TRES PRESUPUESTOS DE LA VIDA ESPIRITUAL. OBISPO KALLISTOS WARE
En la última publicación presentamos las tres etapas del camino, de la vida espiritual, tal cual como lo considera el Obispo Kallistos Ware en su libro El Misterio de Dios y la Oración.
Este camino presenta tres momentos o etapas en la vida espiritual del cristiano ortodoxo:
1. La vida activa o práctica de las virtudes.
2. La contemplación de la naturaleza.
3. La contemplación de Dios
En la entrada de hoy, siguiendo en la línea de lo expuesto por el obispo Kallistos, el nos habla acerca de los cuales son los presupuestos necesarios para alcanzar estos tres niveles. leamos con atención.
Jhoani Rave Rivera
Antes de
extendernos más sobre estos grados o registros, es prudente considerar tres
elementos indispensables, presupuestos en cada momento de la vida espiritual.
En primer
lugar, se presupone que el viajero que se compromete en el camino espiritual es
miembro de la Iglesia. Se emprende el viaje con compañeros, no se va solo. La
tradición ortodoxa es intensamente consciente del carácter eclesial del
verdadero cristianismo. Recordamos y completamos un pasaje de Alexis
Jomiákov,
citado con anterioridad:
"Nadie
se ha salvado solo. Aquél que es salvado lo es en la Iglesia, como uno de sus
miembros u en unión con todos sus miembros. El que cree está en comunión de fe.
El que ama está en comunión de amor. El que ora está en comunión de
oración."
Como hace
notar el padre Alexander Eltchaninov:
"La
ignorancia y el pecado son las características de los individuos aislados. Solamente
la unidad de la Iglesia puede triunfar de estos defectos. El hombre encuentra
su ser verdadero en la Iglesia. No lo encuentra en la debilidad del aislamiento
espiritual, sino en la fuerza de su comunión con sus hermanos y su
Salvador."
Muchos
rechazan conscientemente a Cristo y a su Iglesia y muchos jamás han oído hablar
de Él. No obstante, pueden ser sin saberlo, verdaderos servidores del único
Señor en el fondo de su corazón por la dirección que dan a su vida. Dios puede
salvar a los que nunca han pertenecido a su Iglesia, lo cual no nos permite, en
absoluto, declarar que no tenemos necesidad de ella. No existe en el
cristianismo una elite espiritual exenta de las obligaciones de una pertenencia
normal a la Iglesia. El solitario en el desierto es tan miembro de la Iglesia
como el artesano de la ciudad. El camino ascético y místico, aun permitiendo
desde cierto punto de vista "el vuelo del solo hacia el Solo," es sin
embargo y al mismo tiempo, una ruta esencialmente social y comunitaria. El
cristiano es el que tiene hermanos y hermanas. Pertenece a una familia, la
familia de la Iglesia.
En
segundo lugar, el camino espiritual presupone, no solamente esta comunidad en
la Iglesia, sino la vida en los sacramentos.
Nicolás
Cabasilas insiste en el hecho de que son los sacramentos los que constituyen
nuestra vida en Cristo. Aquí el elitismo no podría encontrar lugar. ¿Cómo
podríamos imaginarnos que existiera un camino para el cristiano
"ordinario" — el camino del culto centrado en los sacramentos — y
otro camino para algunos raros elegidos, llamados a la oración interior? No hay
más que un solo Camino. El camino de los sacramentos y el de la oración
interior no son una alternativa, sino que forman una unidad. Nadie puede llamarse
cristiano si no participa en los sacramentos ni si los trata como un simple
ritual mecánico. El ermitaño, en el desierto, comulgará con menos frecuencia
que el cristiano que habita en la ciudad; digamos que el ritmo de su vida
sacramental es diferente.
Ciertamente
que Dios puede salvar a los que nunca han sido bautizados, pero, aunque Él no
tiene que atenerse a los sacramentos, nosotros sí debemos atenernos a ellos.
Ya hemos
destacado antes, en un pasaje de san Marcos el Monje que lo esencial de la vida
ascética y mística está contenido en el sacramento del bautismo; por mucho que
una persona avance en el camino espiritual, no descubrirá otra cosa que la
revelación o la manifestación de la gracia del bautismo. Se puede decir lo
mismo de la comunión; lo esencial de la vida ascética y mística es una profundización,
una realización de nuestra unión eucarística con Cristo nuestro Salvador. En la
Iglesia Ortodoxa se da la comunión a los niños a partir de su bautismo. Esto
significa que los recuerdos del cristiano ortodoxo que se remontan a su más
tierna infancia probablemente estarán unidos a la recepción del Cuerpo y de la Sangre
de Cristo y que su último acto consciente será — al menos, él así lo espera —
la recepción de los dones divinos. Su experiencia de la santa comunión lo
seguirá a lo largo de toda su vida consciente. Por medio de la comunión, el
cristiano se hace uno con Cristo y es "cristificado,"
"deificado." A través de la comunión recibe las primicias de la
eternidad. "Bendito sea el que ha comido el pan de amor que es Jesús,
escribe san Isaac el Sirio, pues, ya en este mundo, respira el aire de la
resurrección, delicia de los justos, cuando hayan resucitado de entre los
muertos." "El esfuerzo humano alcanza aquí su última
finalidad, escribe Nicolás Cabasilas, pues en este sacramento alcanzamos a Dios
mismo y Dios mismo se hace uno con nosotros en la más perfecta de las uniones posibles...
Es el mismo final: no es posible ir más allá o añadir algo, sea lo que
sea."
El camino espiritual no sólo es eclesial y sacramental sino también evangélico. Es el tercer presupuesto indispensable. A cada paso nos dejamos guiar por la voz de Dios que nos habla a través de la Biblia. Recordemos los Apotegmas de los Padres del Desierto: "Los ancianos tenían la costumbre de decir: Dios no pide nada a los cristianos, salvo que escuchen las santas Escrituras y pongan en práctica lo que allí se les dice." Los Apotegmas insisten también sobre la importancia de dejarse guiar por un padre espiritual que nos ayude a poner en práctica lo que nos dice la Escritura: "Le preguntaron a san Antonio el Egipcio: "¿Qué reglas debemos observar para agradar a Dios?" y él respondió: "Donde estés mantén la imagen de Dios ante tus ojos. En todo lo que hagas o digas, sé un ejemplo sacado de las santas Escrituras y cuando hayas establecido tu morada, no te apresures a partir de ella. Acuérdate de estas tres cosas y vivirás."
"La
única fuente pura y suficiente de las doctrinas de la fe, escribe el metropolitano Filarete de Moscú, es la
Palabra de Dios revelada y contenida en las santas Escrituras."
