Compartimos en esta
entrada el Capítulo 3 Bizancio II: El
Gran Cisma contenido en la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia
Ortodoxa. En este capitulo se consideran los siguientes puntos:
El Alejamiento de los
Cristianos Occidentales y Orientales
De la Enajenación al
Cisma: 858 – 1204
Dos Tentativas
Conciliadoras: La Controversia Hesicasta
La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con
todos ustedes. (2 Cor 13,13).
Jacobo Rave
Fuente: La Iglesia Ortodoxa. Kallistor Ware. P. 39-65.
CAPÍTULO 3
BIZANCIO II: EL GRAN CISMA
Nosotros no hemos cambiado; somos iguales a lo que
eramos en el siglo ocho... ¡Ojalá! que vosotros consintiéseis en volver a ser
lo que fuisteis antaño, cuando los dos estabamos unidos en la fé y en la
comunión.
Alexis
Khomiakov
EL
ALEJAMIENTO DE LOS CRISTIANOS OCCIDENTALES Y ORIENTALES
Un día de verano del 1054, por la tarde, cuando estaba a punto de
celebrarse un oficio en la
Iglesia de la Santa Sabiduría en Constantinopla, el Cardenal Humberto y dos otros legados del Papa
entraron en el templo y se dirigieron al santuario. No venían a rezar. Depositaron
una Bula de Excomunión sobre el altar mayor, y se marcharon de nuevo. Al salir
por la puerta del oeste el Cardenal sacudió el polvo de sus pies y dijo: “Que
Dios lo vea y lo juzgue.” Un diácono salió corriendo en pos de él, y le suplicó
con angustia que revocara aquella Bula. Humberto no quiso; y ahí cayó, tirada
por la calle.
Este acontecimiento es el que se suele tomar como la marca del
comienzo del gran cisma entre el oriente ortodoxo y el occidente latino. Pero
el cisma, como ya suelen reconocer los historiadores, no fue en realidad un
suceso al que se le puede atribuir una fecha exacta de comienzo. Es algo que se
fue desenvolviendo poco a poco, como consecuencia de un proceso largo y
complicado, iniciado mucho antes del siglo XI y que no se llevó a cabo hasta
bastante tiempo después.
Fueron muchas las influencias que contribuyeron a este proceso largo y
complicado en su transcurso. El cisma fue condicionado por cuestiones
culturales, políticas y económicas; pero la causa fundamental no era seglar,
sino teológica. En el análisis final, occidente y oriente se pelearon por
asuntos de doctrina - concretamente, por dos asuntos: los derechos del papado y
el Filioque. Pero antes de examinar estas diferencias principales más de cerca,
y antes de investigar el decurso preciso del cisma, había que ampliar los
conocimientos sobre las circunstancias antecedentes. Anticipando, y con mucho,
al cisma formal y abierto entre oriente y occidente, los dos partidos ya se habían
enajenado el uno del otro; y para mejor entender cómo y por qué la comunión de
la cristiandad se vió al final escindida, hay que empezar por la realidad de
esta creciente enajenación.
Cuando Pablo y los otros Apóstoles viajaban por el mundo del Mediterráneo,
se trasladaban dentro de una entidad política y cultural estrechamente unida:
el Imperio Romano. El Imperio abarcaba una gran diversidad de grupos étnicos,
que muchas veces tenían sus propios idiomas y dialectos. Pero todos eran gobernados
por el mismo Emperador; había una civilización greco-romana de bastante
amplitud compartida por toda la gente culta y educada del Imperio; en casi
todas partes se entendía o el griego o el latín, y mucha gente hablaba ambos
idiomas; lo cual sirvió de gran apoyo a la Iglesia naciente en su labor misionera.
Pero en los siglos siguientes, la unidad del mundo mediterráneo fue
desapareciendo. Primero se perdió la unidad política. A partir del fin del
siglo III el Imperio, que en teoría seguía siendo uno, solía dividirse en dos
partes, oriental y occidental, cada parte bajo su propio Emperador. Constantino
logró adelantar el proceso de separación al fundar otra capital imperial en el
este, por encima de Roma la
Vieja en Italia. Luego llegaron las invasiones bárbaras a principios
del siglo V: todo el territorio occidental menos Italia, que en su mayor parte
permaneció dentro del Imperio bastante más tiempo, fue dividido y repartido
entre varios adalides bárbaros. Los bizantinos nunca olvidaron los ideales del
Imperio Romano bajo Augusto o Trajano, y siguieron considerándolo por lo menos
en teoría como un Imperio universal; pero el Emperador Justiniano fue el último
en intentar cerrar la brecha entre la teoría y la práctica, y sus conquistas en
occidente se vieron de pronto abandonadas. Las ligazones de unidad política
entre el oriente griego y el occidente latino quedaron quebradas tras las invasiones
bárbaras, y nunca llegaron a ser restauradas.
A fines del siglo VI y en el siglo VII, occidente y oriente resultaron
todavía más aislados el uno del otro tras las invasiones de los bávaros y
eslavos que penetraron en la península balcánica; la provincia de Illyricum,
que antiguamente servía de puente, se convirtió entonces más bien en una
barrera entre Bizancio y el mundo latino. Con el surgimiento del Islam, la
escisión se vió aumentada otro tanto: el Mediterráneo, tal vez conocido entre los
romanos como mare nostrum, ‘nuestro mar’, pasó bajo el dominio de los árabes.
Los contactos al nivel cultural y económico entre el Mediterráneo de levante y
poniente nunca cesaron del todo, pero se fueron dificultando cada vez más.
La controversia iconoclasta contribuyó también a la ruptura entre
Bizancio y el oeste. Los Papas respaldaron con firmeza el partido iconodulo, de
hecho que durante muchas décadas quedaron excomulgados por el Emperador y Patriarca
de Constantinopla, ambos iconoclastas. Al verse escindido de Bizancio y falto
de ayuda, el Papa Esteban tornó la mirada hacia el norte y en 754 rindió visita
al rey de los francos, Pepin. He aquí la primera etapa en lo que llegaría a ser
un cambio decisivo de orientación en cuanto al papado. Hasta aquel entonces,
Roma había siempre formado parte en algún sentido del mundo bizantino, pero
ahora empezó a pasar cada vez más bajo la influencia de los francos, aunque los
efectos de esta nueva orientación no se notaron del todo hasta mediados del
siglo XI.
La visita del Papa Esteban a la corte de Pepin fue seguida, medio
siglo más tarde, por un acontecimiento mucho más sensacional. El día de Navidad
del año 800 el Papa Leo III le coronó a Carlos el Grande, Rey de los Francos,
como Emperador. Carlomagno le pidió reconocimiento al jefe de Bizancio, pero
sin éxito; pues a los bizantinos, dedicados todavía al principio de la unidad
imperial, Carlomagno les parecía un intruso y la coronación papal un acto
escismático dentro del Imperio. La creación del Santo Imperio Romano en el
oeste, en lugar de unir Europa con lazos más estrechos, no logró otra cosa que
aumentar, más que nunca, el alejamiento entre oriente y occidente.
La unidad cultural todavía perduraba aunque de forma muy atenuada.
Tanto en oriente como en occidente, la gente erudita todavía se criaba dentro
de la tradición clásica de la que la
Iglesia se había enseñoreado y tomado posesión: pero con el
decurso de los años, empezaron a interpretar esta tradición de maneras cada vez
más distintas y alejadas. La situación se dificultaba gracias al problema
lingüístico. Ya se había acabado la época del bilingüismo acostumbrado entre la
gente culta. Ya en el año 450 eran pocos los de Europa occidental que sabían leer
griego, y después del año 600,
a pesar de que Bizancio todavía llevaba el nombre de
Imperio Romano, era raro que un bizantino hablase latín, el idioma de los
romanos. Fotio, el constantinopolitano más erudito y letrado del siglo IX, no
entendía el latín; y en 864 un Emperador ‘Romano’ de Bizancio, Miguel III,
llegó incluso a acusarle al latín, idioma empleado por el poeta Virgilio, de ‘lengua
bárbara y escítica’. Si los griegos querían leer obras latinas o vice versa,
solamente podían hacerlo por medio de traducciones, y por lo general no se
molestaban ni acaso por eso: Psellos, erudito eminente griego del siglo XI,
tenía tan escasos conocimientos de la literatura latina que se confundía entre
César y Cicerón. Como entonces ya no tenían las mismas fuentes pedagógicas ni
tampoco leían los mismos libros, el oriente griego y el occidente latino se
fueron alejando cada vez más.
Resultó ser presagio ominoso y significativo el hecho de que el
renacimiento cultural de la
Corte de Carlomagno se caracterizara desde el principio por
sus fuertes prejuicios anti-helénicos. En la Europa del siglo IV había solamente una
civilización cristiana, en la del siglo XIII habían ya dos. Quizás durante el
reino de Carlomagno se pueda discernir por primera vez con claridad el cisma de
las civilizaciones. Los bizantinos por su lado quedaron encerrados en su propio
mundo ideológico, sin salir al encuentro de los occidentales. Tanto en el siglo
IX como en los siglos ulteriores no supieron brindar a las ciencias del
occidente la importancia y la seriedad que se merecían. Bastaba con que todos
los francos fueran unos bárbaros.
