LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE (PARTE IV) POR ALEXEY ÓSIPOV

 



Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).

 Compartimos en esta entrada la Cuarta parte de las reflexiones sobre La Vida Después De La Muerte de Alekséi Ilich Ósipov,  profesor de la Academia Espiritual de Moscú.

Los temas a considerar en esta entrada son:

La Iglesia

La Forma Correcta De Rezar Por Los Difuntos

Sé Cristiano Por Lo Menos Durante Cuarenta Días

La Gehenna

¿Qué Nos Espera En El Juicio Final?

Jesús, El Salvador De Todos Los Hombres

¿Por Qué Cristo Descendió A Los Infiernos?

Del Pecado Capital Y El Hombre Justo

Bendecida y Santa Cuaresma.

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).

Jacobo Rave (C.O.P.S.)




LA IGLESIA

 

 El Apóstol Pablo escribió estas maravillosas palabras, que nos descubren la gran verdad: “[...] vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 27). Todos nosotros, los creyentes, formamos Su único organismo vivo, pero no un saco de garbanzos en el que estos se empujan y golpean unos a los otros haciéndose daño. Somos células (vivas, medio vivas, medio muertas) del Cuerpo de Cristo. Todos formamos un solo cuerpo. Y, en un solo cuerpo, el cambio de estado de cualquier órgano e incluso de cualquier célula repercute en todo el organismo, en cada una de las demás células. Todo está interconectado y es interdependiente en un organismo vivo. El mismo Apóstol escribe: “Y no puede el ojo decir a la mano: “¡No te necesito!” Ni la cabeza a los pies: “¡No os necesito!” (1 Co 12, 21).

Un día se me acercó un estudiante y me dijo que no podía asistir a clase porque le dolía una muela.

—¡Y qué! — le dije —, te duele la muela, no todo tú. ¿Qué más te da?

El estudiante me sonrió con acritud: —¡Nunca deja de bromear, Alekséi Ilích...!

En un organismo vivo, todas las células sienten la alegría y el sufrimiento y la comparten como si fuesen los suyos propios.

 

Esta es precisamente la respuesta a la pregunta: ¿Por qué y cómo puede ayudar espiritualmente una persona a otra, y especialmente a un difunto? Porque todos nosotros formamos un único organismo; y uno puede ayudar a otro exactamente por el mismo principio por el que cualquier célula viva y órgano del mismo organismo se ayudan entre sí. Si un ojo se queda ciego, el otro se esfuerza el doble. Si nos hemos hecho daño en una pierna, la otra asume su carga. Se trata de la ley natural del apoyo mutuo o, si lo prefieren, de la salvación mutua. ¿Cómo ayuda una célula a la otra? Dándole una parte de sí misma, sacrificando sus propias fuerzas, su propia salud, sacrificándose a sí misma. La más sana asume la función de las células enfermas y así les presta una ayuda real. Fíjense como los animales se ayudan con frecuencia los unos a los otros. Se trata de la ley Divina del amor, establecida en la naturaleza del mundo creado, aunque esté distorsionada y debilitada por el pecado del hombre. Esta ley de ayuda mutua preserva la vida no solo en el mundo natural, sino, ante todo, en el mundo humano.

¿Quién puede ayudar al otro? Naturalmente, el fuerte al débil; el rico, al pobre; el valiente, al pusilánime, y no al contrario. En una excursión, por ejemplo, cuando alguien se tuerce un tobillo, los demás asumen su carga. ¿Y quién lleva más peso que los demás? Evidentemente, el más fuerte. Repitamos, así es la ley de nuestra vida, que nos explica y revela el misterio de nuestras plegarias por los vivos y los muertos.

Otra pregunta: ¿Cómo y en qué ayudan nuestras oraciones a otra persona? ¿En que por el hecho de rogar a Dios Él se vuelve más misericordioso y más lleno de amor? No, por supuesto. Él es el absoluto, es decir, el Amor perfecto, por lo que no puede amar más o menos. El misterio de la ayuda a los difuntos por la oración consiste en que estas oraciones son un medio de purificación por encima de todo de nosotros mismos, de nuestra comunión espiritual con Dios. Solo por esto se convierten en una fuerza eficaz que ayuda al alma falta de voluntad del difunto a liberarse de las pasiones que la esclavizan. Es muy importante recordar que podemos ayudar espiritualmente a otro solo en la medida de nuestro nivel espiritual personal, que viene determinado por la labor de cumplimiento de los mandamientos de Cristo, la fuerza de la lucha con nuestras pasiones y la sinceridad del arrepentimiento. Es decir, la eficacia de nuestra oración por los demás está directamente condicionada al grado de nuestra pureza espiritual, que nos une a Dios. Ya que solo en Dios podemos unirnos espiritualmente con nuestros difuntos. Según sea nuestra pureza, el Señor liberará incluso el alma de los difuntos del ardor de las pasiones. Con nuestra oración efectiva y rigurosa de aquí, despertamos e insuflamos fuerzas a la carencia de voluntad del difunto para actuar allí. En esto consiste la ayuda que mediante la oración prestamos al difunto, y no en que estas oraciones, trabajo ascético (podvig) o buenas acciones ablanden a Dios de algún modo, satisfagan Su justicia o constituyan una redención de los pecados del difunto, como falsamente enseña el Catolicismo.

Precisamente en eso radica el gran valor de la Iglesia: en que, al ser el Cuerpo, el Organismo Divino y Humano de Cristo, y no una sociedad humana ordinaria, incluye en sí misma a todo el que cree y acepta el Bautismo con fe y lo convierte en su miembro, su célula. En virtud de ello, los bautizados se unen con todos los demás miembros de la Iglesia por la gracia vivificante del Espíritu Santo. La condición de miembro de la Iglesia confiere al hombre la capacidad, en la medida de su crecimiento espiritual, tanto de sentir las acciones espirituales de otros miembros de la Iglesia como, a su vez, de influir en ellas. Estas interacciones se expresan sobre todo en la oración. No obstante, hay que tener en cuenta que el cristiano solo reside en la Iglesia y la Iglesia reside en él en la medida en la que haya vivido según los mandamientos de Cristo y de esta forma haya comulgado con el Espíritu Santo (haya adquirido el Espíritu Santo, como decía San Serafín de Sarov). El grado en el que el cristiano resida en la Iglesia determinará la fuerza de sus oraciones. ¡Entonces nuestra oración no será la pronunciación de palabras y nombres vacíos, sino una fuerza efectiva!

LA FORMA CORRECTA DE REZAR POR LOS DIFUNTOS

Si allí fuese imposible cambiar el estado espiritual del alma, ¿con que objeto ha rezado la Iglesia por los difuntos desde el inicio mismo de su existencia? Y es que la Iglesia los conmemora constantemente, llama a la oración a todos los fieles y les enseña a rezar correctamente. La ayuda mediante la oración es especialmente importante durante los primeros 40 días después de la muerte de la persona, lo que tampoco significa que en días posteriores las plegarias sean innecesarias o inútiles. ¿Pero cómo debe ser la oración?

Para responder a esta pregunta cabe mencionar dos maneras totalmente distintas de enfocar la oración. Una es la oración sincera, de corazón, penitente, realizada tanto de forma individual como enlazada a un oficio divino determinado. La otra es la pronunciación de las palabras de la oración sin rezar.

Muy a nuestro pesar, la segunda es la que por regla general predomina en nuestra vida real, a causa de la ignorancia, la pereza y la autojustificación. Con frecuencia, lo que recibe el nombre de oración no es la acción de dirigirse a Dios —con atención, veneración y contrición del corazón— sino la de asistir al oficio divino celebrado por un sacerdote, y leer y cantar las palabras de la oración sin rezar. En consecuencia, las formas litúrgicas en sí siguen siendo para el hombre palabras huecas e inoperantes. Es muy importante recordar que nos engañamos a nosotros mismos cuando nos contentamos con el envoltorio verbal de la oración sin obligarnos a rezar. Todos sabemos cómo se puede, sin rezar, estar presente en el templo, escuchar el coro, soñar un poco, pecar en nuestros pensamientos, y volver a casa con la sensación del deber cumplido. Es famoso el incidente de cuando Iván el Terrible le preguntó a Basilio el Bienaventurado si había mucha gente en el templo, y este último respondió: “dos”, aunque el templo estaba lleno de asistentes. Resulta que solo dos personas rezaban. Los demás solo estaban presentes. El Señor acusó esta forma de rezar: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres.” (Mt 15,8).

Así pues, cuando una persona muere, a menudo sus familiares limitan la conmemoración al ritual externo: encargan panijidas, sorokousty (40 días), entregan listas de intercesiones por el difunto, encienden velas, donan dinero a los monasterios, a los templos, etc. Y si tienen mucho dinero, ¡lo donan a todos los monasterios y templos, a todos los popes y sus mujeres! Pero si no muevo un dedo por un familiar querido y no me abstengo, aunque sea un poco de la ira, la calumnia, la censura, la gula, etc., si no me obligo a confesarme y comulgar, a leer las palabras de Dios y de los santos Padres, a ayudar a los necesitados y enfermos, de poco servirán todas estas peticiones. Queremos “que haya atajo sin trabajo” (sobre nosotros mismos); sin realizar el menor trabajo ascético (podvig) en la lucha con nuestro propio hombre viejo, pretendemos reparar el hombre viejo que hay en el otro. ¡Y a esto lo llamamos conmemoración del difunto mediante la oración! En alguna parte alguien debería rezar por el difunto en mi lugar. ¿Pero rezan por ellos o solo los rememoran? San Teófanes responde con franqueza y pesar a esta pregunta: “Si ninguno [de los familiares] suspira con el corazón, los moleben serán palabras huecas, pero no habrá oraciones por la enferma. Lo mismo pasará con la Proscomidia y con la Liturgia... A quien oficia los moleben no se le ocurre lamentarse ante Dios con toda el alma por aquellos a quienes se está rememorando... Pero ¡¿dónde si no van a lamentarse por todos?!”[1].

Por eso “hacer” algo externa o aparentemente, sin la mínima atención a nuestra alma, sin oración, es la típica manifestación del paganismo. ¿Y qué dicen las Escrituras?: “Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado —cosas todas ofrecidas conforme a la Ley— [es decir externa y formalmente] no los quisiste ni te agradaron.” (Hb 10, 8). “Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias.” (Salmo 50 (51), 16-17). Es decir, Dios aceptará nuestros sacrificios, dones y conmemoraciones solo si nuestra alma y nuestro corazón están afligidos y arrepentidos, en caso contrario, no será benevolente: “Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, ¡la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar aquello.” (Mt 23, 23). Vean con qué amenaza nos advierte el Señor: “Ay de vosotros, hipócritas”, si os limitáis a pagar el “diezmo”, es decir, solo a los actos “externos”, y descuidáis aquello, es decir, no os dedicáis a la purificación del alma. Lo externo está bien solo cuando no se descuida aquello. ¿Pero ¿con qué podemos ayudar al difunto? Dios responde: con juicio (una actitud razonable y sensata, según enseña el Evangelio, en primer lugar, hacia la vida espiritual); misericordia, (magnanimidad hacia los pecadores, misericordia por los necesitados y perdón a quienes nos ofenden) y fe (una vida personal recta, el arrepentimiento personal y la oración personal).