Al novicio que entra en un monasterio, el obispo Ignacio Brianchaninov le da estas instrucciones que se aplican también a los laicos:
"Desde
su entrada en el monasterio, el monje consagra toda su atención a la lectura del
santo Evangelio. Estudia el Evangelio de cerca para que lo tengas siempre
presente en la memoria cada vez que tomes una decisión de orden moral. En cada
una de tus decisiones, en cada una de tus acciones, en cada uno de tus pensamientos,
acuérdate de la enseñanza del Evangelio. Estudia el Evangelio hasta el fin de
tu vida, sin cansarte jamás. No creas que lo conoces... aunque lo sepas de
memoria."
¿Cuál es
nuestra actitud ante el estudio crítico de la Biblia tal como se ha practicado
en Occidente durante estos dos últimos siglos?
Nuestra
inteligencia es un don de Dios y existe un lugar legítimo para una
investigación erudita. Como ortodoxos no podemos rechazar esta investigación en
bloque ni aceptarla íntegramente. Debemos recordar que la Biblia no es una
colección de documentos históricos, sino que es el libro de la Iglesia que contiene
la Palabra de Dios. Por eso no leemos la Biblia de modo individual, aislada,
interpretándola únicamente a la luz de nuestra comprensión personal o según las
teorías de moda sobre sus fuentes, su forma y su redacción, sino que la leemos
como miembros de la Iglesia, en comunión con todos los demás miembros de la
Iglesia, a través de los tiempos. El criterio final de nuestra interpretación
de la Escritura es el espíritu de la Iglesia. Esto quiere decir que debemos
recordar cómo se explica y aplica el sentido de la Escritura en la santa
Tradición, es decir, cómo es comprendida la Biblia por los Padres y por los
santos y cómo se sirven de ella en el culto litúrgico.
A medida
que leemos la Biblia, acumulamos conocimientos, tratamos de elucidar frases
oscuras, comparamos, analizamos, pero eso es secundario; el verdadero objeto
del estudio de la Biblia consiste en alimentar nuestro amor por Cristo, en encender
en nuestros corazones el deseo de la oración y en guiarnos en nuestra vida
personal. El estudio de las palabras debería ceder su lugar a un diálogo
inmediato con el mismo Verbo viviente. "Cada vez que leéis el
Evangelio, dice san Tíjon de Zadonsk, el propio Cristo os habla. Mientras
leéis, oráis, habláis con Él."
Así es
como la lectura lenta y atenta de la Biblia conduce a la oración, como la
lectio divina de los monjes benedictinos o cistercienses. La tradición
espiritual ortodoxa se sirve poco de los sistemas de "meditación
discursiva" elaborados durante la Contrarreforma por Ignacio de Loyola o
Francisco de Sales. En efecto, los oficios litúrgicos en los que participan los
ortodoxos, especialmente durante las grandes fiestas y en la época de cuaresma,
son muy largos y contienen frecuentes repeticiones de textos "clave"
y de imágenes. Esto es suficiente para saciar la imaginación espiritual del
practicante, que, de este modo, no necesita repensar y desarrollar el mensaje
de los oficios de la Iglesia en el momento cotidiano de meditación formal.
El que se
sienta llevado a la oración, encontrará que la Biblia es siempre actual. No
verá en ella textos compuestos en un pasado remoto, sino un mensaje que se nos
dirige a nosotros ahora. "El que es humilde en sus pensamientos y está
comprometido en un trabajo espiritual, escribe san Marcos el Monje, cuando
lee las santas Escrituras, las aplica a sí mismo y no a los otros." Como
libro inspirado únicamente por Dios y dirigido personalmente a cada uno de sus
fieles, la Biblia posee un poder sacramental. Transmite la gracia a su lector y
lo conduce a un punto de encuentro decisivo. No está excluido en absoluto el
estudio crítico, pero el sentido verdadero de la Biblia solamente aparecerá a
aquéllos que la estudien con su intelecto espiritual tanto como con su razón.
Iglesia,
sacramentos, Escritura... tres presupuestos
necesarios para nuestro viaje. Estudiaremos ahora los tres grados:
— la vida
activa o práctica de las virtudes,
— la
contemplación de la naturaleza,
— la
contemplación de Dios.
El reino
de los cielos exige esfuerzo.
La vida
activa requiere, por nuestra parte, un esfuerzo, una lucha, el ejercicio
persistente de nuestro libre albedrío. "Estrecha es la puerta y
apretado es el camino que lleva a la Vida... No diciendo: Señor, Señor, se
entrará en el reino de los cielos, sino haciendo la voluntad de mi Padre" (Mt
7:14-21). Debemos encontrar el equilibrio justo entre dos verdades
complementarias: sin la gracia de Dios, no podemos nada, pero sin nuestra
cooperación voluntaria, Dios tampoco hará nada. "La voluntad del hombre
es una condición esencial: sin ella, Dios no hace nada." (Homilías de
San Macario). La salvación resulta de la convergencia de dos factores de valor desigual,
pero indispensables: la iniciativa divina y la respuesta humana. Lo que Dios
hace es incomparablemente más importante, pero exige la participación del
hombre.
En un
mundo no caído, la respuesta del hombre al amor divino sería espontánea y
jubilosa. En un mundo caído, el elemento de espontaneidad y de alegría
permanece, pero coexiste con la necesidad de luchar resueltamente contra
hábitos profundamente enraizados, inclinaciones que son fruto del pecado
original y personal. Una de las cualidades más necesarias es la perseverancia.
Los que quieran lanzarse al asalto de la montaña de Dios necesitan la
resistencia física del alpinista.
El hombre
debe hacerse violencia a sí mismo, es decir a su ser caído, pues "el
reino de los cielos sufre violencia y son los violentos los que se apoderan de
él" (Mt 11:12). Nuestros guías nos lo repiten desde el momento en que
nos aventuramos en el camino. Se dirigen tanto a cristianos casados como a
monjes o religiosas. "Dios le pide todo al hombre, su espíritu, su
inteligencia, sus acciones... ¿Deseas salvarte cuando mueras? Anda, agótate.
Anda, sufre. Anda, busca y encontrarás; acecha y llama y se te abrirá." Apotegmas
de los Padres del Desierto). "La generación presente no es un tiempo de
reposo ni de sueño; es una lucha, un combate, un mercado, una escuela, un
viaje. Por eso, debéis prodigaros, no dejaros abatir, ni permanecer ociosos,
sino consagraros a acciones santas" (Starets Nazario de Valaam). "Nada
se adquiere sin esfuerzo. La ayuda de Dios está siempre dispuesta, siempre cercana,
pero solamente se la concede a los que la buscan y se encarnizan en la tarea, a
los que, después de haber puesto a prueba todas sus fuerzas, exclaman
desconsolados con todo su corazón: ¡Señor, ayúdanos!" (Teófanes el
Recluso). "Allí donde no hay esfuerzo, no hay salvación" (San
Serafín de Sarov). "Descansar es batirse en retirada" (Tito
Colliander). ¡Que esta severidad no nos desconcierte demasiado! ¿No leemos en
los Apotegmas que "la vida de un hombre se reduce a un so/o día para
los que trabajan sin tregua"?
