DE LAS CARTAS DEL HIGÚMENO NIKON

 


El higúmeno Nikon (en su vida civil llamado Nikolái Nikolaievich Vorobiev) nació en 1894 en el pueblo Mikshiko, en la provincia de Tver. Su trayectoria fue bastante típica para un buscador de Dios de principios de nuestro siglo: provenía de una familia religiosa (campesina) tradicional; perdió la fe en la escuela (en la escuela real); buscó infructuosamente el sentido de la vida en la ciencia, la filosofía y la psicología (Instituto Psiconeurológico de Petrogrado); cayó en la desolación, clamó al Dios desconocido y obtuvo una sorprendente respuesta Divina; se dedicó seriamente al estudio de la teología en la Academia Espiritual de Moscú; después siguió un largo trabajo ascético que acabó en la toma de la tonsura monacal y de los hábitos en Minsk en 1931 -32. Durante los años 1933-1937 estuvo recluido en un campo de concentración (inicio de la construcción de Komsomolsk del Amur), transcurridos los cuales trabajó durante muchos años como sirviente en casa del médico principal de Vyshni Volochok. Desde el año 1944, sirvió en las parroquias de los obispados de Kaluga y Smolensk. Desde 1948 y hasta sus últimos años de vida fue el rector del templo Voznesenski en la ciudad de Gzhatsk (actualmente Gagarin) en la región de Smolensk. Murió el 7 de septiembre de 1963. Fue enterrado tras el ábside del altar de su templo.

¿Qué es particularmente significativo en su experiencia para el creyente moderno?

Se llamaba a sí mismo monje “forestal”, ya que no tuvo que vivir en ningún monasterio y en su camino no llegó a encontrar nunca a un guía espiritual experimentado permanente, aunque lo buscó sin descanso. En el último período de su vida repetía reiteradamente a sus allegados: en nuestros tiempos no hay preceptores espirituales que hayan visto el alma humana y a quienes podamos entregarnos plenamente en obediencia. Hoy es una gran suerte encontrar a un adepto que aspire sinceramente a una vida espiritual, que esté instruido en las enseñanzas de los Santos Padres, sea sensato y no haya caído en un estado de engaño o ilusión espiritual (prelest). Pues una persona así constituye ya una verdadera rareza. Por eso, decía él, tened mucho cuidado al elegir un compañero mayor de viaje hacia la tierra prometida; en particular, temed a los que aman dominar a los hijos espirituales, los que exigen sumisión a Ellos (“obediencia”). Llegad a conocer concienzudamente al padre espiritual antes de encomendaros a él, pues en este caso la prisa puede acabar convirtiéndose en la condena del alma. Pero, lo más importante es que debemos dejar la pereza de lado y estudiar continuamente a los Santos Padres, guiarnos por sus obras, y en particular por la de San Ignacio (Brianchanínov), que expone la gran experiencia de los antiguos padres aplicable a nuestros tiempos tan escasos en espíritu.

La experiencia del propio higúmeno Nikon, difícil y a menudo amarga, pero en última instancia alegre y salvadora, y según sus propias palabras llena de errores y arrepentimiento, caídas y levantamientos, le mostró que la condición principal y el indicio más importante de la correcta vida espiritual del cristiano es su visión creciente del profundo daño de la naturaleza humana, que le atrae constantemente al pecado, y la imposibilidad de sanarla por sus propios medios, sin la ayuda de Dios.

Sin embargo, esta visión interna que, según las palabras de San Pedro Damasceno citadas con frecuencia por el sacerdote en la Iglesia, es “el primer indicio de la incipiente salud del alma”, se concede al cristiano solo si este se obliga constantemente a cumplir todos los mandamientos del Evangelio y a la sincera penitencia. Solo el cumplimiento de los mandamientos y la penitencia conducen al hombre a la humildad sincera, que es el único cimiento de la casa de la salvación.

 “¿Por qué —decía— muchos “fracasan” en la obra espiritual? Porque basan su trabajo ascético (podvig) en una arrogancia y soberbia encubiertas. Hasta que el hombre no vea sus males y sus pasiones y no empiece a rezar como la viuda del Evangelio, Dios no podrá empezar a ayudarle”. En una de sus cartas formuló este pensamiento de forma sucinta: “El éxito de la vida espiritual se mide por la profundidad de la humildad”.