Faltaba sólo que estas cuestiones de política y de cultura afectasen
la vida de la Iglesia
y dificultasen la estabilidad de la unidad religiosa. La enajenación política y
cultural con gran facilidad llega a desencadenar disputas eclesiásticas: como
en el caso de Carlomagno. Viéndose privado de reconocimiento político por el
Emperador bizantino, se vengó en seguida acusando de hereje a la Iglesia bizantina:
denunció a todos los griegos por causa de no emplear el Filioque en la
recitación del Credo (de lo que más se hablará en seguida) y se negó a aceptar
las decisiones del séptimo Concilio Ecuménico. Cabe admitir que a Carlomagno se
le informó de estas decisiones solamente por medio de una traducción llena de
errores que a menudo tergiversaron el significado verdadero: aun así, parece
ser que tenía opiniones medio iconoclastas.
Las distintas circunstancias políticas en oriente y en occidente
produjeron distintas formas de organización externa de la Iglesia, por lo que la
gente poco a poco se acostumbró a enfocar la estructura eclesiástica de dos
maneras distintas y opuestas. Ya desde el principio se había destacado con
respecto a este tema cierta diferencia de énfasis entre oriente y occidente. En
oriente había muchas iglesias cuya fundación se remontaba a la época de los
Apóstoles; había mayor sensibilidad a la igualdad de los obispos, y a la
naturaleza colegial y conciliar de la Iglesia. En oriente se le reconocía al Papa como
primer obispo de la Iglesia,
pero se le consideraba primero entre iguales. En cambio, en occidente había
nada más una gran sede con dignidad de fundación apostólica - la de Roma - de
ahí que Roma llegó a considerarse la Sede Apostólica, como si fuese la única. Aunque
fueron aceptadas en occidente las decisiones de los Concilios Ecuménicos, los
occidentales no participaron muy activamente en los mismos Concilios; a la Iglesia se la veía menos
como colegio y más como monarquía - la monarquía del Papa.
Esta divergencia primaria de perspectivas se vió agudizada por los
sucesos políticos. Como era de esperar, las invasiones bárbaras y el colapso
subsiguiente del Imperio en el oeste vinieron a consolidar la estructura
autocrática de la Iglesia
occidental. El oriente seguía encabezado por un fuerte jerarca seglar, el
Emperador, que mantenía en orden la civilización e imponía la ley. En cambio en
occidente, tras la llegada de los bárbaros no había más que una multiplicidad
de caudillos guerreros, todos más o menos usurpadores. En general no había otro
centro de unidad más que el papado, garante de la continuidad y estabilidad en
la vida espiritual y política de Europa occidental. Por fuerza de las
circunstancias, el Papa llegó a desempeñar un papel que no se les exigía a los
Patriarcas griegos: daba órdenes no solamente a los subordinados eclesiásticos,
sino también a los gobernantes seglares. La Iglesia occidental se fue poco a poco
centralizando, mucho más que cualquiera de los cuatro Patriarcados de oriente
(excepto el de Egipto, quizás). En occidente, pues, monarquía; en oriente,
estructura colegial.
No creamos que fue éste el único efecto de las invasiones bárbaras que
repercutió en la vida de la
Iglesia. En Bizancio eran muchos los laicos cultos que se
interesaban activamente por las cuestiones teológicas. El ‘teólogo laico’ ha
sido un personaje siempre aceptable en la Ortodoxia: algunos de los Patriarcas bizantinos
más eruditos - por ejemplo, Fotio - fueron laicos antes de ser electos al
Patriarcado. Pero en occidente, el único sistema educativo que perduró durante
el medioevo primitivo (tiempo de poca ilustración) fue la formación provista
por la Iglesia
para el clero. La teología se hizo exclusiva para los sacerdotes, puesto que la
mayoría de los laicos apenas sabía leer, mucho menos entender la terminología
técnica de las discusiones teológicas. A pesar de que en la Ortodoxia se les asigna
a los obispos el cargo particular de la enseñanza, en la Iglesia ortodoxa nunca
surgió una división clérico-laica tan aguda como la del medioevo occidental.
Las relaciones entre los cristianos orientales y occidentales se
complicaron también por falta de un idioma común. Una vez que los dos partidos
ya no podían comunicarse con fluidez entre sí, y que ya los unos no podían leer
los escritos de los otros, surgían desinteligencias con mayor facilidad. El ‘universo
de discurso’ se fue perdiendo.
Oriente y occidente se iban enajenando uno de otro, por consiguiente
era de esperar que los dos sufrieran. En la Iglesia primitiva existía la unidad de la fé,
pero con diversidad de escuelas de pensamiento teológicas. Desde el principio,
los griegos y los latinos habían enfocado el Misterio Cristiano en su propia
manera. Arriesgándonos a la excesiva simplificación, se podría decir que el
enfoque latino era más práctico, y el griego más especulativo; en el
pensamiento latino habían influido más las ideas jurídicas, los conceptos del derecho
romano, mientras que los griegos comprendían la teología en el contexto de la
veneración y de la
Santa Liturgia. En temas de la Trinidad, el punto de
partida de los latinos solía ser la unidad de la Divinidad, el de los
griegos la tripartición de las personas; en cuanto a la crucifixión, los
latinos miraban a Cristo como Víctima, los griegos a Cristo como Vencedor; los
latinos hablaban más de la redención, los griegos de la deificación; etcétera.
Tomando el caso de las escuelas de Antioquía y Alejandría en oriente, estos dos
enfoques no eran contradictorios entre sí; cada uno complementaba al otro, cada
uno ocupaba su lugar en la plenitud de la tradición Católica. Pero una vez que
los dos partidos se fueron enajenando - con ninguna unidad política y cultural
muy poca, carentes de un idioma en común - había peligro ya de que cada partido
tomara su enfoque exclusivamente y lo prosiguiese de manera extremista, hasta
perder de vista el valor de la otra perspectiva.
Hemos comentado ya los distintos enfoques doctrinales de oriente y
occidente; habían, además, dos puntos de doctrina donde los dos partidos ya no
se complementaban, sino que entraban directamente en conflicto - los derechos
del papado y el Filioque. Los factores arriba mencionados eran suficientes de
por sí como para tensionar gravemente las relaciones de unidad de la
cristiandad. Aún así la unidad podía haberse conservado si no hubiera sido por
estas dos dificultades adicionales. Dirijámonos a ellas. La plena magnitud del
desacuerdo no se hizo notar destacadamente hasta mediados del siglo IX, pero
las dos diferencias en el modo de pensar datan de mucho más atrás.
Ya tuvimos ocasión de mencionar el papado en el contexto de las
distintas realidades políticas de oriente y occidente; y vimos que la estructura
centralizada y monárquica de la
Iglesia en occidente vino a ser reforzada gracias a las
invasiones bárbaras. Ahora bien, mientras que el Papa reivindicaba un poder
absoluto en occidente nada más, Bizancio no protestaba. A los bizantinos no les
importaba que la Iglesia
en occidente estuviera centralizada, a condición de que el papado no procurase
intervenir en oriente. El Papa, sin embargo, pensaba que su poder jurídico inmediato
se extendía en oriente tanto como en occidente; y en cuanto intentase
reivindicar esta supuesta autoridad en territorio de los Patriarcados
orientales, habría de causar problemas. Los griegos al Papa le concedían
primacía de honor, pero no la supremacía universal de la que él se creía digno.
El Papa asumía la infalibilidad como si fuera su propia prerrogativa; los griegos
mantenían que en cuanto a las cuestiones de la fé la decisión definitiva
residía no exclusivamente en el Papa, sino en un Concilio representativo de
todos los obispos de la
Iglesia. Hemos aquí dos concepciones distintas de la
organización externa de la Iglesia.
La actitud ortodoxa para con el papado viene expresada con admirable
claridad por un escritor del siglo XII, Niketas, Arzobispo de Nicomedia:
Queridísimo hermano, a la Iglesia Romana no
queremos negarle su primacía en la hermandad de los cinco Patriarcados;
reconocemos su derecho al máximo puesto de honor en un Concilio Ecuménico. Pero
ella se nos ha separado por sus propias acciones, al asumirse con todo orgullo
una monarquía poco congruente con su destino oficial... ¿Cómo hemos de aceptar
de su parte los decretos que ella emite sin consultarnos, sin que nosotros lo
supiéramos siquiera? Si el Pontífice Romano, sentado en el altivo trono de su
gloria, quiere tronar y fulminar contra nosotros, por así decirlo, y arrojarnos
encima sus órdenes desde las alturas, y si quiere juzgar y hasta incluso
controlamos a nosotros y a nuestras iglesias, no a base de consultas sino que a
su antojo ¿qué tipo de hermandad, qué tipo incluso de paternidad, sería
aquella? Nosotros seríamos los esclavos, y no los hijos, de semejante Iglesia,
y la Sede Romana
no sería madre piadosa de su progenie, sino ama de esclavos, dura y autoritaria.