¿Qué
significan en la vida cotidiana estas palabras sobre el esfuerzo y el
sufrimiento? Nos recuerdan que cada día debemos renovar nuestra relación con
Dios a través de nuestra oración viva. "Orar, decía el abba Agatón,
es la tarea más difícil que existe." Si orar nos parece fácil es
porque no hemos empezado realmente a orar. Tal vez debamos renovar también
nuestra relación con los otros, sabiendo ponernos en su lugar por medio de
nuestra compasión y renuncia. Estas palabras significan que debemos llevar la
cruz de Cristo, no una sola vez, en un gesto grandilocuente, sino cada día:
"Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo y cargue con su cruz
cada día" (Lc 9:23). Llevar nuestra cruz cada día, ¿no es compartir
cada día la transfiguración y la resurrección de nuestro Señor? "Como tristes,
pero siempre alegres; como pobres, aunque hacemos ricos a muchos; como quienes
nada tienen, aunque poseemos todo... como quienes están a la muerte, pero vivos"
(2 Cor 6:10).
Cambiar
de espíritu.
La vida
activa está marcada por cuatro cualidades:
- saber arrepentirse,
- saber estar vigilante,
- saber discriminar
- y saber guardar el corazón.
Examinemos
brevemente cada uno de estos puntos.
"La
salvación empieza por la condenación de sí mismo," nos dice Evagrio.
El arrepentimiento marca el punto de partida de nuestro viaje. El término
griego metanoia, significa "cambio de espíritu, arrepentimiento."
Entendido de un modo correcto, el arrepentimiento no es negativo, sino
positivo. Esto no quiere decir que uno se apiade de sí mismo o que esté cargado
de remordimientos, sino que se convierte, que centra toda su vida en la
Trinidad. No es mirar hacia atrás lamentándose, sino hacia adelante con
esperanza. No es mirar hacia abajo donde se pudren nuestros defectos, sino
hacia lo alto, hacia el amor de Dios. No es ver nuestras carencias, sino en lo
que podemos convertirnos con la ayuda de la gracia divina. Es actuar sobre lo
que vemos. Arrepentirse es abrir los ojos a la luz. En este sentido, el arrepentimiento
no es un acto aislado, un paso inicial, sino un estado continuo, una actitud
del corazón y de la voluntad que debe ser renovada sin cesar hasta el final de
la vida. Según san Isaac de Escete, "Dios exige que nos arrepintamos hasta
nuestro último suspiro." San Isaac el Sirio añade: "Se os ha dado
esta vida para que os arrepintáis y no la malgastéis en otras cosas."
Arrepentirse
es despertarse. El arrepentimiento, este cambio de espíritu, nos lleva a la
vigilancia, nepsis, término griego que quiere decir, en sentido literal,
sobriedad, vigilancia, lo opuesto al estado de estupor producido por las drogas
o el alcohol. En el contexto de la vida espiritual, nepsis significa atención,
vigilancia, recogimiento. Cuando el hijo pródigo se arrepintió, se dice que
"entró en sí mismo" (Lc 15:17). El hombre "néptico" es el
que ha "entrado en sí mismo," que no se deja soñar despierto sin
objeto, bajo la influencia de impulsos pasajeros. El hombre "néptico"
es el que posee un sentido, una dirección, una finalidad. Como nos dice el
Evangelio de Verdad (mediados del siglo V); "Es como aquél que se
despierta después de haber bebido y entra en sí mismo... sabe de dónde viene,
sabe a dónde va."
Estar
vigilante es, entre otras cosas, estar presentes donde estamos, en este punto
particular del espacio y en este momento preciso del tiempo. Con demasiada
frecuencia nos dispersamos y no vivimos verdaderamente el presente. Nos
instalamos con nostalgia en el pasado o vivimos en el futuro, con nuestras inquietudes
y deseos. La vigilancia es lo contrario de la irreflexión: debemos pensar en el
futuro, en la medida en que depende del momento presente. Inquietarse por
eventualidades que escapan a nuestro control inmediato es pura y simplemente
derrochar las energías espirituales.
Al crecer
en vigilancia y en conocmiento de sí mismo, nuestro peregrino adquiere el poder
de discriminación o de discernimiento (en griego, díakrisis), especie de
sentido espiritual del gusto. Lo mismo que el sentido físico del gusto nos
indica inmediatamente si el alimento está pasado, igual sucede con el
"gusto espiritual." Desarrollado por la ascesis y la oración, permite
a un hombre distinguir entre los diversos pensamientos e impulsos que lo asaltan.
Le enseña la diferencia entre el mal y el bien, entre lo superfluo y lo
esencial, entre las fantasías inspiradas por el diablo y las imágenes cuyos
arquetipos celestes marcan su imaginación creadora.
La
discriminación le permite al hombre darse cuenta cuidadosamente de lo que le
sucede, aprendiendo así a vigilar su corazón, cerrando la puerta a las
tentaciones o provocaciones del enemigo. "Vigila tu corazón más que
cualquier otra cosa" (Pr 4:23).
Hemos de
dar a la palabra "corazón" de los textos espirituales ortodoxos su
verdadero sentido bíblico; no significa simplemente el órgano físico que late
en nuestro pecho, ni la sede de nuestras emociones y de nuestros sentimientos,
sino el centro espiritual del ser humano, la persona humana tal como ha sido
hecha a imagen de Dios, la parte más profunda y más auténtica de nuestro ser,
el santuario interior en el que sólo se penetra pasando a través del sacrificio
y de la muerte. El corazón está, pues, estrechamente relacionado con el
intelecto espiritual, del que hemos hablado con anterioridad. La palabra
"corazón" reviste, con frecuencia, un sentido más amplio que el
término "intelecto." En la tradición ortodoxa, la "oración del
corazón," se refiere a la persona entera, intelecto, razón, voluntad,
sentimiento, tanto como a su cuerpo físico.
Una de
las razones esenciales de esta vigilancia es la lucha contra las pasiones. Por
"pasión" entendemos no solo el desenfreno sexual, sino todo apetito o
deseo desordenado que se apodera violentamente del alma: cólera, celos, gula, avaricia,
sed de poder, orgullo y otros. Con frecuencia, los Padres estiman que las
pasiones son intrínsecamente malas. Ven en ellas enfermedades interiores, extrañas
a la verdadera naturaleza del hombre. No obstante, algunos adoptan una visión
más positiva y consideran las pasiones como impulsos dinámicos colocados
originariamente por Dios en el hombre y por consiguiente buenos, pero
desfigurados en ese momento por el pecado. En esta segunda y más sutil
perspectiva, "nuestro objetivo no es eliminar las pasiones, sino
reorientar su energía. La rabia incontrolada se transformará en una indignación
justificada. Los celos, llenos de desprecio, en un celo por la verdad; el
desenfreno sexual se convertirá en un eros puro. En efecto, se trata, de
purificar las pasiones y no de matarlas; deben ser educadas y no eliminadas.