Una pregunta esencial en alto grado: ¿Cómo hay que ayudar al difunto y rezar por él? Por cierto, los protestantes rechazaron las oraciones por los difuntos. En cambio, la Iglesia Ortodoxa afirma desde el mismo inicio de su existencia la necesidad de dicha oración y sostiene que el estado del alma, que después de la muerte se encuentra aprisionado por las ataduras de las pasiones de los demonios, se puede cambiar. Si no, ¿por quién insta la Iglesia a rezar? ¿Por los santos? No, por los pecadores, a quienes nuestras oraciones pueden ayudar a liberarse del apasionado demonio torturador. ¿Cómo? El Señor respondió esta pregunta directamente a los discípulos que no supieron expulsar al demonio: “Más este linaje no sale sino por oración y ayuno.” (Mt 17, 21). Con esto Él nos reveló la gran verdad, el misterio secreto: la liberación del hombre de la esclavitud de las pasiones y los demonios no solo requiere oración, sino también ayuno, por el cual se sobreentiende la abstención de la concupiscencia insaciable y apasionada del alma y del cuerpo, o cuando menos un mínimo esfuerzo de trabajo ascético (podvig). Como escribía San Isaac de Nínive: “Cualquier oración en la que el cuerpo no se ha esforzado y el corazón no se ha lamentado se considera un fruto prematuro del vientre materno, porque una oración así no contiene alma”[2]. Pero este ayuno es infrecuente, poca gente lo practica. (Véase más detalladamente en el siguiente capítulo).

Por eso Dios concedía el don de la expulsión de los demonios a muy pocos ascetas, y en ningún caso a cualquier sacerdote. ¡La ordenación no concede ni el don de obrar milagros, ni ningún poder sobre los demonios! Como vemos en el Evangelio, incluso los apóstoles fracasaron en su intento de expulsar al demonio por la simple pronunciación de oraciones. Algo similar, por no decir peor, sucede con los actuales otchityvatel o exorcistas (hechiceros), que sin haber vencido sus pasiones ni recibido de Dios el don del Espíritu Santo para expulsar a los demonios, se atreven a practicar un oficio tan terrible, ¡haciéndose pasar por magos! ¿Acaso resulta incomprensible una verdad tan simple? Que solo el que haya alcanzado la impasibilidad, es decir el que haya expulsado de sí a los demonios, es capaz de entrar en abierta batalla contra los demonios de las tinieblas sin ocasionar ningún daño al poseído ni a sí mismo. San Juan Casiano (s. V) desenmascara enfurecido a los insensatos encantadores: “Y quien desea gobernar sobre los engañosos espíritus, devolver milagrosamente la salud a los enfermos, o dar muestras ante el pueblo de presagios asombrosos, aunque invoque el nombre de Cristo, suele ser ajeno a Él, porque al ser orgullosamente altivo, no sigue al Maestro en su humildad... Por eso nuestros padres nunca llamaron bondadosos ni libres de la lacra de la vanidad a esos monjes que querían pasar por hechiceros”[3]. Y prosigue: “Nadie debe ser glorificado por los dones y los milagros de Dios... ya que con mucha frecuencia la gente de mente depravada y los enemigos de la fe expulsan a los demonios y obran grandes milagros en nombre de Dios”[4].

En los Hechos de los Apóstoles se habla providencialmente de los hechiceros que tanto antes como ahora se valían con insolencia de la fuerza de las palabras de las oraciones y el nombre de Jesús (como en la magia) para expulsar al demonio: “Pero el espíritu malo les respondió: “A Jesús le conozco y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?” Y arrojándose sobre ellos el hombre poseído del mal espíritu, dominó a unos y otros y pudo con ellos de forma que tuvieron que huir de aquella casa desnudos y cubiertos de heridas. Llegaron a enterarse de esto todos los habitantes de Éfeso, tanto judíos como griegos. El temor se apoderó de todos ellos [...].” (Hch 19,15-17). Esta es una advertencia muy seria a todos los sacerdotes de hoy que se dedican al exorcismo en contra de la enseñanza de los Santos Padres y de la Tradición milenaria de la Iglesia rusa[5], además de un triste ejemplo de cómo es posible tergiversar una oración usando sus palabras y sus formas externas e ignorando sus condiciones esenciales.

 Pero volvamos a la oración por los difuntos.

He aquí un asombroso suceso descrito en la antigua hagiografía de San Gregorio Magno, Papa de Roma (que vivió en el siglo VI, es decir antes del Cisma de Occidente). No rezaba por una persona cualquiera, sino por el emperador Trajano (+117), uno de los perseguidores más crueles de los cristianos, a causa de su ignorancia, y a la vez uno de los mejores gobernantes del Imperio Romano, por su sentido de la justicia y su preocupación por los pobres. San Gregorio, conmovido por uno de los actos del emperador (Trajano había defendido a una pobre viuda que se encontraba en una situación desesperada), empezó a rezar por él de manera intensa, con acompañamiento de trabajo ascético (podvig). Como resultado de ello se le reveló que su oración había sido escuchada. ¿Cómo hay que entenderlo? Si Trajano no solo no estaba bautizado, sino que perseguía a los cristianos. Pero esto es lo que se nos dice: “Que nadie se sorprenda cuando decimos que (Trajano) estaba bautizado, ya que sin estar bautizado nadie verá a Dios, pero el tercer tipo de bautismo es el bautismo por las lágrimas[6]. ¿Las lágrimas de quién? De San Gregorio. ¡Esta es la fuerza de la oración cuando se une al ayuno! “Aunque es un caso excepcional —explica el hieromonje Serafín (Rose)—, da esperanza a aquellos cuyos allegados fallecieron sin tener fe”[7]. Por cierto, San Marcos de Éfeso (s. XV), que luchó por la Ortodoxia contra los católicos, se refirió a lo sucedido con Trajano como a un hecho que no dejaba duda alguna de que: “Algunos de los santos que rezaron no solo por los fieles sino también por los impíos fueron escuchados y libraron a estos del sufrimiento eterno con sus oraciones. Es lo que hicieron, por ejemplo, la primera mártir Tecla por Falkonin y San Gregorio Magno, tal como se relata, por el césar Trajano”[8].

 

SÉ CRISTIANO POR LO MENOS DURANTE CUARENTA DÍAS

En particular, el difunto necesita esta oración sacrificial unida al esfuerzo del corazón y la renuncia a cierto placer durante los primeros 40 días. Por eso, si alguien quiere ayudar realmente a su hijo, hija, madre, marido, esposa, hermana o hermano —a quien ame sinceramente—, existe un remedio y está en nuestras manos: entrega una parte de tu alma, una pequeña parte de tu vida corriente espiritualmente pasiva. Realiza por lo menos un pequeño trabajo ascético (podvig). En la medida de tus posibilidades, vive estos 40 días en abstinencia del cuerpo, templanza de los sentimientos y continencia de los pensamientos, y oblígate a rezar y a leer la palabra de Dios. Intenta hacer las paces con tus enemigos. Haz el bien a los que te odian según disponen los mandamientos de Dios. Lucha contra tus pasiones, intenta no juzgar ni envidiar a nadie, no responder al mal con el mal, confiésate más a menudo y comulga con los Santos Sacramentos. Purifica por lo menos un poco tu alma, aunque sea durante un corto período de tiempo, y contrólate por el bien de la persona querida. Dite a ti mismo: “Intentaré ser cristiano y vivir de acuerdo con el Evangelio al menos durante estos 40 días”. Y es que a los amigos se les conoce en la desgracia y no en un banquete; y el amor se manifiesta con el sacrificio de uno mismo, con hechos, y no solo con listas de intercesión. Y cuanto más trabajes en tu propia alma —por lo menos durante esos 40 días— más eficaz para el difunto será tu amor por él. Entonces tus oraciones a Dios y tu caridad, tus listas y todo lo demás serán realmente beneficiosas para el difunto. Esta es la ayuda que necesita el familiar, allegado o persona querida.

La necesidad especial de la oración personal también se entiende por otros motivos. En el templo, por regla general, debido a la gran cantidad de difuntos que rememorar, al sacerdote le resulta prácticamente imposible rezar con toda su alma por cada uno de ellos, por lo que se limita a pronunciar (en voz alta o para sí mismo) los nombres de los difuntos y a separar partículas del pan eucarístico… No obstante, en primer lugar, nada puede sustituir a la oración, y si al pronunciarla la persona no reza, los demonios torturadores no temerán esta conmemoración.

En segundo lugar, “esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración y el ayuno.” (Mc 9, 29). Sin embargo, no resulta difícil entender lo raro que es encontrar a una persona de esta clase (sacerdote, monje o laico), que renuncie realmente a ciertas comodidades, diversiones, placeres e incluso a la simple rutina diaria de su vida para elevar una oración por su difunto, reforzada con cierto trabajo ascético (podvig). No obstante, esta es precisamente una de las condiciones para que la conmemoración eclesiástica sea efectiva. Ya que un oficio de conmemoración no es un acto mágico que, independientemente de la participación del sacerdote y del fiel en la oración, traiga el fruto de la salvación “por la realización del acto mismo” (exopere operato), como enseña el Catolicismo de manera tentadora y que nosotros, los ortodoxos, lamentablemente no rebatimos. Los Santos Padres afirman unánimemente que Dios no puede salvar al hombre sin la voluntad y coparticipación espiritual de este. Por eso, donde no haya oración personal y buena disposición a vivir de acuerdo con los mandamientos evangélicos, Él no puede ayudarnos, no puede oír una oración que no existe. La creencia de que en la conmemoración del difunto lo más importante es la extracción de la partícula del pan eucarístico y la pronunciación del nombre durante el Oficio Divino, en lugar de las oraciones de los fieles y del sacerdote que van unidas a ellas, es uno de los errores más extendidos y perniciosos. Es pernicioso porque nos deja, tanto a nosotros como a nuestros difuntos, sin Dios, sin fruto. San Juan Crisóstomo escribía: “... De nada nos servirá el Bautismo, la absolución de los pecados, el conocimiento, el sacramento de la comunión, el santo alimento, ingerir el Pan y el Vino, ni ninguna otra cosa, si no empezamos a llevar una vida honesta, estricta y ajena a cualquier pecado”[9].

A modo de ejemplo de actitud ortodoxa correcta (a diferencia de la pagana) con respecto a la oración por otra persona, me gustaría citar el siguiente caso. La hija de un sacerdote moscovita se rompió la pierna. Y él, pese a ser un hombre que no acostumbraba a beber, tomó la siguiente decisión: “No beberé ni una gota de vino hasta que no sane la pierna rota de mi hija”. Unió su oración al trabajo ascético (podvig), limitó sus exigencias carnales y se privó en parte de su agradable vida por la persona a la que quería. Esto fue una verdadera muestra de amor, un sacrificio real que, al purificarle, dio tanto a él como a su hija un fruto beneficioso, no solo corporal, sino incomparablemente mayor, un fruto espiritual.

Me gustaría volver a recalcar que, solo forzándonos a vivir según los mandamientos y a rezar, entramos en comunión con Dios, como escribía San Antonio el Grande, y en la medida de esta unión espiritual somos capaces de ayudar espiritualmente a otra persona. Y cuanto más pura sea nuestra alma, más puede cambiar el estado del alma del difunto, la cual con nosotros y a través de nosotros se une a Dios allí en la medida en que estemos unidos a Él aquí. Ya que en la oración se produce la unión espiritual de las almas humanas. Pero no se trata de una simple unión, sino de la unión en Dios. Por eso no hay que creer en las estúpidas fábulas que dicen que no se puede rezar por alguien, como si fuese algo peligroso. La oración siempre es provechosa. Atrae la misericordia de Dios hacia quien reza y beneficia indudablemente al difunto. Resulta de gran provecho encontrar un compañero de oración, otro asceta, cuando menos durante estos 40 días tan decisivos.

LA GEHENNA

¿Qué es la gehenna? ¿Qué tipo de tormentos se sufren allí? ¿Cuál es su sentido y su finalidad? Se trata de una pregunta que preocupa a muchos, y que ante todo está relacionada con la enseñanza de la Revelación de los tormentos eternos de los pecadores. Resulta difícil de entender, no solo porque aquello está cerrado por una cortina impenetrable para nosotros, sino también porque la eternidad no incluye en absoluto la noción de tiempo. (Ap 10, 6: “¡Ya no habrá dilación!”), y la consciencia humana, sumergida en la corriente del tiempo, es incapaz de imaginársela. El Apóstol Pablo, por ejemplo, fue arrebatado hasta el tercer cielo (2 Co 12, 2-4). ¿Dónde estuvo entonces? En la Eternidad. Y después regresó a la temporalidad. Allí el tiempo no existe, allí hay Eternidad, que no alude al tiempo infinito, sino a algo totalmente distinto. Lo único que sabemos es que parece que de la temporalidad se puede pasar a la Eternidad, y de la Eternidad, regresar a la temporalidad. Probablemente esto sea todo[10].

