Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de
Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).
Compartimos en esta entrada el Capítulo 2 Bizancio I: La Iglesia De Los
Siete Concilios contenidos en la obra del Arzobispo Kallistos Ware: Iglesia
Ortodoxa. En este capitulo se consideran los siguientes temas:
Establecimiento de una Iglesia Imperial
Los Seis Primeros Concilios (325-681)
Los Santos Iconos
Los Santos, Los Monjes, y los Emperadores.
La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).
Jacobo Rave
Fuente: La
Iglesia Ortodoxa. Kallistos Ware. P. 16-38.
CAPÍTULO 2
BIZANCIO I: LA IGLESIA
DE LOS SIETE CONCILIOS
Todos confiesan que son siete los santos Concilios
Ecuménicos, y que éstos constituyen las siete columnas que sostienen la fé del
Verbo Divino sobre las que Él erigió Su palacio sagrado, la Iglesia Católica
y Ecuménica.
Juan II, Metropolita de Rusia
(1080-89)
ESTABLECIMIENTO DE UNA IGLESIA IMPERIAL
El reino de Constantino representa una línea
divisoria en la historia de la
Iglesia. Su conversión puso el fin a la edad del martirio y
la persecución, y la Iglesia
de las Catacumbas se convirtió en la
Iglesia del Imperio. El primer gran resultado de la aparición
de Constantino fue el llamado ‘Edicto’ de Milán, decretado en 313 con la
colaboración del co-Emperador Licinio, en el que se proclamaba la tolerancia
oficial para con la fé cristiana. Y aunque al principio Constantino otorgaba
solamente una tolerancia, de pronto se hizo evidente que tenía la intención de
favorecer al Cristianismo por encima de todos los demás cultos tolerados en
aquella época en el Imperio Romano. Unos cincuenta años después de la muerte de
Constantino, el Emperador Teodosio había llevado esta política hasta su
conclusión: por medio de legislación transformó al Cristianismo en la religión
no solamente privilegiada sino exclusivamente permitida y reconocida en el
Imperio. La Iglesia
quedaba establecida. ‘No se os permite la existencia,’ decían antiguamente las
autoridades romanas a los cristianos. Ahora, a su vez, les tocaba ser
suprimidos a los paganos.
La visión cruciforme de Constantino tuvo dos
consecuencias más cuya importancia fue igual de decisiva para el futuro
desarrollo del cristianismo. En primer lugar decidió transferir al oriente la
capital del Imperio, desde Italia hasta el litoral del Bósforo. Aquí, donde se
situaba la ciudad griega de Bizancio, hizo construir una nueva capital, y la hizo
nombrar en su propio honor: ‘Constantinoupolis’. El traslado por una parte fue
provocado por motivos político-económicos, pero también los había religiosos: la Roma antigua estaba demasiado
manchada del paganismo como para formar el centro del Imperio Cristiano que
tenía pensado. En la Nueva
Roma la cosa sería diferente: tras la solemne inauguración de
la ciudad en 330, decretó que en Constantinopla jamás se habían de celebrar
ritos paganos. La nueva capital de Constantino ejerció influjo decisivo en el
desarrollo de la historia ortodoxa.
En segundo lugar, el año 325 en Nicea, Constantino
convocó el primer Concilio General o Ecuménico de la Iglesia Cristiana.
Si el Imperio Romano había de ser un Imperio Cristiano, Constantino sentía la
necesidad de establecerlo sobre una base firme que sería la fé ortodoxa, una y
única. La tarea del Concilio de Nicea era de elaborar el contenido de aquella
fé. No existe otro símbolo de las nuevas relaciones entre el Estado y la Iglesia más ilustrativo
que el de las circunstancias exteriores de la asamblea de Nicea. Presidió el
mismo Emperador, ‘como un mensajero celestial de la Divinidad’ según lo
describe el Obispo de Cesarea, Eusebio, que estuvo presente. Al final del
concilio los obispos cenaron con el Emperador. ‘Los preparativos de la cena,’
escribió Eusebio (al que le solían impresionar semejantes cosas) ‘fueron
indeciblemente espléndidos. La entrada al palacio fue circundada por unos
destacamentos de la guardia imperial junto con otras tropas con la espada en
mano, y por entre medio de éstos los canónigos accedieron sin miedo a los
apartamentos imperiales privados. Algunos compartieron la mesa del propio Emperador,
otros se recostaron en los canapés de cada lado. Podría uno imaginarse que era
la imagen del reino de Cristo, más bien sueño que realidad.’ Desde luego, la situación estaba bastante cambiada
en comparación con la época en la que Nerón se servía de los cristianos para
proveerse de antorchas, incinerándolos vivos para iluminar de noche el jardín.
Nicea fue el primero de una serie de siete concilios generales que, al igual
que la ciudad capital de Constantino, ocupan una posición central en la historia
de la Ortodoxia.
Esos tres sucesos -el Edicto de Milán, la fundación
de Constantinopla, y el Concilio de Nicea - señalan el momento en que la Iglesia alcanzó su mayoría
de edad.
LOS SEIS PRIMEROS CONCILIOS (325-681)
La vida eclesiástica en la primera época bizantina
fue dominada por las siete asambleas generales. Estos concejos tenían dos
responsabilidades. En primer lugar, aclararon y articularon la organización
externa de la Iglesia,
al concretar en la función que tomarían las cinco sedes mayores, que son los
Patriarcados. La segunda y más importante responsabilidad fue la de definir de
una vez para siempre la enseñanza adoptada por la Iglesia sobre las
doctrinas básicas de la fé cristiana - la Trinidad y la Encarnación. Todos
los cristianos están de acuerdo en que estos asuntos constituyen ‘misterios’,
que existen más allá de la comprensión y terminología humana. Al concordar unas
definiciones en los concilios, los obispos no pretendían haber explicado el
misterio; procuraban solamente excluir ciertos modos falsos de hablar y de
pensar sobre el tema. Para evitar que la gente se despistara y cayera en el
error o en la herejía, encerraron el misterio con cerca; nada más.
Las discusiones de los concilios a veces parecen
abstractas y remotas, pero se inspiraban en un sólo propósito: la salvación
humana. La humanidad, según nos enseña el Nuevo Testamento, está separada de
Dios por el pecado, y es incapaz de superar con esfuerzos propios esa pared
divisoria erigida por su maldad. Por ello Dios tomó la iniciativa: Se hizo
hombre, murió en la cruz, y resucitó de la muerte, con lo cual salvó a la
humanidad de la muerte y del pecado. Ese es el mensaje central de la fé
cristiana, el mensaje de redención que los concilios trataban de salvaguardar.
Las herejías eran peligrosas y había que condenarlas, porque perjudicaban la
enseñanza del Nuevo Testamento, creaban una barrera que a los hombres les
separaba de Dios, que hacía imposible conseguir la salvación entera.
San Pablo expresaba este mensaje de la redención con
la acción de compartir. Cristo
compartió nuestra pobreza para que nosotros compartiéramos la riqueza de Su
divinidad: ‘Jesucristo ...siendo rico se hizo por vosotros pobre para
enriqueceros con su pobreza.’ (II Cor.
8:9). En el Evangelio de San Juan encontramos la misma idea revestida de otra
forma. Cristo afirma que a sus discípulos les ha dado una parte en la gloria
divina, y ruega para que ellos logren unirse con Dios: ‘Yo les he dado la
gloria que Tú, Padre, me diste, para que sean uno, como Nosotros somos uno: ¡Yo
en ellos y Tú en mí!, para que sean perfectos en la unidad.’ (Juan 17: 22-3). Los Padres Griegos
tomaron estos textos y otros similares en su sentido literal, y llegaron a
hablar hasta de la ‘deificación’ del hombre (theosis,
en griego). Si los hombres, dicen, han de compartir la gloria de Dios, y si
están destinados a ‘unirse en la perfección’ con Dios, eso supone que los
hombres serán efectivamente ‘deificados’: mediante la gracia se les llama a
hacerse lo que Dios es por esencia. San Atanasio, de conformidad con esto,
resume el objetivo de la
Encarnación con estas palabras: ‘Dios se hizo humano para que
nosotros nos hiciéramos Dios’.