Esos eran los sentimientos de un ortodoxo del siglo XII, cuando el
debate ya había salido a la luz. En siglos anteriores la opinión de los griegos
era la misma en cuanto al papado, aunque sin haberse todavía agudizado en la
controversia. Hasta el año 850, los romanos y los orientales procuraron evitar
un conflicto abierto en el tema de los derechos del papado, pero la disparidad
de perspectivas era igual de grave, por muy oculta que estuviese.
La segunda gran dificultad era la del Filioque. La querella giraba en torno
a las palabras sobre el Espíritu Santo en el Credo nicenoconstantinopolitano.
Originalmente el Credo decía: ‘Creo... en el Espíritu Santo, Señor,
vivificador, que procede del Padre, que junto con el Padre y el Hijo es adorado
y glorificado.’ Esta forma, la original, es la que se emplea en oriente hasta
hoy en día, sin alteraciones. Pero en occidente se introdujo una frase adicional
‘y del Hijo’ (en latín Filioque), de hecho que el Credo dice ahora ‘...que
procede del Padre y del Hijo’. No se sabe a buen seguro cuándo y dónde se hizo
esta añadidura por primera vez, pero parece haberse originado en España para
protegerse del Arianismo. De todos modos la Iglesia Española
hizo interpolar el Filioque en el Tercer Concilio de Toledo (el año 589), sino
antes. La frase añadida pasó de España a Francia, y desde allí a Alemania donde
Carlomagno lo abrazó y fue adoptada por el Concilio semi-iconoclasta de
Frankfurt (en 794). Los escritores de la corte de Carlomagno fueron los
primeros en poner de relieve al Filioque y convertirlo en tema controvertido,
acusándoles a los griegos de herejía por recitar el Credo en su forma original.
Pero Roma se portó a su manera característicamente conservadora al seguir
empleando el Credo sin Filioque hasta principios del siglo XI. En 808 el Papa
Leo III le escribió una carta a Carlomagno en la que le dijo que, a pesar de
que él mismo creía que el Filioque era aceptable desde el punto de vista
doctrinal, a la misma vez pensaba que sería un error buscar alteraciones en la
fraseología del Credo. Leo a propósito hizo inscribir el Credo, sin Filioque,
en unas placas plateadas que luego se expusieron en la Iglesia de San Pedro.
Durante aquella temporada Roma actuaba de intermediario entre los francos y los
bizantinos.
Solamente a partir del 850 empezaron a preocuparse los griegos por el
Filioque, pero cuando por fin reaccionaron fue una reacción de crítica aguda.
Los ortodoxos protestaron (y siguen protestando) en contra de la añadidura al
Credo por dos razones. En primer lugar, el Credo es posesión comunal de la Iglesia entera, así que si
se van a permitir alteraciones debe de ser mediante un Concilio Ecuménico. Al
alterarse en occidente sin consultar a los orientales, los occidentales se
hicieron culpables de fratricidio moral (según la frase de Khomiakov), de un
pecado que perjudica la unidad de la Iglesia. En segundo lugar, la mayoría de los
ortodoxos creen que el Filioque constituye un error teológico. Mantienen que el
Espíritu procede únicamente del Padre, y les parece herético decir que procede
también del Hijo. No obstante hay algunos ortodoxos a los cuales el Filioque no
les parece herético en sí, e incluso creen que sería admisible como opinión
teológica - pero no como dogma - a condición de que conlleve una explicación
adecuada. Sin embargo, tanto los partidarios de esta segunda opinión más
moderada como los otros creen que la añadidura nunca se hizo con autorización
legítima.
Además de estas dos cuestiones principales, la del papado y la del
Filioque, habían otros asuntos menos destacados de práctica litúrgica y de
disciplina eclesiástica que también causaron problemas entre oriente y
occidente: los griegos admitían a los sacerdotes casados, en cambio los latinos
insistían en el sacerdocio célibe; los dos partidos tenían distintas reglas de
ayuno; los griegos utilizaban pan leudado en la Eucaristía, los latinos
pan cenceño, llamado ‘ázimo’.
Alrededor del año 850, oriente y occidente compartían todavía comunión
plena y mutua, y formaban una sola Iglesia. Las divisiones culturales y
políticas lograron producir una enajenación creciente, pero no había escisión
abierta. Los dos partidos tenían ideas distintas sobre lo que era la autoridad
papal, y recitaban el Credo en distintas formas, pero estas cuestiones todavía
no se habían hecho públicas.
En cambio, en el año 1190, Teodoro Balsamón, Patriarca de Antioquía y
experto autoritario de Derecho Canónico, veía las cosas desde una perspectiva
muy distinta:
Hace muchos años ya [no especifica cuántos
exactamente] que la Iglesia
de occidente se ha dividido de la comunión espiritual de los otros cuatro
Patriarcados, y se ha hecho ajena a los ortodoxos… Así que se le debe prohibir
comulgar a todo latino que no esté dispuesto a declarar su abstinencia de las
doctrinas y las costumbres que le separan de nosotros, y jurar obediencia a los
Canones de la Iglesia,
en unión con los ortodoxos.’
Según lo veía Balsamón, hubo una ruptura de comunión; se había
producido ya un verdadero cisma entre oriente y occidente. Los dos ya no
formaban una sola Iglesia visible.
En la transición del estado de enajenación al estado de cisma, cabe
destacar cuatro episodios de mayor importancia: la querella entre Fotio y el
Papa Nicolás I (que suele conocerse como el ‘cisma fotiano’: los orientales
preferirían darle el apodo de ‘cisma de Nicolás’); el episodio de [as dípticas
de 1009; las tentativas de reconciliación en 1053-4 con el fracaso
subsiguiente; y las Cruzadas.
DE LA ENAJENACIÓN
AL CISMA: 858 – 1204
En 858, quince años después del triunfo de los iconos bajo Teodora,
fue nombrado un nuevo Patriarca de Constantinopla -Fotio, conocido por los
ortodoxos como San Fotio el Grande. Se le ha llamado ‘el pensador más ilustre,
el político más sobresaliente, y el diplomático más hábil que jamás ejerció el
oficio de Patriarca de Constantinopla.’Poco después de acceder al trono patriarcal se vió involucrado en una
disputa con el Papa Nicolás I (858-67). Él Patriarca anterior, San Ignacio,
había sido exiliado por el Emperador y en el exilio le obligaron por fuerza a
dimitir. Los partidarios de Ignacio rehusaron a aceptar la validez de la
dimisión, y a Fotio le consideraban usurpador. Cuando Fotio le envió al Papa
una carta comunicándole su accesión, Nicolás decidió investigar más a fondo la
querella entre el nuevo Patriarca y los partidarios de Ignacio, antes de
reconocer a Fotio. De conformidad con este plan de acción, envió unos legados a
Constantinopla en 861.
Fotio no deseaba para nada entablar disputa con el papado. A los
legados les trató con suma deferencia, invitándoles a presidir un concilio en
Constantinopla para resolver el antagonismo surgido entre él mismo e Ignacio.
Los legados estaban de acuerdo, y junto con el resto del concilio decidieron que
el Patriarca legítimo era Fotio. Pero cuando los legados regresaron a Roma,
Nicolás declaró que habían excedido sus prerrogativas, y rechazó la decisión
que se había tomado. A continuación decidió procesar de nuevo el caso, esta vez
en Roma presidiendo el proceso él mismo: un concilio bajo su presidencia se
reunió en 863 y resolvió a favor del Patriarcado de Ignacio, con proclamación
de que Fotio debería quedar depuesto de toda dignidad sacerdotal. Los
bizantinos no hicieron caso de la condenación, y no dieron respuesta a las
cartas del Papa. Se abrió, pues, una ruptura entre las iglesias de Roma y de
Constantinopla.
Los derechos del papado, claro está, venían implicados en la disputa.