¿Qué contaba el Apóstol Pablo cuando volvió de la Eternidad? “[...] Oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2 Co  12, 2,4) (En lengua eslava suena de forma muy expresiva: “neizrechennie glaroly , verbos inenarrables”); es decir, oyó palabras imposibles de relatar a otro hombre. El lenguaje totalmente distinto de allí, aquí es completamente incomprensible, como si de repente alguien empezase ahora a hablar entre nosotros, por ejemplo, en etíope antiguo. Allí nada es como parece.

Por eso no tiene sentido razonar sobre lo que hay allí y sobre lo que es la eternidad. Con Su Evangelio, el Señor no revela al hombre los misterios del siglo venidero, sino que le ofrece el camino y los medios para entrar en el siglo donde el hombre verá todo “cara a cara” (1 Co 13,12). Las verdades dogmáticas se revelan solo en la medida en que resulta necesario para nuestra verdadera vida espiritual, y solo esto nos conduce al conocimiento de los misterios del otro mundo. Quien cree que entendemos o somos capaces de entender los misterios de la Trinidad del único Dios, la Encarnación, la Cruz de Cristo, etc., está totalmente equivocado. Todas las verdades cristianas reveladas por Dios son firmes puntos de referencia en el camino de la salvación, necesarios para el hombre en su vida espiritual. Es muy importante comprender que el Mensaje de Cristo es de carácter educativo y está dirigido exclusivamente a la transformación del hombre, a su deificación, y no a llenarle la mente de nueva información sobre el otro mundo. La realidad del otro mundo seguirá siendo siempre un misterio para el hombre terrenal.

Este carácter de la Revelación se extiende a todas las doctrinas religiosas, incluida la anunciación del paraíso y del infierno. La Palabra de Dios sobre los tormentos eternos era la extrema intensidad de la voz de Su amor, en su deseo de salvar al hombre del horror de los sufrimientos de la gehenna, lo que es totalmente comprensible: el amor no puede dejar de hacer todo lo posible para avisar y liberar al ser querido de los tormentos. Por eso muchos Santos Padres repiten las palabras del Evangelio: sí, a los justos aguarda el Reino de la alegría eterna, y a los impenitentes, el tormento eterno. Y así es. Ni siquiera se plantea la cuestión espinosa de cómo combinar la enseñanza cristiana sobre Dios Amor con la enseñanza de que este Amor da la vida a los que voluntariamente elegirán el mal y se someterán a los tormentos eternos. Aunque queda absolutamente claro que el Amor no puede hacer algo parecido, que aquí hay algo que no es exactamente así. San Isaac de Nínive fue firme al respecto: “Si un hombre dice que Él se reconcilia con ellos [pecadores] aquí, solo para torturarlos sin piedad allí... dicho hombre piensa de manera indeciblemente sacrílega sobre Dios... Tal hombre… Le difama”[11]. “El Señor misericordioso no creó criaturas racionales para someterlas sin piedad al dolor infinito, criaturas sobre las que incluso antes de su creación sabía en qué se convertirían tras la creación, y a quienes aun así Él creó”[12].

Y en la Revelación encontramos afirmaciones directas sobre la eternidad de los tormentos, y, al mismo tiempo, la enseñanza sobre su finitud y la salvación de todos hombres. Sobre lo último pueden citarse los siguientes pasajes de las Sagradas Escrituras:

 “Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes; el que no la conoce y hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos [...]” (Lc 12, 47-48).

“Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida.” (Ro 5,18).

 “[…] la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. El, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego.” (1 Co 3, 13-15).

“Cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo.” (1 Co 15, 28).

“Y murió por todos [...]” (2 Co 5, 15).

 “Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los creyentes.” (1 Тm 4, 10).

“Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres” (Tit 2 ,11).

 

Sobre esto mismo escribían muchos de los Santos Padres (véase más adelante), cosa que no tiene nada que ver con la apocatástasis de Orígenes, condenada por el Quinto Concilio Ecuménico, que hablaba sobre la repetida restauración de todas las cosas.

En el plano teológico-especulativo, esta cuestión no tiene una solución simple, lo que resulta sorprendente. Cualquier persona racional comprende que, si la razón humana se topa con fronteras insuperables incluso a la hora de conocer nuestro mundo visible, tanto más le ocurrirá a la hora de conocer la realidad del otro mundo. La vida futura es realmente un gran misterio.

Por eso la actitud más razonable respecto a esta cuestión es la humildad sincera ante dicho misterio. Nosotros no entendemos la eternidad, no conocemos ni el paraíso ni el infierno, no nos han revelado qué es el cielo nuevo ni la tierra nueva, no nos imaginamos la resurrección universal ni la vida en el nuevo cuerpo, etc., de modo que abandonemos el sueño de resolver esta ecuación con muchas incógnitas, inclinémonos con fe ante el amor y la sabiduría de Dios, creamos que en Dios no hay mentira, venganza ni recompensa, sino solo amor ilimitado y, por consiguiente, la eternidad corresponderá al estado espiritual de cada persona, a su libre autodeterminación. San Juan Damasceno era muy claro al respecto: “Y en el siglo venidero Dios dará bienes a todos, pues Él es la fuente del bien, sobre todos vierte la gracia, y cada uno comulga con el bien en la medida en la que se ha preparado para recibirlo”[13].

Las palabras de San Isaac de Nínive son aún más elocuentes y firmes: “Él [Dios] no hace nada por represalia, sino que tiene en cuenta el beneficio que se derivará de Sus acciones. Uno de estos [...] es la gehenna”[14].Si en la consciencia de nuestro Dios bondadoso no se hubiesen previsto el Reino y la gehenna desde la aparición del bien y del mal, las intenciones de Dios sobre estos no serían eternas; pero Él conocía la rectitud y el pecado antes de que estos se manifestasen. De esta forma, el Reino y la gehenna son consecuencias de la misericordia, concebidos en esencia por Dios en Su eterna bondad, y no consecuencia de la retribución o pago, aunque Él les diera el nombre de retribución”[15]. Ya que “donde hay amor, no hay represalia; y donde hay represalia, no hay amor”[16]. ¡Asombrosa respuesta a la complejísima pregunta de la escatología!

Por esto es por lo que existe la gehenna: ni como retribución, ni como castigo infinito, sino como el último recurso providencial del amor de Dios, que contempla el provecho que se derivará de Sus acciones. ¡Dios no creó la gehenna para atormentar eternamente al hombre, sino para salvarlo! ¡El Reino de Dios y la gehenna de fuego son consecuencia de la misericordia, no de la retribución! ¡El Señor misericordioso no creó seres racionales para someterlos sin piedad al dolor infinito! San Gregorio de Niza[17], hermano de Basilio el Grande, pensaba lo mismo. Sobre esto mismo se habla con gran firmeza en Pasjalnoe slovo (Palabra de Pascua).

Pero solo un tonto (perdonen la expresión) puede sacar la siguiente conclusión de similares afirmaciones:

¡Ah, los tormentos de ultratumba no son infinitos, vivamos aquí con toda clase de comodidades!

Escuchen con qué fuerza San Isaac de Nínive previene de tales frivolidades: “Seamos precavidos en nuestras almas, amados, y entendamos que, aunque la gehenna está sujeta a limitación, el sabor de la estancia en ella es horrible, y el grado del sufrimiento que se padece allí supera los límites de nuestro entendimiento”[18].

¿Quién aceptaría obtener una gran riqueza a condición de sufrir crueles torturas infligidas por sádicos? ¡Creo que nadie en su sano juicio! Cuando una vez, en una conferencia internacional, los representantes de la Federación rusa mostraron unas cintas de vídeo con grabaciones de torturas y monstruosas ejecuciones de nuestros prisioneros en Chechenia, muchos de los delegados no fueron capaces de soportarlo, se taparon los ojos y los oídos y salieron corriendo de la sala. Si era imposible hasta de ver, ¿cómo sería sufrir algo semejante? Efectivamente, por nada del mundo. Lo mismo sucede con la gehenna, aunque esté sujeta a limitaciones. Si por lo menos fuese posible mostrar qué sufrimientos esperan al hombre, cuando dentro de él se revelen en toda su fuerza las pasiones y empiecen a actuar, seguro que nadie querría “vivir con todas las comodidades, y luego que sea lo que tenga que ser”. ¡No, líbranos, Dios, ¡del más mínimo contacto con la gehenna!

La experiencia de la gehenna de las tinieblas de fuera, del “bien” fuera de Dios, aterra, aunque esté limitada “en el tiempo” y termine con la entrada en el Reino. El Apóstol escribe: “[…] la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego.” (1 Co 3, 13-15).

Se trata de una hermosa imagen que muestra que incluso el estado de salvación puede ser diferente. Para uno será con gloria y honor por el podvig de una vida justa, para otro, aunque se salve, será como quien pasa a través del fuego, ya que todo lo que ha hecho y no ha dado fruto espiritual ha resultado ser ruin y carente de sentido, paja quemada en la primera prueba por el fuego del Día de la eternidad (1 Co 3, 12). Miren lo que sucede con el hombre cuya obra de toda la vida se quema por completo.

De ahí puede entenderse por qué en las Sagradas Escrituras hay expresiones tan duras: “E irán éstos a un castigo eterno” (Mt 25, 46), “[...] mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera: allí será el llanto y el rechinar de dientes.” (Mt 8, 12), etc. ¿Por qué la Iglesia nos advierte con tanta persistencia sobre los tormentos eternos de los pecadores? Sí, el amor no puede dejar de hacer todo lo posible para salvar al ser querido de los sufrimientos. Por eso “¡Seamos precavidos en nuestras almas, queridos míos!”

¿QUÉ NOS ESPERA EN EL JUICIO FINAL?

Si bien combinación de palabras “Juicio final” no figura en las Sagradas Escrituras, la Iglesia la utiliza como la más adecuada para ese acontecimiento.

¿Qué significa este Juicio? No vayamos a creer que a lo largo de toda la historia de la humanidad Dios era únicamente amor y, ahora, solo justicia[19] ¡Nada de eso! San Juan Crisóstomo se pronunció con firmeza con respecto a la Justicia Divina hacia el hombre: “Si exiges justicia, entonces según la ley de la verdad nos deberíamos haber condenado en el acto desde el mismo principio”. Es poco razonable imaginar a Dios en ese Juicio como algo parecido a la diosa griega de la justicia, Temis, con los ojos vedados. Este último acto de la historia de la humanidad, que revela el principio de su vida eterna, se llama Juicio Final porque aquí “al toque de la trompeta final” (1 Co 15, 52) cada persona tomará su decisión definitiva: si estar con Dios, o alejarse de Él para siempre y quedarse “fuera” del Reino. Cristo seguirá siendo amor Divino inmutable incluso en el Juicio Final, y no violará la libertad de la voluntad humana.

Aquí es imprescindible recordar el importante cambio que se producirá en el hombre cuando termine su existencia en este mundo. Según la enseñanza de la Iglesia, después de la resurrección universal, el hombre vuelve a recibir un cuerpo y su naturaleza espiritual-corporal se restablece plenamente. Así, se le devuelve la voluntad de autodeterminación y, por consiguiente, la última oportunidad de convertirse a Dios, de renovarse espiritualmente y curarse por completo, a diferencia del estado del alma después de la muerte, que estaba completamente determinado por el carácter de su vida terrenal. De aquí es precisamente de donde proviene el miedo al Juicio Final, del hecho de que el hombre decide para siempre su destino eterno.

