético decir que procede también del Hijo. No obstante hay algunos ortodoxos a los cuales el Filioque no les parece herético en sí, e incluso creen que sería admisible como opinión teológica - pero no como dogma - a condición de que conlleve una explicación adecuada. Sin embargo, tanto los partidarios de esta segunda opinión más moderada como los otros creen que la añadidura nunca se hizo con autorización legítima.

 Además de estas dos cuestiones principales, la del papado y la del Filioque, habían otros asuntos menos destacados de práctica litúrgica y de disciplina eclesiástica que también causaron problemas entre oriente y occidente: los griegos admitían a los sacerdotes casados, en cambio los latinos insistían en el sacerdocio célibe; los dos partidos tenían distintas reglas de ayuno; los griegos utilizaban pan leudado en la Eucaristía, los latinos pan cenceño, llamado ‘ázimo’.

 Alrededor del año 850, oriente y occidente compartían todavía comunión plena y mutua, y formaban una sola Iglesia. Las divisiones culturales y políticas lograron producir una enajenación creciente, pero no había escisión abierta. Los dos partidos tenían ideas distintas sobre lo que era la autoridad papal, y recitaban el Credo en distintas formas, pero estas cuestiones todavía no se habían hecho públicas.

 En cambio, en el año 1190, Teodoro Balsamón, Patriarca de Antioquía y experto autoritario de Derecho Canónico, veía las cosas desde una perspectiva muy distinta: 

Hace muchos años ya [no especifica cuántos exactamente] que la Iglesia de occidente se ha dividido de la comunión espiritual de los otros cuatro Patriarcados, y se ha hecho ajena a los ortodoxos… Así que se le debe prohibir comulgar a todo latino que no esté dispuesto a declarar su abstinencia de las doctrinas y las costumbres que le separan de nosotros, y jurar obediencia a los Canones de la Iglesia, en unión con los ortodoxos.’[3]

 Según lo veía Balsamón, hubo una ruptura de comunión; se había producido ya un verdadero cisma entre oriente y occidente. Los dos ya no formaban una sola Iglesia visible.

 En la transición del estado de enajenación al estado de cisma, cabe destacar cuatro episodios de mayor importancia: la querella entre Fotio y el Papa Nicolás I (que suele conocerse como el ‘cisma fotiano’: los orientales preferirían darle el apodo de ‘cisma de Nicolás’); el episodio de [as dípticas de 1009; las tentativas de reconciliación en 1053-4 con el fracaso subsiguiente; y las Cruzadas.

 

DE LA ENAJENACIÓN AL CISMA: 858 – 1204

 

En 858, quince años después del triunfo de los iconos bajo Teodora, fue nombrado un nuevo Patriarca de Constantinopla -Fotio, conocido por los ortodoxos como San Fotio el Grande. Se le ha llamado ‘el pensador más ilustre, el político más sobresaliente, y el diplomático más hábil que jamás ejerció el oficio de Patriarca de Constantinopla.’[4]Poco después de acceder al trono patriarcal se vió involucrado en una disputa con el Papa Nicolás I (858-67). Él Patriarca anterior, San Ignacio, había sido exiliado por el Emperador y en el exilio le obligaron por fuerza a dimitir. Los partidarios de Ignacio rehusaron a aceptar la validez de la dimisión, y a Fotio le consideraban usurpador. Cuando Fotio le envió al Papa una carta comunicándole su accesión, Nicolás decidió investigar más a fondo la querella entre el nuevo Patriarca y los partidarios de Ignacio, antes de reconocer a Fotio. De conformidad con este plan de acción, envió unos legados a Constantinopla en 861.

 Fotio no deseaba para nada entablar disputa con el papado. A los legados les trató con suma deferencia, invitándoles a presidir un concilio en Constantinopla para resolver el antagonismo surgido entre él mismo e Ignacio. Los legados estaban de acuerdo, y junto con el resto del concilio decidieron que el Patriarca legítimo era Fotio. Pero cuando los legados regresaron a Roma, Nicolás declaró que habían excedido sus prerrogativas, y rechazó la decisión que se había tomado. A continuación decidió procesar de nuevo el caso, esta vez en Roma presidiendo el proceso él mismo: un concilio bajo su presidencia se reunió en 863 y resolvió a favor del Patriarcado de Ignacio, con proclamación de que Fotio debería quedar depuesto de toda dignidad sacerdotal. Los bizantinos no hicieron caso de la condenación, y no dieron respuesta a las cartas del Papa. Se abrió, pues, una ruptura entre las iglesias de Roma y de Constantinopla.

 Los derechos del papado, claro está, venían implicados en la disputa. Nicolás era un gran Papa reformador, y ya se había esforzado por establecer un dominio absoluto sobre todos los obispos del oeste. Pero creía que su poder absoluto también debería de amparar el oriente; según él mismo lo dijo en una carta de 865, el Papa está dotado de autoridad ‘en toda la tierra, es decir, en todas las iglesias’. Esto, precisamente, era lo que los bizantinos no estaban dispuestos a conceder. Frente a la disputa entre Fotio e Ignacio, Nicolás creyó percibir la oportunidad idónea de reivindicar su jurisdicción universal: era cuestión de someterles a los dos partidos a su arbitraje. Pero se daba cuenta de que Fotio se había sometido voluntariamente a la encuesta de los legados papales, por lo que su acción no podría interpretarse como reconocimiento de la suprema soberanía del papado. Entre otros motivos que tenía, ésta fue la razón por la que Nicolás quiso anular las decisiones que tomaron sus legados. Los bizantinos por su parte estaban dispuestos a permitir apelaciones a Roma, con tal de que observaran las condiciones propuestas en el Canon III del Concilio de Sardica (343). Este Canon especifica que a un obispo bajo sentencia de condenación se le permite apelar a Roma, y que el Papa puede ordenar un nuevo proceso si le ve causa necesaria; el nuevo proceso, sin embargo, no ha de ser presidido por el mismo Papa en Roma, sino por los obispos de las provincias colindantes con la del obispo condenado. Según les parecía a los bizantinos, Nicolás, al haber contrariado las decisiones de sus legados y al exigir un nuevo proceso en Roma mismo, estaba traspasando las condiciones de este Canon. Esta manera de actuar constituía para ellos una injerencia injustificable y fuera de Canon en los asuntos de otro Patriarcado.