Para que este ‘hacerse Dios’, esta theosis, sea posible, es necesario que
Cristo Redentor sea a la vez plenamente humano y plenamente divino. Nadie menos
que Dios sería capaz de salvar la humanidad; si Cristo nos ofrece la salvación,
tiene que ser Dios. Pero nos será posible como humanos tomar parte en su obra
solamente si Cristo es verdaderamente humano, como lo somos nosotros. Cristo
Encarnado, siendo a la vez divino y humano, forma un puente que une a Dios con
la humanidad. ‘Veréis el cielo abierto’ nos prometió el Señor, ‘y a los ángeles
de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.’ (Juan 1:51). Esa escalera la utilizan no solamente los ángeles sino
también los seres humanos.
Cristo tiene que ser plenamente Dios y plenamente
humano. Cada herejía sucesiva socavaba una parte de esta afirmación esencial. O
a Cristo se le caracterizaba de inferior a Dios (el Arianismo); o se estipulaba
una división tan fundamental entre Su humanidad y Su divinidad que en vez de
ser una persona se le convertía en dos (el Nestorianismo); o no era
verdaderamente humano (Monofitismo; Monotelitismo). Cada concilio defendió esta
afirmación. Los primeros dos tuvieron lugar en el siglo IV, y se dedicaron a la
primera parte, la que afirma la plena divinidad de Cristo; formularon la
doctrina de la Trinidad.
Los cuatro concilios siguientes, durante los siglos V, VI, y
VII, tornaron a la segunda parte (la plenitud de Cristo humano) y al mismo
tiempo procuraron explicar cómo la humanidad y la divinidad podían estar combinadas
en la misma persona. El séptimo concilio, que salió en defensa de los Santos
Iconos, en un principio pareció estar aparte de los anteriores, pero igual que
aquellos tuvo que tratar los temas de la Encarnación y de la salvación humana.
La tarea principal del Concilio de Nicea en 325 fue
la condenación del Arianismo. Ario, sacerdote de Alejandría, mantuvo que el
Hijo era inferior al Padre, y al demarcar esa raya divisoria entre Dios y la
creación, localizaba a Cristo entre los seres creados; criatura superior, es
verdad, pero criatura al fin. Indudablemente, tenía el motivo de defender la
unicidad y la trascendencia de Dios, pero al estipular la inferioridad de
Cristo ante Dios, el efecto de su doctrina fue el de imposibilitar nuestra
deificación humana. Solamente si Cristo es verdaderamente Dios, respondió el
concilio, nos puede unir a Dios, porque nadie más que Dios mismo es capaz de
abrir al hombre el acceso a esa unión. Cristo comparte la esencia con su Padre
(es homoousios, consubstancial). No es
ni semidiós ni criatura superior, sino Dios en el mismo sentido en el que el
Padre es Dios: ‘Dios verdadero de Dios verdadero,’ declaró el concilio en el Credo
que allí fue redactado, ‘engendrado no creado, consubstancial con el Padre’.
El Concilio de Nicea también se ocupó de la
organización visible de la
Iglesia. Destacó tres centros principales, que fueron Roma,
Alejandría y Antioquía (Canon VI). También se estipuló que la sede de
Jerusalén, aunque bajo la autoridad del Metropolita de Cesarea, accediera al
cuarto puesto de honor después de estos tres (Canon VII). A Constantinopla, por
supuesto, no se la mencionó, porque no fue inaugurada como nueva capital hasta
cinco años más tarde; entretanto seguiría bajo la jurisdicción del Metropolita
de Heraclea.
El trabajo de Nicea se reanudó en el segundo
Concilio Ecuménico, celebrado en Constantinopla el año 381. En éste fue alargado
y modificado el Credo Niceno, con desarrollo particular de la doctrina del
Espíritu Santo, cuya divinidad fue afirmada como igual a la del Padre y el
Hijo: ‘Que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y
glorificado’. El concilio alteró al mismo tiempo las provisiones del Sexto
Canon de Nicea. Era menester hacer caso ya de la posición importante de
Constantinopla como capital del Imperio; se le asignó con el segundo puesto de
honor después de Roma pero antes de Alejandría. ‘El Obispo de Constantinopla
tendrá prerrogativas de honor después del Obispo de Roma, porque Constantinopla
es la Nueva Roma’
(Canon III).
Las definiciones de los concilios se basaban en el
trabajo de los teólogos, quienes daban precisión a los términos empleados. El
éxito más ilustre que tuvo San Atanasio de Alejandría fue el de resumir
comprensivamente las implicaciones del término clave del Credo Niceno: homoousios, uno en esencia o substancia,
consubstancial. Su obra se vió complementada por el de los tres Padres Capadocios:
los Santos Gregorio de Nazianzo, conocido entre los ortodoxos como Gregorio
Teólogo (?329-?90), San Basilio Magno (?330-79), y su hermano menor Gregorio de
Nyssa (fallecido en 394). Si bien Atanasio subrayaba la unidad de Dios - Padre
e Hijo comparten la misma esencia (ousia)
- los Capadocios llamaban la atención sobre la trinidad de Dios: Padre,
Hijo y Espíritu Santo son tres personas (hypostasis).
Guardando el equilibrio delicado entre la unidad y la trinidad de Dios,
demostraron el pleno significado de la fórmula clásica en la que viene resumida
la doctrina Trinitaria, tres personas en
una esencia. Nunca jamás en su historia anterior o posterior, la Iglesia pudo contar en una
sola generación con cuatro teólogos de semejante envergadura.
Después del año 381 el Arianismo ya no causaba
problemas urgentes, continuando vigente nada más que en algunas zonas de Europa
occidental. El elemento más controvertido del trabajo del concilio fue el
tercer Canon, que provocó protestas de parte tanto de Roma como de Alejandría.
Roma la Vieja
se preguntaba dónde finalizarían los reclamos de la Nueva Roma. ¿dentro de
poco no saldría Constantinopla pidiendo primacía de honor? Roma eligió entonces
ignorar el Canon ofensivo y hasta el Concilio Laterano (1215) no fue reconocido
por el Papa formalmente el reclamo de Constantinopla al segundo lugar.
(Constantinopla estaba a la sazón en manos de los Cruzados bajo la jurisdicción
de un Patriarca Latino). Pero el Canon presuponía un desafío también para
Alejandría, a la que hasta entonces se le había concedido el primer rango de
honor en oriente. Los siguientes setenta años fueron un período de conflicto
entre Constantinopla y Alejandría, que durante un tiempo la última fue
victoriosa. La primera victoria alejandrina fue la del Sínodo del Roble, cuando
Teófilo de Alejandría consiguió deponer y asilar al Obispo de Constantinopla,
San Juan Crisóstomo, ‘Juan boca de oro’ (?334-407). Predicador de gran fluidez
y elocuencia, cuyos sermones a veces se supone que duraron más de una hora,
Juan expresaba de forma popularmente asequible las ideas teólogicas propuestas
por Atanasio y por los Capadocios. Hombre de vida estricta y austera, se
inspiraba en una profunda compasión para con los pobres y en un ardiente afán
por la justica social. En la Iglesia Ortodoxa, de entre todos los Padres
quizás sea Juan el que más amor inspire y cuya obra escrita más lectores
atraiga.