Ciertamente, es difícil imaginar que una persona que haya experimentado la gehenna, en la que era incapaz de liberarse por sí misma de los tormentos, elija el cautiverio anterior tras conseguir de nuevo la ansiada libertad en la resurrección. Pero esto es un misterio del otro mundo. Aunque si razonamos de manera terrenal incluso podemos comprender la terrible elección del infierno por parte de las personas semejantes al demonio. Puesto que un alcohólico no aceptará voluntariamente vivir entre abstemios, ni un libertino entre castos, ni un drogadicto entre sanos... Un ser con cualidades contrarias a Dios no podrá estar en un ambiente de amor Divino, pureza y santidad. Para una criatura con alma infernal, el Reino del Espíritu Santo será un infierno en máximo grado. Por este motivo San Juan Crisóstomo dice: “Por eso mismo Él [Dios] dispuso la gehenna, porque es bueno”[20]. La idea aquí es la siguiente: puesto que para una criatura sumida en el mal es insoportable estar con Dios, el Señor, en Su bondad, le da la oportunidad de estar fuera de Él en las “tinieblas de fuera” (Mt 8,12). Es decir, Dios, manteniendo intacta hasta el final la libertad de la criatura racional, le da prueba de su misericordia al concederle estar allí donde pueda y quiera, en la misma eternidad.

De esta forma es posible entender lo que sucederá en el Juicio Final: no la violencia cometida contra el hombre pecador ni tampoco la venganza por sus villanías terrenales. ¡No! Repitamos, Dios sigue siendo amor incluso en el Juicio Final. Y en el Juicio, el destino eterno de cada persona vendrá determinado por este Amor, de pleno acuerdo con las cualidades espirituales y la libertad de autodeterminación de la misma persona. No por casualidad decía San Isaac de Nínive: “Es inoportuna la idea que tiene el hombre de que en la gehenna los pecadores pierden el amor de Dios… Pero el amor actúa de dos formas por su fuerza: tortura a los pecadores… y regocija a los que cumplen con su deber”[21].

Posiblemente haya gente cuya obstinación les hará incapaces de soportar la humildad del amor de Dios. Y Dios no violará su libertad. Por eso las puertas del infierno solo pueden cerrarse desde dentro por sus propios moradores y no están selladas por el Arcángel Miguel con los siete sellos para que nadie pueda salir de ahí, aunque quisiera. Ya que el infierno, según San Macario el Egipcio, yace “en las profundidades del corazón humano”.

La idea de que la estancia de los pecadores, y del mismo diablo, en el infierno se debe a su libre “no quiero a Dios” aparece expresada en los escritos de muchos de los Santos Padres, entre ellos, San Clemente de Alejandría (+ 217), San Juan Crisóstomo, San Basilio el Grande (+379), San Máximo el Confesor, San Juan Damasceno, San Isaac de Nínive, San Nicolás Cabasilas (s. XIV) y otros.

“Dios concede el bien incluso al diablo, pero este no quiere aceptarlo “, escribe San Juan Damasceno. “Y en el otro mundo Dios da bienes a todos, pues Él es la fuente del bien, sobre todos vierte la gracia, y cada uno comulga con el bien en la medida en la que se ha preparado para recibirlo”[22].

Del mismo modo piensa San Nicolás Cabasilas: “Y la diferencia entre justos y impíos, no obstante hallarse en ataduras casi idénticas y estar sujetos a idéntica esclavitud, radica en que los justos sufrieron esta esclavitud y servidumbre con descontento, rezaron para que se desmoronasen sus prisiones y se rompiesen sus cadenas, y desearon que los cautivos hiciesen rodar la cabeza del tirano, mientras que a los impíos no solo no había nada que les pareciese extraño, sino que incluso hallaban contento en su servidumbre. Es lo que también sucedió en los bienaventurados días de la vida de Cristo: los que no aceptaron el Sol que brillaba en ellos intentaron por todos los medios extinguir sus rayos. Por eso los primeros se liberaron de la esclavitud del infierno cuando apareció el Rey, mientras que los otros permanecieron en sus ataduras[23].

Y sobre ello cabe decir con pleno convencimiento que en el Juicio Final se revelará con toda su fuerza y claridad a cada persona, independientemente de sus convicciones terrenales, toda la grandeza moral del podvig de la crucifixión de Jesucristo, Su conmovedora humillación por nuestra salvación y Su indescriptible amor. Como escribía el archimandrita Efrén (Moraitis), stárets de Athos: “En su Segunda Venida, Cristo nos mostrará los sufrimientos de su carne como prueba de su amor por nosotros”[24]. Y es difícil suponer que un Amor como este no nos toque, o más concretamente, no conmueva el corazón de los resucitados. Miren la fuerte impresión que causó la película de Mel Gibson, La Pasión de Cristo, a pesar de ciertas deficiencias. Aquí se revela ante cada uno de nosotros la misma realidad de la Cruz y toda la fuerza del amor del Resucitado, lo que sin duda determinará en gran medida la elección positiva que haga una gran cantidad de gente. Indudablemente, contribuirán a esta elección la experiencia de la vida terrenal, repleta de la ilusión soñadora de su eternidad, y la triste experiencia de los mytarstva, que han mostrado la “dulzura” real de las pasiones: los frutos de la vida sin Dios. Por eso mismo San Isaac de Nínive escribía: “El Reino y la gehenna son consecuencias de la misericordia, concebidas en esencia por Dios en Su eterna bondad, y no de la retribución”.

Así pues, en el Juicio Final terminará definitivamente el proceso de formación y autodeterminación de una persona. Tendrá lugar una especie de balance de resultados del camino espiritual del hombre no solo terrenal, sino de después de la muerte; es decir, de toda su existencia en estado caído. Aquí ante el amor Divino cada hombre resucitado pronunciará a Dios su “sí” o “no” definitivo. Por eso este Juicio es temible, y no porque Dios vaya a juzgar los actos humanos “de acuerdo con la máxima justicia”, por haber olvidado su amor. San Teófanes escribía: “Incluso en el juicio final, lo que exigirá el Señor no será tanto exigir para condenar, sino para absolver a todos. Y absolverá a todos, por pequeña que sea la posibilidad”[25].

 

JESÚS, EL SALVADOR DE TODOS LOS HOMBRES

 

San Isaac de Nínive escribía con plena convicción: “El pecador ni siquiera está en condiciones de imaginarse la gracia de su propia resurrección. ¿Dónde está la   gehenna que podría afligirnos? ¿Dónde están los tormentos que nos aterran de diversas formas y nos privan del gozo de Su amor? ¿Y qué es la gehenna en comparación con la gracia de Su resurrección, cuando nos saque del infierno, cuando lo perecedero se vuelva imperecedero, cuando restaure en la gloria al caído en el infierno? En lugar de retribuir al justo, retribuye a los pecadores con la resurrección, y a los cuerpos que han violado Su ley los reviste de la gloria perfecta de lo imperecedero. La gracia de resucitarnos tras haber pecado es una gracia superior; nos conduce a la existencia de cuando no existíamos”[26].

Estas palabras del Santo, de su famosa obra Slova podvizhnicheskie (Palabras ascéticas), que nunca han sido puestas en duda ni criticadas por ninguno de los Padres de la Iglesia Ortodoxa, incluida la Iglesia rusa, no dejan de asombrarnos. No es para menos: no es el justo, sino el pecador, el que no es capaz ni de imaginarse la gracia de su resurrección. Además, Cristo levantará en gloria al caído en el infierno; en lugar de retribuir al justo… le reviste de la gloria perfecta de lo imperecedero. San Isaac de Nínive está convencido de que la resurrección universal abole la gehenna: “¿Dónde está la gehenna que podría afligirnos a nosotros, pecadores?”, exclama.

Por supuesto, San Isaac de Nínive tuvo suerte de no vivir en nuestros tiempos. Hoy lo habría pasado bastante mal, al igual que otros santos como San Justino Mártir, San Gregorio de Niza, San Atanasio de Alejandría, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, San Efrén de Siria, San Anfilocio de Icono, San Epifanio de Salamis, San Juan Damasceno, San Máximo el Confesor, autores de muchos de los versículos del Octoeco y el Menologio, por su convicción de la posible salvación de los no cristianos, ya que los habrían calificado de herejes.

La pregunta sobre la salvación de los no ortodoxos —los heterodoxos y los ateos— es bastante candente y preocupa a muchísima gente, en particular a los recién llegados a la Iglesia. Es esencialmente simple:

—¿Entonces, ¿qué?

¿Solo se salvan los ortodoxos, y de los ortodoxos solo los justos, es decir una milésima o millonésima parte de la humanidad?

¿Y el resto se dirigirá al tormento eterno?

¿Acaso Dios no lo sabía cuándo creó al hombre?

¡¿Y aun así usted dice que Él es amor?!

¿Pero qué amor es ese? ¡No puede haber nada peor!

 

Duele escuchar tales reproches. Pero somos nosotros los culpables, cuando con nuestro desacuerdo o, peor aún, nuestro enfoque formal de algunas preguntas “espinosas”, damos pie a tales ideas o conclusiones, apartando de esa forma a la gente de Cristo.

¿Pero cómo podemos responder a esta pregunta que desconcierta a tantas personas y a la que incluso los Santos Padres responden de manera distinta? Unos sostienen sin rodeos que solo se salvarán los miembros de la Iglesia Ortodoxa y que para los que se encuentren fuera de ella la salvación no es posible. ¿Correcto? Correcto. En cambio, otros Santos Padres insisten en que Jesús es el Salvador de todos los hombres. ¿Correcto? Sí. ¿Entonces cuál es en definitiva la respuesta correcta?

 Voy a intentar ilustrarlo con un simple ejemplo. Dicen que durante la Segunda Guerra Mundial ocurrió en varias ocasiones que al derribar un avión el piloto caía sin paracaídas y… no solo sobrevivía, sino que también salía ileso. ¿Cómo? Esto sucedía en invierno. El piloto caía sobre una pendiente cubierta por un gran manto de nieve que le salvaba la vida. Pero, ¿acaso de ello se desprende que ahora debemos saltar sin paracaídas? No. Salvarse es posible solo gracias al paracaídas, pero, a veces, incluso sin. Aunque se trate solo de una analogía, da una idea del motivo por el que las respuestas de los Santos Padres a esta pregunta eran variadas.

La Ortodoxia indica el camino (correcto) de la vida (las leyes de la vida espiritual), designa con precisión su objetivo (la deificación del hombre en Cristo) y ofrece medios únicos de ayuda (los sacramentos). Las demás creencias indican otros caminos, medios y objetivos que, a menudo, no solo se diferencian de los ortodoxos en gran medida, sino que además desorientan totalmente al hombre.

¿Qué otros caminos nos ofrecen? Metafóricamente hablando, son los siguientes: para llegar de Moscú a San Petersburgo podemos pasar por Kiev o Vladivostok, ir en un avión de principios del s. XX pasando por Nueva York o atravesar el océano Pacífico en un bote solitario teniendo coordenadas poco claras del punto de destino. ¿Es posible llegar a “Petersburgo” por estos caminos y medios de transporte? Teóricamente sí, pero es muy fácil perderse y además es un camino difícil, peligroso, largo, y... y... y...