Deben servir a fines positivos y no a fines negativos. No suprimamos,
transformemos.
Este
esfuerzo por purificar las pasiones ha de ser llevado a cabo simultáneamente en
el nivel del alma y en el del cuerpo. En el nivel del alma, las pasiones son
purificadas por medio de la oración, por la recepción regular de los
sacramentos de la penitencia y de la comunión, por la lectura cotidiana de la
Escritura, alimentando nuestro espíritu con pensamientos sanos, y por medio de
gestos de atención amorosa hacia el otro. En el nivel del cuerpo, las pasiones se
purifican ante todo por medio del ayuno y la abstinencia y con frecuentes
prosternaciones durante la oración. El hombre no es un ángel, sino una unidad
compuesta de cuerpo y alma. Por esta razón, la Iglesia Ortodoxa insiste en
valor espiritual del ayuno. Nosotros no ayunamos porque sea malsano comer o
beber. El alimento y la bebida son dones de Dios y debemos aprovecharlos con
placer y gratitud. Ayunamos, no por desprecio a estos dones divinos, sino para
mejor tomar conciencia de que verdaderamente son un don. Ayunamos para
purificar nuestra actitud hacia el alimento y la bebida y hacer de ellos no una
concesión a la gula, sino un sacramento y un medio de comunión con aquel que
nos los dispensa. Entendido así, el ayuno ascético no está dirigido contra el cuerpo
sino contra la carne. Su fin no es debilitar el cuerpo de una manera
destructora, sino una forma creadora de hacerle más espiritual. La purificación
de las pasiones conduce eventualmente, con la gracia de Dios, a lo que Evagrio
llama la apatheia, o "ausencia de pasión." Por este término entiende
no una condición negativa, como la indiferencia o la insensibilidad, por la que
no sentimos la tentación, sino un estado positivo de reintegración y libertad espiritual,
gracias al cual no cedemos a la tentación. La mejor forma de traducir la
palabra apatheia sería, sin duda, "pureza de corazón." Esto quiere
decir que se progresa de la inestabilidad a la estabilidad, de la duplicidad a
la simplicidad o a la unicidad del corazón, de la inmadurez de nuestros temores
y de nuestras sospechas a la madurez de la inocencia y de la confianza. Para Evagrio,
la ausencia de pasión y el amor está estrecha e íntegramente relacionada como
las dos caras de una medalla. El desenfreno impide el amor. Apatheia significa
que somos liberados del dominio del egoísmo y del deseo incontrolado, que nos
hacemos capaces de amar verdaderamente.
La
persona "sin pasión," lejos de ser apática, tiene un corazón que arde
amor por Dios, por los seres humanos y por toda la creación. San Isaac el Sirio
escribe: "Cuando un hombre con un corazón así se pone a pensar en las criaturas
y a mirarlas, sus ojos se llenan de lágrimas, pues su corazón se desborda con
una compasión extrema. Su corazón se enternece hasta tal punto que no puede oír
hablar de una herida o soportar el menor sufrimiento infligido a cualquier
criatura. Por eso, no deja de orar con lágrimas en los ojos incluso por los
animales irracionales, los enemigos de la verdad y los que la maltratan, para que
sean protegidos y reciban la misericordia divina. Reza también por las
serpientes con una compasión sin medida, que, naciendo en su corazón, lo
asemeja a Dios."
Al
Creador a través de la creación.
El
segundo de los tres grados del camino espiritual es la contemplación de la
naturaleza, sobre todo, la contemplación de la naturaleza en Dios, o la
contemplación de Dios en la naturaleza y a través de la naturaleza. Este grado
es un preludio del tercero: al contemplar las cosas que Dios ha hecho, el
hombre de oración es conducido a contemplar a Dios. Este segundo grado, la
physiké, o "contemplación de la naturaleza," no sigue necesariamente
a la praktiké, pero puede ser simultáneo con ella.
La nepsis
o vigilancia es la condición necesaria para la contemplación. Yo no puedo
contemplar la naturaleza o a Dios sin aprender a estar presente donde estoy, en
este momento presente, en este lugar presente. Detenerse, mirar, escuchar, es
el principio de la contemplación. La contemplación de la naturaleza comienza en
el momento en que abro los ojos, literal y espiritualmente, en el momento en
que empiezo a notar el mundo que me rodea, el mundo real, el mundo de Dios. El
contemplativo es aquél que, como Moisés ante la zarza ardiente (Ex 3:5), se
quita sus sandalias, es decir, se desembaraza de la torpeza del entorno
familiar y de la molestia y reconoce que el suelo en el que está es sagrado. Contemplar
la naturaleza es tomar conciencia de las dimensiones del espacio sagrado, del
tiempo sagrado. Este objeto material, esta persona con la que hablo, este
instante, son sagrados; cada uno es, a su manera, único, imposible de repetir y
por consiguiente adquiere un valor infinito. Cada uno es una ventana hacia la eternidad.
Al hacerme más sensible al mundo de Dios en torno mío, me hago más consciente
del mundo de Dios que está en mi interior. Al empezar a ver la naturaleza en
Dios, comienzo a ver mi lugar como persona humana en el orden natural de las cosas.
Empiezo a comprender lo que es ser microcosmos y mediador.
En los
capítulos precedentes hemos subrayado el principio teológico de esta
contemplación de la naturaleza. Todas las cosas están impregnadas y mantenidas
en la existencia por las energías increadas de Dios, convirtiéndose así en una
teofanía que revela su presencia. Todas las cosas encierran un principio
interior, su logos, implantado por el Logos creador. A través de estos logois,
entramos en comunión con el Logos. Dios está por encima y más allá de todas las
cosas.
Además de este principio teológico, la contemplación de la naturaleza requiere igualmente un principio moral. En el segundo grado, solamente podremos progresar en la medida en que hayamos andado el primer grado practicando la virtud y observando los mandamientos. Si nuestra contemplación de la naturaleza no está sólidamente anclada en la "vida activa," se limitará a una contemplación estética o romántica y no llegará a elevarse a la altura de lo que es auténticamente poético o espiritual, allí donde no puede existir percepción del mundo en Dios sin un arrepentimiento radical, sin la constante metanoia.
La
contemplación de la naturaleza tiene dos aspectos correlativos.
En primer
lugar, significa que apreciamos la esencia de las cosas, de las personas y de
los momentos particulares. Aprendemos a ver cada piedra, cada hoja, cada brizna
de hierba, cada rana, cada rostro humano en su realidad, en su carácter
distinto y en la intensidad de su ser propio. El profeta Zacarías nos pone en guardia:
"¿Quién menosprecia el día de los modestos comienzos?" (Za 4:10).