La segunda victoria importante de los Alejandrinos
la ganó el sobrino y a la vez el sucesor de Teófilo, San Cirilio de Alejandría
(fallecido en 44), que logró derrotar a otro Obispo de Constantinopla,
Nestorio, con motivo del tercer Concilio General celebrado en Éfeso (431). Pero
en Éfeso estaba algo más en juego que la rivalidad de dos grandes sedes.
Cuestiones doctrinarias, apaciguadas hasta el año 381, emergieron una vez más,
centrándose ahora no en la
Trinidad sino en la Persona de Cristo. Cirilio y Nestorio estaban de
acuerdo en que Cristo era plenamente Dios, miembro de la Trinidad, pero se
diferenciaban al describir Su humanidad y en el método que adoptaban para
explicar esa unión entre lo humano y lo divino en una sola persona. Eran los
representantes de distintas tradiciones o escuelas teológicas. Nestorio, criado
en la escuela de Antioquía, defendía la integridad de la humanidad de Cristo,
pero acentuó con tal fuerza la distinción entre lo humano y lo divino que
corría peligro de acabar no con una persona sino con dos, cohabitantes del
mismo cuerpo. Cirilo, heredero de la tradición opuesta, la de Alejandría, tenía
otro punto de partida, que era la unidad de la persona de Cristo en vez de su
diversidad humano-divina, pero su discurso sobre el tema de la humanidad de
Cristo fue menos intenso y vivaz que él de los antioqueños. El insistir
demasiado en cualquiera de las dos perspectivas podría acabar en la herejía,
pero la Iglesia
necesitaba de las dos para hacerse una imagen equilibrada de Cristo en su
entereza. Fue una tragedia del cristianismo que las dos escuelas trabaran
conflicto, en vez de estar de acuerdo.
Nestorio catalizó el conflicto al rehusar llamarle a
la Virgen María
‘Madre de Dios’ (Theotokos). Este título ya se había aceptado en el
culto popular, pero para Nestorio suponía una confusión entre la humanidad de
Cristo y Su Divinidad. A María, decía, evidenciando su ‘separatismo’ antioqueño,
solo se la puede llamar ‘Madre del Hombre’ o como mucho ‘Madre de Cristo’, ya
que pudo ser la madre de lo humano en Cristo nada más, y no de lo divino.
Apoyado por el concilio, Cirilo, respondió citando ‘El Verbo se hizo carne’ (Juan 1:14): María es Madre de Dios,
porque ‘parió el Verbo de Dios encarnado’. Lo que ella dió a luz no fué un hombre suelto unido
a Dios, sino una persona entera e indivisa que es a la vez hombre y Dios. El
nombre de Theotokos garantiza la unidad de la persona de Cristo: negarle este
título supone dividirle en dos a Cristo encarnado, destrozar el puente que une
a Dios con la humanidad, erguir una muralla infranqueable en el centro de la
persona de Cristo. Por lo cual está claro que la materia del concilio de Éfeso
consistía en mucho más que unos meros títulos de la devoción: se trataba del
propio mensaje de la salvación. La palabra Theotokos
ocupa un lugar de suma importancia en la doctrina de la Encarnación,
equivalente al de la palabra homoousios
en la doctrina de la Trinidad.
Los de Alejandría se ganaron una victoria más en un
segundo concilio que se realizó en Éfeso en el año 449, pero esta reunión -
según sentía gran parte del mundo cristiano - impuso una versión demasiado
extrema de la posición alejandrina. Dioscoro de Alejandría, sucesor de Cirilo,
declaraba que en Cristo no había más que una sola naturaleza (physis); el Salvador está formado de dos naturalezas, pero tras Su
Encarnación no existe más que ‘una naturaleza encarnada de Dios Verbo.’ Esta
postura es la normalmente denominada ‘Monofisita’. Cabe admitir que Cirilo,
había empleado semejantes formas de hablar, pero Dioscoro omitió las
acotaciones equilibradas que Cirilo, había hecho en 433, como concesión a los
antioqueños. No eran pocos los que creían que Dioscoro renunciaba la integridad
de Cristo humano, aunque seguramente eso sería una interpretación injusta de
sus opiniones.
Al cabo de un brevísimo intervalo de dos años, en
451 el Emperador Marcián convocó en Calcedonia otra reunión más de los obispos,
considerada por la Iglesia
de Bizancio y de occidente el cuarto Concilio General. Esta vez el péndulo de
los sucesos cambió de dirección, volviéndose ahora en dirección de los
antioqueños. El concilio rechazó el monofisitismo de Dioscoro, proclamando que
la persona única, entera e indivisa de Cristo no solamente es formado de, sino que también subsiste en, dos naturalezas. Los
obispos aprobaron el Tomo de San Leo
el Grande, Papa de Roma (fallecido en 461), en el que se distinguen claramente
las dos naturalezas, aunque también se le presta énfasis a la unidad de la
persona de Cristo. En su proclamación de la fé, expresan sus creencias de la
siguiente manera: ‘el mismo y el único Hijo, perfecto en Divinidad y perfecto
en humanidad, verdaderamente Dios y verdaderamente humano ... reconocido en dos naturalezas sin confusión,
incambiablemente, indivisiblemente, inseparablemente; la diferencia entre las
dos naturalezas de ninguna manera desaparece al efectuarse la unión, sino que
la propiedad peculiar de cada una es conservada, y las dos se combinan en una
persona y en una hypostasis.’ La Definición de
Calcedonia, cabe notar, va dirigida no sólo hacia los Monofisitas (‘en dos
naturalezas, sin confusión, incambiablemente’) sino también hacia los Nestorianos
(‘el mismo y el único Hijo... indivisiblemente, inseparablemente’).
Calcedonia produjo más que la derrota de la teología
alejandrina; fue una derrota para Alejandría de regir soberanamente en el Este.
El Canon XXVIII del Concilio de Calcedonia vino en corroboración del Canon III
de Constantinopla, concediéndole a la Nueva Roma la segunda plaza de honor después de la Vieja Roma. Leo
rechazó este Canon, pero en el oriente fue aceptado y su vigencia fue
convalidada a partir de aquella fecha. Igualmente, el concilio libró a
Jerusalén de la jurisdicción de Cesarea y le otorgó quinta plaza en la lista de
honor. Total que ya estaba instalado el sistema que más tarde se designaría
entre los ortodoxos con el nombre de la Pentarquía. Según
ese sistema, a cinco de las principales sedes episcopales se les atribuiría un
prestigio especial, y se establecería entre las cinco una orden fija de honor,
empezando por Roma, pasando por Constantinopla, Alejandría y Antioquía, y
acabando en Jerusalén. Las cinco tenían origen apostólico. Las primeras cuatro
eran las ciudades más importantes del Imperio Romano; y la quinta fue añadida
porque ahí era donde Cristo había sufrido en la Cruz y resucitado de los muertos. Al obispo de
cada ciudad se le concedía el título de Patriarca.
Los cinco Patriarcados dividieron entre sus cinco jurisdicciones el mundo
entero conocido, todo menos Chipre al que le había sido otorgada la
independencia en el Concilio de Éfeso y que desde entonces ha permanecido
siempre autogobernado.