Nicolás era un gran Papa reformador, y ya se había esforzado por establecer un
dominio absoluto sobre todos los obispos del oeste. Pero creía que su poder
absoluto también debería de amparar el oriente; según él mismo lo dijo en una
carta de 865, el Papa está dotado de autoridad ‘en toda la tierra, es decir, en
todas las iglesias’. Esto, precisamente, era lo que los bizantinos no estaban
dispuestos a conceder. Frente a la disputa entre Fotio e Ignacio, Nicolás creyó
percibir la oportunidad idónea de reivindicar su jurisdicción universal: era
cuestión de someterles a los dos partidos a su arbitraje. Pero se daba cuenta
de que Fotio se había sometido voluntariamente a la encuesta de los legados papales,
por lo que su acción no podría interpretarse como reconocimiento de la suprema
soberanía del papado. Entre otros motivos que tenía, ésta fue la razón por la
que Nicolás quiso anular las decisiones que tomaron sus legados. Los bizantinos
por su parte estaban dispuestos a permitir apelaciones a Roma, con tal de que
observaran las condiciones propuestas en el Canon III del Concilio de Sardica
(343). Este Canon especifica que a un obispo bajo sentencia de condenación se
le permite apelar a Roma, y que el Papa puede ordenar un nuevo proceso si le ve
causa necesaria; el nuevo proceso, sin embargo, no ha de ser presidido por el
mismo Papa en Roma, sino por los obispos de las provincias colindantes con la
del obispo condenado. Según les parecía a los bizantinos, Nicolás, al haber
contrariado las decisiones de sus legados y al exigir un nuevo proceso en Roma
mismo, estaba traspasando las condiciones de este Canon. Esta manera de actuar
constituía para ellos una injerencia injustificable y fuera de Canon en los asuntos
de otro Patriarcado.
De pronto se vieron implicados en la disputa el Filioque y los
derechos titulares del papado. Tanto los bizantinos como los occidentales
(principalmente los alemanes) habían emprendido grandes obras misioneras entre
los eslavos.Las dos ondas misioneras fueron avanzando, de oriente y occidente,
hasta cruzarse; y una vez que los misioneros griegos y alemanes se encontraron
trabajando en el mismo terreno, el conflicto era difícil de evitar, ya que las
dos misiones estribaban en principios tan divergentes. Por supuesto el
enfrentamiento hizo resaltar la polémica del Filioque, frase de que los
alemanes hacían uso al recitar el Credo y los griegos no. El territorio más
problemático fue el de Bulgaria, tierra que tanto los de Roma como los de
Constantinopla ansiaban anexar a su propia esfera de jurisdicción. El Khan
Borís al principio se inclinó hacia los alemanes a solicitarles el bautizo:
pero al verse amenazado de invasión por parte de los bizantinos, cambió de
política y sobre el año 865 se sometió al bautismo a manos de sacerdotes
griegos. Pero Borís quería que la
Iglesia búlgara fuese independiente, y al serle negada la
autonomía en Constantinopla, se tornó de nuevo hacia el oeste esperando hallar
condiciones más favorables. Desatadas las manos de los latinos en Bulgaria, los
misioneros lanzaron inmediatamente un ataque violento contra los griegos,
recalcando las particularidades de la práctica que les diferenciaban de los
bizantinos: clero casado, reglas de ayuno, y sobre todo el Filioque. En Roma
mismo, seguía todavía sin emplearse el Filioque, pero Nicolás prestó su pleno
apoyo cuando insistieron los alemanes que en Bulgaria había de introducirlo. El
papado, intermediario en 808 entre los francos y los griegos, dejó ya de
mantenerse neutro.
A Fotio, lógicamente, le asustaba la expansión de la influencia
alemana en los Balcanes limítrofes del Imperio bizantino: le asustaba todavía
más el problema del Filioque, que ahora se le impuso en la conciencia. En 867
decidió actuar. Escribió una carta encíclica a los otros Patriarcas de oriente,
en la que denunció prolongada y detenidamente el Filioque y acusó de herejía a
los que lo empleaban. A Fotio se le critica con frecuencia por haber hecho
circular esta carta: incluso el gran historiador católico romano Francis Dvornik,
benévolo en general para con Fotio, le critica en esta ocasión por su ‘ataque
vano e inútil’ y dice que ‘fue un error irreflexivo, precipitado y cargado de
consecuencias fatales.’ Pero si Fotio consideraba herético el Filioque, ¿qué otro recurso le
quedaba más que hacer conocer lo que pensaba? Cabe recordar también que Fotio
no fue el primero en polemizar sobre el tema del Filioque, sino que lo fueron
Carlomagno y los eruditos de su corte setenta años antes: el agresor inicial
fue el partido occidental, no el oriental. La carta de Fotio vino proseguida
por un concilio convocado en Constantinopla, que declaró al Papa Nicolás excomulgado,
nombrándole ‘hereje, asolador del viñedo del Señor’.
En este momento clave de la disputa, se trastornó de repente la situación.
En el mismo año 867 el Emperador depuso a Fotio del Patriarcado. Ignacio fue
instalado de nuevo, y se restauró la comunión con Roma. En 869-70 se celebró
otro concilio en Constantinopla, denominado el ‘Concilio Anti-fotiano’, en el
que Fotio quedó condenado y anatematizado, y fueron revocadas las decisiones de
867. Este Concilio llegó a ser denominado el octavo Concilio Ecuménico en
occidente; al iniciarse, estaban presentes doce obispos escasos, aunque el
número total alcanzó los 103 en sesiones posteriores.
Las alteraciones no quedaron en eso. El concilio de 869-701e pidió al
Emperador resolver el estatus de la Iglesia Búlgara, y como era de esperar, decidió
que ésta debería de ser asignada al Patriarcado de Constantinopla. Al darse
cuenta que la jefatura romana le otorgaría menos libertad que la de
Constantinopla, Borís aceptó la decisión. A partir del 870, pues, los misioneros
alemanes se vieron expulsados y el Filioque no volvió a oírse en tierra
búlgara. Eso no fue todo. En Constantinopla, Fotio e Ignacio concordaron una
reconciliación, y al fallecer Ignacio en 877, Fotio sucedió de nuevo al
Patriarcado. En 879 se realizó otro concilio más en Constantinopla, presenciado
por unos 383 obispos - nótese el contraste con la exigua cantidad que asistió a
la reunión anti-fotiana diez años antes. El concilio de 869 fue anatematizado y
las condenaciones de Fotio fueron revocadas; todas estas decisiones fueron
aceptadas de parte de Roma, sin protestas. Así que Fotio salió triunfante,
reconocido por Roma y con poder eclesiástico sobre Bulgaria. Hasta hace poco,
siempre se pensaba que hubo otro ‘cisma fotiano’, el segundo, pero el Dr. Dvornik
ha demostrado a toda prueba que este segundo cisma es un mito: en el segundo
período de tenencia de Fotio (877-86) la comunión entre Constantinopla y el
papado se mantuvo sin rupturas. El Papa, que entonces era Juan VIII (872-82),
era poco amigo de los francos y no quiso presionar en cuanto al tema del
Filioque, ni tampoco intentó forzar lo de los derechos del papado en oriente. A
lo mejor es que se daba cuenta de la grave amenaza presentada por la política
de Nicolás con respecto a la unidad de la cristiandad.
El cisma, por lo tanto, parecía en apariencia haberse remediado, pero
en realidad no se había llegado a ninguna solución en cuanto a los dos puntos
de diferencia que surgieron a la fuerza y se pusieron de manifiesto en la
disputa entre Nicolás y Fotio. La ruptura se enmendó con un parche, eso es
todo.
A Fotio siempre se le veneró en oriente como santo, líder de la Iglesia y teólogo; en
cambio en occidente siempre se le consideró con desamor como promotor de un
cisma y poco más. Sus grandes virtudes se van apreciando más en los últimos
tiempos. ‘Si no me equivoco en mis conclusiones,’ palabras con las que cierra el
Dr. Dvornik su investigación monumental, ‘seremos libres otra vez de
reconocerle a Fotio como gran canónigo, humanista de mucha erudición, y auténtico
cristiano que supo perdonar a sus enemigos y dar el primer paso en el camino de
la reconciliación.’1 A comienzos del siglo XI estalló de nuevo el
problema del Filioque. El papado, por fin, adoptó la frase añadida: durante la
coronación del Emperador Enrique II en Roma en 1014, se cantó el Credo con
interpolación y todo. Cinco años antes, en 1009, Sergio IV – recién nombrado
Papa - mandó una carta a Constantinopla que posiblemente contenía el Filioque,
aunque esto no es seguro. Por la razón que fuese, el Patriarca de Constantinopla,
también llamado Sergio, omitió el nombre del nuevo Papa de los Dípticos, que
son las listas, mantenidas por cada Patriarca sucesivo, donde aparecen los
nombres de todos los demás Patriarcas, vivos o fallecidos, reconocidos por él
como ortodoxos. Los Dípticos son un símbolo visible de la unidad de la Iglesia, y el omitir
advertidamente el nombre de alguien equivale a declararle excomulgado. A partir
de 1009 el nombre del Papa no volvió a aparecer jamás en los Dípticos de
Constantinopla: es decir que oficialmente las Iglesias de Roma y de
Constantinopla quedaron escindidas aquel año. No sería prudente, sin embargo, insistir
demasiado en este detalle técnico. Los Dípticos quedaron incompletos a menudo,
y por eso no constituyen criterio infalible de las relaciones eclesiásticas.