Los pensamientos de este fiel sucesor espiritual de San Ignacio (Brianchanínov) sobre lo más importante en la vida del hombre —ser digno de pasar a la eternidad— merecen una gran atención, pues no se derivan de razonamientos teológicos teóricos sobre la vida espiritual, sino de su conocimiento profundo y vivencial.

A. Ósipov.

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 ¡Querido mío! Te lego una cosa más. Recuerda las palabras de Jesucristo: Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos (Jn 15,13). Dan su alma por otras personas, por la patria, por sus padres y madres, y en la guerra se enfrentan honestamente contra el enemigo. Actualmente se habla mucho de la guerra. He aquí un camino fácil para salvar tu alma: sin compadecerte y con fe en Dios, cumple con honestidad cualquier orden, aunque tengas que ir a una muerte segura. La muerte en la guerra es la muerte “por tus amigos” y te lleva al Reino de Dios, por lo que no le tengas miedo. No tengas miedo a nada. El Señor está contigo. En la Iglesia rusa muchos de los santos ortodoxos provienen del cuerpo militar.

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Ha muerto una de nuestras monjas padeciendo grandes sufrimientos. Es preciso pedir con antelación al Señor un fin cristiano “sin dolor, sin vergüenza, apacible, y nuestra justificación ante su temible trono...”. Debemos imaginar nuestra muerte, enfermedad, pobreza, los demonios aparecidos, los innumerables defectos, las propiedades demoníacas de nuestra alma y el poder que tienen los demonios sobre esa parte del alma; así como la ausencia de buenas obras en las que podríamos apoyarnos. Nuestra única esperanza es la misericordia de Dios hacia todos los que crean en Él y que hayan reconocido sus defectos.

Durante la oración, desnudad vuestra alma ante Dios en toda su vileza, sin autojustificaros, y decid como el leproso: “Señor, si quieres puedes limpiarme”; y como el publicano: ““¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”. Con estos ejemplos y otros similares, el Señor nos indicó el estado adecuado del alma pecadora, nos indicó además que la oración sincera sin engaño espiritual (prelest) solo puede nacer de este estado. Ante una oración así, la gracia de Dios siempre desciende y absuelve (el publicano salió absuelto, y el leproso, purificado) al pecador, lleno de lepra espiritual.

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Casi todos nos encontramos en la situación de un hombre que ve en un cuadro un lujoso banquete, una mesa colmada de manjares, pero sigue estando hambriento. El pan ajeno no puede alimentarnos. De igual forma leemos la Palabra de Dios y las palabras de los Santos Padres, y rezamos en general, es decir, pronunciando con la lengua las palabras de oraciones ajenas, de modo que el alma sigue hambrienta, escuálida, lista para morir sin alimento.

Cuando llegue la hora del examen de nuestro caso, resultará que no tenemos nada, que nuestro “talento” no nos aportó beneficio alguno; e incluso peor: que ni siquiera podemos devolver el talento prestado, aunque sea sin intereses, sino que, como el hijo pródigo, lo despilfarramos en pecados y en la agitación de la vida cotidiana, y encima sermoneamos a los demás. ¡Pobres de nosotros! ¿Qué nos queda? ¡Escuchar al Salvador, a Nuestro Señor Jesucristo!

¿Preguntas cómo debes rezar? El Señor Jesucristo nos dice a todos nosotros: reza como el publicano, acude al Señor como la viuda al juez injusto. De nuevo el Señor nos enseña: sé consciente de tu pobreza y tu deuda impagable, conoce y siente tu culpa ante el Señor, olvida todas tus buenas obras (no tenemos buenas obras propias, y si tenemos, están manchadas de todo tipo de impurezas: de vanidad, magnificencia y codicia, entre otras) y, como un deudor insolvente, como el hijo pródigo, pídele benevolencia al Señor, es decir, pídele perdón por todos tus excesos. No pidas nada más, solo el perdón.