Cuando se habla de la concepción ortodoxa de la Pentarquía existen dos posibles
malentendidos que se deben evitar. El primero es que el sistema de Patriarcas y
de Metropolitas se aplica al nivel de organización
eclesiástica. Si consideramos la Iglesia desde otra perspectiva,
no la de orden eclesiástico sino la de derecho
divino, es menester afirmar que todos los obispos son por esencia iguales,
por humilde o ilustre que sea la ciudad que cada uno de ellos preside. Todos
los obispos comparten con igualdad la sucesión apostólica, todos disponen de
los mismos poderes sacramentales, todos llevan el cargo divino de enseñar la
fé. Cuando surja una disputa sobre la doctrina, no es suficiente que los
Patriarcas propongan sus opiniones: todos
los obispos diocesanos tienen el derecho de asistir a un concilio general,
de presentar su opinión, y de aportar su voto. El sistema de la Pentarquía no perjudica
la igualdad esencial de todos los obispos, ni tampoco presupone una disminución
de la importancia asignada por San Ignacio a las comunidades locales.
En segundo lugar, cabe notar que los ortodoxos creen
que, de los cinco Patriarcas, al Papa se le debe atribuir un prestigio
particular. La
Iglesia Ortodoxa se niega a aceptar la doctrina de autoridad
papal propuesta en los decretos del Concilio Vaticano de 1870 y promulgada hoy
en la Iglesia Católica
Romana; al mismo tiempo, la
Ortodoxia no pretende negarle a la Santa y Apostólica Sede de
Roma la primacía de honor, junto con
el derecho (en determinadas circunstancias) de recibir apelaciones de cualquier
territorio de la cristiandad. Que conste que hemos empleado la palabra primacía
y no supremacía. Los Ortodoxos consideran al Papa como el obispo ‘que preside
en el amor’, adaptando una frase de las de San Ignacio: el error de Roma, según
los ortodoxos, consiste en el haber convertido esta primacía o ‘presidencia de
amor’ en una supremacía de poder y de jurisdicción externos.
La primacía de Roma se produjo originalmente por
tres razones. En primer lugar, Roma fue la escena del martirio de San Pablo y
de San Pedro, y del episcopado de Pedro. La Iglesia Ortodoxa
le reconoce a Pedro como primero entre los Apóstoles; reconoce, igualmente, los
célebres ‘textos Petrinos’ del Evangelio (Mt.
16:18-19; Lc. 22:32; Jn. 21:15-17) - aunque la interpretación de estos textos propuesta por los
teólogos ortodoxos es un tanto distinta a la de los comentaristas
contemporáneos de la tradición católica romana. Muchos de los teólogos
ortodoxos dirían que no solamente los Obispos de Roma sino todos los obispos son
los sucesores legítimos de Pedro, pero la mayoría de ellos al mismo tiempo
admitiría que el Obispo de Roma es sucesor de Pedro en algún sentido especial.
En segundo lugar, la primacía de la sede romana procede también de la
importancia que tuvo esa ciudad en el Imperio Romano; era la capital, la urbe
principal del mundo antiguo, y en cierta medida continuaba siéndolo incluso
después de la fundación de Constantinopla. En tercer lugar, a pesar de las
ocasiones en las que los Papas cayeron en la herejía, en general durante los
primeros ocho siglos de la historia de la Iglesia, la sede romana se destacaba por la
pureza de la fé: si bien los otros Patriarcados vacilaban indecisos ante las
grandes controversias doctrinales, Roma generalmente se mantuvo firme. Cuando
apretaba con urgencia la lucha contra las herejías, la gente tenía la sensación
de poder dirigirse con confianza al Papa. Es prerrogativa divina de todos los
obispos, y no exclusivamente del Papa, el ser encargado de enseñar la fé; mas
al haberse mostrado en la práctica destacadamente fiel a la verdad en
cuestiones de la fé, Roma se convirtió para el mundo en fuente fidedigna de
consejos durante los primeros siglos de existencia de la Iglesia.
Lo que se dijo antes de los Patriarcas también se
debe decir del Papa: la primacía que se concede a Roma no perjudica la igualdad
esencial de todos los obispos. El Papa es el primer obispo dentro de la Iglesia - pero es primero
entre iguales (primus inter pares).
Éfeso y Calcedonia fueron rocas basales en las que
se fundaba la Ortodoxia,
pero fueron también rocas de grave ofensa. Los Arianos se habían poco a poco
conciliado y no causaron ningún cisma permanente. En cambio, siguen existiendo
hasta en la actualidad cristianos pertenecientes a la Iglesia del Oriente
(denominados ‘Nestorianos’ con frecuencia pero sin precisión) que se niegan a
aceptar las decisiones del Concilio de Éfeso, y consideran erróneo el
calificarle a la Virgen
María Theotokos; igualmente,
existen todavía No-Calcedonianos obedientes a la enseñanza monofisita de
Dioscoro, quienes rechazan la Definición Calcedoniana y el Tomo de Leo. La
Iglesia del Oriente se situaba casi toda fuera del Imperio
Bizantino, de modo que se oye hablar de ella muy rara vez en la historia
bizantina posterior. En cuanto a los No-Calcedonianos, numerosas comunidades de
ellos estaban sujetas al Emperador, sobre todo en Egipto y en Siria, y se
intentó repetida y vanamente reintegrarlos en la comunión de la Iglesia Bizantina.
Como ocurre muchas veces, los desacuerdos teológicos se amargaron por fuerza de
tensiones culturales y nacionales. En Egipto y Siria, ambos países en su mayor
parte al margen de las zonas de habla y cultura griega, el dominio de
Constantinopla, ciudad griega, se resentía en los asuntos religiosos tanto como
en los políticos. El cisma eclesiástico, por lo tanto, fue reforzado por el
separatismo político. Si no fuera por estos factores de índole seglar y no
teológica, quizás los dos partidos hubieran alcanzado un entendimiento al nivel
teológico tras el Concilio de Calcedonia. En tiempos modernos existen muchos
especialistas que están convencidos de que la diferencia entre los ‘Calcedonianos’
y los ‘No-Calcedonianos’ fue principalmente terminológica y no teológica. Los
dos partidos interpretaron de un modo distinto la palabra ‘naturaleza’ (physis), pero el objetivo principal de
los dos era afirmar la misma verdad básica: que Cristo Salvador es plenamente
divino y plenamente humano, siendo sin embargo una persona y no dos.
La
Definición de
Calcedonia se vió aumentada posteriormente por dos concilios suplementarios,
celebrados los dos en Constantinopla. El quinto Concilio Ecuménico (553)
interpretó de nuevo los decretos de Calcedonia desde una perspectiva
alejandrina, a fin de explicar, en términos más constructivos que los
anteriormente empleados, el modo en que las dos naturalezas de Cristo se unen
al formar una sola persona. El sexto Concilio Ecuménico (680-81) condenó la
herejía de los Monotelitas, quienes afirmaban que a pesar de Sus dos
naturalezas, al ser una sola persona Cristo no puede tener más que una
voluntad. Sus adversarios pensaron que los Monotelitas disminuían de modo
perjudicial la entereza de la humanidad de Cristo, ya que la naturaleza humana
privada de la voluntad humana quedaría incompleta, reducida a una mera
abstracción. Siendo tan verdaderamente humano como verdaderamente Dios, Cristo
debía de tener voluntad humana tanto como divina.