No obstante, desde el punto de vista de la Ortodoxia, la falibilidad de una u otra fe no da motivos para afirmar la ineludible condena de sus seguidores, ya que el destino final del hombre está oculto a la mirada terrenal. Como bien dice el refrán ruso, “el alma ajena es la oscuridad” (cada persona es un mundo), siempre será un misterio para nosotros. Miren la cólera con la que el Señor condenó a muchos de los más justos (=ortodoxos) según los patrones humanos, a muchos legistas, teólogos, obispos y sacerdotes que se consideraban mejores que los demás, que estaban orgullosos de su justicia y su ortodoxia, y que además despreciaban a los llamados pecadores. Y, al contrario, aceptó, absolvió e introdujo en las moradas del Paraíso a los pecadores que reconocieron sus pecados y se arrepintieron sinceramente. El primero en entrar al paraíso fue un claro malhechor, un ladrón. ¡Nadie dudaba de su desgraciado destino eterno, pero entró en el Paraíso solo porque, una vez en la cruz, reconoció desde el fondo del alma toda la vileza de sus acciones en el último instante de su vida y se arrepintió! Y, si sobre ello no hubiese informado el evangelista Lucas, ¿acaso se le hubiese ocurrido a alguien que este malhechor pudiese salvarse? Pero Juan el Apóstol escribe: “Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.” (1 Jn 2, 2). La fe ortodoxa excluye categóricamente tanto la indiferencia ante la verdad, como la hostilidad hacia la gente de otras convicciones. Por eso “No juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mt 7,1), pero tampoco se arriesguen a atravesar el océano embravecido de esta vida, sea sobre una tabla o a nado, preocupándose insensatamente por cómo creer y según los mandamientos de qué religión vivir; sino que busquen un barco seguro para salvarse. Y una vez encontrado, no deben enorgullecerse de esta benevolencia que Dios les ha mostrado ni tampoco juzgar a los demás, sino que deben compadecerles de todo corazón y ofrecerles el amor de Dios, recordando siempre las palabras del Apóstol: “A los de fuera Dios los juzgará” (1 Co 5, 13). No sabemos quién se salvará primero. Solo la Iglesia, con su pensamiento conciliar, puede decir quién se ha condenado y quién ha sido santificado. Nosotros debemos pensar en la salvación propia, y no juzgar a los demás.

Evidentemente, fuera de la Iglesia no hay salvación. ¿Qué quiere decir fuera de la Iglesia? ¿Podemos identificar sin reservas los límites canónicos, es decir, visibles, de la Iglesia, con la Iglesia como Cuerpo de Cristo? ¿Qué Iglesia Ortodoxa, la rusa o la de Constantinopla, siguió siendo la única Iglesia en la que la salvación es posible, cuando desde el 23 de febrero hasta el 16 de mayo del año 1996 cesaron entre ellas todas las relaciones eucarísticas (a causa de un problema jurisdiccional con Estonia)?

¿Y de qué modo y quién entra en la Iglesia? ¿Solo los bautizados en la Iglesia Ortodoxa? Entonces ¿cómo es que están en ella los justos del Antiguo Testamento y muchos de los mártires de Cristo que no tuvieron posibilidad alguna de recibir el Bautismo ni la Comunión? Estas preguntas requieren una respuesta.

Cuando los Santos Padres dicen que la salvación solo está en el seno de la Iglesia Ortodoxa, con ello no afirman que solo es posible entrar en la Iglesia a través del sacramento del Bautismo y que todos los que no lo hayan recibido en la vida terrenal, es decir la gran mayoría de la humanidad, se condenarán. Sabemos que actualmente hay más de seis mil millones de personas en el planeta, de los cuales solo 200 millones son ortodoxos (¿y cuántos de ellos son realmente ortodoxos?); todos los demás son no ortodoxos o, en su inmensa mayoría, no cristianos. ¿Se puede afirmar que Dios, sabiendo que tanto estos como los anteriores miles de millones de personas se condenarán, les dio la vida con el único objeto de someterlos a la tortura infinita? En relación con esto no puedo dejar de repetir las extraordinarias palabras, por su amor y su fuerza, de San Isaac de Nínive: “El Señor misericordioso no creó criaturas racionales para someterlas sin piedad al dolor sin fin. Las creó aun sabiendo en qué se convertirían después de la creación”[27].

He aquí lo que escriben otros santos en relación con este tema.

San Irineo de Lyon: “Cristo vino no solo por aquellos que creían en Él, sino por todos los hombres en general que... deseaban ver a Cristo y oír Su voz. Por eso en Su segunda venida a todos estos los ensalzará... los resucitará y los colocará en Su Reino primero”[28].

“Nos han enseñado —escribe San Justino el Filósofo y Mártir— que Cristo es el primogénito de Dios, y anteriormente declaramos que Él es la Palabra con la que comulgará toda la humanidad. Los que vivieron de acuerdo con la Palabra son cristianos, aunque se les consideró impíos. Así, entre los helenos están Sócrates, Heráclito y otros semejantes a ellos, y entre los bárbaros, Abraham, Ananías, Azarías, Misael, Elías y muchos otros”[29].

En otra parte dice: “Puesto que aquellos que hacían el bien universal, natural y eterno son de Su agrado, incluso ellos, como los justos que vivieron antes, Noé, Enoc, Santiago, y otros, en el momento de la resurrección se salvarán a través de Cristo nuestro Señor, junto a los que reconocieron a este Cristo como Hijo de Dios[30]. ¿Y cómo valorar a la luz de esta pregunta la historia bíblica en la que Dios manda al profeta Jonás al pueblo pagano de Nínive a predicar el arrepentimiento (Jon 1, 2)? “Los ninivitas creyeron en Dios: ordenaron un ayuno y se vistieron de sayal desde el mayor al menor.” (Jon 3, 5). Y Dios aceptó el arrepentimiento de los paganos: “¿Y no voy a tener lástima yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (Jon 4, 11). ¿Quién bautizó a los paganos ninivitas y en qué medida era Ortodoxa su fe para que Dios aceptase su arrepentimiento y les perdonase no solo aquí, sino también sin lugar a dudas, en la eternidad?

San Gregorio Nacianceno dice: “Así como muchos de los nuestros no lo son en realidad, alejados como están del cuerpo común por su modo de vivir, así, por el contrario, muchos de los que están fuera son nuestros, en tanto que anticipan la fe con su estilo de vida, y teniendo la cosa, solo les falta el nombre de cristiano”[31].  

Sobre lo mismo escribía también San Juan Damasceno: “Algunos dicen que Cristo salvó del infierno solo a los creyentes tales como los padres y profetas, jueces, y junto a ellos los reyes, los gobernadores locales y algunos otros del pueblo hebreo, pocos y bien conocidos por todos. A los que piensan así les responderemos que no hay nada inmerecido, milagroso ni raro en que Cristo salve a todos los creyentes, puesto que Él seguirá siendo un Juez justo, y nadie que crea en Él se condenará. Por lo tanto, el descenso a los infiernos de Dios y Señor debería haber salvado y liberado a todos de las cadenas del infierno, lo que sucedió por Su Providencia. Aquellos que se salvaron solo por la filantropía de Dios fueron, según creo, todos los que llevaban una vida pura y hacían toda clase de buenas obras, viviendo en la modestia, en la abstinencia y en castidad, pero que no adoptaron la fe pura y divina porque no se les enseñó, y quedaron en la ignorancia. A esos mismos el Señor y Administrador les atrajo, les atrapó con las redes divinas y les persuadió a creer en Él, iluminándoles con los rayos divinos y enseñándoles la luz verdadera”[32].

Por eso San Nektari Optinski consideraba que “se salvará incluso el hindú sencillo que cumpla, como sepa, Su voluntad y que crea en el Altísimo. Pero el que, aun conociendo el cristianismo, elija el camino del hinduismo, no se salvará”[33].

Uno de los santos ascetas y padres espirituales rusos más famosos del siglo XX, el obispo Afanasio (Sájarov + 1962) escribía: “Para mí lo más valioso es la ortodoxia. Ni siquiera puedo compararla con cualquier otra confesión o fe. Pero no oso decir que todos los que no profesan la fe ortodoxa se han condenado irremediablemente. La gracia del Señor es grande y grande es Su salvación”[34].

¿Qué significan las palabras del Apóstol Pedro: “¿Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato?” (Hch 10, 34-35), o las palabras del Apóstol Pablo, que decían que Cristo es el “Salvador de todos los hombres, ¿[principalmente] de los creyentes” (1 Ti 4,10)? O: “[...] gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío, primeramente, y también al griego; que no hay acepción de personas en Dios.” (Ro 2, 9-16). No hay duda de que ambos apóstoles hablan de la salvación no solo de los cristianos, sino también de todos los hombres que obren el bien en cualquier nación. Puesto que Dios no hace acepción de personas.

La respuesta principal a la pregunta quién se salvará, la da el Señor mismo: “Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra e l Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.” (Mt12, 31-32). Los Santos Padres entienden estas palabras unívocamente. La blasfemia contra el Espíritu Santo es la soberbia, el elogio de sí mismo, el encarnizamiento contra la justicia, la verdad y la consciencia. “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal, que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; ¡que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!” (Is 5, 20), proclamaba el profeta Isaías.

Generalmente los Santos Padres dicen: “No hay pecado que no pueda perdonarse, salvo el pecado del que no te hayas arrepentido”[35]. Pero mientras la soberbia reine en el hombre, este será incapaz de arrepentirse, y, por consiguiente, tampoco se salvará. Todos los demás pecados, incluso la negación de Cristo (“la palabra contra el Hijo del hombre”), si se cometen por ignorancia, por debilidad humana, a causa de una educación y enseñanza erróneas, etc., pero no están relacionados con la oposición consciente a la verdad y la justicia, serán perdonados; ya que aún queda la posibilidad de arrepentirse, el cambio espiritual, la rectificación.

En resumen, estas palabras de Cristo expresan la idea de que la posibilidad de salvarse, es decir, la posibilidad de convertirse en miembros del Cuerpo de Cristo, o sea de la Iglesia, existe para todos, incluidos los que no hayan recibido el sacramento del Bautismo durante su vida terrenal pero que no hayan blasfemado contra el Espíritu Santo. Esta posibilidad viene determinada por el hecho de que el don de la gracia del sacramento lo concede el Señor, no el sacerdote que administra los sacramentos. Es el Señor quien concede este don a los que son dignos de recibirlo, los pobres de espíritu (Mt 5,3). Así, Él concedió la gracia del Bautismo al buen ladrón, a los justos del Antiguo Testamento y a muchos otros. Pero, ¿por qué camino pueden estos entrar en la Iglesia?

 

¿POR QUÉ CRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS?

 

La Palabra de Dios y los Santos Padres responden con precisión a esta pregunta. El Apóstol Pedro escribe: “Cristo... En el espíritu... fue también a predicar a los espíritus encarcelados” (1 Pe 3,19). Esta prédica del Salvador no iba solo dirigida a los justos (naturalmente, no bautizados), sino también a los “en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios”, a los que perecieron en el diluvio, en los días en que Noé construía el Arca (1 P 3,19-20), a “los muertos” (1 P 4,6) y a todos los difuntos desde los principios de la existencia humana y hasta su fin.

Según la doctrina de la Iglesia, el infierno, como cárcel cerrada, dejó de existir por la Resurrección de Cristo. Se destruyeron “los grilletes infernales”. En consecuencia, en los Maitines del Viernes Santo se oyen estas palabras: “Sobre la Cruz, Oh Señor, has rasgado el manuscrito de nuestra condena, y con tu muerte has encadenado al tirano que allí reinaba, salvando a todos de la muerte con Tu resurrección…”. El Sábado Santo: “Reina el infierno, pero no es eterno para el linaje de los hombres…”. Esta misma idea se encuentra en muchos textos del oficio divino del Octoeco, el Triodo, Pentecostés, Cuaresma, etc. Como cantamos en Pascua, Cristo “dio muerte a la muerte”, “por su muerte venció a la muerte” y “destrozó con su muerte el dominio de la muerte”.

Y con qué rotundidad se describe la victoria de Cristo sobre el infierno, los tormentos eternos y la muerte en la famosa palabra de Pascua: “Que nadie tema la muerte, porque la muerte del Salvador nos ha liberado. Él destruyó la muerte cuando esta lo contuvo; Aquel que descendió al Hades lo saqueó y le hizo probar la amargura al tomar su Cuerpo…”[36]. “¡Oh muerte!, ¿dónde está tú poder? ¡Oh Hades!, ¿dónde está Tu victoria? Cristo resucitó y fuiste aniquilado. Cristo resucitó y fueron arrojados los demonios. Cristo resucitó y los ángeles se regocijaron. Cristo resucitó y reinó la vida. Cristo resucitó y en los sepulcros no quedó ni un muerto”. El contexto de las palabras está muy claro: evidentemente, las palabras “en los sepulcros no quedó ni un muerto”no hablan solo de la resurrección del cuerpo, tras la cual a los pecadores les esperan infinitos tormentos, sino también de la resurrección espiritual que abre al hombre las puertas de la vida eterna en Dios: Él vació el infierno, al descender al averno.