Cuando el hombre sienta con el corazón que su alma está corrompida por el pecado, llena de llagas, que no está en su mano sanarla, al igual que no lo está en la de un leproso curarse a sí mismo, cuando ante los ojos esté próxima la muerte y los mytarstva, solo quedará una esperanza, un único refugio: ¡el Salvador nuestro Señor Jesucristo! Hasta ese momento, Él se encontraba lejos de nosotros, mejor dicho, nosotros estábamos lejos de Él, y ahora Él es el único Salvador, que vino del cielo para salvarnos, asumió nuestros pecados por nosotros y sufrió sus consecuencias, redimió con Su amor nuestros excesos; prometió perdonárnoslo todo por nuestra fe en Él y nuestro arrepentimiento, así como purificar nuestra alma y cuerpo y unir a Él mediante el Sacramento de la Comunión estando aún aquí, en la tierra, a los pecadores arrepentidos. Todo ello como prueba de la unión eterna en la vida futura; hacernos hijos adoptivos de Su Padre y, a través de ello, partícipes de la eterna gloria y beatitud de Dios. ¡He aquí en lo que consiste el cristianismo! He aquí el amor de Dios, la benevolencia de Dios hacia el linaje del hombre caído.

A quien desprecie ese amor Divino y no valore el sacrificio que Dios hizo por nosotros le espera el dolor, la angustia, eternos remordimientos de conciencia, el gusano incansable y el fuego inextinguible en el corazón. “Que calle toda la carne del hombre, que tiemble y tenga miedo” ante la Cruz de Cristo, ante el amor de Dios, que llama a cada pecador a salvarse a través de la fe y la penitencia. Nuestro Señor Jesucristo no vino al mundo para condenarlo, sino para salvarlo.

¡Arrepentíos, y el Reino de Dios se aproximará! Pecadores, reconoced vuestra condena, vuestra culpa ante Dios, y no busquéis justificación en vuestras buenas obras. Reconoced vuestra enfermedad e incapacidad para libraros de vuestros pecados pasados, presentes o futuros. Supliquemos al único Omnipotente, al único Benevolente, al único Señor Salvador, y Él nos perdonará, nos purificará, nos llamará Suyos, aliviará nuestro dolor, desterrará la desesperanza, nos librará de los mytarstva y nos aceptará en Su Reino eterno como a los ladrones y las meretrices, y a todos los demás pecadores. ¡En esto consiste la penitencia!

 Que esta sea contigo y con todos vosotros. Amén.

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La muerte no es natural al hombre, por lo que todos la temen. Pero la fe en Dios y la esperanza en la misericordia de Dios, la esperanza de pasar de la dura vida terrenal a la dicha indescriptible e interminable, no solo puede aliviar el miedo, sino complacer al hombre, al liberarlo de una vida, en nuestros días, peligrosa y ciertamente espantosa. Todos debemos prepararnos para la muerte y pensar en ella, aunque sea un poco cada día. Después de todo, la Iglesia reza todos los días: “Pidamos al Señor un fin cristiano, sin dolor, sin vergüenza, apacible...”.

Al orar hay que repasar mentalmente la propia vida y pedir perdón por todos los pecados cometidos, no solo por los actos, sino también por la palabra y el pensamiento. Al hombre arrepentido Dios se lo perdona todo, de modo que no hay de qué temer a la muerte. No pidas ni esperes ningún don, sino tan solo el perdón de los pecados y la salvación. Dios sabe lo que es bueno para nosotros. No dejes que tus pensamientos hagan su voluntad. En la medida de lo posible, átalos a la oración y a la memoria de Dios.

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No es la primera vez que me escribes sobre el miedo a la muerte. Si observas atentamente un objeto, lo verás con claridad, mientras que los objetos circundantes pasarán a ser apenas perceptibles. Sucede lo mismo con el miedo a la muerte. Cuando se mira a la muerte con los ojos del viejo hombre y solo se presta atención a los sufrimientos de la hora suprema, estos crecen desmesuradamente y te asustan. A ello hay que añadir la acción de los demonios. Uno puede amargarse por completo si permanece en ese estado. Hay que mirar a la muerte según la Palabra de Dios: Quiero partir y estar con Cristo, decían el apóstol Pablo y todos los santos. La vida terrenal no es más que un destierro para la rectificación. La alegría de liberarse de la prisión o del campo enemigo no puede compararse con la de salir de la lúgubre vida terrenal.