 De pronto se vieron implicados en la disputa el Filioque y los derechos titulares del papado. Tanto los bizantinos como los occidentales (principalmente los alemanes) habían emprendido grandes obras misioneras entre los eslavos.[5]Las dos ondas misioneras fueron avanzando, de oriente y occidente, hasta cruzarse; y una vez que los misioneros griegos y alemanes se encontraron trabajando en el mismo terreno, el conflicto era difícil de evitar, ya que las dos misiones estribaban en principios tan divergentes. Por supuesto el enfrentamiento hizo resaltar la polémica del Filioque, frase de que los alemanes hacían uso al recitar el Credo y los griegos no. El territorio más problemático fue el de Bulgaria, tierra que tanto los de Roma como los de Constantinopla ansiaban anexar a su propia esfera de jurisdicción. El Khan Borís al principio se inclinó hacia los alemanes a solicitarles el bautizo: pero al verse amenazado de invasión por parte de los bizantinos, cambió de política y sobre el año 865 se sometió al bautismo a manos de sacerdotes griegos. Pero Borís quería que la Iglesia búlgara fuese independiente, y al serle negada la autonomía en Constantinopla, se tornó de nuevo hacia el oeste esperando hallar condiciones más favorables. Desatadas las manos de los latinos en Bulgaria, los misioneros lanzaron inmediatamente un ataque violento contra los griegos, recalcando las particularidades de la práctica que les diferenciaban de los bizantinos: clero casado, reglas de ayuno, y sobre todo el Filioque. En Roma mismo, seguía todavía sin emplearse el Filioque, pero Nicolás prestó su pleno apoyo cuando insistieron los alemanes que en Bulgaria había de introducirlo. El papado, intermediario en 808 entre los francos y los griegos, dejó ya de mantenerse neutro.

 A Fotio, lógicamente, le asustaba la expansión de la influencia alemana en los Balcanes limítrofes del Imperio bizantino: le asustaba todavía más el problema del Filioque, que ahora se le impuso en la conciencia. En 867 decidió actuar. Escribió una carta encíclica a los otros Patriarcas de oriente, en la que denunció prolongada y detenidamente el Filioque y acusó de herejía a los que lo empleaban. A Fotio se le critica con frecuencia por haber hecho circular esta carta: incluso el gran historiador católico romano Francis Dvornik, benévolo en general para con Fotio, le critica en esta ocasión por su ‘ataque vano e inútil’ y dice que ‘fue un error irreflexivo, precipitado y cargado de consecuencias fatales.’[6] Pero si Fotio consideraba herético el Filioque, ¿qué otro recurso le quedaba más que hacer conocer lo que pensaba? Cabe recordar también que Fotio no fue el primero en polemizar sobre el tema del Filioque, sino que lo fueron Carlomagno y los eruditos de su corte setenta años antes: el agresor inicial fue el partido occidental, no el oriental. La carta de Fotio vino proseguida por un concilio convocado en Constantinopla, que declaró al Papa Nicolás excomulgado, nombrándole ‘hereje, asolador del viñedo del Señor’.

 En este momento clave de la disputa, se trastornó de repente la situación. En el mismo año 867 el Emperador depuso a Fotio del Patriarcado. Ignacio fue instalado de nuevo, y se restauró la comunión con Roma. En 869-70 se celebró otro concilio en Constantinopla, denominado el ‘Concilio Anti-fotiano’, en el que Fotio quedó condenado y anatematizado, y fueron revocadas las decisiones de 867. Este Concilio llegó a ser denominado el octavo Concilio Ecuménico en occidente; al iniciarse, estaban presentes doce obispos escasos, aunque el número total alcanzó los 103 en sesiones posteriores.

 Las alteraciones no quedaron en eso. El concilio de 869-701e pidió al Emperador resolver el estatus de la Iglesia Búlgara, y como era de esperar, decidió que ésta debería de ser asignada al Patriarcado de Constantinopla. Al darse cuenta que la jefatura romana le otorgaría menos libertad que la de Constantinopla, Borís aceptó la decisión. A partir del 870, pues, los misioneros alemanes se vieron expulsados y el Filioque no volvió a oírse en tierra búlgara. Eso no fue todo. En Constantinopla, Fotio e Ignacio concordaron una reconciliación, y al fallecer Ignacio en 877, Fotio sucedió de nuevo al Patriarcado. En 879 se realizó otro concilio más en Constantinopla, presenciado por unos 383 obispos - nótese el contraste con la exigua cantidad que asistió a la reunión anti-fotiana diez años antes. El concilio de 869 fue anatematizado y las condenaciones de Fotio fueron revocadas; todas estas decisiones fueron aceptadas de parte de Roma, sin protestas. Así que Fotio salió triunfante, reconocido por Roma y con poder eclesiástico sobre Bulgaria. Hasta hace poco, siempre se pensaba que hubo otro ‘cisma fotiano’, el segundo, pero el Dr. Dvornik ha demostrado a toda prueba que este segundo cisma es un mito: en el segundo período de tenencia de Fotio (877-86) la comunión entre Constantinopla y el papado se mantuvo sin rupturas. El Papa, que entonces era Juan VIII (872-82), era poco amigo de los francos y no quiso presionar en cuanto al tema del Filioque, ni tampoco intentó forzar lo de los derechos del papado en oriente. A lo mejor es que se daba cuenta de la grave amenaza presentada por la política de Nicolás con respecto a la unidad de la cristiandad.

 El cisma, por lo tanto, parecía en apariencia haberse remediado, pero en realidad no se había llegado a ninguna solución en cuanto a los dos puntos de diferencia que surgieron a la fuerza y se pusieron de manifiesto en la disputa entre Nicolás y Fotio. La ruptura se enmendó con un parche, eso es todo.