Ninguna cosa es admirable o despreciable, p es, siendo obra de Dios, tiene un
lugar propio en el orden creado. Solamente el pecado es malo e inútil, como
cualquier producto de una tecnología caída y culpable. Como ya hemos dicho, el
pecado no es, sin embargo, una realidad y los frutos del pecado, a pesar de su aparente
solidez y de su poder destructor, comparten la misma irrealidad.
En
segundo lugar, la contemplación de la naturaleza significa que vemos en las
cosas, personas y momentos, signos y sacramentos de Dios. Nuestra visión
espiritual nos permite ver las cosas en relieve, con todo el brillo de su
realidad específica, y verlas también como si fueran transparentes, pues, en
todo lo creado y a través de todo lo creado discernimos al Creador. Al
descubrir el carácter único de cada cosa, descubrimos también hasta qué punto
cada una está orientada hacia quien la ha creado.
No
debemos restringir la presencia de Dios en este mundo a objetos y situaciones
"piadosas," etiquetando el resto como "secular."
Consideremos todas las cosas como esencialmente sagradas, como un don de Dios y
un medio de entrar en comunión con Él. Esto no quiere decir que tengamos que
aceptar el mundo caído en sus propios límites, error desafortunado de algunos "cristianos
seculares" del mundo occidental contemporáneo. Todas
las cosas
son sagradas en su ser verdadero, en lo más íntimo de su esencia, pero nuestra
relación con la creación de Dios ha sido deformada por el pecado original y
personal, y no volveremos a descubrir este carácter sagrado que le es
intrínseco hasta que nuestro corazón haya sido purificado. Sin renuncia, sin
una disciplina ascética, no podemos proclamar la verdadera belleza del mundo,
por eso no puede existir verdadera contemplación sin arrepentimiento.
Contemplación
de la naturaleza quiere decir encontrar a Dios no solamente en todas las cosas,
sino en todas las personas. Cuando veneramos los santos iconos en la iglesia o
en nuestra casa, recordamos que cada uno de nosotros es un icono viviente de
Dios. "Lo que hacéis a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacéis"
(Mt 25:40). Para encontrar a Dios, no tenemos que dejar el mundo ni aislarnos
de nuestros hermanos ni lanzarnos a una especie de vacío místico. Por el
contrario, Cristo nos mira a través de los ojos de los que nos encontramos.
Cuando descubrimos su presencia universal, todos nuestros gestos hacia los
otros se convierten en oración.
Con
frecuencia se considera la contemplación como un don raro y sublime. Lo es,
naturalmente, en su plenitud. Pero cada uno de nosotros lleva en sí la semilla
de una actitud contemplativa. De ahora en adelante, yo puedo ir por el mundo
consciente de que el mundo es de Dios y que él está muy cerca de mí en todo lo
que veo y toco, y en todos aquéllos con quienes me encuentro. Mis esfuerzos
serán torpes e imperfectos, pero ya estoy en el camino de la contemplación.
Numerosas
personas que opinan que la oración sin imagen, la oración del silencio está más
allá de sus capacidades y para las que las frases familiares de la Escritura o
de los libros de oración acaban por hacérseles fatigosas y estériles, pueden
renovar su vida interior practicando la contemplación de la naturaleza. Al
aprender a leer la palabra de Dios en el libro de la creación descubriendo su firma
en todas las cosas, me doy cuenta de que frases muy conocidas de la Escritura
adquieren una nueva amplitud. Así es como la naturaleza y la Escritura se
completan.
"Donde
poses los ojos, encontrarás el símbolo de Dios; donde leas encontrarás sus
figuras. Fíjate en cómo la naturaleza y la Escritura están estrechamente unidas.
¡Alabanza a Ti, Señor de la naturaleza! ¡Gloria a Ti, Señor de la Escritura!" (San Efrén el Sirio).
Palabras
en silencio.
Cuando
más se pone un hombre a contemplar a Dios en la naturaleza, más cuenta se da de
que Dios está por encima y más allá de ella. Al encontrar la huella de lo
divino en todas las cosas, dice: "Esto también eres tú y sin embargo no
eres tú." Así, con la ayuda de Dios, llega al tercer grado de la vida
espiritual, donde no se conoce a Dios sólo a través de su obra, sino por una
unión directa e inmediata.
Para
efectuar la transición del segundo al tercer grado, los maestros espirituales
de la tradición ortodoxa nos aconsejan que apliquemos a la vida de oración la
vía de negación denominada aproximación apofática. La Escritura, los textos
litúrgicos y la naturaleza, nos presentan innumerables palabras, imágenes y símbolos
de Dios, y nos enseñan a darles su pleno valor y a servirnos de ellos en
nuestra oración. No obstante, estas realidades no pueden expresar la entera
verdad sobre el Dios vivo por lo que se nos anima a equilibrar nuestra oración
afirmativa o catafática con la oración apofática. "Orar es dejar de
lado los pensamientos," escribe Evagrio, definición muy incompleta de
la oración, pero que nos da una idea de la clase de oración que nos permitirá
acceder al tercer grado del camino espiritual. El que se esfuerza en alcanzar
la Verdad eterna más allá de todas las palabras y pensamientos humanos empezará
su espera de Dios en la paz y el silencio, no hablando ya de Dios ni a Dios,
sino escuchando simplemente. "Sabed que yo soy Dios" (Sal 45:10).
Esta
quietud o silencio interior se llama en griego hesychia. El que practica la
oración de quietud es un hesycasta. Por hesychia entendemos una concentración
sobre un fondo de paz interior. No se debe entender la quietud de una manera
negativa, como la ausencia de palabras y de actividad exterior, ya que es la
apertura del corazón humano al amor de Dios. Para la mayor parte de nosotros,
la hesychia no es un estado permanente. Al practicar la oración de quietud, el
hesycasta, se sirve también de otras formas de oración: oficios litúrgicos,
lectura de la Escritura, recepción de los sacramentos. La oración apofática
coexiste con la catafática y ambas se refuerzan mutuamente. La vía de la
afirmación y la vía de la negación no son una alternativa; son complementarias.
¿Cómo
callar y empezar a escuchar? Esta es la más difícil de todas las lecciones
sobre la oración. No sirve de gran cosa decirse: "No pienses," pues
la suspensión del pensamiento discursivo no se obtiene por medio de un simple
ejercicio de la voluntad. Nuestro espíritu exige que hagamos algo para
satisfacer su necesidad de actividad. Si nuestra estrategia espiritual es
enteramente negativa, si intentamos eliminar todo pensamiento consciente sin
ofrecer a nuestro espíritu otra actividad, tenemos grandes probabilidades de llegar
a un vago ensueño. El espíritu tiene necesidad de alguna cosa que lo mantenga
ocupado, permitiéndole superarse para alcanzar la paz. En la tradición
hesycasta ortodoxa, se recomienda la repetición de alguna oración muy breve,
"oración jaculatoria," casi siempre la oración de Jesús: Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy pecador.