San Epifanio de Salamis expresa esta idea de forma prácticamente literal: “Nuestra vida es…(Cristo), Él, que sufrió por nosotros para liberarnos de las pasiones, que murió en carne para dar muerte a la muerte y destruir su poder, que descendió a los infiernos a fin de romper los inflexibles cerrojos. Al hacerlo, Él sacó las almas prisioneras y vació los infiernos[37].

San Anfilocio de Icono piensa de modo similar: “Cuando bajó a los infiernos, devastó sus sepulcros y vació sus depósitos... todos fueron liberados... todos corrieron tras Él... la luz comenzó a brillar y las tinieblas se disiparon. Pues se podía ver a todo prisionero divisando la libertad y a todo cautivo regocijándose por la resurrección[38].

En la misiva de Pascua, San Atanasio el Grande dice: “Él es Quien antaño liberó al pueblo de Egipto, y al final a todos nosotros, o, mejor dicho, liberó a toda la estirpe humana de la muerte y la sacó del infierno”[39].

San Juan Crisóstomo, hablando de los calabozos infernales, expone esta idea de la siguiente forma: “Eran realmente oscuros, hasta que el Sol de la justicia descendió allá, los iluminó y convirtió el infierno en cielo. Pues donde está Cristo, ahí está el cielo[40]. Esta idea sobre la posibilidad de salvación de todos los habitantes del infierno, repetida reiteradamente por el primer jerarca de Constantinopla, fue el pretexto por el cual San Juan fue acusado de origenismo por el arzobispo Teófilo de Alejandría en el “Concilio bajo el Roble” (año 403). No obstante, la doctrina del Santo no incluye ideas origenistas sobre la rotación circular del universo ni sobre la preexistencia de las almas, sino que confirma la gran verdad: la plena y definitiva victoria sobre el mal de Cristo, que convirtió el infierno en cielo.

San Efrén de Siria no duda de que “en la voz de Dios [durante el descenso de Cristo a los infiernos en Sábado Santo, [Alekséi Ósipov] el infierno recibió el aviso de prepararse para Su siguiente voz [en la segunda venida, Alekséi 100 Ósipov], que lo abolirá por completo”[41].

Incluso San Ignacio (Brianchanínov), que expresó su firme convicción de que solo existía la posibilidad de salvarse en la Ortodoxia, escribía: “Privados de la gloria del cristianismo, no se les priva de la otra gloria que obtienen en la creación: la de ser la imagen de Dios[42]. Está claro que el Santo no podía hablar de la gloria de los eternos tormentos del infierno.

San Máximo el Confesor, al explicar las palabras del Apóstol Pedro (1 P 3, 18-21; 4, 6) sobre el descenso de Cristo a los infiernos, escribía: “…Las Escrituras llaman “muertos” a los fallecidos antes de la venida de Cristo, por ejemplo, los que vivieron durante el Diluvio en tiempos de la construcción de la Torre de Babel, en Sodoma y en Egipto, y a otros que recibieron diversos castigos y sufrieron terribles desgracias por las condenas divinas en distintas épocas y por diferentes medios. Estas personas recibieron castigo no tanto por no conocer a Dios, como por las ofensas que se infligieron los unos a los otros. Según San Pedro, fue a ellos a quienes se anuncia el sermón de la salvación — cuando ya habían sido condenados en carne según los hombres, es decir que percibieron a través de la vida en la carne el castigo por los crímenes que cometieron unos contra los otros— para que viviesen en espíritu según Dios, es decir para que estando en el infierno aceptasen el mensaje del conocimiento de Dios y creyesen en el Salvador, que descendió a los infiernos para salvar a los muertos [43].  Es obvio que las palabras “que descendió a los infiernos para salvar a los muertos” no hablan de la salvación de los justos, sino de los espiritualmente muertos, es decir tanto de aquellos pecadores como los de los tiempos posteriores que estando en el infierno y habiendo comprendido el sermón del conocimiento de Dios tendrán la posibilidad de vivir en espíritu según Dios.

En su obra Slovo v Velikuiu subbotu (Palabra en Sábado Santo), San Inocencio (Borísov) hace referencia al mismo pasaje de la epístola del Apóstol Pedro y llega a la conclusión de que el objetivo del descenso de Cristo a los infiernos fue sacar de ahí no solo a los justos del Antiguo Testamento (tanto judíos como de otras naciones), sino también a las “almas más testarudas”. Esto es lo que dice:

“¿Cuál fue el tema del sermón en los infiernos? El apóstol no lo expresa directamente. Pero, ¿qué otro tema podría ser el del sermón del Salvador salvo el de la salvación? La finalidad del asunto también indica su esencia. Y la finalidad del sermón en los infiernos para las almas más testarudas como los coetáneos de Noé debía ser, según atestiguaba el Apóstol, que “los condenados en carne según los hombres” (en tiempos del Diluvio) “vivan (tras la Buena Nueva de Cristo) en espíritu según Dios”. (1 Pe 4, 6). Aquellos que renacieron en espíritu ya no pudieron ser abandonados entre las moradas de la muerte, y el Vencedor de la muerte, habiendo descendido Solo a los infiernos, tuvo que llevarse a muchos con Él. Si alguien pusiese en duda su fe plena en el infierno, arguyendo que en este caso Él “destruyó a los muertos que habían reinado desde el principio de los tiempos”, no puede poner en duda el testimonio de la Iglesia, que celebra que con el descenso del Divino Esposo a los infiernos “los reinos del infierno fueron extenuados”[44].

¿Cómo entender todas estas palabras de los santos? ¿Solo como poesía y hermosa lírica difundida de hecho entre un pequeño círculo de elegidos, o como la realidad de la nueva vida que el Salvador ha dado a la humanidad? Es evidente que todas estas palabras hablan con toda precisión de que, por la victoria de Cristo, no solo los que han vivido rectamente, sino incluso los muertos que desobedecieron a Dios, fueron y serán liberados del infierno. Todos ellos, habiendo atravesado en él la prueba de fuego de las pasiones, recibieron y recibirán al Salvador, recibirán el don de la gracia del Bautismo y, de esta forma, al convertirse en miembros de la Iglesia de Cristo, se salvarán. Esta plena victoria sobre el infierno y la muerte está plasmada dogmáticamente en el antiguo icono ruso de la Resurrección, donde Cristo ha destruido el infierno tras haber descendido a él.

Pero el descenso de Cristo a los infiernos es un acto intemporal. Desde ese momento histórico, Cristo fue accesible a todos los que allí descienden. Por eso, ante los que en su vida terrenal no pudieron creer en la venida de Cristo por motivos objetivos y recibir aquí el sacramento del Bautismo, se abre como vemos la posibilidad de, por las oraciones de la Iglesia, entrar en ella desde allá a través de la humanidad del Antiguo Testamento por el bautismo de fuego, como manifestó con prudencia San Gregorio Nacianceno: “Es posible que allí sean bautizados con fuego, con ese último bautismo —el más difícil y largo—, que engulle la materia como si de paja se tratase y consume la ligereza de todo pecado[45]. Y explica: “Algunos ni siquiera tienen la posibilidad de recibir el don [del Bautismo], quizás por su minoría de edad o por cualquier confluencia de circunstancias ajena a ellos por la que no puedan recibir los dones... estos que no fueron bautizados no serán ni glorificados ni castigados por el justo Juez, pues a pesar de no llevar Su sello, no han obrado mal... Pues no todo... lo que no es digno de honor es digno de castigo”[46].

 Esta concepción del descenso de Cristo a los infiernos difiere por principio de la doctrina de la Iglesia Católica, que ve en el sermón del Salvador en el infierno la acusación a los pecadores por su falta de fe y su maldad (Tomás de Aquino). Al mismo tiempo, cabe señalar que algunos Santos Padres, por ejemplo, San Macario el Egipcio escribía de manera inequívoca: “[...] así, los que concibieron en su corazón el pecado y engendraron a hijos ilegítimos no pueden eludir en este día [del Juicio Final] el fuego temible que todo lo devora, sino que tanto sus almas como sus cuerpos serán condenados juntos”[47].

Otros santos coinciden tanto en lo referente a la completa destrucción del infierno, como en lo referente a los eternos tormentos de los pecadores, lo que evidentemente dependía del parecer sobre el provecho espiritual que tenía cada oyente en concreto. Así, San Efrén de Siria, que afirmaba que Dios destruirá por completo el infierno, escribía todo lo contrario: Él “elevará los justos al cielo y a los impuros los arrojará a la gehena[48].

San Juan Crisóstomo, que decía que el descenso de Cristo convirtió el infierno en cielo, predicó en otro lugar: “Pues hasta los pecadores deben revestirse de inmortalidad, no para la gloria, sino para tener allí un compañero eterno de tormentos”[49]. Es decir, como vemos, la doctrina de los Santos Padres sobre el destino eterno de la humanidad no es unívoca.

 ¿Cómo explicar las obvias diferencias existentes en los escritos de los Santos Padres, e incluso a veces en las obras de un mismo Padre? N. Berdiaev (+1948) explicó con claridad la razón principal cuando afirmó que el problema del infierno “es un misterio extremo que no admite racionalización[50].

Pero el cristianismo no tiene como objetivo descubrir ese misterio, ya que es imposible para el hombre y en gran medida poco útil.

Imposible porque el mundo de la eternidad es totalmente distinto y no puede expresarse con nuestro lenguaje. Así lo mostró el Apóstol Pablo, quien, habiendo sido arrebatado al tercer cielo, solo dijo que “oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2 Co 12,4).

No es útil ya que el conocimiento del futuro puede paralizar totalmente la libertad de la persona en la parte más importante de su vida: la moral y espiritual. Es fácil imaginar cómo cambiaría nuestro comportamiento si de repente conociésemos la fecha y hora exactas de nuestra muerte. Conocer el futuro ata con cadenas de acero el comportamiento del hombre que no se ha liberado de sus pasiones y debilidades. Dios no revela este misterio precisamente para que la gente siga siendo plenamente libre en su vida espiritual y moral, libre ante todo de decidir la cuestión principal: si tiene fe en Dios y en la vida eterna de la persona o fe en su muerte eterna. Ya que la fe en una cosa o en la otra es el indicador más fiel de la naturaleza de las necesidades espirituales de una persona, su orientación y su pureza. Por eso Cristo le dijo al apóstol Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.” (Jn 20,29).

Podemos presuponer otras causas de las diferentes opiniones de los Santos Padres sobre el misterio del siglo venidero.

Por un lado, hablaban de la eternidad de los tormentos porque:

1. Porque simplemente creían en ello, sin plantearse ninguna pregunta;

2. Porque como se negaban a responder a esta pregunta de gran complejidad, citaban famosas palabras del Evangelio sin dar explicaciones;

3. Por amor, para mantener a la gente alejada de una vida de pecado y de las posteriores torturas de la gehenna (aunque no fuesen eternas);

4. Porque como identificaban los límites canónicos de la Iglesia terrenal con la Iglesia del Cuerpo de Cristo, consideraban en particular el Bautismo aquí como un requisito incondicional para salvarse.

Por otro lado, los Santos Padres escribían sobre la posibilidad que tenían de salvarse los que no eran cristianos e incluso toda la humanidad, ya que:

1. No encontraban otra respuesta a la pregunta: ¿Por qué Dios Amor da la vida a los que elegirán el camino del mal y padecerán eternamente sufrimientos infinitos?