En el transcurso de los cincuenta
años antes de la convocación del sexto Concilio, los bizantinos se vieron
obligados a afrontar un acontecimiento repentino e inquietante: la ascendencia
del Islam. Lo más asombroso de la expansión musulmana fue la velocidad de su
evolución. Cuando falleció el Profeta en 632, su influencia y autoridad apenas
llegaba más allá de Hejaz. Mas luego de unos quince años sus adherentes árabes
ya se adueñaron de Siria, Palestina y Egipto; luego de medio siglo amenazaron
las murallas de Constantinopla, y por poco capturan la ciudad; dentro de un
siglo atravesaron de guadañada toda África del Norte, invadieron España
cruzándola de abajo para arriba, y obligaron a Europa occidental a trabar
combate mortal en el campo de Poitiers. Las invasiones árabes se han descrito
de la siguiente manera: ‘una explosión centrífuga, que propulsó en todas direcciones
pequeñas bandas montadas de merodeadores en busca del alimento, del despojo y
de la conquista. Los antiguos imperios no se encontraban en condiciones para
resistirlos.’ La cristiandad salió todavía viva, con mucha
dificultad. Los bizantinos perdieron sus territorios orientales, incluidos los
Patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén que pasaron bajo el dominio
de los infieles; en el ámbito del Imperio Cristiano del Este, el Patriarcado de
Constantinopla se quedó sin rivales. A partir de entonces los ataques
musulmanes les privaron del ocio a los habitantes del Imperio Bizantino, aunque
éstos lograron resistir durante ocho siglos más: pero al fin y al cabo,
sucumbieron.
LOS SANTOS ICONOS
El debate sobre la Persona de Cristo no quedó
resuelto tras el Concilio de 681; al contrario, continuó aunque de forma
alterada durante los siglos VIII y IX. El conflicto se fue desarrollando en
torno a los Santos Iconos, imágenes de Cristo, la Madre de Dios y los santos
que la gente guardaba y veneraba en las iglesias y en sus hogares. Los
Iconoclastas (los ‘quiebraiconos’), quienes sospechaban toda representación
artística-religiosa de los seres humanos o de Dios, exigieron la destrucción de
los iconos; el partido adversario, el de los Iconodulos (‘venerantes de los
iconos’), vino con la misma pasión a respaldar el rol de los iconos en la vida
de la Iglesia. El
antagonismo no consistía en un mero conflicto entre dos concepciones opuestas
del arte cristiano. Venían implicados temas más profundos: la naturaleza humana
de Cristo, la actitud de los cristianos hacia la materia, el verdadero
significado de la redención cristiana.
Puede ser que penetró en el Imperio desde fuera la
influencia del pensamiento judío y musulmán, ya que parece significativo que el
Califa Musulmán Yazid ordenó eliminar de sus dominios todos los iconos, anticipando
así por tres años el primer estallido del Iconoclasmo en el Imperio Bizantino.
Pero el Iconoclasmo no fue una mera importación del mundo exterior: cabe
recordar que dentro del cristianismo propio siempre había existido el ‘puritanismo’,
que condenaba los iconos a base de que todas las imágenes conllevan cierta
idolatría latente. Cuando los Emperadores Isaurios decidieron oponerse a los
iconos, contaban ya con numerosos seguidores dentro de la misma Iglesia.
La controversia iconoclasta duró unos 120 años, y se
divide en dos fases. La primera de ellas comenzó en 726 al inaugurar Leo III su
campaña contra los iconos, y acabó en 780 al suspender la persecución la Emperatriz Irene.
El partido iconodulo fue oficialmente confirmado por el séptimo Concilio
Ecuménico (que también fue el último), reunido el año 787 en Nicea, igual que
el primero. Los iconos, según las declaraciones del concilio, deben guardarse
en las iglesias y reverenciarse con la misma relativa veneración reservada a
los otros símbolos materiales como ‘la vivificadora y venerable Cruz’ y el
Libro del Santo Evangelio. El ataque contra los iconos se reanudó en 815 con
Leo V, el Armenio, y continuó hasta 843, año en el que los iconos fueron
reinstalados de nuevo y permanentemente, gracias a los esfuerzos esta vez de
otra Emperatriz, Teodora. La victoria final de los Santos Iconos en 843 se
conoce como ‘el Triunfo de la
Ortodoxia’, se conmemora en un oficio divino especial
celebrado el ‘Domingo de la
Ortodoxia’, que es el primer domingo de la gran cuaresma. El
campeón de los iconos en el primer período de la lucha fue San Juan Damasceno
(?675-749), y en el segundo San Teodoro Studita (759-826). Juan pudo obrar con
mayor facilidad por habitar en tierra musulmana, fuera del alcance de las autoridades
bizantinas. No por última vez, el Islam, sin tener la intención de hacerlo, se
convirtió en protector de la Ortodoxia.
Una de las características más típicas de la Ortodoxia debe ser la
importancia que le da a los iconos. Una iglesia ortodoxa moderna suele estar
llena de ellos: contará con un iconostasio, el tabique que marca la separación
entre el santuario y el espacio principal del edificio, y cuya superficie se
cubre de iconos, además de otros iconos colocados en santuarios particulares por
toda la iglesia; incluso las paredes pueden estar cubiertas de frescos o de
mosaicos iconográficos. El creyente ortodoxo se postra delante de los iconos,
los besa y enciende velas ante ellos; el sacerdote los inciensa, y se sacan en
procesión. ¿Cuál es el significado de estos hechos y gestos? ¿Qué significan
los iconos, y por qué los creía tan importantes San Juan Damasceno, entre
otros?
Vamos a examinar primero el cargo de la idolatría,
de la que los Iconoclastas acusaban los Iconodulos; luego el valor positivo de
los iconos como medio edificativo; y finalmente su importancia en la doctrina.
(1) La
cuestión de la idolatría. Cuando
un ortodoxo besa un icono 0 se postra ante él, no es un acto idólatra. El icono
no es un ídolo, sino un símbolo; la veneración de las imágenes va dirigida no
hacia la piedra, la madera y la pintura, sino a la persona representada en
ellas. Ésto ya lo había dicho Leoncio de Neápolis (fallecido hacia el 650),
bastante tiempo antes de estallar la controversia iconoclasta:
No hacemos homenaje a la madera en
sí, sino que reverenciamos Aquél que murió en la Cruz... Cuando las
dos vigas de la Cruz
se juntan, yo hago homenaje a esa figura por razón de Cristo crucificado, pero
si las vigas se separan, las tiro o las echo al fuego.
Puesto que los iconos no son nada más que símbolos,
no se debe decir que los ortodoxos los adoran,
sino que los veneran o reverencian. Juan
Damasceno distinguió con precaución entre el homenaje relativo que se le presta
a los iconos en forma de veneración, y la adoración que es reservada
exclusivamente para Dios.
(2) Iconos
como parte de la doctrina de la
Iglesia. Los iconos, nos dice Leoncio, son ‘libros abiertos que
hacen pensar en Dios’; constituyen uno de los métodos empleados por la Iglesia para promulgar la
fé. Al que carezca de la erudición o de tiempo para poder estudiar obras de
teología no tiene más que entrar en una Iglesia para tener develado en las paredes
ante sus ojos todos los misterios de la religión cristiana. Si un pagano os
pide enseñarle vuestra fé, decían los Iconodulos, llevarle dentro de una
iglesia y ponerle delante de los iconos. De modo que los iconos forman parte de
la Santa Tradición.
(3) El
significado doctrinal de los iconos.
Vamos ahora al grano de la disputa iconoclasta. Dado que los iconos no son
ídolos; dado que tienen esa función pedagógica; todavía así ¿se puede decir que
son no solamente permisibles, sino imprescindibles? ¿Es que los iconos son esenciales? Los Iconodulos mantenían que sí, porque los iconos salvaguardan la
plenitud y la entereza de la doctrina de la Encarnación.
Los Iconoclastas y los Iconodulos estaban de acuerda
en que a Dios
no se le puede representar en su esencia eterna: ‘A
Dios nadie lo vió jamás.’ (Jn. 1:18).