 A Fotio siempre se le veneró en oriente como santo, líder de la Iglesia y teólogo; en cambio en occidente siempre se le consideró con desamor como promotor de un cisma y poco más. Sus grandes virtudes se van apreciando más en los últimos tiempos. ‘Si no me equivoco en mis conclusiones,’ palabras con las que cierra el Dr. Dvornik su investigación monumental, ‘seremos libres otra vez de reconocerle a Fotio como gran canónigo, humanista de mucha erudición, y auténtico cristiano que supo perdonar a sus enemigos y dar el primer paso en el camino de la reconciliación.’1 A comienzos del siglo XI estalló de nuevo el problema del Filioque. El papado, por fin, adoptó la frase añadida: durante la coronación del Emperador Enrique II en Roma en 1014, se cantó el Credo con interpolación y todo. Cinco años antes, en 1009, Sergio IV – recién nombrado Papa - mandó una carta a Constantinopla que posiblemente contenía el Filioque, aunque esto no es seguro. Por la razón que fuese, el Patriarca de Constantinopla, también llamado Sergio, omitió el nombre del nuevo Papa de los Dípticos, que son las listas, mantenidas por cada Patriarca sucesivo, donde aparecen los nombres de todos los demás Patriarcas, vivos o fallecidos, reconocidos por él como ortodoxos. Los Dípticos son un símbolo visible de la unidad de la Iglesia, y el omitir advertidamente el nombre de alguien equivale a declararle excomulgado. A partir de 1009 el nombre del Papa no volvió a aparecer jamás en los Dípticos de Constantinopla: es decir que oficialmente las Iglesias de Roma y de Constantinopla quedaron escindidas aquel año. No sería prudente, sin embargo, insistir demasiado en este detalle técnico. Los Dípticos quedaron incompletos a menudo, y por eso no constituyen criterio infalible de las relaciones eclesiásticas. Las listas constantinopolitanas antes de 1009 omiten con frecuencia el nombre del Papa, por una razón muy sencilla: que los Papas fallaron en avisar de su asunción a los de oriente. La omisión de 1009 no despertó ningún comentario en Roma, e incluso en Constantinopla la gente se olvidó en seguida de por qué y cuándo el nombre del Papa se omitió de los Dípticos por primera vez.

 En el transcurso del siglo XI las relaciones entre el papado y los cuatro Patriarcados orientales alcanzaron un nuevo nivel de crisis. El siglo anterior había sido un período de grave e inestable confusión para la Sede romana, un siglo justamente denominado por el Cardenal Baronius la edad de hierro y de plomo en la crónica del papado. Pero bajo la influencia de los alemanes Roma logró reformarse, y con regidores como Hildebrand (el Papa Gregorio VII) llegó a recobrar una estatura y un poderío mayor a todo lo precedente. El papado reformado, claro, vino a reivindicar de nuevo la jurisdicción universal exigida por Nicolás. Los bizantinos, de su lado, se habían acostumbrado a tratar con un papado débil y desorganizado en casi todo, de hecho que les costó trabajo adaptarse a las nuevas circunstancias. Las cosas se exacerbaron con los sucesos políticos, como el de la agresión militar de los normandos en Italia bizantina, y la usurpación del mercado levantino por las flotas de los puertos marítimos de Italia en los siglos XI y XII.

 En 1054 se produjo un conflicto grave. Los normandos trataban de obligar a los griegos residentes en Italia bizantina a conformarse con las costumbres de los latinos; el Patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, respondió, de suyo, con exigencia recíproca: que las Iglesias latinas de Constantinopla adoptaran las prácticas griegas. En 1052, al desobedecerle éstas, las cerró. Quizás haya sido una medida algo severa, pero en calidad de Patriarca tenía derecho a actuar así. Entre las costumbres latinas que les provocaban un desagrado particular a Miguel y a sus compañeros se cuenta la de utilizar ‘ázimos’ (pan sin levadura) en la Eucaristía, cosa que no había figurado en las disputas del siglo IX. En 1053, sin embargo, Cerulario tomó una actitud más conciliadora y le escribió al Papa Leo IX ofreciéndole restaurar el nombre del Papa a los Dípticos. Respondiendo a esta oferta, y con motivo de resolver los desacuerdos sobre los usos griegos y latinos, Leo envió a Constantinopla tres legados, siendo jefe el Cardenal Humberto, Obispo de Silvia Candida. La elección del Cardenal Humberto fue una desgracia, ya que eran dos hombres rígidos y testarudos tanto él como Cerulario, así que el encuentro de los dos no estaba destinado a promover la buena voluntad entre cristianos. Cuando le visitaron a Cerulario los legados no lograron crear una impresión propicia. Le echaron la carta papal en la mano y se retiraron sin brindarle los saludos tradicionales; la carta, si bien venía firmada por Leo, había sido redactada precisamente por Humberto, así que el tono no era nada amistoso. Después de eso el Patriarca no quiso saber más sobre los legados. Con el tiempo Humberto se impacientó, y fue cuando dejó la Bula de Excomunión contra Cerulario encima del altar mayor de la Iglesia de la Santa Sabiduría: eran varias las denuncias injustas e indignas que figuraban en el documento de Humberto, en el que acusaba a los griegos, precisamente, ¡de omitir el Filioque del Credo! Humberto se marchó de Constantinopla acto seguido, sin ofrecer explicación ninguna de sus acciones, y al regresar a Roma presentó el episodio entero como gran victoria de la Sede Romana. Cerulario, respaldado por el sínodo, tomó represalias: le anatematizaron a Humberto (pero no a la Iglesia Romana en sí). Las tentativas de reconciliación, por lo visto, no sirvieron más que para empeorar la situación.

 Pero las relaciones amistosas entre oriente y occidente pudieron continuar incluso después del 1054. Las dos mitades de la cristiandad no eran todavía muy conscientes del gran abismo que les separaba, y los dos partidos seguían esperando que los malentendidos se podrían resolver sin mucha dificultad. La disputa fue cosa de la que no se enteraba la mayoría de los cristianos en oriente y en occidente. Las Cruzadas, en cambio, hicieron del cisma una escisión definitiva: introdujeron un nuevo espíritu de odio y aspereza, y rebajaron las relaciones de enemistad al nivel popular.