2. Al conocer el amor Divino no podían imaginarse que las criaturas de Dios padeciesen eternos tormentos;

3. El hecho de que los justos del Antiguo Testamento, el buen ladrón, muchos de los mártires, etc. que no recibieron aquí el sacramento del Bautismo se salvasen, según indica la enseñanza de la Iglesia, atestigua que las fronteras de la Iglesia son más amplias que sus límites canónicos terrenales y que, por consiguiente, recibir el don del Bautismo y entrar en el Cuerpo de Cristo (Col 1, 24) también es posible allí.

4. Los Santos Padres no veían ninguna contradicción en esta concepción de la enseñanza de Cristo.

De esta forma, la enseñanza sobre la destrucción total y definitiva de la eternidad del infierno por la Resurrección de Cristo figura en las obras de San Gregorio de Nisa y San Gregorio Nacianceno, San Atanasio de Alejandría, San Juan Crisóstomo, Efrén de Siria, San Epifanio de Salamis, San Anfilocio de Icono, San Isaac de Nínive, San Máximo el Confesor y otros Santos Padres, así como en numerosos textos de oficios divinos (sobre todo los de Pascua y Domingo de Resurrección). No se trata de la opinión particular de uno o dos Santos Padres, sino de la enseñanza tanto de la Iglesia Ortodoxa, como de los Santos Padres que afirmaban lo contrario.

También cabe recordar que en el Quinto Concilio Ecuménico (553), que condenó el origenismo, ninguno de los Santos Padres alzó la voz para catalogar de hereje a San Gregorio de Nisa, uno de los portavoces más conocidos de la doctrina de la salvación universal. Asimismo, en el Sexto Concilio Ecuménico (680), el santo de Nisa junto con San Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo, cuyas ideas (y en parte el pensamiento doble) sobre esta cuestión eran bien conocidas por los Padres del Concilio, no solo no fueron condenados, sino que fueron especialmente distinguidos en calidad de santos elegidos. En el Séptimo Concilio Ecuménico, (787) San Gregorio de Nisa fue incluso nombrado “Padre de los Padres”. Para nuestros tiempos resulta especialmente instructivo el hecho de que los Padres que consideraban errónea la enseñanza de San Gregorio sobre la salvación universal nunca le catalogaron de hereje, ni a él ni a sus seguidores. Al respecto cabe señalar que los Santos Padres de ambas líneas de pensamiento estaban plenamente unidos y de acuerdo en que lo que determina el mejor destino eterno de cada persona es su estado espiritual, puesto que Dios es amor.

 

DEL PECADO CAPITAL Y EL HOMBRE JUSTO

 

¿Recuerdan qué decisión tomó el Sanedrín, la corte suprema judía, cuando Cristo resucitó a Lázaro en el cuarto día y todos comprendieron que Jesucristo era el Mesías prometido por Dios? ¡Matar también a Lázaro! He aquí un ejemplo histórico del ensañamiento satánico contra la Verdad y de blasfemia contra el Espíritu Santo. Sin embargo, el hombre no llega a este estado por casualidad ni de repente.

 Podemos pensar: ¡qué malvados son estos fariseos judíos, escribas, sacerdotes, obispos y primeros sacerdotes que crucificaron a Cristo! Nosotros los cristianos nunca haríamos tal cosa. Pero reflexionemos, ¿cómo se volvieron ellos “así”? Se trata de una cuestión muy seria cuya respuesta es importante que conozca cada uno de los creyentes para no encontrarse sin querer entre ellos.

La enseñanza patrística nos revela la ley espiritual del “mecanismo” por el que la persona llega a cometer un pecado capital. La persona no comete este pecado enseguida, sino que llega a él gradualmente, como de forma imperceptible, y lo comete de manera voluntaria, sin la coacción forzosa de la pasión. Son los llamados pecados menores. A través de estos pecados, el hombre se muestra a sí mismo, lo que elige y a lo que aspira. La repetición reiterada de pecados menores sofoca paulatinamente la conciencia, corrompe el alma, la debilita y, como recordarán, la une a los demonios torturadores, que avivan sus pasiones con más fuerza. Así pues, si el hombre no recapacita a tiempo, si no empieza a luchar con tales “minucias” como son los pensamientos, sentimientos y deseos pecaminosos, la desgracia es ineludible. Cada vez será más esclavo, más débil espiritualmente, será capaz de cometer pecados mucho más graves, incluso capitales, y puede llegar al borde de la locura, al rechazo directo de la verdad evidente e indiscutible, es decir, la blasfemia contra el Espíritu Santo.

Las raíces de esta blasfemia contra Dios están en el desarrollo del sentimiento ilusorio de la propia rectitud o, como dicen los Santos Padres, de la alta opinión de sí mismo (dmenia) que conduce a la insensibilidad total ante la santidad Divina y ante la impureza espiritual. Recordemos la parábola del fariseo y el publicano, y cómo el fariseo se jactaba ante Dios de sus buenas y justas acciones. El estado similar de una persona que vive con rectitud según las apariencias, cumple las prescripciones de la Iglesia y asiste a los oficios divinos (o los celebra), pero no ve sus pecados y su suciedad espiritual, se aproxima mucho al satanismo. Una persona así jamás “se siente culpable” incluso en caso de cometer pecados evidentes. Culpable es el otro, la otra, los otros, es decir, todos los demás, salvo ella. San Teófanes el Recluso (Góvorov) describió muy bien este estado de ceguera: “Él mismo es la basura más inmunda, y aun así repite: no soy como los demás”. “¡Soy bueno!”. Precisamente aquí se encuentra la raíz del mal, de la que crece el terrible pecado de la blasfemia contra el Espíritu Santo. Cristo Salvador es un verdadero reproche para la conciencia de un “justo” como ese, quien en consecuencia Le odia. Él crucificó a Cristo hace dos mil años y sigue crucificándolo en su alma en el transcurso de toda la historia. ¿Qué espera de Dios este “justo”? Naturalmente, recompensas terrenales y celestiales, puesto que ya no hay nada de qué salvarle. Por eso espera al que recompensa, el Anticristo. Así, el cristiano puro según las apariencias puede ser una criatura impía.

San Macario el Grande compara esa soberbia de la falsa rectitud con una pared de cobre que se alza entre el hombre y Dios. Creer en la propia rectitud es a fin de cuentas la fuente de todas las desgracias humanas. No en vano Marcos el Asceta decía que “todo lo malo y lo doloroso nos ocurre a causa de nuestra alta opinión sobre nosotros mismos”.

¿Cuál es el estado sano del alma? ¿A quién mostró Cristo Su benevolencia? ¿A quién justificó? ¿A quién puso de ejemplo? ¡A los pecadores manifiestos! ¿Pero cuáles? A los que vieron realmente que eran pecadores y se arrepintieron de todo corazón. La toma de consciencia de los pecados propios y de la impotencia para vencer las pasiones que nos atormentan el alma y, de ahí, la humildad y el arrepentimiento sinceros, son el único remedio seguro contra la caída en esa soberbia satánica que llevó a la jerarquía judía ortodoxa, según las normas de la antigua Ley, a la insensata rebelión contra Dios. ¿Acaso no se trata de una lección y un ejemplo para todos nosotros, los cristianos que no dudamos de nuestra ortodoxia?

¿Por qué Dios descendió a los infiernos ese Sábado Santo que rememoramos cada año antes de la Resurrección de Cristo? La Iglesia responde: para sacar de ahí a los justos del Antiguo Testamento. ¿Quiénes son esos justos? A veces se da una respuesta que induce más a error de lo que esclarece. Se dice que los justos son los que creían en la llegada del Mesías Salvador y Le esperaban. Perdonen, pero si se trata solo de una creencia superficial de la mente, como decía San Teófanes, entonces no se diferencia en nada de la protestante, y no puede aportar nada al hombre. Pero no es de este tipo de rectitud del que habla la Iglesia.

El justo es quien vive según su consciencia y los mandamientos y se convence de la perdición de su estado espiritual, de la incapacidad de erradicar por sus propias fuerzas las pasiones que le atormentan el alma. Y por eso necesita la ayuda de Dios. El justo es ante todo quien es consciente de sus enfermedades espirituales y se dirige con humildad y arrepentimiento a Dios, su última esperanza. De igual modo que en la vida corriente un moribundo grita: “¡Sálvame!”, en la vida espiritual solo quien ha cobrado consciencia de ser un enfermo incurable y se siente impotente clama con toda su alma: “¡Señor, ten piedad!”, Es decir, el justo es quien ansía al Salvador para liberarse de sus enfermedades espirituales (la envidia, la ira, la ambición, la soberbia, la avaricia...), y no de las desgracias y las penas exteriores. Así es el cristiano en espíritu, independientemente de los tiempos en los que vivió, vive y vivirá. Por eso San Justino el Filósofo, al igual que otros apologetas del cristianismo temprano, llama a los justos del Antiguo Testamento de todas las naciones “cristianos antes de Cristo”[51].

Esta espera y esta fe en el Salvador es el testimonio de la verdadera rectitud no caída que abre al hombre las puertas al Reino de los Cielos. Pues quien ha conocido la pobreza de su espíritu y la fuerza del amor salvador de Cristo ya no se separará de Él por los siglos de los siglos, no repetirá allí el pecado de Adán. Precisamente este estado del alma es la verdadera rectitud, la verdad más importante de la concepción ortodoxa de la vida espiritual. No hay necesidad de hablar aquí de los elevados estadios de la santidad, lo que constituye un gran tema aparte. Lo más importante es que solo son justos (ya sean del Antiguo o del Nuevo Testamento) los que llegaban a adquirir esta consciencia, al sentimiento de necesidad de Dios Salvador, y no los que simplemente creían (y creen) en Su advenimiento como un hecho histórico y esperan de Él bienes terrenales y celestiales (por cierto, sin saber en absoluto lo que son). Los que crucificaron a Cristo también creían en el advenimiento del Mesías, pero solo creían en ello como una especie de acontecimiento terrenal que les traería shalom, es decir todos los bienes terrenales. Así fue como deformaron profundamente la imagen del Mesías y la misma esencia de su religión. “También los demonios lo creen y tiemblan” (Stg 2,19) pero siguen siendo demonios, lo que como vemos puede ocurrir también con el hombre.

De aquí se desprende por qué en el cristianismo los justos son los que se arrepintieron: un ladrón, un publicano y una pecadora.

Por eso no juzguemos el destino eterno de ningún hombre, ya sea ortodoxo, no ortodoxo, no cristiano, etc., pues no conocemos ni su estado espiritual, ni todas las circunstancias objetivas de su vida. Debemos conocer y juzgar solo la veracidad o la falsedad, es decir la capacidad que tiene uno u otro credo de salvar o condenar, el camino que ofrecen para la vida moral y espiritual, pero no podemos ni tenemos derecho a decir que una persona (o una nación) se ha condenado. Solo la Iglesia puede pronunciar tal juicio. Al cristiano, lo único que le queda es rezar por el prójimo (Lc 10, 29-37) vivo o fallecido, independientemente de las convicciones de este. Así, el concilio espiritual del Monasterio de la Santa Trinidad - Laura de San Sergio, al pronunciar su condena de la expansión católica por el territorio de la Rusia actual, declaró: “No está en nosotros juzgar si se salvarán o no los católicos romanos ni en qué medida actúa la gracia en la Iglesia Católica. Este tipo de juicio compete únicamente a Dios”[52].

La fe cristiana brinda la oportunidad de prepararse aquí para la vida de después de la muerte: mediante la lucha contra el pecado, la exigencia de cumplir los mandamientos del Evangelio y la penitencia para abrirse camino hacia Dios y evitar los mytarstva. Como escribía Isaías el Anacoreta: “¿Qué regocijo crees que sentirá el alma de aquel que, habiendo empezado a trabajar por Dios, acabe esta obra con éxito? Al abandonar este mundo, esta obra hará que los Ángeles se regocijen con él, al ver que se ha liberado del poder de las tinieblas. Pues cuando el alma abandona el cuerpo, la acompañan los Ángeles; a su encuentro salen todas las fuerzas de las tinieblas, que desean asirla e indagan si esta tiene algo suyo. Entonces no son los Ángeles quienes luchan contra las tinieblas, sino las obras consumadas por el alma, que la protegen de ellas como un muro para que no la toquen. Cuando estas obras consiguen la victoria, los Ángeles, (yendo) delante del alma, cantan hasta que ella se presenta ante Dios con gran regocijo. En ese momento ella olvida toda obra de este mundo y todo su trabajo”[53].