Las listas constantinopolitanas antes de 1009 omiten con frecuencia el nombre
del Papa, por una razón muy sencilla: que los Papas fallaron en avisar de su
asunción a los de oriente. La omisión de 1009 no despertó ningún comentario en
Roma, e incluso en Constantinopla la gente se olvidó en seguida de por qué y
cuándo el nombre del Papa se omitió de los Dípticos por primera vez.
En el transcurso del siglo XI las relaciones entre el papado y los
cuatro Patriarcados orientales alcanzaron un nuevo nivel de crisis. El siglo
anterior había sido un período de grave e inestable confusión para la Sede romana, un siglo
justamente denominado por el Cardenal Baronius la edad de hierro y de plomo en
la crónica del papado. Pero bajo la influencia de los alemanes Roma logró
reformarse, y con regidores como Hildebrand (el Papa Gregorio VII) llegó a
recobrar una estatura y un poderío mayor a todo lo precedente. El papado
reformado, claro, vino a reivindicar de nuevo la jurisdicción universal exigida
por Nicolás. Los bizantinos, de su lado, se habían acostumbrado a tratar con un
papado débil y desorganizado en casi todo, de hecho que les costó trabajo
adaptarse a las nuevas circunstancias. Las cosas se exacerbaron con los sucesos
políticos, como el de la agresión militar de los normandos en Italia bizantina,
y la usurpación del mercado levantino por las flotas de los puertos marítimos
de Italia en los siglos XI y XII.
En 1054 se produjo un conflicto grave. Los normandos trataban de obligar
a los griegos residentes en Italia bizantina a conformarse con las costumbres
de los latinos; el Patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, respondió, de
suyo, con exigencia recíproca: que las Iglesias latinas de Constantinopla
adoptaran las prácticas griegas. En 1052, al desobedecerle éstas, las cerró.
Quizás haya sido una medida algo severa, pero en calidad de Patriarca tenía
derecho a actuar así. Entre las costumbres latinas que les provocaban un
desagrado particular a Miguel y a sus compañeros se cuenta la de utilizar
‘ázimos’ (pan sin levadura) en la
Eucaristía, cosa que no había figurado en las disputas del
siglo IX. En 1053, sin embargo, Cerulario tomó una actitud más conciliadora y
le escribió al Papa Leo IX ofreciéndole restaurar el nombre del Papa a los
Dípticos. Respondiendo a esta oferta, y con motivo de resolver los desacuerdos
sobre los usos griegos y latinos, Leo envió a Constantinopla tres legados,
siendo jefe el Cardenal Humberto, Obispo de Silvia Candida. La elección del
Cardenal Humberto fue una desgracia, ya que eran dos hombres rígidos y testarudos
tanto él como Cerulario, así que el encuentro de los dos no estaba destinado a
promover la buena voluntad entre cristianos. Cuando le visitaron a Cerulario
los legados no lograron crear una impresión propicia. Le echaron la carta papal
en la mano y se retiraron sin brindarle los saludos tradicionales; la carta, si
bien venía firmada por Leo, había sido redactada precisamente por Humberto, así
que el tono no era nada amistoso. Después de eso el Patriarca no quiso saber
más sobre los legados. Con el tiempo Humberto se impacientó, y fue cuando dejó la Bula de Excomunión contra
Cerulario encima del altar mayor de la Iglesia de la Santa Sabiduría:
eran varias las denuncias injustas e indignas que figuraban en el documento de
Humberto, en el que acusaba a los griegos, precisamente, ¡de omitir el Filioque
del Credo! Humberto se marchó de Constantinopla acto seguido, sin ofrecer
explicación ninguna de sus acciones, y al regresar a Roma presentó el episodio
entero como gran victoria de la
Sede Romana. Cerulario, respaldado por el sínodo, tomó
represalias: le anatematizaron a Humberto (pero no a la Iglesia Romana en
sí). Las tentativas de reconciliación, por lo visto, no sirvieron más que para
empeorar la situación.
Pero las relaciones amistosas entre oriente y occidente pudieron
continuar incluso después del 1054. Las dos mitades de la cristiandad no eran
todavía muy conscientes del gran abismo que les separaba, y los dos partidos
seguían esperando que los malentendidos se podrían resolver sin mucha
dificultad. La disputa fue cosa de la que no se enteraba la mayoría de los
cristianos en oriente y en occidente. Las Cruzadas, en cambio, hicieron del
cisma una escisión definitiva: introdujeron un nuevo espíritu de odio y
aspereza, y rebajaron las relaciones de enemistad al nivel popular.
Sin embargo, desde un punto de vista militar, las Cruzadas al
principio causaron gran sensación. Antioquia fue capturada por los turcos en
1098, Jerusalén en 1099: la
Primera Cruzada tuvo un éxito brillante, aunque sangriento. En Antioquía y en Jerusalén los cruzados hicieron nombrar un Patriarca
latino. En Jerusalén esto era razonable, puesto que la sede estaba vacía en
aquella época; y a pesar de que en los años sucesivos llegó a haber toda una
serie de Patriarcas griegos de Jerusalén que vivieron exiliados en Chipre, aun
así en Palestina misma la población entera, tanto griega como latina, aprobó ya
desde principios la investidura del Patriarca latino. Un peregrino ruso en
Jerusalén en 1106-7, el Abad Daniel de Tchernigov, observó que se mezclaban
armoniosamente los griegos y latinos que asistían a los oficios en los Santos
Sitios, si bien observó con cierta satisfacción que durante la ceremonia del
Fuego Sagrado las lámparas de los griegos se encendieron milagrosamente
mientras que los latinos para las suyas hubieron de prender la llama de parte
de los griegos. En Antioquía, al contrario, los cruzados hallaron un Patriarca
griego todavía residente en la ciudad: forzoso es confesar que a poco éste se
retiró a Constantinopla, pero la población griega no quiso reconocer el Patriarca
latino instalado por los cruzados en sustitución del ausente. Así que a partir
del año 1100 hubo un cisma local, por así decirlo, en Antioquía. Después de
1187, año en el que Jerusalén fue capturado por Saladín, la situación en Tierra
Santa empeoró bastante: los dos adversarios, ambos residentes en la misma
Palestina, dividieron entre sí la población cristiana - el Patriarca latino en
Acre, el griego en Jerusalén. Estos cismas locales, de Antioquía y Jerusalén,
fueron sucesos de mal agüero. Roma distaba mucho de allí, y si se peleaba con
Constantinopla, ¿eso en realidad qué significado tenía para los habitantes
cristianos de Siria o de Palestina? Pero al llegar a ser que dos obispos
rivales pretendían el mismo trono y que existían dos congregaciones adversarias
en la misma ciudad, la enemistad se convirtió en realidad inmediata para los
creyentes ordinarios, quienes se vieron directamente implicados en ella. Las
Cruzadas, pues, convirtieron la polémica en cosa que involucraba no solamente a
los altos jerarcas de la Iglesia
sino a congregaciones enteras de feligreses cristianos; los cruzados lograron
transplantar el cisma a nivel local.
La situación se puso peor en 1204, al ser capturada Constantinopla en la Cuarta Cruzada.
Los cruzados salieron originalmente con rumbo a Egipto, pero Alexius, hijo de
Isaac Angelus, Emperador depuesto de Bizancio, logró convencerles para
desviarse a Constantinopla y reinstalarles a él y a su padre en el trono imperial.
Esta injerencia por parte de los occidentales en la política bizantina tuvo
tristes resultados, culminando en que los cruzados, repugnados más que nunca
por la duplicidad (según ellos lo percibían) de los griegos, se impacientaron y
saquearon la ciudad. Jamás se han olvidado en la cristiandad oriental esos tres
días de horroroso saqueo. ‘Hasta los Sarracenos parecen tiernos y
misericordiosos,’ protestaba Nicetas Choniates, ‘en comparación con estos
hombres que visten la Cruz
de Cristo en el hombro.’ Según nos lo dice Sir Steven Runciman, ‘Los cruzados
trajeron no la paz, sino una espada; y esa espada había de partir en dos la cristiandad.’ Los desacuerdos de muchos años en cuanto a la doctrina vinieron
reforzados ahora del lado de los griegos por un resentimiento patriótico de
gran intensidad, por la indignación y el ultraje frente a la agresividad y el
sacrilegio de los occidentales. A partir del 1204, ya quedó la cristiandad sin
lugar a dudas hendida en dos partes, oriental y occidental.
Tanto la
Iglesia Ortodoxa como la Romana piensan que ellos tuvieron razón y que los
otros se equivocaron en cuanto a los puntos doctrinales que se les
entrometieron; por eso, desde la época del cisma ambas iglesias pretenden ser
la verdadera Iglesia. Pero ambas, por muy justificadas que se crean, deben
contemplar el pasado con tristeza y compunción. Ambas deben reconocer con toda
franqueza que pudieron y debieron evitar el cisma. Ambas fueron culpables de
errores al nivel humano. Los ortodoxos, por ejemplo, deben echarse la culpa de
mirar al occidente con tanta soberbia y desprecio durante la época bizantina;
deben echarse la culpa de varios sucesos, así como el motín de 1182 en el que
se produjo una masacre de los latinos residentes en Constantinopla a manos de
la población bizantina. (No obstante, cabe decir que nunca actuaron los
bizantinos de modo equiparable con el saqueo de 1204). Y ambos partidos, aunque
pretendan ser la única verdadera Iglesia, deben admitir que al nivel humano se
han visto gravemente empobrecidos tras la separación. El oriente griego y el
occidente latino se necesitaban, y se siguen necesitando, el uno al otro. Para
ambos partidos, el gran cisma resultó a la vez ser una gran tragedia.