 Sin embargo, desde un punto de vista militar, las Cruzadas al principio causaron gran sensación. Antioquia fue capturada por los turcos en 1098, Jerusalén en 1099: la Primera Cruzada tuvo un éxito brillante, aunque sangriento.[7] En Antioquía y en Jerusalén los cruzados hicieron nombrar un Patriarca latino. En Jerusalén esto era razonable, puesto que la sede estaba vacía en aquella época; y a pesar de que en los años sucesivos llegó a haber toda una serie de Patriarcas griegos de Jerusalén que vivieron exiliados en Chipre, aun así en Palestina misma la población entera, tanto griega como latina, aprobó ya desde principios la investidura del Patriarca latino. Un peregrino ruso en Jerusalén en 1106-7, el Abad Daniel de Tchernigov, observó que se mezclaban armoniosamente los griegos y latinos que asistían a los oficios en los Santos Sitios, si bien observó con cierta satisfacción que durante la ceremonia del Fuego Sagrado las lámparas de los griegos se encendieron milagrosamente mientras que los latinos para las suyas hubieron de prender la llama de parte de los griegos. En Antioquía, al contrario, los cruzados hallaron un Patriarca griego todavía residente en la ciudad: forzoso es confesar que a poco éste se retiró a Constantinopla, pero la población griega no quiso reconocer el Patriarca latino instalado por los cruzados en sustitución del ausente. Así que a partir del año 1100 hubo un cisma local, por así decirlo, en Antioquía. Después de 1187, año en el que Jerusalén fue capturado por Saladín, la situación en Tierra Santa empeoró bastante: los dos adversarios, ambos residentes en la misma Palestina, dividieron entre sí la población cristiana - el Patriarca latino en Acre, el griego en Jerusalén. Estos cismas locales, de Antioquía y Jerusalén, fueron sucesos de mal agüero. Roma distaba mucho de allí, y si se peleaba con Constantinopla, ¿eso en realidad qué significado tenía para los habitantes cristianos de Siria o de Palestina? Pero al llegar a ser que dos obispos rivales pretendían el mismo trono y que existían dos congregaciones adversarias en la misma ciudad, la enemistad se convirtió en realidad inmediata para los creyentes ordinarios, quienes se vieron directamente implicados en ella. Las Cruzadas, pues, convirtieron la polémica en cosa que involucraba no solamente a los altos jerarcas de la Iglesia sino a congregaciones enteras de feligreses cristianos; los cruzados lograron transplantar el cisma a nivel local.

 La situación se puso peor en 1204, al ser capturada Constantinopla en la Cuarta Cruzada. Los cruzados salieron originalmente con rumbo a Egipto, pero Alexius, hijo de Isaac Angelus, Emperador depuesto de Bizancio, logró convencerles para desviarse a Constantinopla y reinstalarles a él y a su padre en el trono imperial. Esta injerencia por parte de los occidentales en la política bizantina tuvo tristes resultados, culminando en que los cruzados, repugnados más que nunca por la duplicidad (según ellos lo percibían) de los griegos, se impacientaron y saquearon la ciudad. Jamás se han olvidado en la cristiandad oriental esos tres días de horroroso saqueo. ‘Hasta los Sarracenos parecen tiernos y misericordiosos,’ protestaba Nicetas Choniates, ‘en comparación con estos hombres que visten la Cruz de Cristo en el hombro.’ Según nos lo dice Sir Steven Runciman, ‘Los cruzados trajeron no la paz, sino una espada; y esa espada había de partir en dos la cristiandad.’[8] Los desacuerdos de muchos años en cuanto a la doctrina vinieron reforzados ahora del lado de los griegos por un resentimiento patriótico de gran intensidad, por la indignación y el ultraje frente a la agresividad y el sacrilegio de los occidentales. A partir del 1204, ya quedó la cristiandad sin lugar a dudas hendida en dos partes, oriental y occidental.

 Tanto la Iglesia Ortodoxa como la Romana piensan que ellos tuvieron razón y que los otros se equivocaron en cuanto a los puntos doctrinales que se les entrometieron; por eso, desde la época del cisma ambas iglesias pretenden ser la verdadera Iglesia. Pero ambas, por muy justificadas que se crean, deben contemplar el pasado con tristeza y compunción. Ambas deben reconocer con toda franqueza que pudieron y debieron evitar el cisma. Ambas fueron culpables de errores al nivel humano. Los ortodoxos, por ejemplo, deben echarse la culpa de mirar al occidente con tanta soberbia y desprecio durante la época bizantina; deben echarse la culpa de varios sucesos, así como el motín de 1182 en el que se produjo una masacre de los latinos residentes en Constantinopla a manos de la población bizantina. (No obstante, cabe decir que nunca actuaron los bizantinos de modo equiparable con el saqueo de 1204). Y ambos partidos, aunque pretendan ser la única verdadera Iglesia, deben admitir que al nivel humano se han visto gravemente empobrecidos tras la separación. El oriente griego y el occidente latino se necesitaban, y se siguen necesitando, el uno al otro. Para ambos partidos, el gran cisma resultó a la vez ser una gran tragedia.

  

DOS TENTATIVAS CONCILIADORAS:

LA CONTROVERSIA HESICASTA

 En 1204 los cruzados establecieron en Constantinopla un reino que duró poco tiempo, terminado ya en 1264 cuando los griegos recuperaron la capital. Bizancio sobrevivió dos siglos más, período de gran reanimación en el ámbito cultural, artístico y religioso. Pero en el ámbito de la política y de la economía, la situación del Imperio Bizantino era muy precaria, y los bizantinos se vieron cada vez más debilitados frente a las huestes turcas que les apretaban del costado oriental.

 Entonces, se produjeron dos tentativas importantes con finalidad de reunificar los cristianos de oriente con los de occidente, la primera en el siglo XIII, y la segunda en el siglo XV El promotor de la primera tentativa fue Miguel VIII (reinó de 1259-82), el Emperador que recuperó Bizancio. Aunque seguramente deseaba con toda sinceridad la unidad religiosa, también tenía un motivo político: al verse amenazado de los ataques de Carlos de Anjou, soberano de Sicilia, necesitaba todo el apoyo y protección posibles de parte del papado, y la manera más segura de conseguirlos sería por medio de la unificación eclesiástica. Un concilio de reunificación se celebró en Lyón en 1274. Los delegados ortodoxos presentes consintieron en aceptar los derechos del papado y en incluir el Filioque en la recitación del Credo. Pero la unión no logró reconocerse más que en los documentos firmados, ya que fue rechazada de modo tajante por la gran mayoría de los clérigos y los laicos de la Iglesia bizantina, como también ocurrió en Bulgaria y en los demás países ortodoxos. La reacción general al Concilio de Lyón viene resumida en un dicho atribuido a la hermana del Emperador: ‘Sería preferible que pereciera el Imperio de mi hermano, que no la pureza de la fé ortodoxa.’ La unión de Lyón fue oficialmente repudiada por el sucesor de Miguel, y al mismo Miguel, por caer en la apostasía, le privaron de sepultura cristiana.