Dirás: “Está bien si vas a parar al Reino de Dios, pero ¿y si terminas en el infierno?” ¿Acaso hay algo que nos impida entrar en el Reino de Dios? Se dice: Cumple los mandamientos y te salvarás. Como somos débiles, corruptos y vulnerables a los demonios, el Señor nos concedió la penitencia y los demás sacramentos. Si nos arrepentimos sinceramente, el Señor nos perdona, es decir, purifica nuestra alma de la lacra del pecado y promete al arrepentido el Reino de Dios. Si te arrepientes setenta y siete veces al día, recibirás el perdón el mismo número de veces. Si no crees en la Palabra de Dios, sin duda tendrás miedo, caerás en manos de los demonios y estos te torturarán. Por lo visto quieres como el fariseo confiar en tus propios actos, aunque sea tal vez de manera inconsciente. Sé cómo el publicano, es decir, encomienda tu salvación a la misericordia de Dios y no a tu propia rectificación. Entonces partirás de esta vida perdonado, como el publicano del templo, es decir, entrarás en el Reino de Dios.

Orienta tu atención en este sentido y recuerda que Dios no creó a las personas para el tormento, sino para el gozo divino. Todo el cielo se regocija por cada pecador que se arrepiente y se salva gracias a ello. La muerte es un nacimiento y el nacimiento raramente está ausente de dolor, pero este dolor se convierte en alegría, ya que nace un hombre para el Reino de Dios. Repróchate todos los pecados, todos los malos pensamientos, la incredulidad, las dudas, el irrazonable miedo a la muerte, repróchate y arrepiéntete ahora mismo, y así adquirirás la tranquilidad y la paz espiritual, la lealtad a la voluntad de Dios. Y toda la Iglesia reza por nosotros: “Pidamos al Señor un fin cristiano, sin dolor, sin vergüenza, apacible, y nuestra justificación ante su temible trono”. Une tu voz a la de la Iglesia. El Señor te iluminará y tranquilizará.

Madre, no condenes a nadie; de lo contrario, no te liberarás del miedo, y el Señor no te perdonará los pecados si tú misma, en vez de perdonar a tus allegados, los condenas. Sácate la viga del ojo y entonces podrás sacarle la brizna a tu hermano.

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Sabes muy bien lo que predijeron los antiguos Padres sobre nuestro tiempo. Se dice: Se salvarán por la fe, por la paciencia en las aflicciones y enfermedades y por el arrepentimiento. No tenemos obras. Acerca de las obras humanas el Señor Jesucristo dijo: “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer.” Esto significa que nosotros, como siervos y criaturas de Dios que somos, estamos obligados a cumplir toda su voluntad: es decir, todos los mandamientos; si entrará o no en el Reino de Dios aquel que los cumpla todos es obra de la misericordia de Dios. No son las obras, sino la humildad, lo que induce al Señor a la misericordia. Hay que temer a la muerte, así como prepararse para ella, pero la desesperación y el desaliento son obra del enemigo.

El Señor ordenó a todos estar preparados en todo momento para la muerte. Por eso los sueños que suscitan desaliento y desesperación proceden del enemigo. Los sueños que proceden de Dios conmueven el corazón, amansan, fortalecen la esperanza en el Salvador, que vino a la tierra y soportó la Cruz para salvar a los que se condenan, y no a los justos que se consideran (erróneamente) dignos del Reino de Dios. Se trata de personas soberbias, hombres justos solo en apariencia. Todos los santos se consideraban grandes pecadores.

La idea de no repartir los bienes o de no trabajar para alimentarse son pensamientos que proceden del enemigo. Esfuérzate según tus posibilidades, pero deposita la esperanza en el Señor, que alimenta a todo el universo. Quien se acerca a Cristo con fe y arrepentimiento y cumple los mandamientos según sus posibilidades, estará con Cristo incluso después de la muerte. “Al que venga a mí no lo echaré fuera”. Este mensaje va dirigido a todo el mundo. El cristiano no tiene motivo para desesperarse. Se trata de un mensaje enviado por designio especial de Dios, pero no hay que contar con ello. Que estés en paz y tranquila.

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Sermoneas a los demás, ¿pero dónde estás tú? ¿Qué es más fácil, arrastrarse sobre el vientre o volar leyendo la Palabra de Dios y de los Santos Padres, orando y confiando en el Señor? Uno tiene que trabajar, pero consciente de los límites; tener en cuenta la salud, ya que, en caso contrario, se asemejará más bien al suicida. Debemos matar la pasión y no el cuerpo; esto último puede considerarse suicidio, si actuamos con pasión por encima de nuestras fuerzas. Llora por tus pecados y piensa más en la muerte. Cuando no tenías nada, seguramente solo soñabas con carbón y un pedazo de pan; sin embargo, cuando tienes una habitación propia y todo lo necesario, te dedicas al trabajo hasta la muerte: el cuento del pescador y el pez de oro.