Pero sí, continuarían los Iconodulos, la Encarnación ha posibilitado el arte religioso
figurativo; a Dios se le puede representar porque Él mismo se hizo hombre y se
encarnó. Es posible, insistía Juan Damasceno, producir imágenes materiales de
Aquél que quiso asumirse en un cuerpo material:
En la antigüedad, Dios incorpóreo e
incircunscrito no era representado. Pero ahora que Dios se manifestó en la
carne y vivió entre los hombres, produzco yo una imagen del Dios que es
visible. No venero la materia sino el Creador de la materia, que por mí se hizo
material y se dignó habitar la materia, que mediante la materia efectuó mi
salvación. No pararé de venerar la materia que ha sido el medio de mi salvación.
Al prohibir toda representación de Dios, los
Iconoclastas proponían una explicación incompleta de la Encarnación. Cayeron,
como también les ha sucedido a muchos puritanos, en una especie de dualismo. Al
considerar que la materia era profana, buscaban una religión libre de contacto
con lo material; pues pensaban que lo espiritual a fuerza fija era incompatible
con lo material. Eso sin embargo es traicionar la Encarnación, excluir
la humanidad de Cristo y de Su cuerpo; es olvidar que tanto nuestro cuerpo como
nuestra alma se ha de redimir y de transfigurar. La controversia iconoclasta,
pues, está estrechamente vinculada a las controversias anteriores en torno a la
persona de Cristo. No consistía sólo en una disputa sobre el arte sagrado, sino
sobre la Encarnación,
la salvación humana y la redención del cosmos material entero.
Dios fue asumido en cuerpo material, comprobando así
que la materia es redimible: ‘La
Palabra encarnada deificó la carne,’ dijo Juan Damasceno. Dios ‘deificó’ la materia y la dotó de
espiritualidad; si la carne se ha convertido en vehículo del Espíritu, también
lo pueden ser aunque de modo distinto la madera y las pinturas. La doctrina
ortodoxa de los iconos va vinculada con la misma creencia, no menos ortodoxa,
que la creación de Dios ha de ser redimida y glorificada en su entereza - tanto
la material como la espiritual. Según dijo Nicolás Zernov (1898-1980) - y lo
que dijo de los rusos va también por todos los demás ortodoxos:
[Los iconos] eran para los rusos
más que unas meras pinturas. Eran manifestaciones dinámicas del poder
espiritual del hombre en cuanto a la redención de la creación mediante el arte
y la belleza. Los colores y los rasgos de los iconos no pretendían imitar la
naturaleza; los artistas procuraban demostrar que los hombres, los animales,
las plantas y el cosmos entero podían ser rescatados de su estado actual
degradado y restaurados a su ‘Imagen' Verdadera. Los iconos eran garantías de
la victoria venidera de la creación redimida sobre la creación caída... La
perfección artística del icono no era solamente un reflejo de la gloria
celestial - era una instancia concreta de la materia restaurada en su condición
original de armonía y belleza, que servía de vehículo del Espíritu. Los iconos
eran parte del cosmos transfigurado.
Según lo había dicho Juan Damasceno:
El icono es una canción triunfal, y
una revelación, y un monumento duradero a la victoria de los santos y la
vergüenza de los demonios.
La conclusión de la controversia Iconoclasta, la
reunión del séptimo Concilio Ecuménico, el Triunfo de la Ortodoxia en 843 - estos
sucesos señalan el fin del segundo período de la historia ortodoxa, el período
de los siete concilios. Éstos tuvieron una enorme importancia para la Ortodoxia. Para
los miembros de la
Iglesia Ortodoxa, el interés de los concilios es más que
histórico, es inmediato y contemporáneo; les toca a todos los creyentes, no sólo
a los investigadores y los clérigos.
‘Hasta los campesinos analfabetos,' dijo Dean
Stanley, ‘cuyos equivalentes españoles o italianos seguramente ignorarían los
nombres de Constanza o de Trento, están muy conscientes de que su Iglesia
reposa sobre la base de los siete concilios, y mantienen la esperanza de que
algún día - quizás durante su vida - se verá reunir el octavo concilio general,
el que corregirá los males de la época.’
Los Ortodoxos muchas veces se refieren a sí mismos
como ‘la Iglesia
de los Siete Concilios'. Al decirlo así no es que crean que la Iglesia Ortodoxa
dejó de tener ideas creativas a partir del año 787. Pero consideran el período
conciliar como la edad de oro de la teología; y junto con la Biblia, los siete concilios
son para la Iglesia
Ortodoxa la regla normativa y el criterio en la búsqueda de
soluciones para los nuevos problemas que surgen en cada generación sucesiva.
LOS SANTOS, LOS MONJES, Y LOS EMPERADORES
Bizancio ha sido llamado, y con razón, ‘la imagen
del Jerusalén celestial’. La religión repercutía en todos los aspectos de la
vida bizantina. Las vacaciones bizantinas eran fiestas religiosas; las carreras
que se celebraban en el Circo se inauguraban con himnos corales; las
transacciones comerciales invocaban la Trinidad y se franqueaban con el signo de la Cruz. En la edad moderna,
que tan poco se interesa en la teología, resulta casi imposible imaginarse el
fervor del interés que excitaban las cuestiones teológicas en todas las capas
de la sociedad, tanto en el laicado como en el clero, entre los pobres e
ineducados y también entre los eruditos y en la Corte. Gregorio de
Nyssa nos describe el sinfin de discusiones teológicas que circulaban en
Constantinopla en la ocasión del segundo concilio general:
‘La ciudad entera rebosa de
discusiones, las plazas, los mercados, las encrucijadas, las callejuelas; los
buhoneros de ropa usada, los cambistas, los mercaderes de fiambres: todos están
al corriente. Si le pides a uno que te dé cambio, se echa a filosofar sobre el
Génito y el Ingénito; si preguntas el precio de una hogaza de pan, se te
contesta que el Padre es mayor y el Hijo inferior; si preguntas ‘¿está listo el
baño?’ el sirviente responde que el Hijo fue creado de la nada.’
Esta queja tan curiosa da una indicación del
ambiente prevaleciente en los concilios. Las pasiones que se excitaban eran tan
violentas que a veces la inmoderación y el indecoro invadían las sesiones. ‘Los
sínodos y los concilios los saludo a distancia,’ comentó, lacónico, Gregorio de
Nazianzo, ‘porque sé lo molestos que llegan a ser.’ ‘Nunca jamás participaré en
esas reuniones de ocas y de grullas’
Los Padres a veces promovían sus causas con medidas
dudosas: Cirilo, de Alejandría, por ejemplo, sobornó fuertemente a la Corte en la lucha contra Nestorio,
y desplegó su ejército privado de monjes a que aterrorizaran la ciudad de
Éfeso. Pero la intemperancia de los métodos de Cirilo, venía provocada por el
afán que le consumía de ver triunfar a la causa justa; si los cristianos a
veces se volvían mordaces y ásperos, era porque les importaba muy de cerca la
fé cristiana. Quizás sea preferible el desorden a la apatía. La Ortodoxia reconoce que
los concilios eran compuestos de seres humanos imperfectos, pero a la misma vez
cree que a éstos les dirigía el Espíritu Santo.
En el mundo bizantino el obispo no era un personaje
remoto que asistía solamente a los concilios; en muchos casos era además un
verdadero padre de los laicos, amigo y protector al que la gente se dirigía con
confianza en asuntos difíciles. El cariño hacia los pobres y oprimidos que manifestaba
Juan Crisóstomo lo mostraban también muchos otros. Por ejemplo, San Juan
Limosnero, Patriarca de Alejandría (fallecido el 619), dedicaba todos los
bienes de la diócesis a la ayuda de los que él mismo llamaba ‘mis hermanos y
hermanas, los pobres’. Cuando se agotaban sus fondos propios, se dirigía a los
demás: ‘Solía decir,’ según nos cuenta un contemporáneo, ‘que si uno estuviera
dispuesto, sin maleza cualquiera, a desnudarles a los ricos hasta dejarles en
camisa para tener de dar a los pobres, no sería pecado.’