 Entretanto los cristianos de oriente y occidente se fueron alejando cada vez más en la teología y en la manera de entender lo que es la vida cristiana. Bizancio seguía viviendo en un ambiente patrístico, empleando las ideas y el idioma de los Padres griegos del siglo IV Pero en Europa occidental la tradición de los Padres fue remplazada por el Escolasticismo - aquella gran síntesis de teología y filosofía que fue sistematizada durante los siglos XII y XIII. Los teólogos de occidente empezaron a manejar nuevas categorías de pensar, nuevos métodos teológicos, y una nueva terminología que en oriente no se entendía. Ahora más que nunca los dos partidos fueron perdiendo aquel ‘discurso universal’ que tuvieron en común.

 En cuanto a Bizancio, ahí también se hizo una contribución al proceso de alejamiento: ahí también se iba desarrollando el pensamiento teológico sin que lo compartieran los occidentales y sin que tomaran parte en el proceso de desarrollo, aunque no se produjeron novedades tan radicales como lo de la revolución escolástica. Las innovaciones teológicas de Bizancio estaban mayormente ligadas con el Movimiento Hesicasta, una disputa surgida en Bizancio a mediados del siglo XIV, en la que se implicaban la doctrina de la naturaleza de Dios y los métodos de oración empleados en la Iglesia Ortodoxa.

 Para entender mejor la Controversia Hesicasta, hace falta volver un momento a la historia anterior de la teología mística en oriente. Los rasgos principales de esta teología mística fueron elaborados por San Clemente de Alejandría (fallecido en 215) y por Origen de Alejandría (fallecido en 253/4), cuyas ideas fueron desarrolladas en el trabajo de los Capadocios del siglo IV, sobre todo por San Gregorio de Nyssa, y por el discípulo de ellos Evagrio de Ponto (fallecido en 399), monje del desierto egipcio. Esta tradición mística, sobre todo en el caso de Clemente y de Gregorio, está caracterizada por fuertes tendencias apofáticas, en las que se le afirma a Dios en términos negativos en vez de positivos. Puesto que la mente humana es incapaz de comprender realmente a Dios, toda descripción lingüística que se Le aplique ha de ser, por fuerza, inexacta. Por ello resulta menos erróneo emplear locuciones negativas para describirLe, y no positivas - significa negarse a decir lo que es Dios, y limitarse sencillamente a afirmar lo que no es. Según lo dice San Gregorio de Nyssa: ‘El verdadero conocimiento de Dios y la verdadera visión consisten en lo siguiente - en ver que Él es invisible, porque lo que estamos buscando reside más allá de todos los conocimientos, estando completamente separado por las tinieblas de la incomprensión.’[9]

 La teología negativa alcanza su expresión clásica en los llamados ‘textos Dionisianos’. Durante muchos siglos se creía que estos libros habían sido escritos por San Dionisio el Areopagita, converso ateniense del apóstol San Pablo (Hechos 17:34); pero en realidad deben atribuirse a un autor anónimo, que vivió probablemente en Siria hacia finales del siglo V, y que pertenecía posiblemente a grupos solidarios con los no­calcedonianos. San Máximo Confesor (fallecido en 662) compuso unos comentarios sobre los textos Dionisianos, de manera que les garantizó una plaza permanente en la teología ortodoxa. Dionisio también influyó mucho en occidente: se calcula que se le cita unas 1.760 veces en la Summa de Tomás de Aquino. He aquí un cronista inglés del siglo XIV que observa que la Teología Mística de Dionisio ‘recorrió toda Inglaterra, veloz como un ciervo’. El lenguaje apofático de Dionisio viene repetido en la obra de muchos otros. ‘Dios es infinito e incomprensile,’ escribe Juan Damasceno, ‘y lo único de Él que resulta comprensible es Su infinidad e incomprensibilidad... Dios no pertenece a la clase de entidades existentes: no quiere decir que no exista, sino que está por -encima de todos los existentes, por encima incluso de la propia existencia.’[10]

Este de la divinidad puede ser que al principio parezca imposibilitar cualquier contacto directo con Dios. En realidad, empero, muchos de los que emplearon el método apofático lo vieron no solamente como instrumento filosófico para indicar la trascendencia absoluta de Dios, sino también y más fundamentalmente como un medio de contacto para unirse con Él mediante la oración. Además de servirle de calificativos en las afirmaciones positivas sobre Dios, las negativas le servían al teólogo místico de trampolín para lanzarse con toda la plenitud de su ser hasta hundirse en el misterio viviente de Dios. Así fue el caso de Gregorio de Nyssa, de Dionisio y de Máximo, grandes usuarios los tres del método apofático; para ellos ‘el camino de la negación’ era a la vez ‘el camino de la unión’. Pero, podemos preguntar ¿cómo nos es posible afrontarnos, cara a cara, con Aquél que es absolutamente trascendente? ¿Cómo es que Dios llega a ser a la vez conocible e inconocible?

 Ésta es una de las preguntas que se planteaban los Hesicastas del siglo XIV (El nombre se deriva de la palabra griega hesychia, que significa tranquilidad interna. El Hesicasta es una persona que se dedica a la oración en silencio - es decir, a la oración despojada cuanto más posible de toda imagen, palabra y forma discursiva de pensar.) Ligada a la primera pregunta venía esta otra: ¿cuál es la función del cuerpo en la oración? Evagrio; al igual que Origen, a veces hacía demasiado uso de las ideas derivadas del Platonismo: al describir la oración emplea términos intelectuales, como si fuese una actividad de la mente en vez de una actividad de la persona entera, y no parece haberle atribuido ninguna función positiva al cuerpo dentro del proceso de la redención y deificación. Pero el equilibrio entre el cuerpo y la mente se rectifica en otro texto ascético, las homilías de Macario. (Estas solían ser atribuidas a San Macario de Egipto (?300-90), pero hoy día se cree que fueron escritas en Siria, o a lo mejor en Asia Menor, en los años 380). Las homilías de Macario proponen una idea más bíblica de la persona humana - no de un alma encerrada en un cuerpo (como en el pensamiento griego), sino de una sola entidad íntegra, de cuerpo y alma juntos. Donde Evagrio habla de la mente o del intelecto (en griego nous), Macario emplea el concepto hebraico del corazón. Es un cambio de énfasis significativo, ya que el corazón incluye la persona entera - no sólo el intelecto, sino también la voluntad, las emociones e inclusive el cuerpo.