Cuando
recitamos la oración de Jesús, se nos aconseja evitar, si es posible, toda
imagen o representación particular. "El novio está presente, pero no se le
ve" (San Gregorio de Nisa). La oración de Jesús no es una forma de
meditación imaginativa sobre los diferentes momentos de la vida de Cristo.
Dejando a un lado las imágenes, tratamos de concentrar nuestra atención sobre
las palabras. La oración de Jesús no es un hechizo hipnótico sino una frase
cargada de sentido, una invocación dirigida a otra Persona. Su fin no es la
relajación, sino la vigilancia. No es un sueño ligero, sino una oración muy
viva. No debe ser recitada de forma mecánica, sino con un objetivo interior,
vigilando que las palabras sean pronunciadas sin la menor tensión, sin
violencia, sin exagerada insistencia. El cordel que rodea nuestro paquete
espiritual debe estar tenso y no flojo, pero no tan tenso como para desgarrar
los bordes del paquete.
En la
recitación de la oración de Jesús, se distinguen tres registros o tres grados. Empieza con la "oración de los labios" u
oración oral. Luego se interioriza y se convierte en "oración del
intelecto," oración mental. Finalmente, el intelecto "desciende"
al corazón y se une a él. Entonces, comienza la "oración del corazón"
o más exactamente la "oración del intelecto en el corazón." En este registro,
se convierte en oración del ser entero. Ya no es algo que recitemos o digamos
sino algo que somos, pues el fin último del camino espiritual no es una persona
que dice su oración de vez en cuando, sino una persona que es oración
continuamente. La oración de Jesús comienza con una serie de gestos específicos
de la oración. Su finalidad es establecer en el que ora un estado de oración
constante, ininterrumpida incluso en medio de otras actividades.
Así, la
oración de Jesús empieza con una plegaria vocal, como todas las oraciones. La
repetición rítmica de la frase permite al hesicasta, en virtud de la
simplicidad de las palabras de que se sirve, avanzar más allá del lenguaje y de
las imágenes, hasta el corazón del misterio de Dios. De esta forma, la oración
de Jesús se desarrolla, con la ayuda de Dios, en lo que los escritores occidentales
llaman "oración de la atención amante," en la que el alma reposa en
Dios sin verse molestada por una constante sucesión de imágenes, ideas y
sensaciones. En el registro siguiente, la oración del hesycasta deja de ser el
fruto de sus propios esfuerzos y se convierte en lo que los escritores
ortodoxos llaman "espontánea" y los escritores occidentales
"infusa." Dicho de otra manera, deja de ser "mi oración" y
se convierte en la oración de Cristo en mí.
Sería
imprudente tratar de suscitar por medios artificiales, lo que es fruto de la acción
directa de Dios. Cuando invocamos el santo nombre de Jesús lo mejor es
concentrar nuestra atención en la recitación de las palabras, pues en nuestros
esfuerzos prematuros por acceder a la oración sin palabras, denominada oración
del corazón, podríamos acabar no orando en absoluto y encontrarnos sentados y
medio dormidos. Sigamos el consejo de san Juan Clímaco: "Limita tu
espíritu a las palabras de tu oración." Dejemos que Dios haga el
resto... A su manera. En su tiempo.
La unión
con Dios.
El método
apofático, reviste un carácter aparentemente negativo, pero resulta, en
definitiva, sumamente positivo. El hecho de dejar de lado pensamientos e
imágenes conduce no al asombro, sino a una plenitud que va mucho más allá de lo
que el espíritu humano puede concebir o expresar. El camino de la negación se
parece a la forma en que pelamos una cebolla o esculpimos una estatua. Cuando
pelamos una cebolla, quitamos una piel después de otra hasta que ya no existe
cebolla. El escultor que desbasta un bloque de mármol destruye con una
finalidad positiva. No reduce el bloque a un montón de guijarros, sino que, por
su acción aparentemente destructiva, extrae de él una forma inteligible.
Sucede lo
mismo, en un registro más elevado, con la apófasis: negamos para afirmar.
Declaramos que una cosa no es para poder decir cuál es. El camino de la
negación se convierte en "super afirmación." Estas palabras, estos
conceptos que dejamos de lado, son el trampolín desde el que nos lanzamos al
misterio divino. Tomada en su sentido total y verdadero, la teología apofática
nos conduce hacia una presencia y no hacia una ausencia, hacia una unión de
amor y no hacia el agnosticismo. Por eso, la teología apofática es mucho más
que un ejercicio puramente verbal en el que compensaríamos declaraciones
positivas con otras negativas. Su finalidad es conducirnos a un encuentro
directo con el Dios personal, que está mucho más allá de todo lo que podemos
decir de Él, sea positivo o negativo.
Esta
unión de amor que constituye el verdadero fin de la aproximación apofática es
una unión con Dios en sus energías y no en su esencia. Si recordamos lo que se
ha dicho con respecto al tema de la Trinidad y de la encarnación, es posible
distinguir tres clases de unión:
En primer
lugar, existe entre las tres Personas de la Trinidad una unión según la
esencia: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son "uno en esencia."
Esta unión no existe entre Dios y los santos. Aunque "deificados,"
los santos no se convierten en miembros adicionales de la Trinidad. Dios sigue
siendo Dios y el hombre sigue siendo hombre. El hombre se convierte en Dios por
la gracia, pero no se convierte en Dios en esencia. La distinción entre Creador
y criatura está atenuada por el amor mutuo, pero no queda abolida. Por cerca que
Dios esté de la persona humana, Dios seguirá siendo siempre "el
Absolutamente Otro."
En
segundo lugar, existe entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de
Cristo encarnado una unión "hipostática" o personal. Divinidad y
humanidad están tan estrechamente unidas en Cristo que constituyen una sola
persona, pertenecen a una sola persona; en la unión mística entre Dios y el
alma, hay dos personas y no una sola; digamos, para ser precisos, que hay
cuatro personas: una persona humana y las tres Personas divinas de la
indivisible Trinidad. Es una relación yo-tú: El "tú" sigue siendo
"tú," por próximo a él que esté el "yo." Los santos son
sumergidos en el abismo del amor divino, pero no son aniquilados.
"Cristificación" no significa aniquilación. En la eternidad, Dios es
"todo en todos" (1 Cor 15:28), pero Pedro sigue siendo Pedro, Pablo
sigue siendo Pablo y Felipe sigue siendo Felipe. "Cada uno mantiene su
propia naturaleza y su identidad, pero todos están llenos del Espíritu"
("Homilías de San Macario").