‘Aquellos que vosotros llamáis pobres y
mendigos,’ decía Juan, ‘yo los llamo mis amos y mis ayudantes, porque ellos, y
ellos nada más, pueden ayudarnos de verdad y entregarnos al reino celestial.’
La Iglesia en el Imperio Bizantino no perdió de
vista sus deberes sociales; al contrario, el trabajo caritativo constituía una
de las funciones principales que cumplía.
El monaquismo desempeñó un papel decisivo dentro de
la vida religiosa de Bizancio, como también lo ha hecho en la de todos los países
ortodoxos. Se ha dicho, y con justicia, que ‘el mejor modo de penetrar en la
espiritualidad ortodoxa es a través del monaquismo.’ ‘La
Ortodoxia abarca una gran riqueza de variedades de
vida espiritual, pero el monaquismo sigue siendo el más clásico de todos.’ La
vida monástica apareció por primera vez como institución determinada en Egipto
y Siria en el siglo IV, y rápidamente se difundió por el resto de la
cristiandad. No es mera coincidencia que el monaquismo se desarrolló
inmediatamente tras la conversión de Constantino, justo en el momento en que
cesaron las persecuciones y el cristianismo se puso de moda. Los monjes, con
ese austero estilo de vida, eran los mártires de la época en que el martirio de
la sangre ya no estaba presente; constituían el equilibrio del cristianismo
establecido. Poco faltó para que los miembros de la sociedad bizantina
olvidasen que Bizancio era la imagen y el símbolo, y no la realidad; corrían el
riesgo de identificar el reino de Dios con un reino terrenal. Al retirarse de
la sociedad para vivir en el desierto los monjes cumplían una función profética
y escatológica dentro de la vida de la Iglesia.
Recordaban a los cristianos que el reino de Dios no
es de este mundo. El monaquismo asumió tres formas, todas presentes en Egipto
ya en el año 350, y todas todavía presentes en la Iglesia Ortodoxa
contemporánea.
En primer lugar tenemos a los ermitaños, los ascéticos que llevaban su vida solitaria en las
cuevas y las chozas y hasta en las tumbas, entre las ramas de un árbol o encima
de una columna. El gran modelo de la vida eremítica fue San Antonio de Egipto
(251-356). Luego están los que cumplen la vida
comunitaria en la que los monjes viven juntos bajo una regla comunal, en un
monasterio ordenadamente constituido. En este campo el gran pionero fue San
Pacomio de Egipto (286-346), autor de una Regla posteriormente usada en el
occidente por San Benito. Basilio el Grande, cuyos escritos ascéticos tuvieron
una influencia formativa en el monaquismo del oriente, era gran partidario de
la vida comunitaria, aunque probablemente esa convicción vino de Siria más que
de las comunidades pacomianas que había visitado. Ponía un énfasis en la labor
social como parte íntegra del monaquismo, encomendando a las comunidades
religiosas que cuidaran de los enfermos y de los pobres, que mantuvieran
hospitales y orfanatos, y que trabajaran para el beneficio directo de la
sociedad en general. Por lo demás, vale reconocer que el monaquismo oriental se
ha visto mucho menos involucrado en el trabajo activo que no el occidental; en la Ortodoxia tarea princial
del monje es la oración, y por medio de ésto les sirve a los demás. Resulta
menos importante lo que hace el
monje, y más lo que es. Finalmente
tenemos la tercera modalidad de la vida monástica, intermediaria entre las dos
anteriores, que es la semi-eremítica, la
‘vía media’ donde, en lugar de haber una sola comunidad organizada, cada
yacimiento consiste en una estructura bastante suelta compuesta de varias
comunidades pequeñas, cada una de ellas teniendo a lo mejor de dos a seis
miembros viviendo juntos bajo la dirección de su ‘anciano’. Los mayores centros
de vida semi-eremítica en Egipto fueron Nitria y Scetis, que antes ya del fin
del siglo IV habían producido buena cantidad de monjes destacados - Ammon,
fundador de Nitria, Macario de Egipto y Macario de Alejandría, Evagrio de
Ponto, y Arsenio el Grande. (El sistema semi-eremítico se hallaba no solamente
en el oriente sino también en el extremo occidente, en el cristianismo celta.)
La vida monástica ya desde comienzos se veía como vocación para los hombres y
para las mujeres también, en el oriente al igual que en el occidente, y a lo
largo y ancho del mundo bizantino existían numerosas comunidades de monjas.
Gracias a sus monasterios, Egipto era considerado en
el siglo IV como la segunda Tierra Santa, y los viajeros a Jerusalén, al omitir
del itinerario una visita a las comunidades ascéticas del Nilo, se sentían
insatisfechos de su peregrinación. Durante los siglos V y VI el liderazgo del
movimiento monástico pasó de Egipto a Palestina, con la llegada de San Eutimio
el Grande (fallecido en 473) y su discípulo San Saba (fallecido en 532). El
monasterio creado por San Saba en el valle del río Jordán cuenta con una
historia de existencia ininterrumpida hasta el día de hoy; Juan Damasceno era
miembro de esta comunidad. Otro monasterio importante de casi la misma
antigüedad y que también goza de una historia sin interrupción hasta el
presente, es el de Santa Catalina en el Monte Sinaí, que fue creado por el
Emperador Justiniano (reinó de 527
a 565). Después de caer Palestina y Sinaí en manos de los
árabes, el predominio monástico en el Imperio Bizantino pasó en el siglo IX
esta vez al monasterio de Studios en Constantinopla. San Teodoro, nombrado Abad
en 799, reanimó la comunidad de ahí y modificó la Regla, con lo que atrajo
cantidades de novicios.
A partir del siglo X, el centro principal del
monaquismo ortodoxo se halla en Athos, península rocosa del norte de Grecia que
sobresale hacia el sur en el mar Egeo culminando en una cumbre de 6.670 pies de altura.
Conocido como ‘el Monte Santo’, Athos esta compuesto de veinte monasterios ‘gobernantes’
y de un gran número de casas menores, además de las celdas de los ermitaños; la
península entera está dedicada a las comunidades monásticas, por lo que se dice
que en su era de mayor expansión contenía casi cuarenta mil monjes. La Gran Lavra, él más
antiguo de entre los veinte monasterios gobernantes, cuenta ella sola con haber
creado 26 Patriarcas y más de 144 obispos; lo cual da una idea de la
importancia que ha tenido Athos en la historia de la Ortodoxia.
En el monacato ortodoxo no existen las ‘Órdenes'. En
occidente los monjes pertenecen a la Orden Cartusiana,
Cisterciana u otra; en cambio en el este el monje es sencillamente miembro de
la gran cofradía que ampara todos los monjes y las monjas, aunque desde luego
pertenece a una comunidad monástica en particular. En occidente los
comentaristas a veces se refieren a los monjes ortodoxos con la denominación de
‘monjes Basilianos' o ‘ monjes de la Orden Basiliana',
pero ésto no es correcto. A pesar de la gran influencia que tuvo San Basilio en
el monaquismo ortodoxo, nunca creó ninguna orden, y a pesar de que dos de sus
obras escritas se titulan Las Reglas
Mayores y Las Reglas Menores, no son de ninguna manera equiparables con la Regla de San Benito.