 La palabra ‘corazón’ , con el mismo sentido que le daba Macario, aparece en una frase de uso muy común entre los ortodoxos, ‘oración del corazón’. ¿Qué significa esta frase? Cuando alguien se echa a rezar, esa persona tiene que esforzarse intelectual y conscientemente para estar enterado del significado de lo que está diciendo. Pero si esa persona persiste en orar, siempre concentrándose, el intelecto se une con el corazón: al localizar ‘el lugar del corazón’, el espíritu obtiene la capacidad de ‘habitar en el corazón’, y así la oración se transforma en ‘oración del corazón’. Se transforma no solamente en algo pronunciado con los labios ni concebido en la mente, sino en algo ofrendado espontáneamente por el ser entero - labios, intelecto, emociones, voluntad, y cuerpo. La oración llena la consciencia entera, hasta que ya no haga falta esforzarse en expresarla, se expresa ella sola. Este tipo de oración del corazón no se adquiere simplemente por esfuerzos personales, sino que es un don concedido por la gracia de Dios.

 Cuando los escritores ortodoxos emplean el término ‘oración del corazón’, normalmente se refieren a una oración en particular, la Oración de Jesús. Entre los escritores espirituales de la tradición griega, primero Diadoco de Photike (mediados del siglo V) y luego San Juan Clímaco del Monte Sinaí (?579-?649) recomendaron una forma de rezar especialmente valiosa, que consistía en repetir o recordar constantemente el nombre ‘Jesús’. Con el transcurso del tiempo, la Invocación del Nombre se cristalizó en una frase corta, que se denomina la Oración de Jesús: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí.[11]En el siglo XIII, sino antes, la recitación de la Oración de Jesús solía combinarse con determinados ejercicios físicos, destinados a fomentar la concentración. La respiración había de controlarse y sincronizarse con la Oración, y se recomendaba una postura específica para el cuerpo: cabizbaja, con la barbilla apoyada sobre el pecho y los ojos fijados en el sitio donde se encuentra el corazón.[12] Esto a veces se llama ‘el método hesicasta de oración’, pero eso no quiere decir que para los Hesicastas estos ejercicios constituyesen la esencia de la oración. No se consideraban un fin en sí; facilitaban la concentración, eran un instrumento que a algunos les resultaba útil, pero no era obligatorio para todos. Los Hesicastas sabían perfectamente que no hay mecanismos automáticos para obtener la gracia de Dios, ni técnicas que garantizan el acceso al estado místico.

 Para los Hesicastas bizantinos, la cúspide de la experiencia mística era alcanzar la visión de la Luz Divina e Increada. Las obras escritas de San Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), el más destacado de los místicos bizantinos, están repletas de este ‘misticismo de la Luz’. Al evocar sus propias experiencias, habla repetidamente de la Luz Divina: ‘fuego verdaderamente divino’, lo llama, ‘fuego increado e invisible, sin origen, inmaterial.’ Los Hesicastas creyeron que esta luz que ellos experimentaron se podía identificar con la Luz increada que los tres discípulos vieron rodeándole a Jesús en la Transfiguración en el Monte Tabor. Pero en tal caso ¿esta visión de la Luz Divina cómo encuadra con la doctrina apofática de Dios trascendente e inasequible?

 Todo este debate sobre la trascendencia de Dios, la función del cuerpo en la oración, y la Luz Divina culminó a mediados del siglo XIV. Los Hesicastas se vieron atacados por un griego erudito de Italia, Barlaam el calabrio, que proponía una forma bastante extremada de la doctrina de la ‘alteridad' inconocible de Dios. A veces se sugiere que Barlaam pudo ser influenciado por la filosofía nominalista que circulaba en occidente en aquel tiempo; lo más probable es que su pensamiento provenía de fuentes griegas. Partiendo de una interpretación unilateral de la filosofía de Dionisio, afirmaba que a Dios sólo se le puede conocer indirectamente; el Hesicasmo (según mantiene él) se equivoca al hablar de una experiencia inmediata de Dios, ya que resulta imposible semejante experiencia en la vida presente. Aferrándose a los ejercicios físicos empleados por los Hesicastas, Barlaam les acusó de tener un concepto tosco y materialista de lo que es la oración.

 También le parecía escandaloso el pretender haber presenciado una visión de la Luz Divina e Increada: en eso les acusaba, igualmente, de caer en la tosquedad y el materialismo. ¿Cómo puede ser que una persona vea la esencia de Dios con los ojos del cuerpo? La Luz contemplada por los Hesicastas, según Barlaam, no era la luz eterna de la Divinidad, sino una luz temporal y creada.

 La defensa de los Hesicastas fue asumida por San Gregorio Palamás (1296-1359), Arzobispo de Tesalónica. El propuso una doctrina de la persona humana que permitía el empleo de ejercicios corporales en la oración, y mantuvo (en contra de Barlaam) que los Hesicastas experimentaban, efectivamente, la Luz Divina e Increada de Tabor. A fin de explicar cómo esto sería posible, Gregorio desarrolló la distinción entre la esencia y las energías de Dios. El gran éxito de Gregorio fue conseguir basar el Hesicasmo en fundamentos dogmáticos firmes, integrándolo en el sistema teológico de la Ortodoxia en general. Sus enseñanzas fueron confirmadas en dos concilios que se reunieron en Constantinopla en 1341 y 1351, que pese a haber sido locales y no Ecuménicos poseen una autoridad doctrinal dentro de la teología ortodoxa apenas inferior a la de los siete concilios generales. La cristiandad occidental nunca reconoció estos dos concilios, aunque cabe añadir que muchos cristianos de occidente abrazan al nivel personal la teología de Palamás.