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Ha llegado un momento para ti en el que la vida se convierte en “trabajo y enfermedad”. Y luego la muerte. Nadie vive para siempre en la tierra; sin embargo, todos temen la muerte. No en vano la Santa Iglesia reza continuamente por que se nos conceda un fin cristiano, sin dolor, etc.

Cuanto más fuerte es la fe y más contrito está el corazón, más fácil es morir. Si el tumor te incomoda, puedes consultar a un médico y operarte. Hoy en día todo el mundo tiene miedo de los tumores y piensa que se trata de cáncer. Lo mejor que podemos hacer es prepararnos para la muerte. Un poco antes o un poco después, ¿qué importa? De todos modos, vamos a morir. Hay que perdonar a todo el mundo, reconciliarse con todo el mundo, examinar la propia vida y llorar, compungirse de corazón por los pecados cometidos y pedir perdón a nuestro Salvador, el Señor Jesucristo.

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Parece que estás muy enferma. San Ignacio (Brianchanínov) dice que la enfermedad es un recordatorio del Señor de que nuestra muerte no está lejos, y de que tenemos que limpiar todo el pasado con contrición sincera, arrepentimiento y aceptación de los Santos Sacramentos. También hay que realizar actos de misericordia. La caridad purifica de muchos pecados. No se trata solo de caridad material; mucho más preciada es la caridad espiritual, que consiste en que el hombre, en vez de condenar a sus allegados, los compadece, les perdona sus pecados y defectos, y pide a Dios que los perdone. Tampoco hay que quejarse cuando se sufre una enfermedad o la indiferencia de los demás, su frialdad, etc., sino decir de todo corazón: Me lo he merecido por mis hechos; “acuérdate de mí, Señor, cuando vengas con tu Reino”.

Intenta recordar al Señor con todas tus fuerzas. Si no invocamos el nombre de Jesucristo, los demonios vendrán a nosotros, obrarán todo tipo de vilezas, nos atormentarán y nos arrastrarán hasta el abismo. La enfermedad y los sufrimientos de la hora suprema no son más que la antesala de la eternidad y el reflejo de nuestra disposición, de nuestra vida: lo que hemos recogido en el curso de la vida. Todo ello esto se revela a las puertas de la muerte, lo bueno y lo malo. Por eso debemos pedir al Señor que nos conceda “terminar los últimos días de nuestra vida en paz y penitencia”. Recuerda todos los pecados del pasado, aflígete, llora, pide perdón al Señor. Y reconcíliate con todos los hombres, de tal manera que sientan tu contrición y te perdonen de corazón, no de palabra, y tú también perdónalos a todos.

Que el Señor te ilumine y te ayude a arrepentirte y a prepararte para la muerte.

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Hemos recibido tus dos cartas. Madre, tu nombre, Eufrasia, significa “buenas obras”. Si quieres que tu existencia haga honor a tu nombre, debes siempre y en todas partes ajustar tus actos al Evangelio, que nos enseña a obrar el bien, tanto externa como internamente. Según el Evangelio: “Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia”; “con la medida con que midas se te medirá”. Vas a morir; ¿por qué te afligirás entonces? ¿Con qué redimirás tus pecados? “¡Redime tus pecados con la caridad”! La gente quiere hacer buenas obras; si estás de acuerdo con el mundo, participarás de sus buenas obras; si te enfrentas a él, te condenarán por tu crueldad. Dice la justicia del Señor: Tal como tratamos al prójimo, nos tratará el Señor el día del juicio...

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No te preocupes por tu sueño. El Señor no informa así sobre la muerte. Todos sus avisos tienen en común: Estad preparados en todo momento. Ni un solo día podemos garantizar que viviremos para terminarlo. Y es que solo reciben avisos especiales los grandes justos (a veces los grandes malhechores). Arrepiéntete de todo, pide al Señor perdón por todo. Cuídate, no te desanimes, no te agites demasiado y piensa más en el tránsito a la eternidad que nos espera.

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He sabido por tus cartas que a menudo no estás en paz con tu hermana, hasta tal punto que a veces estarías dispuesta a pasarte la soga al cuello. Y ya es hora de que tú y especialmente Marisha sepáis que existe el diablo y los demonios, los cuales, en su maldad extrema, quieren destruir a todos los hombres por cualquier medio imaginable. ¿Que cómo lo hacen? Pues tratan de actuar sobre las pasiones del hombre y atizarlas con tal fuerza que le pierdan.