Personaje característico del monaquismo ortodoxo es
el ‘mayor’ o el
‘anciano’ (en griego gerôn; en ruso starets, plural
startsy). El anciano es un monje dotado de discernimiento y sabiduría
espiritual, adoptado por los demás - bien sean monjes o sean laicos - como su
director y su guía espiritual. A veces es sacerdote, pero muchas veces suele
ser un monje sin rango sacerdotal; no recibe ninguna ordenación ni nombramiento
para que se convierta en anciano, sino que le conduce e inspira directamente el
Espíritu. Es una vocación que también la puede tener una mujer, tanto como un
hombre; la Ortodoxia
reconoce a las ‘madres espirituales’ igual que a los ‘padres espirituales’. El
anciano discierne e interpreta de manera práctica y concreta la voluntad de
Dios con respecto a cada persona que acude a consultarle; este es el don
especial, es decir el charisma, del anciano. El primero y el más célebre de los
startsy fue el mismo San Antonio. La
primera parte de su vida, de los dieciocho años a los cincuenta y cinco, la
pasó en reclusión solitaria; luego más tarde, aunque seguía viviendo en el
desierto, abandonó esa reclusión estricta, y se dedicó a admitir a los visitantes.
Un grupo de discípulos se congregó en torno suyo, y además de los discípulos
hubo un grupo bastante más cuantioso de personas que venían muchas veces desde
lejos a pedirle consejos; la gente acudía tan a menudo que según nos lo
describe Atanasio, el biógrafo de Antonio, éste se fue convirtiendo en el
médico de Egipto entero. Antonio tuvo muchos sucesores, de los cuales la
mayoría han pisado las mismas huellas al imitarle en eso de retirarse para luego volver. Un monje al principio debe retirarse, y guardar silencio
para descubrirse a sí mismo y a Dios. Luego, tras este período de entrenamiento
prolongado y riguroso en estado solitario, dotado ya del discernimiento
requerido del anciano, se le permite abrir la puerta de su celda al mundo del
que hasta entonces huía.
El punto central del Estado cristiano bizantino lo
ocupaba el Emperador, que no era un gobernante cualquiera sino el representante
de Dios en la tierra. Si bien Bizancio era el icono de Jerusalén celestial, la
monarquía terrestre del Emperador era la imagen o el icono de la soberanía de
Dios en el cielo; en las iglesias la gente se postraba ante el icono de Cristo,
pues en el palacio ante el icono viviente de Dios - el Emperador. El palacio
laberíntico, la Corte
con sus elaboradas ceremonias, la sala del trono en la que rugían unos leones
mecánicos y piaban pajaritos cantores: daban idea clara del estatus del Emperador
como virrey de Dios. ‘Mediante estas cosas,’ escribía el Emperador Constantino
VII Porfirogénito, ‘prefiguramos el movimiento de Dios Creador por todo este
universo, y al mismo tiempo el poder imperial se mantiene en orden y
proporción.El Emperador desempeñaba un papel peculiar en los
oficios de la Iglesia:
por supuesto, no podía celebrar la Eucaristía, pero sí comulgaba ‘como los
sacerdotes’ dentro del santuario - tomaba el pan consagrado en sus propias
manos y bebía directamente del cáliz, en vez de tomar el sacramento de una cuchara
- y sí tenía el derecho de predicar y de incensar el altar en fiestas
determinadas del calendario litúrgico. El origen de la vestidura que llevan los
obispos ortodoxos de hoy se remonta a la que vestía el Emperador dentro de la
iglesia.
La vida del mundo bizantino formaba una entidad
íntegra y unida; no había raya divisoria entre lo religioso y lo seglar, entre la Iglesia y el Estado: las
dos cosas eran los constituyentes de un solo organismo, de hecho que resultaba
inevitable la participación activa del Emperador en los asuntos eclesiásticos.
No es justo acusar al sistema bizantino de haber sido césaro-papista, es decir
de subordinar la Iglesia
al Estado. A pesar de que los dos formaban un solo organismo, el organismo
contenía dos elementos distintos, que eran el sacerdocio (sacerdotium) y el poder imperial (imperium). Por muy estrecha que fuera la colaboración de las dos
entidades autorizadas, cada una tenía su propia esfera de actividad en la que
era autónoma. Entre las dos había cierta ‘sinfonía’ o ‘armonía’, pero ninguna
de las dos ejercía control absoluto sobre la otra.
Así es la doctrina propuesta en el gran código
jurídico de Bizancio, redactado bajo Justiniano (véase la sexta Novela) y citado repetidamente en muchos
otros textos bizantinos. Por ejemplo, el Emperador Juan Tsimisquís decía lo
siguiente: ‘Yo reconozco dos autoridades, el sacerdocio y el imperio; el
Creador del mundo encargó a la primera de cuidar a las almas, y a la segunda de
regir los cuerpos de los hombres. Que no se ataque ninguna de las dos
autoridades, a fin que el mundo disfrute de la prosperidad.’ La tarea del Emperador, pues, era de convocar a los
concilios y de implementar los decretos conciliares, pero no de decidir el
contenido de esos decretos: decidir la verdadera fé les tocaba a los obispos
reunidos en concilio. Los obispos habían sido encargados por Dios de enseñar la
fé, en cambio el Emperador era el protector pero no el expositor de la Ortodoxia. La teoría
era así; y la práctica también era así las mayoría de las, veces.
Hubo ocasiones, no cabe duda, cuando el Emperador interfería
injustificablemente en los asuntos eclesiásticos; pero cuando surgían
cuestiones graves de principio, las autoridades de la Iglesia en seguida hacían
notar que tenían voluntad independiente. El Iconoclasmo, por ejemplo, contó con
el apoyo enérgico de toda una serie de Emperadores, pero aun así fue
efectivamente rechazado por la
Iglesia. En la historia bizantina se nota una estrecha
interdependencia entre la
Iglesia y el Estado, pero ninguno de los dos era el
subordinado.
En la actualidad son muchas las críticas (tanto
desde dentro de la
Iglesia Ortodoxa como desde- fuera) que van dirigidas con
agudeza contra el Imperio Bizantino y el ideal de la sociedad cristiana que
representaba. Pero ¿los bizantinos estaban equivocados del todo? Creían que
Cristo, al pasar su vida en la tierra como hombre, había redimido la existencia
humana en todos sus aspectos, y mantenían que por esa razón debía de ser
posible bautizar no sólo a los humanos individuales sino también al espíritu y
la organización de la sociedad entera. Por eso se esforzaron por crear una
civilización completamente cristiana en cuanto a los principios de
administración y a la vida cotidiana. Bizancio, precisamente, no pretendía ni
más ni menos que aceptar e implementar la Encarnación con todo
lo que implicaba. Por supuesto que corrieron peligro: los bizantinos,
concretamente, cayeron más que una vez en el mismo error, al identificar el
Imperio terrenal de Bizancio con el Reino de Dios, y al identificar el pueblo
griego - mejor dicho ‘el pueblo romano’, por que así se denominaban ellos a sí
mismos - con el pueblo de Dios. Sin lugar a duda, no consiguieron realizar, ni
mucho menos, los grandes ideales que se planteaban, y esa deficiencia produjo
desastres lamentables. Las historias de la duplicidad, violencia y crueldad
bizantina no hace falta repetirlas, que ya son conocidas. Y son verdaderas -
pero sólo en parte. Siempre detrás de los vicios y de los defectos de Bizancio
se discierne la gran visión que les inspiraba a los bizantinos; la de
establecer en esta tierra una imagen viviente del gobierno de Dios en el cielo.
Vida de
Constantino, IIL 10 y 15.
H.St.L.B. Moss, en
Baynes y Moss, Byzantium: an Introduction
(Oxford 1948),
pp.11-12.
The
Russians and their Church, pp. 107-8.
Sobre los Iconos, ii, 11 (P. G.
XCIV, 1296B).
V Lossky, The Mystical Theology of the Eastern Church,
p.17.
Citado
en N.H. Baynes, Byzantine Studies (Londres
1955), p.52.
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