 El punto de partida de Gregorio fue reafirmar la doctrina bíblica de la persona humana y de la Encarnación. El ser humano es una entidad sola, entera y unida: no sólo la mente sino la persona entera ha sido creada a la imagen de Dios. Nuestro cuerpo no es el enemigo, sino nuestro compañero y el colaborador de nuestra alma. Cristo, al asumir un cuerpo humano en la Encarnación, ‘ha hecho de la carne una fuente inagotable de santificación.’[13]He aquí que Gregorio retoma y desarrolla las ideas que eran implícitas en textos previos, como por ejemplo en las Homilías de Macario: y la doctrina ortodoxa de los iconos, como ya vimos, pone el mismo énfasis en la corporeidad humana. Gregorio viene y aplica esta doctrina de la persona a los métodos de la oración Hesicasta: los Hesicastas, según los argumentos de él, al prestar tanto énfasis al papel del cuerpo en la oración, no son culpables de ningún craso materialismo, sino que únicamente tratan de permanecer fieles a la doctrina bíblica de la personalidad como unidad. Cristo asumió la carne humana y salvó la persona entera; por eso, debe ser la persona entera - alma y cuerpo juntos - que participan en la oración ante Dios.

 De aquí Gregorio afrontó el problema central: cómo compatibilizar las dos afirmaciones de que nosotros conocemos a Dios, y de que Dios por su propia. Gregorio respondió: nosotros conocemos las energías de Dios, pero no la esencia. Esta dicotomía entre la esencia (ousia) de Dios y Sus energías se anticipa en la obra de los Padres Capadocios. ‘Conocemos a nuestro Dios mediante sus energías,’ escribía San Basilio, ‘pero no pretendemos poder acercarnos a Su esencia; porque Sus energías descienden sobre nosotros, pero Su esencia permanece siempre inasequible.’[14] Gregorio abrazó esta distinción. Afirmó, con la misma insistencia enfática que cualquier otro expositor de la teología negativa, que Dios es una esencia absolutamente inconocible. ‘Dios no es una naturaleza,’ escribe, ‘porque Él está por encima de toda naturaleza; no es un ser, porque Él está por encima de todos los seres... Ni una sola cosa de todo lo creado jamás gozará ni siquiera de la más mínima comunión con la naturaleza suprema, ni de la proximidad a ella’[15] Pero por muy distanciado de nosotros que sea en Su esencia, sin embargo en Sus energías Dios Se nos ha revelado. Estas energías no existen aparte de Dios, ni son un don que Dios les concede a los seres humanos; son Dios mismo actuando y revelándose al mundo. Dios existe entero y completo en cada una de Sus energías divinas. El mundo, como nos lo dice Gerard Manley Hopkins, está cargado de la grandeza de Dios; la creación entera constituye un Arbusto Ardiente gigantesco, impregnado del inefable y maravilloso fuego de las energías de Dios, sin ser consumido.[16]

 A través de estas energías Dios entra en relaciones inmediatas y directas con la humanidad. Con relación a los seres humanos, la divina energía no es ni más ni menos que la gracia de Dios; la gracia no es un mero ‘don’ de Dios, no es solamente un objeto que Dios nos otorga a los humanos, sino una manifestación directa del propio Dios Viviente, un encuentro personal entre la criatura y su Creador. ‘La gracia significa toda la abundancia de lo divino en la naturaleza, en la medida en que se comunique a los hombres.’[17] Cuando decimos que los santos han sido transformados o ‘deificados’ por la gracia de Dios, lo que significa es que han tenido una experiencia directa de Dios mismo. Conocen a Dios - es decir, Dios en Sus energías, no en Su esencia.

 Dios es Luz, por lo cuanto la experiencia de las energías de Dios viene en forma de Luz. La visión que reciben los Hesicastas (según sostuvo Palamás) no es una visión de un resplandor creado, sino de la Luz de la propia Divinidad - la misma Luz de la Divinidad de la que Cristo fue rodeado en el Monte Tabor. No es ésta una Luz sensible o material, pero sí se puede ver con los ojos del cuerpo (tal y como la vieron los discípulos en la Transfiguración), ya que cuando una persona es deificada, esto conlleva una transformación no sólo del alma sino también de las facultades corpóreas. La visión de la Luz experimentada por los Hesicastas, pues, es una verdadera visión de Dios en Sus energías; y tienen toda la razón al identificarla con la Luz increada de Tabor.

 Palamás, por lo tanto, logró conservar la trascendencia de Dios y a la vez supo evitar el panteismo al que un misticismo desmesurado nos puede llevar; pero también supo abarcar la inmanencia de Dios, Su perenne presencia en el mundo. Dios sigue siendo el ‘Enteramente Ajeno’, pero mediante Sus energías (que son el mismo Dios) Él entra en relaciones inmediatas con el mundo. Dios es un Dios viviente, el Dios de la historia, el Dios de la Biblia, que fue encarnado en Cristo. Al excluir la posibilidad de todo conocimiento directo de Dios y al aseverar que la Luz Divina es cosa creada, Barlaam abrió una brecha demasiado honda entre Dios y la humanidad. La preocupación fundamental de Gregorio al oponerse a Barlaam era igual que la de Atanasio y los concilios generales: de salvaguardar nuestro acceso directo a Dios, de sostener la plenitud de nuestra deificación y la entereza de nuestra redención. La misma doctrina de la salvación que en la que estribaban las disputas sobre la Trinidad, la Persona de Cristo, y los Santos Iconos, reside en el corazón de la controversia Hesicasta.

 En el mundo cerrado de Bizancio’, escribe Dom Gregory Dix, ‘no pudo penetrar ningún impulso realmente fresco a partir del siglo VI... Se adormeció... en el siglo IX, quizás antes, incluso en el siglo VI.[18] Las controversias bizantinas del siglo XIV prueban sobradamente la falsedad de semejante aseveración. Gregorio Palamás no fue ningún innovador revolucionario, por cierto, sino que se arraigaba en la tradición del pasado; pero sí fue teólogo de la más amplia envergadura, y sus obras nos demuestran que la teología ortodoxa no dejó de ser creativa después del siglo VIII, acabado el séptimo Concilio Ecuménico.

 Entre los compañeros contemporáneos de Gregorio Palamás se halla el teólogo laico, San Nicolás Cabásilas, que fue solidario de los Hesicastas aunque sin implicarse en la polémica. Cabásilas fue autor del Comentario sobre la Divina Liturgia, que ha llegado a ser la obra clásica ortodoxa al respecto; también escribió un tratado sobre los sacramentos titulado La Vida en Jesucristo. Dos rasgos particulares caracterizan los escritos de Cabásilas: un sentido muy vivaz de la persona de Cristo Salvador, quien según él lo dice ‘es más cercano que nuestras propias almas’;[19] y un énfasis, contínuo, en los sacramentos. Para él la vida mística es esencialmente la vida en Cristo y la vida en los sacramentos. El misticismo siempre corre el peligro de hacerse especulativo e individualista- escindido de la revelación histórica en Cristo y de la vida comunitaria de la Iglesia y sus sacramentos; sin embargo el misticismo de Cabásilas es siempre Cristocéntrico, sacramental, eclesial. Su obra nos muestra lo estrechamente vinculados que estuvieron el misticismo y la vida sacramental en la teología bizantina. Palamás y sus compañeros no veían la oración mística como medio de circunvalación a la vida institucional y normal de la Iglesia.