Por ejemplo, al que le gusta beber, los demonios lo impelen a beber más y más, y lo empujan hacia el alcoholismo, las riñas, el asesinato y el suicidio, destrozándolo para siempre. A otro los demonios lo incitan al robo; a otro lo conducen con gran sutileza a la soberbia, la vanidad, el orgullo y, finalmente, al engaño espiritual (prelest), tratando de destruirlo. Y de muchas otras maneras buscan la condena eterna del hombre.

Del mismo modo los demonios intentan arruinarte a ti y a Marisha, o por lo menos a una de vosotras. ¿Cómo lo hacen? Lo sabes muy bien. Los demonios suscitan disputas entre vosotras, os excitan hasta el punto de que estáis dispuestas a llegar a las manos, provocan aflicción y pesadumbre de tal manera que preferirías ahorcarte a seguir viviendo así. Si tú u otra persona alberga este pensamiento, aunque sea por poco tiempo, entonces los demonios, con gran fuerza y con la ayuda de otros demonios mucho más poderosos (otros siete espíritus peores que él, como dice el Evangelio), se esforzarán más y más por inculcar el pensamiento del suicidio. Si la persona no se opone a este pensamiento diabólico con todas sus fuerzas y lo consiente, aunque solo sea un momento, entonces los demonios, con la connivencia de Dios, por el influjo de las pasiones y la falta de arrepentimiento, pueden ahogarla en la maldad, le ofrecen la soga o incluso la toalla y la ayudan a suicidarse.

Katia, reflexiona sosegadamente a qué ofuscación debe llegar el alma, para que, a causa de una pequeña aflicción, pase al tormento terrible y eterno. Por muy difícil que sea aquí, aunque viviéramos en la tierra durante mil años padeciendo grandes sufrimientos, todos tienen un fin. Pero en el infierno los tormentos nunca cesan.

Imagínate por un momento la siguiente situación: una pandilla de unos cien bandidos, a cual más repugnante, te secuestra, te lleva al bosque y te ultraja durante todo el día. ¿Cómo te sentirías? Por lo menos te podrías liberar de esta situación a través de la muerte. Pero el suicida cae en las garras de los demonios, que son mil veces peor, más malvados y repugnantes que todos los bandidos, en su plena voluntad, en su ultraje, y esto aparte del sombrío fuego inextinguible y el gusano infatigable... Y estos tormentos no tienen fin... ¡Qué horror! Tener que llegar a esta situación por bagatelas, porque Marisha es mala o ruin, porque no quiere esto o aquello, porque no hace tal cosa o porque de alguna manera te ha ofendido. Si sois incapaces de soportar tales minucias, ¿cómo es posible que no te aterroricen los tormentos infernales?

Dices que en este momento no piensas en nada y que estás preparada para pasarte la soga al cuello. Dices verdad cuando afirmas que no piensas en nada, ya que olvidas a Dios y los futuros tormentos eternos. Aquí se observa de nuevo la astucia de los demonios y su efecto sobre el alma humana.

Donde está el Señor hay paz, luz, sensatez, alegría. Donde está el diablo hay desorden, pesadumbre, ofuscación, desesperación y disposición para cualquier mal. Esto te lo he dicho en muchas ocasiones. Sin embargo, quizá por última vez, te prevengo: No te entregues al diablo. Adora a Dios y pídele sosegadamente que no te deje caer en la ofuscación, que no les dé a los demonios poder sobre ti. El Señor te protegerá si te apartas del infierno. Recuerda a Judas. Dejó que el diablo entrara en él, sufrió una muerte horrible y pasó al tormento eterno, en el abismo infernal.

 Con este asunto no se puede bromear. Debes alejarte de estos pensamientos. Que el Señor te ayude a entender las Escrituras y a escapar de las manos de los demonios, tanto aquí como en la vida venidera; con un poco de sufrimiento aquí podrás entrar en el Reino de Dios, en el gozo eterno y la dicha suprema.

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Aguanta el dolor, la enfermedad, la pesadumbre y las ofensas en esta vida, aguántalos sin quejarte y heredarás el Reino de Dios.