La unión
entre Dios y los seres humanos que él ha creado no es según la esencia, ni
según la hipóstasis, sino según la energía. Los santos no se convierten en
Dios, pero participan en las energías de Dios, es decir en su vida, en su
poder, en su gracia y en su gloria. Como ya hemos dicho, las energías no deben
ser "objetivadas," consideradas como un intermediario entre Dios y el
hombre, una "cosa," o un don que Dios concede a su creación. Las
energías son verdaderamente Dios mismo, no Dios como existe en sí mismo, en su
vida interior, sino Dios tal como se comunica él mismo por el amor que viene de
él. Quien participa en las energías de Dios encuentra a Dios frente a frente, a
través de una unión de amor directa y personal, en la medida en que un ser
creado es capaz. Decir que el hombre participa en las energías de Dios pero no
en su esencia, es decir que existe entre el hombre y Dios una unión, pero no
una confusión.
Tinieblas
y luz.
Para
referirse a esta "unión según la energía" que va mucho más allá de
todo lo que el hombre puede imaginar o describir, los santos se sirven de
paradojas y símbolos. El discurso humano está adaptado a la descripción de lo
que existe en el espacio y en el tiempo e, incluso en estos terrenos, no nos
proporciona una descripción exhaustiva. Cuando toca el infinito y lo eterno, el
discurso humano solamente puede contentarse con alusiones.
Los dos
principales "signos" o símbolos de que se sirven los Padres son las
tinieblas y la luz. No se trata, evidentemente, de decir que Dios es tiniebla o
luz; hablamos ahora en parábolas y analogías. Según su preferencia por uno u
otro "signo," los escritores místicos pueden ser clasificados en
"nocturnos" o "solares." San Clemente de Alejandría
(retomando las ideas del filósofo judío Filón), san Gregorio de Nisa y San
Dionisio Areopagita parecen preferir el "signo" de las tinieblas.
Orígenes, san Gregorio el Teólogo, Evagrio, las "Homilías de san
Macario," san Simeón el Nuevo Teólogo y san Gregorio Palamas se sirven
sobre todo del "signo" de la luz.
El
lenguaje de las "tinieblas" aplicado a Dios, encuentra su origen en
la descripción bíblica de Moisés en el monte Sinaí. Allí está escrito que
Moisés entró desde la "nube oscura en que estaba Dios" (Ex 20:21).
Resaltemos que en este pasaje no se dice que Dios es tinieblas; se dice que
mora en esta nube oscura. Las tinieblas no son ni la ausencia, ni la irrealidad
de Dios; son la incapacidad del espíritu humano para captar la naturaleza
íntima de Dios. La oscuridad está en nosotros y no en Él.
En la
base del lenguaje de "luz" se encuentra la frase de San Juan: "Dios
es luz y no hay tinieblas en él" (1 Jn 1:5). Dios se revela como luz
durante la transfiguración de Cristo en el monte Tabor, cuando "su rostro
resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la
nieve" (Mt 17:2). Esta luz divina, percibida por los tres discípulos en la
montaña y por numerosos santos durante su oración, no es otra que las energías
increadas de Dios. La luz del Tabor no es una luz física y creada, ni una luz
puramente metafórica, "de intelecto." Es inmaterial, pero no por ello
es una realidad objetivamente menos existente. Al ser divinas, las energías increadas
superan toda descripción humana, por eso al llamarlas "luz," caemos
inevitablemente en el lenguaje del "signo" y del símbolo. Sin
embargo, no se podría decir que las energías son simplemente simbólicas.
Sirviéndonos del término "luz" para referirnos a estas energías,
elegimos la palabra más apropiada, aunque nuestro lenguaje no podría ser tomado
al pie de la letra.
Aunque no
sea física, la luz divina puede ser percibida por el hombre a través de sus
ojos físicos, a condición de que sus sentidos hayan sido transformados por la
gracia divina. Sus ojos no ven la luz por su propio poder natural de
percepción, sino por el poder del Espíritu Santo que actúa en él.
"El
cuerpo es deificado al mismo tiempo que el alma" (San Máximo Confesor). El que ve la luz divina queda
totalmente impregnado de ella y su cuerpo resplandece por la gloria que contempla.
Él mismo se convierte en luz. Vladímir Losski no habla simplemente en metáforas
cuando escribe: "El fuego de la gracia, encendido en el corazón de los
cristianos por el Espíritu Santo, los hace brillar como cirios ante el Hijo de Dios."
Las
"Homilías de San Macario" afirman respecto a esta transfiguración del
cuerpo del hombre: "Lo mismo que el cuerpo del Señor fue glorificado
cuando se dirigió a la montaña y transfigurado en la gloria de Dios y en la luz
infinita, igualmente los cuerpos de los santos son glorificados y resplandecen
con una blancura fulgurante... "Les he dado la gloria que tú me has
dado" (Jn 17:22). Igual que se encienden numerosas lámparas con una sola
llama, así los cuerpos de los santos, al ser miembros de Cristo, deben ser lo
que Cristo es y no otra cosa... Nuestra naturaleza humana, transformada en el
poder de Dios, se convierte en llama y luz."
En las vidas de los santos occidentales u orientales, se encuentran con frecuencia ejemplos de glorificación corporal. Cuando Moisés desciende de la "nube oscura" que rodeaba el monte Sinaí, "su rostro brillaba y tenían miedo de acercarse a él"; "colocó un velo sobre su rostro," cuando habló a los israelitas (Ex 34:29-35). En los Apotegmas de los Padres del Desierto, se nos relata que un discípulo miró por la ventana de la celda del abba Arsenio y vio al anciano "como una llama." Del abba Pambo se decía que "Dios lo había glorificado tanto que nadie podía mirar su rostro, pues resplandecía de gloria." Catorce siglos más tarde, Nicolás Motovílov describe así una conversación con su starets San Serafín de Sárov: "Imaginad en el medio del sol, en el brillo más fuerte de sus rayos del mediodía, el rostro del hombre que os habla." "Que la oración sea tu criterio: si ella va bien, todo irá bien." (Obispo Teófanes el Recluso).
"Cuanto
más progresa el alma, más numerosos son los adversarios a los que debe hacer
frente. Bendito seas si el combate se hace más encarnizado cuando rezas. No
creas haber adquirido la virtud, mientras no hayas combatido por ella hasta
derramar sangre, pues hay que combatir el pecado hasta la muerte, según el
divino apóstol, resistiendo con todas las fuerzas. No permitas que tus ojos se
duerman o que tus párpados se cierren hasta la hora de tu muerte; combate sin
cesar si quieres gozar de la vida eterna." (Evagrio Póntico).
"Si
un hombre no se ofrece enteramente a la cruz con espíritu de humildad y de
pobreza, si no se deja pisar y despreciar, si no acepta la injusticia, el
desprecio y la burla, si no soporta todo eso con alegría por el amor del Señor
sin buscar una recompensa humana, como la gloria, la felicidad, los placeres,
la comida, la bebida y la ropa, no puede convertirse en un verdadero
cristiano." (San Marcos el Monje).