DOS TENTATIVAS CONCILIADORAS:
LA
CONTROVERSIA HESICASTA
En 1204 los cruzados establecieron en Constantinopla un reino que duró
poco tiempo, terminado ya en 1264 cuando los griegos recuperaron la capital. Bizancio
sobrevivió dos siglos más, período de gran reanimación en el ámbito cultural,
artístico y religioso. Pero en el ámbito de la política y de la economía, la
situación del Imperio Bizantino era muy precaria, y los bizantinos se vieron
cada vez más debilitados frente a las huestes turcas que les apretaban del
costado oriental.
Entonces, se produjeron dos tentativas importantes con finalidad de
reunificar los cristianos de oriente con los de occidente, la primera en el
siglo XIII, y la segunda en el siglo XV El promotor de la primera tentativa fue
Miguel VIII (reinó de 1259-82), el Emperador que recuperó Bizancio. Aunque seguramente
deseaba con toda sinceridad la unidad religiosa, también tenía un motivo
político: al verse amenazado de los ataques de Carlos de Anjou, soberano de
Sicilia, necesitaba todo el apoyo y protección posibles de parte del papado, y
la manera más segura de conseguirlos sería por medio de la unificación
eclesiástica. Un concilio de reunificación se celebró en Lyón en 1274. Los
delegados ortodoxos presentes consintieron en aceptar los derechos del papado y
en incluir el Filioque en la recitación del Credo. Pero la unión no logró
reconocerse más que en los documentos firmados, ya que fue rechazada de modo
tajante por la gran mayoría de los clérigos y los laicos de la Iglesia bizantina, como
también ocurrió en Bulgaria y en los demás países ortodoxos. La reacción general
al Concilio de Lyón viene resumida en un dicho atribuido a la hermana del
Emperador: ‘Sería preferible que pereciera el Imperio de mi hermano, que no la
pureza de la fé ortodoxa.’ La unión de Lyón fue oficialmente repudiada por el
sucesor de Miguel, y al mismo Miguel, por caer en la apostasía, le privaron de
sepultura cristiana.
Entretanto los cristianos de oriente y occidente se fueron alejando
cada vez más en la teología y en la manera de entender lo que es la vida
cristiana. Bizancio seguía viviendo en un ambiente patrístico, empleando las
ideas y el idioma de los Padres griegos del siglo IV Pero en Europa occidental
la tradición de los Padres fue remplazada por el Escolasticismo - aquella gran
síntesis de teología y filosofía que fue sistematizada durante los siglos XII y
XIII. Los teólogos de occidente empezaron a manejar nuevas categorías de
pensar, nuevos métodos teológicos, y una nueva terminología que en oriente no
se entendía. Ahora más que nunca los dos partidos fueron perdiendo aquel ‘discurso
universal’ que tuvieron en común.
En cuanto a Bizancio, ahí también se hizo una contribución al proceso
de alejamiento: ahí también se iba desarrollando el pensamiento teológico sin
que lo compartieran los occidentales y sin que tomaran parte en el proceso de
desarrollo, aunque no se produjeron novedades tan radicales como lo de la
revolución escolástica. Las innovaciones teológicas de Bizancio estaban
mayormente ligadas con el Movimiento Hesicasta, una disputa surgida en Bizancio
a mediados del siglo XIV, en la que se implicaban la doctrina de la naturaleza
de Dios y los métodos de oración empleados en la Iglesia Ortodoxa.
Para entender mejor la Controversia Hesicasta,
hace falta volver un momento a la historia anterior de la teología mística en
oriente. Los rasgos principales de esta teología mística fueron elaborados por
San Clemente de Alejandría (fallecido en 215) y por Origen de Alejandría
(fallecido en 253/4), cuyas ideas fueron desarrolladas en el trabajo de los
Capadocios del siglo IV, sobre todo por San Gregorio de Nyssa, y por el
discípulo de ellos Evagrio de Ponto (fallecido en 399), monje del desierto
egipcio. Esta tradición mística, sobre todo en el caso de Clemente y de
Gregorio, está caracterizada por fuertes tendencias apofáticas, en las que se
le afirma a Dios en términos negativos en vez de positivos. Puesto que la mente
humana es incapaz de comprender realmente a Dios, toda descripción lingüística
que se Le aplique ha de ser, por fuerza, inexacta. Por ello resulta menos
erróneo emplear locuciones negativas para describirLe, y no positivas -
significa negarse a decir lo que es Dios, y limitarse sencillamente a afirmar
lo que no es. Según lo dice San Gregorio de Nyssa: ‘El verdadero conocimiento
de Dios y la verdadera visión consisten en lo siguiente - en ver que Él es invisible,
porque lo que estamos buscando reside más allá de todos los conocimientos,
estando completamente separado por las tinieblas de la incomprensión.’
La teología negativa alcanza su expresión clásica en los llamados ‘textos
Dionisianos’. Durante muchos siglos se creía que estos libros habían sido
escritos por San Dionisio el Areopagita, converso ateniense del apóstol San
Pablo (Hechos 17:34); pero en
realidad deben atribuirse a un autor anónimo, que vivió probablemente en Siria
hacia finales del siglo V, y que pertenecía posiblemente a grupos solidarios
con los nocalcedonianos. San Máximo Confesor (fallecido en 662) compuso unos
comentarios sobre los textos Dionisianos, de manera que les garantizó una plaza
permanente en la teología ortodoxa. Dionisio también influyó mucho en occidente:
se calcula que se le cita unas 1.760 veces en la Summa de Tomás de Aquino. He
aquí un cronista inglés del siglo XIV que observa que la Teología Mística
de Dionisio ‘recorrió toda Inglaterra, veloz como un ciervo’. El lenguaje
apofático de Dionisio viene repetido en la obra de muchos otros. ‘Dios es
infinito e incomprensile,’ escribe Juan Damasceno, ‘y lo único de Él que
resulta comprensible es Su infinidad e incomprensibilidad... Dios no pertenece
a la clase de entidades existentes: no quiere decir que no exista, sino que
está por -encima de todos los existentes, por encima incluso de la
propia existencia.’
Este de la divinidad puede ser que al principio parezca imposibilitar
cualquier contacto directo con Dios. En realidad, empero, muchos de los que
emplearon el método apofático lo vieron no solamente como instrumento
filosófico para indicar la trascendencia absoluta de Dios, sino también y más
fundamentalmente como un medio de contacto para unirse con Él mediante la
oración. Además de servirle de calificativos en las afirmaciones positivas
sobre Dios, las negativas le servían al teólogo místico de trampolín para
lanzarse con toda la plenitud de su ser hasta hundirse en el misterio viviente
de Dios. Así fue el caso de Gregorio de Nyssa, de Dionisio y de Máximo, grandes
usuarios los tres del método apofático; para ellos ‘el camino de la negación’
era a la vez ‘el camino de la unión’. Pero, podemos preguntar ¿cómo nos es
posible afrontarnos, cara a cara, con Aquél que es absolutamente trascendente?
¿Cómo es que Dios llega a ser a la vez conocible e inconocible?
Ésta es una de las preguntas que se planteaban los Hesicastas del
siglo XIV (El nombre se deriva de la palabra griega hesychia, que significa
tranquilidad interna. El Hesicasta es una persona que se dedica a la oración en
silencio - es decir, a la oración despojada cuanto más posible de toda imagen,
palabra y forma discursiva de pensar.) Ligada a la primera pregunta venía esta
otra: ¿cuál es la función del cuerpo en la oración? Evagrio; al igual que
Origen, a veces hacía demasiado uso de las ideas derivadas del Platonismo: al
describir la oración emplea términos intelectuales, como si fuese una actividad
de la mente en vez de una actividad de la persona entera, y no parece haberle
atribuido ninguna función positiva al cuerpo dentro del proceso de la redención
y deificación. Pero el equilibrio entre el cuerpo y la mente se rectifica en otro
texto ascético, las homilías de Macario. (Estas solían ser atribuidas a San
Macario de Egipto (?300-90), pero hoy día se cree que fueron escritas en Siria,
o a lo mejor en Asia Menor, en los años 380). Las homilías de Macario proponen
una idea más bíblica de la persona humana - no de un alma encerrada en un
cuerpo (como en el pensamiento griego), sino de una sola entidad íntegra, de
cuerpo y alma juntos. Donde Evagrio habla de la mente o del intelecto (en
griego nous), Macario emplea el concepto hebraico del corazón. Es un cambio de
énfasis significativo, ya que el corazón incluye la persona entera - no sólo el
intelecto, sino también la voluntad, las emociones e inclusive el cuerpo.