¡Concédenos, Señor, ¡que cada uno de nosotros sea digno de tal regocijo!



[1] SAN TEÓFANES. Sobranie pisem (Colección de cartas). Pág. 102. 3ª Edición. № 460. Moscú: 1898.

[2] SAN ISAAC DE NÍNIVE. Slová podvízhnicheskie (Palabras ascéticas). Palabra 11, pág. 75. Moscú: 1858.

[3] SAN JUAN CASIANO. Pisania (Escrituras). Pág. 445. Мoscú: 1892.

[4] Ídem, pág. 444.

[5] Véase en detalle ÓSIPOV, A. Put rázuma v póiskaj ístiny (El camino de la razón en busca de la verdad). Capítulo 5. § 4.«Eksortsism (Exorcismo) ». Ed. Moscú: 2004.

[6] Cita de HIEROMONJE SERAFÍN (ROSE). Dusha posle smerti (El alma tras la muerte). pág. 173. Мoscú: 1993.

[7] Ídem.

[8] Cita de ARCHIMANDRITA AMVROSI (POGODIN). Sviatoi Mark Efreski i Florentiiskaia unia (San Marcos de Éfeso y Unión florentina). Pág. 61. Мoscú: 1995.

[9] San Petersburgo: 1897. T. 3, Libro 1, pág. 252-53, párr. 6.

[10] La noción de eternidad no alude a la infinitud del tiempo ni menos a una especie de interrupción de la vida. Según la enseñanza de la Iglesia, los que pasan por los mytarstva pueden salir de los tormentos eternos y entrar en la eternidad de la gloria de Dios por la fuerza de las oraciones que se elevan por ellos. Esta posibilidad se extiende hasta el Juicio Final. Como indicaba Vladímir Losski: “Si el movimiento, el cambio, el paso de un estado a otro son categorías temporales, entonces no se pueden contraponer a las nociones de inmovilidad, inmutabilidad y estabilidad de cierta eternidad estática; esto sería la eternidad del mundo de las ideas de Platón, no la eternidad del Dios Vivo. Si Dios vive en la eternidad, entonces esa eternidad viva debe superar la contraposición del tiempo en movimiento y la eternidad inmóvil”. (LOSSKI,V.N. Ócherk mistícheskovo bogoslovia Vostóchnoi Tserkvi. Dogmatícheskoe bogoslovie (Ensayo sobre la teología mística de la Iglesia de oriente. Teología dogmática). Pág. 233, Мoscú: 1991). Véase también PREBIT. P. FLORENSKI. Stolp i utverzhdenie ístiny, pismo «Geena» (Pilar y confirmación de la verdad, carta «Gehenna»); METROPOLITANO MAKARI (Oksiuk). Esjatologia sv. Gregoria Nisskovo (Escatología de San Gregorio de Nisa). Moscú: 1999.

[11] SAN ISAAC DE NÍNIVE. O Bozhéstvennyj táinaj i o dujóvnoi zhisni (De los misterios divinos y la vida espiritual). Conversación 39, § 2. Moscú: 1998.

[12] SAN ISAAC DE NÍNIVE. Ídem, § 6.

[13] SAN JUAN DAMASCENO. Tvorenia (Obras). Pág. 66. Мoscú: 1997.

[14] SAN ISAAC DE NÍNIVE. O Bozhéstvennyj táinaj i o dujóvnoi zhisni (De los misterios divinos y la vida espiritual). Conversación 39, § 5. Moscú: 1998.

[15] Ídem, § 22.

[16] Ídem, § 17.

[17] Por ejemplo, escribía: “…y por la perfecta erradicación del mal de todas las criaturas, volverá a resplandecer en  todos la belleza semejante a Dios, a cuya imagen fuimos creados” (SAN GREGORIO DE NISA. Tvorenia (Obras). Parte 7, pág 530. Moscú: 1865). Así es como comenta esta idea el higúmeno (actualmente obispo) Ilarion (Alfeev): “El VI Concilio ecuménico incluyó el nombre de San Gregorio de Nisa entre los “santos y bienaventurados padre”, y el VII Concilio ecuménico incluso le llamó “el padre de los padres”. En cuanto al Concilio de Constantinopla del año 543 y el V Concilio ecuménico, en los que se condenó el origenismo, resulta muy significativo que no se asociase a Gregorio de Nisa con el origenismo, aunque la enseñanza de este sobre la salvación universal fuese bien conocida por los Padres de ambos concilios. Los Padres de los Concilios eran conscientes de la existencia de la noción herética de salvación universal (la apocatástasis origenista relativa a la idea de la preexistencia de las almas), pero también de la de la concepción ortodoxa basada en 1 Co 15, 24-28”.

[18] SAN ISAAC DE NÍNIVE. O Bozhéstvennyj táinaj i o dujóvnoi zhisni (De los misterios divinos y la vida espiritual). Moscú: 1998. Conversación 41.

[19] La propia enseñanza sobre el amor y la verdad en Dios como si se tratase de dos rasgos distintos es una imagen de Dios puramente escolástica y tergiversada. Pues de tal enseñanza se deriva que cuando Dios actúa por amor, entonces no lo hace por justicia; y viceversa, si actúa por justicia, entonces no lo hace por amor. En realidad, Dios siempre tiene un único amor justo, es decir correcto (a diferencia del nuestro), que siempre es provechoso para el hombre, y solo provechoso.

[20] SAN JUAN CRISÓSTOMO. Tvorenia (Obras). T. XI, lib. 2, pág. 905. San Petersburgo: 1905.

[21] SAN ISAAC DE NÍNIVE. Slová podvízhnicheskie (Palabras ascéticas). Pal.18, pág. 112. Moscú: 1858.

[22] SAN JUAN DAMASCENO. Tvorenia (Obras). Pág. 66. Moscú: 1997.

[23] SAN NICOLÁS CABASILAS. Sem slov o zhizni v Jriste Pág. 13.(Siete palabras sobre la vida en Cristo) Moscú: 1874.

[24] ARCHIMANDRITA EFRÉN SVIATOGORETS. Otécheskie sovety (Consejos de los Padres). Pág.44. Sarátov: 2006.

[25] SAN TEÓFANES. Sobranie pisem (Colección de cartas). Pág. 38. 3ª Edición. № 392. Moscú: 1898.

[26] SAN ISAAC DE NÍNIVE. Slová podvízhnicheskie (Palabras ascéticas). Pal. 90, pág. 615. Moscú: 1858.

[27] SAN ISAAC DE NÍNIVE. O Bozhéstvennyj táinaj i o dujóvnoi zhisni (De los misterios divinos y la vida espiritual). Conversación 39, § 6. Moscú: 1998.

[28] SAN IRINEO DE LYON. Tvorenia (Obras). Lib.4, pág. 381. San Petersburgo: 1900.

[29] SAN JUSTINO MÁRTIR. Soch. Apologia 1 (Comp. Apología 1). § 46. Moscú: 1892 (reed. 1995)

[30] SAN JUSTINO MÁRTIR. Razgovor s Trifónom Iudeem (Conversación con Tifón el Judío). § 45.

[31] SAN GREGORIO NACIANCENO. Tvorenia (Obras). T.1, pal. 18, pág. 264. San Petersburgo: 1912.

[32] SAN JUAN DAMASCENO. O skonchavshijsia v vere (De los fallecidos en fe) (PG 95, 257 AC). Cita de HIGÚMENO ILARION (ALFEEV). Jristós pobeditel ada. Tema soshestvia vo ad v vostochno-jristianskoi traditsii. (Cristo vencedor de los infiernos. Tema del descenso a los infiernos en la tradición cristiano-oriental). Pág. 325. San Petersburgo: 2001.

[33] Cita de METROPOLITANO VENIAMIN (FÉDCHENKOV). Bozhi liudi (moi dujovnie vstrechi) (Personas de Dios, mis encuentros espirituales). Pág. 147. Moscú: 1997.

[34] Colección de cartas de San Atanasio (Sájarov). Pág. 272. Moscú: 2001.

[35] SAN ISAAC DE NÍNIVE. Slová podvízhnicheskie (Palabras ascéticas). Pal. 2, pág. 12. Moscú: 1858.

[36] SAN JUAN CRISÓSTOMO. Tvorenia (Obras). T. 1, pág. 38-39. San Petersburgo: 1916.

[37] SAN EPIFANIO DE SALAMIS. Tvorenia (Obras). Parte 1, pág. 140. Moscú: 1863.

[38] Véase HIGÚMENO ILARION (ALFEEV). Jristós pobeditel ada. (Cristo vencedor de los infiernos). Pág 84. San Petersburgo: 2001.

[39] SAN ATANASIO EL GRANDE. Tvorenia (Obras). T. 3, pág. 464. Moscú: 1994.

[40] SAN JUAN CRISÓSTOMO. Tvorenia (Obras). T. 2, Lib. 1, pág. 440. San Petersburgo: 1899. Asimismo, en las obras de Juan Crisóstomo puede encontrarse también la afirmación sobre el eterno castigo de los pecadores.

[41] SAN EFRÉN DE SIRIA. Tvorenia (Obras). Parte 8, pág. 312. Sérguiev Posad: 1914.

[42] SAN IGNACIO (BRIANCHANÍNOV). Tvorenia (Obras). T.1, pág. 127. San Petersburgo: 1905.

[43] SAN MÁXIMO EL CONFESOR: Tvorenia (Obras). Libro 2. «Voprosootvety k Falasiu» (Preguntas y respuestas a Falasio). Pregunta 7, pág. 44. Ed. «Martis», 1993.

[44] SAN INOCENCIO, arzobispo de Jersón y Táuride: Sochenenia (Compilación). «Slovo v Velíkuiu subbotu» (Parábola en Sábado Santo). T. 4, pág. 266. San Petersburgo-Moscú: 1870.

[45] SAN GREGORIO NACIANCENO. Tvorenia v 2j tomaj (Obras en dos tomos). T. 1, pág. 543. Monasterio de la Santa Trinidad - Laura de San Sergio: 1994.

[46] Ídem: pág. 557-558.

[47] SAN MACARIO EL EGIPCIO. Dujovnie slová i poslánia (Palabras espirituales y epístolas). Palabra 18, 6 (1), pág. 590. Moscú: Ed.«Indrik», 2002.

[48] SAN EFRÉN DE SIRIA. Psaltir (Libro de salmos). Salmo № 134, pág. 194. Moscú: 1874.

[49] SAN JUAN CRISÓSTOMO: Tvorenia (Obras). «Uveschanie k Feódore pádshemu» (Exhortación a Feódor caído). T. 1, libro 1, pág. 13. San Petersburgo: 1895.

[50] BERDIAEV, N. O naznachenie cheloveka. Ópyt paradoksalnoi étiki (Del destino del hombre. Experiencia de la ética paradójica). Pág. 241.París: 1931.

[51] Sochenenia sviatovo Iustina Filósofa i Múchenika. Apologia I, 46. (Compilación de San Justino Filósofo y Mártir. Apología I, 46). Pág. 77. Moscú: 1892.

[52] Obraschenie Dujóvnovo sobora Sviato-Tróitskoi Sergéievoi Lavry po póvodu katolícheskoi ecspansii. (Arenga del Monasterio de la Santa Trinidad – Laura de San Sergio, con motivo de la expansión católica) // Periódico del obispado de Vologda “Blagovéstnik”. № 1- 3, 2002, pág. 4.

[53] ABBA SAN ISAÍAS EL EREMITA. Slova o rádosti, byváiuschei dushe… (Palabras sobre la alegría que reina en el alma…). § 1, pág. 73-74. Moscú: 1888.

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