"Si quieres
salir victorioso, participa en el sufrimiento de Cristo en tu persona, a fin de
que puedas ser elegido para participar en su gloria. Si sufrimos con él,
seremos también glorificados con él. El intelecto no puede ser glorificado con
Jesús, si el cuerpo no sufre con él. Bendito seas si sufres por la justicia;
desde hace años y generaciones, el camino que va hacia Dios pasa por la cruz y
por la muerte. La vida que conduce a Dios es una cruz cotidiana. La cruz es la
puerta de acceso a los misterios." (San
Isaac el Sirio).
"Estar
"sin pasión," en el sentido patrístico y no en el estoico del término,
exige tiempo y esfuerzo. Esto requiere una vida austera, ayuno, vigilia,
oración, lágrimas de sangre, humillación, desprecio del mundo, crucifixión,
clavos, lanza en el costado, vinagre y hiel. Es ser abandonado por todos,
sufrir los insultos de los hermanos insensatos crucificados con nosotros, las
blasfemias de los que pasan... Y, luego, ¡la resurrección en el Señor, la
santidad inmortal de la Pascua!" (Padre
Teóklitos de Dionisiu).
"Reza
con simplicidad. No esperes encontrar en tu corazón un don de oración
extraordinaria. No te consideres digno de ello. Entonces, encontrarás la paz.
Sírvete de tu oración vacía, fría, seca, para alimentar tu humildad. Repite,
sin cesar: ¡No soy digno, Señor; no soy digno! Dilo tranquilamente, sin
agitarte. Dios aceptará esta humilde oración. "Cuando recites la oración
de Jesús, acuérdate de que lo más importante es la humildad, luego la facultad,
y no sólo la decisión, de mantener siempre el agudo sentido de las
responsabilidades hacia Dios, hacia tu padre espiritual, hacia los demás, hacia
todas las cosas. Isaac el Sirio nos
previene de que la cólera de Dios se abate sobre los que rechazan la cruz amarga
de la agonía, la cruz del sufrimiento activo, y que, a fuerza de buscar
visiones y gracias particulares de oración, se obstinan en querer hacer suyas
las glorias de la cruz. Dicen también: "La gracia de Dios viene por sí misma,
de forma repentina, sin que la veamos aproximarse. Viene cuando tu corazón está
limpio. Límpialo, pues, cuidadosa, diligente, constantemente. Bárrelo con la
escoba de la humildad." (Starets Macario de Óptino)
"El
intelecto exige absolutamente de nosotros, cuando cerramos todas sus salidas
por el recuerdo de Dios, una obra que pueda satisfacer su necesidad de
actividad. Es preciso, por lo tanto, darle al Señor Jesús como la única
ocupación que responde enteramente a su fin... Que en todo tiempo el intelecto,
se concentre en su santuario interior, de modo tan exclusivo sobre sus palabras
que no se desvíe hacia ninguna imaginación...Entonces el alma mantiene la
gracia misma que medita y que grita con ella: "¡Señor Jesús!" como
una madre enseñaría a su pequeño la palabra "padre," repitiéndola con
él hasta que en lugar del balbuceo infantil, ella lo haya llevado a la
costumbre de llamar distintamente a su padre, incluso en su sueño..." (San Diádoco de Fótice).
¿Qué
significa la entrada de Moisés en las tinieblas y la visión que tuvo de Dios?
El
presente relato parece estar en contradicción con la teofanía del comienzo;
entonces era en la luz, ahora es en las tinieblas donde aparece Dios. No
pensemos, sin embargo, que esto esté en desacuerdo con el desarrollo de las
realidades espirituales que consideramos. El Verbo nos enseña que el
conocimiento religioso es luz cuando empieza a aparecer; en efecto, se opone a
la impiedad que es tiniebla y ésta se disipa por el gozo de la luz. Pero cuando
el espíritu en su marcha hacia adelante llega por medio de una aplicación cada
vez más grande y perfecta a comprender lo que es el conocimiento de las
realidades y se aproxima más a la contemplación, más ve que la naturaleza
divina es invisible. Habiendo dejado todas las apariencias, no solamente lo que
perciben los sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, va más al interior
hasta que penetra, por su actividad, hasta lo Invisible y lo Incognoscible y
allí ve a Dios. “El verdadero conocimiento del que busca y su verdadera
visión consiste en comprender que Dios trasciende todo conocimiento tanto por
su incomprensibilidad como por la tiniebla." (San Gregorio de Nisa).
"En
la contemplación mística, el hombre no ve con su intelecto ni con su cuerpo. Ve
con el Espíritu. Conoce con certeza que mira de un modo sobrenatural una luz
que eclipsa a todas las demás. Sin embargo, no sabe con qué órgano ve esta luz.
Tampoco puede analizar la naturaleza de este órgano, pues los caminos del
Espíritu son insondables. San Pablo lo afirma cuando nos dice haber oído "cosas
que no está permitido a un hombre repetir" y haber visto cosas "que
no está permitido a un hombre ver": "¿Estaba en su cuerpo? ¿Estaba
sin su cuerpo? No lo sé" (2 Cor 12:3). Él mismo no sabía si era su cuerpo
o su intelecto quien las veía porque no percibe estas cosas por el camino de
los sentidos, aunque su visión fuera por lo menos tan clara como la que nos
permite ver los objetos que pueden ser percibidos por nuestros sentidos. Quedó "encantado"
por la misteriosa dulzura de su visión; fue transportado no sólo más allá de
todo objeto y de todo pensamiento, sino más allá de sí mismo.
"Esta
experiencia feliz, jubilosa, que le sobrevino a Pablo, permitió a su intelecto
entrar en éxtasis y lo forzó a cambiar totalmente, revistió la forma de la luz.
Una luz de revelación, una luz que no le reveló, sin embargo, los objetos que
perciben los sentidos. Una luz sin límites, sin fin, que lo rodeaba por todas
partes, se le apareció y brilló a su alrededor. Un sol infinitamente más
luminoso y más grande que el universo. Y él, Pablo, en medio de esta luz, se convirtió
en mirada. Así, más o menos, fue su visión." (San Gregorio Palamas)
"Cuando
el alma es considerada digna de entrar en comunión con el Espíritu a la luz de
Dios y cuando Dios hace resplandecer sobre ella la belleza de su gloria
inefable, haciendo de ella su trono y estableciendo en ella su morada, se
convierte por completo en luz, en rostro, en ojo, y no queda parte alguna de
ella que no esté llena de esos ojos espirituales de luz. No queda ninguna parte
de ella que esté en la oscuridad. Se convierte por entero en luz y
Espíritu." (Homilías de San
Macario).
Fuente: El Dios del Misterio y la Oración.
Obispo Kallistos Ware
Páginas 113-138
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