La palabra ‘corazón’ , con el mismo sentido que le daba Macario, aparece
en una frase de uso muy común entre los ortodoxos, ‘oración del corazón’. ¿Qué
significa esta frase? Cuando alguien se echa a rezar, esa persona tiene que
esforzarse intelectual y conscientemente para estar enterado del significado de
lo que está diciendo. Pero si esa persona persiste en orar, siempre
concentrándose, el intelecto se une con el corazón: al localizar ‘el lugar del
corazón’, el espíritu obtiene la capacidad de ‘habitar en el corazón’, y así la
oración se transforma en ‘oración del corazón’. Se transforma no solamente en
algo pronunciado con los labios ni concebido en la mente, sino en algo ofrendado
espontáneamente por el ser entero - labios, intelecto, emociones, voluntad, y
cuerpo. La oración llena la consciencia entera, hasta que ya no haga falta
esforzarse en expresarla, se expresa ella sola. Este tipo de oración del
corazón no se adquiere simplemente por esfuerzos personales, sino que es un don
concedido por la gracia de Dios.
Cuando los escritores ortodoxos emplean el término ‘oración del
corazón’, normalmente se refieren a una oración en particular, la Oración de Jesús. Entre
los escritores espirituales de la tradición griega, primero Diadoco de Photike
(mediados del siglo V) y luego San Juan Clímaco del Monte Sinaí (?579-?649)
recomendaron una forma de rezar especialmente valiosa, que consistía en repetir
o recordar constantemente el nombre ‘Jesús’. Con el transcurso del tiempo, la Invocación del Nombre
se cristalizó en una frase corta, que se denomina la Oración de Jesús: Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí.En el siglo XIII, sino antes, la recitación de la Oración de Jesús solía
combinarse con determinados ejercicios físicos, destinados a fomentar la
concentración. La respiración había de controlarse y sincronizarse con la Oración, y se recomendaba
una postura específica para el cuerpo: cabizbaja, con la barbilla apoyada sobre
el pecho y los ojos fijados en el sitio donde se encuentra el corazón. Esto a veces se llama ‘el método hesicasta de oración’, pero eso no
quiere decir que para los Hesicastas estos ejercicios constituyesen la esencia
de la oración. No se consideraban un fin en sí; facilitaban la concentración,
eran un instrumento que a algunos les resultaba útil, pero no era obligatorio
para todos. Los Hesicastas sabían perfectamente que no hay mecanismos automáticos
para obtener la gracia de Dios, ni técnicas que garantizan el acceso al estado
místico.
Para los Hesicastas bizantinos, la cúspide de la experiencia mística
era alcanzar la visión de la
Luz Divina e Increada. Las obras escritas de San Simeón el
Nuevo Teólogo (949-1022), el más destacado de los místicos bizantinos, están
repletas de este ‘misticismo de la
Luz’. Al evocar sus propias experiencias, habla repetidamente
de la Luz Divina:
‘fuego verdaderamente divino’, lo llama, ‘fuego increado e invisible, sin
origen, inmaterial.’ Los Hesicastas creyeron que esta luz que ellos
experimentaron se podía identificar con la Luz increada que los tres discípulos vieron
rodeándole a Jesús en la
Transfiguración en el Monte Tabor. Pero en tal caso ¿esta
visión de la Luz Divina
cómo encuadra con la doctrina apofática de Dios trascendente e inasequible?
Todo este debate sobre la trascendencia de Dios, la función del cuerpo
en la oración, y la Luz
Divina culminó a mediados del siglo XIV. Los Hesicastas se vieron
atacados por un griego erudito de Italia, Barlaam el calabrio, que proponía una
forma bastante extremada de la doctrina de la ‘alteridad' inconocible de Dios.
A veces se sugiere que Barlaam pudo ser influenciado por la filosofía
nominalista que circulaba en occidente en aquel tiempo; lo más probable es que
su pensamiento provenía de fuentes griegas. Partiendo de una interpretación
unilateral de la filosofía de Dionisio, afirmaba que a Dios sólo se le puede
conocer indirectamente; el Hesicasmo (según mantiene él) se equivoca al hablar
de una experiencia inmediata de Dios, ya que resulta imposible semejante
experiencia en la vida presente. Aferrándose a los ejercicios físicos empleados
por los Hesicastas, Barlaam les acusó de tener un concepto tosco y materialista
de lo que es la oración.
También le parecía escandaloso el pretender haber presenciado una
visión de la Luz Divina
e Increada: en eso les acusaba, igualmente, de caer en la tosquedad y el
materialismo. ¿Cómo puede ser que una persona vea la esencia de Dios con los
ojos del cuerpo? La Luz
contemplada por los Hesicastas, según Barlaam, no era la luz eterna de la Divinidad, sino una luz
temporal y creada.
La defensa de los Hesicastas fue asumida por San Gregorio Palamás
(1296-1359), Arzobispo de Tesalónica. El propuso una doctrina de la persona
humana que permitía el empleo de ejercicios corporales en la oración, y mantuvo
(en contra de Barlaam) que los Hesicastas experimentaban, efectivamente, la Luz Divina e Increada
de Tabor. A fin de explicar cómo esto sería posible, Gregorio desarrolló la
distinción entre la esencia y las energías de Dios. El gran éxito de Gregorio
fue conseguir basar el Hesicasmo en fundamentos dogmáticos firmes, integrándolo
en el sistema teológico de la
Ortodoxia en general. Sus enseñanzas fueron confirmadas en
dos concilios que se reunieron en Constantinopla en 1341 y 1351, que pese a haber
sido locales y no Ecuménicos poseen una autoridad doctrinal dentro de la
teología ortodoxa apenas inferior a la de los siete concilios generales. La
cristiandad occidental nunca reconoció estos dos concilios, aunque cabe añadir
que muchos cristianos de occidente abrazan al nivel personal la teología de
Palamás.
El punto de partida de Gregorio fue reafirmar la doctrina bíblica de
la persona humana y de la
Encarnación. El ser humano es una entidad sola, entera y
unida: no sólo la mente sino la persona entera ha sido creada a la imagen de
Dios. Nuestro cuerpo no es el enemigo, sino nuestro compañero y el colaborador
de nuestra alma. Cristo, al asumir un cuerpo humano en la Encarnación, ‘ha hecho
de la carne una fuente inagotable de santificación.’He aquí que Gregorio retoma y desarrolla las ideas que eran implícitas
en textos previos, como por ejemplo en las Homilías de Macario: y la doctrina
ortodoxa de los iconos, como ya vimos, pone el mismo énfasis en la corporeidad
humana. Gregorio viene y aplica esta doctrina de la persona a los métodos de la
oración Hesicasta: los Hesicastas, según los argumentos de él, al prestar tanto
énfasis al papel del cuerpo en la oración, no son culpables de ningún craso
materialismo, sino que únicamente tratan de permanecer fieles a la doctrina
bíblica de la personalidad como unidad. Cristo asumió la carne humana y salvó
la persona entera; por eso, debe ser la persona entera - alma y cuerpo juntos -
que participan en la oración ante Dios.
De aquí Gregorio afrontó el problema central: cómo compatibilizar las dos
afirmaciones de que nosotros conocemos a Dios, y de que Dios por su propia.
Gregorio respondió: nosotros conocemos las energías de Dios, pero no la
esencia. Esta dicotomía entre la esencia (ousia)
de Dios y Sus energías se anticipa en la obra de los Padres Capadocios. ‘Conocemos
a nuestro Dios mediante sus energías,’ escribía San Basilio, ‘pero no
pretendemos poder acercarnos a Su esencia; porque Sus energías descienden sobre
nosotros, pero Su esencia permanece siempre inasequible.’ Gregorio abrazó esta distinción. Afirmó, con la misma insistencia
enfática que cualquier otro expositor de la teología negativa, que Dios es una
esencia absolutamente inconocible. ‘Dios no es una naturaleza,’ escribe, ‘porque
Él está por encima de toda naturaleza; no es un ser, porque Él está por encima
de todos los seres... Ni una sola cosa de todo lo creado jamás gozará ni
siquiera de la más mínima comunión con la naturaleza suprema, ni de la
proximidad a ella’ Pero por muy distanciado de nosotros que sea en Su esencia, sin
embargo en Sus energías Dios Se nos ha revelado. Estas energías no existen
aparte de Dios, ni son un don que Dios les concede a los seres humanos; son
Dios mismo actuando y revelándose al mundo. Dios existe entero y completo en
cada una de Sus energías divinas. El mundo, como nos lo dice Gerard Manley
Hopkins, está cargado de la grandeza de Dios; la creación entera constituye un
Arbusto Ardiente gigantesco, impregnado del inefable y maravilloso fuego de las
energías de Dios, sin ser consumido.