 Otro concilio de reunificación más, el segundo, fue celebrado en Florencia en 1438-9. El Emperador Juan VIII (reinó de 1425­48) lo presenció en persona, junto con el Patriarca de Constantinopla y una numerosa delegación de la Iglesia bizantina, además de los representantes de las otras Iglesias Ortodoxas. Se realizaron discusiones muy prolongadas y esfuerzos sinceros de parte de los dos partidos con finalidad de llegar a un acuerdo verdadero en cuanto a los principales puntos problemáticos. A la vez cónstese que a los griegos les era difícil hablar impasiblemente de la teología, ya que sabían que la situación política de ellos se había vuelto urgente: la única manera de esperar vencer a los turcos sería con la ayuda de occidente. Tras largos diálogos se logró formular un acuerdo unificado que incluía todos los temas del Filioque, el Purgatorio, los ‘ázimos’, y los derechos del papado; lo cual fue firmado por todos los delegados ortodoxos presentes menos uno - Marco, Arzobispo de Efeso, que posteriormente fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa. La Unión Florentina se fundaba en dos principios básicos: fueron la unanimidad en cuestiones de doctrina, y el respeto a los ritos y tradiciones legítimos de cada Iglesia individual. De hecho que en cuanto a los temas doctrinales, los ortodoxos aceptaron los derechos del papado (aunque en esto la fraseología formulada en el acuerdo de unión fue en ciertas partes imprecisa y ambigua); aceptaron la doctrina de la Doble Procesión del Espíritu Santo, a condición de que no quedaran obligados ellos a incluir el Filioque en el texto del Credo en la Divina Liturgia; aceptaron la enseñanza romana del Purgatorio (lo cual no figuró hasta el siglo XIII como punto de desacuerdo entre oriente y occidente). Pero en lo que concierne al ‘ázimo’, no se exigió la uniformidad: a los griegos se les permitía emplear el pan leudado, mientras que los latinos seguirían utilizando el pan sin levadura.

 Sin embargo, la Unión de Florencia, a pesar de que se festejó a lo largo de Europa occidental - repicaron y tañeron las campanas de todas las iglesias parroquiales de Inglaterra- no tuvo mayor resultado en la realidad oriental al que había tenido el anterior Concilio de Lyón. Juan VIII y su sucesor Constantino XI, último Emperador de Bizancio y octogésimo sucesor de Constantino el Grande, permanecieron ambos fieles al acto de unión; les era imposible, empero, imponérselo a los súbditos, de modo que ni siquiera se atrevieron a proclamarlo públicamente en Constantinopla hasta 1452. Muchos de los firmantes de Florencia revocaron la firma al regresar de allí. Los decretos del concilio nunca fueron aprobados salvo por una mínima fracción de los clérigos y laicos bizantinos. El Gran Duque Lucas Notaras, haciendo eco de las palabras de la hermana del Emperador tras el Concilio de Lyón, comentó: ‘Sería preferible ver el turbante musulmán en medio de la ciudad que la mitra latina.’

 Juan y Constantino esperaban que la Unión de Florencia les aseguraría la ayuda militar de occidente, pero fue realmente poca la ayuda que se les prestó. El 7 de abril de 1453 los turcos iniciaron su ataque terrestre y marítimo contra Constantinopla. Excedidos en número veinte veces por los adversarios, los bizantinos contrapusieron una defensa brillante pero inútil de siete semanas, largas. Al amanecer del 29 de mayo se celebró el último oficio cristiano en la magnífica Iglesia de la Santa Sabiduría. Fue un oficio en el que los ortodoxos y los católicos romanos se aunaron, ya que en el momento de crisis los partidarios y los adversarios de la Unión Florentina lograron olvidar el antagonismo. El Emperador salió tras comulgar y murió defendiendo las murallas. Más tarde, el mismo día, la ciudad fue capturada por los turcos, y la Iglesia más gloriosa de la Cristiandad fue convertida en mezquita.

 Así se acabó con el Imperio Bizantino. Pero no fue el fin del Patriarcado de Constantinopla, ni mucho menos el de la Ortodoxia. 


[1] En griego ‘Hagia Sophia’; con frecuencia conocida entre los escritores europeos como ‘Santa Sofia’.

[2] Citado en S. Runciman, The Eastern Schism, p.116.

[3] Citado en Runciman, The Eastern Schism, p.139.

[4] G. Ostrogorsky, History of the Byzantine State, p.199.

[5] Véanse pp. 66-69

[6] The Photian Schism, p.432.

[7] ‘En el Templo y el pórtico de Salomón,’ escribe Raymond de Argiles, ‘la sangre subía hasta las rodillas y el rendaje de los caballeros montados... La ciudad abundaba en cadáveres cruentos.’ (Citado en A.C.Krey, The First Crusade [Princeton 19211, p.261.)

[8] The Eastern Schism, p.101.

[9] La Vida de Moisés, II, 163 (377A).

[10] Sobre la Fe Ortodoxa, I, 4 (P.G. XCIV, 800B).

[11] En la actualidad, la Oración suele acabarse con ‘... ten piedad de mí pecador’. (Compárese con la Oración del Publicano, Lucas 18:13).

[12] Existen varios paralelismos interesantes entre el ‘método’ Hesicasta y el Yoga de los hindúes o el Dhikr de los musulmanes; pero no se debe insistir excesivamente en las semejanzas.

[13] Homilía 16 (P.G. CLI, 193B).

[14] Carta 234, 1.

[15] P.G. CL, 1176C.

[16] Compárese con Máximo, Ambigua, P.G. XC1, 1148D.

[17] V. Lossky, The Mystical Theology of the Eastern Church, p.162.

[18] The Shape of the Liturgy (Londres 1945), p.548.

[19] P.G. CL, 712A.


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