A través de estas energías Dios entra en relaciones inmediatas y
directas con la humanidad. Con relación a los seres humanos, la divina energía
no es ni más ni menos que la gracia de Dios; la gracia no es un mero ‘don’ de
Dios, no es solamente un objeto que Dios nos otorga a los humanos, sino una
manifestación directa del propio Dios Viviente, un encuentro personal entre la
criatura y su Creador. ‘La gracia significa toda la abundancia de lo divino en
la naturaleza, en la medida en que se comunique a los hombres.’ Cuando decimos que los santos han sido transformados o ‘deificados’
por la gracia de Dios, lo que significa es que han tenido una experiencia
directa de Dios mismo. Conocen a Dios - es decir, Dios en Sus energías, no en
Su esencia.
Dios es Luz, por lo cuanto la experiencia de las
energías de Dios viene en forma de Luz. La visión que reciben los Hesicastas
(según sostuvo Palamás) no es una visión de un resplandor creado, sino de la Luz de la propia Divinidad -
la misma Luz de la Divinidad
de la que Cristo fue rodeado en el Monte Tabor. No es ésta una Luz sensible o
material, pero sí se puede ver con los ojos del cuerpo (tal y como la vieron
los discípulos en la
Transfiguración), ya que cuando una persona es deificada,
esto conlleva una transformación no sólo del alma sino también de las facultades
corpóreas. La visión de la Luz
experimentada por los Hesicastas, pues, es una verdadera visión de Dios en Sus
energías; y tienen toda la razón al identificarla con la Luz increada de Tabor.
Palamás, por lo tanto, logró conservar la trascendencia de Dios y a la
vez supo evitar el panteismo al que un misticismo desmesurado nos puede llevar;
pero también supo abarcar la inmanencia de Dios, Su perenne presencia en el
mundo. Dios sigue siendo el ‘Enteramente Ajeno’, pero mediante Sus energías
(que son el mismo Dios) Él entra en relaciones inmediatas con el mundo. Dios es
un Dios viviente, el Dios de la historia, el Dios de la Biblia, que fue encarnado
en Cristo. Al excluir la posibilidad de todo conocimiento directo de Dios y al
aseverar que la Luz Divina
es cosa creada, Barlaam abrió una brecha demasiado honda entre Dios y la
humanidad. La preocupación fundamental de Gregorio al oponerse a Barlaam era
igual que la de Atanasio y los concilios generales: de salvaguardar nuestro
acceso directo a Dios, de sostener la plenitud de nuestra deificación y la
entereza de nuestra redención. La misma doctrina de la salvación que en la que
estribaban las disputas sobre la
Trinidad, la
Persona de Cristo, y los Santos Iconos, reside en el corazón
de la controversia Hesicasta.
‘En
el mundo cerrado de Bizancio’, escribe Dom Gregory Dix, ‘no pudo penetrar
ningún impulso realmente fresco a partir del siglo VI... Se adormeció... en el
siglo IX, quizás antes, incluso en el siglo VI.’ Las controversias bizantinas del siglo XIV prueban sobradamente la
falsedad de semejante aseveración. Gregorio Palamás no fue ningún innovador
revolucionario, por cierto, sino que se arraigaba en la tradición del pasado;
pero sí fue teólogo de la más amplia envergadura, y sus obras nos demuestran
que la teología ortodoxa no dejó de ser creativa después del siglo VIII,
acabado el séptimo Concilio Ecuménico.
Entre los compañeros contemporáneos de Gregorio Palamás se halla el
teólogo laico, San Nicolás Cabásilas, que fue solidario de los Hesicastas
aunque sin implicarse en la polémica. Cabásilas fue autor del Comentario sobre la Divina Liturgia,
que ha llegado a ser la obra clásica ortodoxa al respecto; también escribió un
tratado sobre los sacramentos titulado La Vida en Jesucristo. Dos rasgos particulares
caracterizan los escritos de Cabásilas: un sentido muy vivaz de la persona de
Cristo Salvador, quien según él lo dice ‘es más cercano que nuestras propias
almas’; y un énfasis, contínuo, en los sacramentos. Para él la vida mística
es esencialmente la vida en Cristo y la vida en los sacramentos. El misticismo
siempre corre el peligro de hacerse especulativo e individualista- escindido de
la revelación histórica en Cristo y de la vida comunitaria de la Iglesia y sus sacramentos;
sin embargo el misticismo de Cabásilas es siempre Cristocéntrico, sacramental,
eclesial. Su obra nos muestra lo estrechamente vinculados que estuvieron el misticismo
y la vida sacramental en la teología bizantina. Palamás y sus compañeros no
veían la oración mística como medio de circunvalación a la vida institucional y
normal de la Iglesia.
Otro concilio de reunificación más, el segundo, fue celebrado en Florencia
en 1438-9. El Emperador Juan VIII (reinó de 142548) lo presenció en persona,
junto con el Patriarca de Constantinopla y una numerosa delegación de la Iglesia bizantina, además
de los representantes de las otras Iglesias Ortodoxas. Se realizaron discusiones
muy prolongadas y esfuerzos sinceros de parte de los dos partidos con finalidad
de llegar a un acuerdo verdadero en cuanto a los principales puntos
problemáticos. A la vez cónstese que a los griegos les era difícil hablar
impasiblemente de la teología, ya que sabían que la situación política de ellos
se había vuelto urgente: la única manera de esperar vencer a los turcos sería
con la ayuda de occidente. Tras largos diálogos se logró formular un acuerdo
unificado que incluía todos los temas del Filioque, el Purgatorio, los ‘ázimos’,
y los derechos del papado; lo cual fue firmado por todos los delegados ortodoxos
presentes menos uno - Marco, Arzobispo de Efeso, que posteriormente fue
canonizado por la
Iglesia Ortodoxa. La Unión Florentina
se fundaba en dos principios básicos: fueron la unanimidad en cuestiones de
doctrina, y el respeto a los ritos y tradiciones legítimos de cada Iglesia
individual. De hecho que en cuanto a los temas doctrinales, los ortodoxos
aceptaron los derechos del papado (aunque en esto la fraseología formulada en
el acuerdo de unión fue en ciertas partes imprecisa y ambigua); aceptaron la
doctrina de la Doble
Procesión del Espíritu Santo, a condición de que no quedaran
obligados ellos a incluir el Filioque en el texto del Credo en la Divina Liturgia;
aceptaron la enseñanza romana del Purgatorio (lo cual no figuró hasta el siglo
XIII como punto de desacuerdo entre oriente y occidente). Pero en lo que
concierne al ‘ázimo’, no se exigió la uniformidad: a los griegos se les
permitía emplear el pan leudado, mientras que los latinos seguirían utilizando
el pan sin levadura.
Sin embargo, la Unión
de Florencia, a pesar de que se festejó a lo largo de Europa occidental -
repicaron y tañeron las campanas de todas las iglesias parroquiales de
Inglaterra- no tuvo mayor resultado en la realidad oriental al que había tenido
el anterior Concilio de Lyón. Juan VIII y su sucesor Constantino XI, último
Emperador de Bizancio y octogésimo sucesor de Constantino el Grande,
permanecieron ambos fieles al acto de unión; les era imposible, empero,
imponérselo a los súbditos, de modo que ni siquiera se atrevieron a proclamarlo
públicamente en Constantinopla hasta 1452. Muchos de los firmantes de Florencia
revocaron la firma al regresar de allí. Los decretos del concilio nunca fueron
aprobados salvo por una mínima fracción de los clérigos y laicos bizantinos. El
Gran Duque Lucas Notaras, haciendo eco de las palabras de la hermana del
Emperador tras el Concilio de Lyón, comentó: ‘Sería preferible ver el turbante
musulmán en medio de la ciudad que la mitra latina.’
Juan y Constantino esperaban que la Unión de Florencia les aseguraría la ayuda
militar de occidente, pero fue realmente poca la ayuda que se les prestó. El 7
de abril de 1453 los turcos iniciaron su ataque terrestre y marítimo contra Constantinopla.
Excedidos en número veinte veces por los adversarios, los bizantinos
contrapusieron una defensa brillante pero inútil de siete semanas, largas. Al
amanecer del 29 de mayo se celebró el último oficio cristiano en la magnífica Iglesia
de la Santa
Sabiduría. Fue un oficio en el que los ortodoxos y los
católicos romanos se aunaron, ya que en el momento de crisis los partidarios y
los adversarios de la
Unión Florentina lograron olvidar el antagonismo. El
Emperador salió tras comulgar y murió defendiendo las murallas. Más tarde, el
mismo día, la ciudad fue capturada por los turcos, y la Iglesia más gloriosa de la Cristiandad fue
convertida en mezquita.
Así se acabó con el Imperio Bizantino. Pero no fue el fin del
Patriarcado de Constantinopla, ni mucho menos el de la Ortodoxia.
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