Los Santos Padres decían que si el hombre supiera el gozo que encontrará en el Reino de Dios heredado, estaría dispuesto a crucificarse diariamente durante toda la vida, con tal de no perder la dicha eterna. Pero el Señor no nos exige tales sufrimientos. Solo quiere que creamos en Él y que humildemente soportemos todo lo que nos envía para nuestra purificación.

Ten paciencia, hermana. Tal vez el fin de todos nosotros no esté lejos. Es terrible morir con pecados y rencor en el alma, sin paz ni arrepentimiento. ¿Acaso somos tan necios como para no soportar un breve y pequeño dolor a fin de evitar el dolor y el tormento eterno, horrible y ahora incomprensible que reina en el infierno, en compañía de los demonios y las personas repudiadas?

¡Qué duro es estar en la cárcel con los maleantes! Pero el infierno con los demonios será millones de veces peor. Sé paciente, no te desanimes, no te desesperes, en adelante perdona a todo el mundo, sé humilde, y aquí mismo tu agitada alma encontrará paz y consuelo.

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Dices que la echas a faltar[1], que no puedes quedarte sola en casa, que lloras desesperadamente y que no tienes a nadie con quien compartir tus penas. En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman. Si el dolor no fuera útil para la gente, el Señor no lo enviaría. El remedio para la tristeza y el dolor es orar o salmodiar y dar gracias al Señor. Si te obligas a leer atentamente el Salterio y a rezar más a menudo a Jesús, la Madre de Dios y todos los santos, tu dolor se calmará y obtendrás un gran provecho espiritual. Sin embargo, si te consumes en la tristeza y lloras como profana, pecarás gravemente y te perjudicarás física y espiritualmente, sin encontrar consuelo.

Abre tu corazón al Señor con todos tus males, no te justifiques, considérate digna no solo de las aflicciones temporales, sino también de los tormentos eternos, sin perder, no obstante, la esperanza en la misericordia de Dios, confiando en el sufrimiento de la crucifixión del Salvador, que cargó con los pecados de todo el mundo, y hallarás sosiego, paz y salvación. Puedes leer el Salterio u otras oraciones similares sentada o tumbada, pero no te dejes llevar por la vanilocuencia ni los ensueños. El dolor y la enfermedad ayudan al hombre a separarse de la agitación mundana y acercarse más a Dios. No te desalientes en vano. Ponte en manos de Dios. No condenes a nadie, vive en paz con todo el mundo y el Señor te consolará.

 

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He recibido un telegrama sobre la muerte de Marisha. ¡Que entre en el Reino de los Cielos y encuentre consuelo de todas las aflicciones y enfermedades terrenales en un gozo inefable! ¡Que allí se encuentre con la madre Valentina, con Misha [hermano] y todos los seres que le son queridos!

Me gustaría estar presente en su funeral, pero me siento débil a causa de la tos. Subir cuestas siempre me ha costado, pero ahora simplemente no tengo fuerzas. ¿Cómo vas a vivir ahora? Sé que tú también estás enferma; tal vez a ti tampoco te quede mucho tiempo de vida. Piensa más en la muerte, en la vida futura. Arrepiéntete sinceramente (padre Pável) de todos tus pecados de juventud. Da a los pobres lo que te dicte la conciencia, para pagar por tus pecados. En una palabra, prepárate para subir al cielo. No escuches a los ateos. Ellos no saben nada, para ellos todo está oculto, como para los ciegos. No con pláticas se llega a comprender a Dios y el misterio del más allá, sino mediante el trabajo ascético (podvig), el cumplimiento de los mandamientos y el arrepentimiento profundo y sincero.

Que el Señor te ayude a poner orden en la vida terrenal y a prepararte para la muerte cristiana, para heredar la vida eterna. ¡Que el Señor te guarde!

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No hay que pensar en la muerte con el estado de ánimo en que lo hacía usted, sino de manera totalmente diferente, como pensaban en ella “los sabios egipcios” [los Santos Padres]. Ya sabe cómo deseaban vivir un poco más para poder prepararse. Lo que usted tiene es simplemente cobardía. No se lo reprocho, ya que a mí me pasa lo mismo, pero es así. Los fuertes tenían miedo, y nosotros nos envalentonamos porque no tenemos humildad. Busque en las máximas de los “sabios egipcios” lo que decía el padre Pimen, y verá que creemos o esperamos lo contrario.

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El miedo o incluso el terror ante la muerte es consecuencia de una disposición incorrecta. Mientras usted confíe en sus propias obras y su propio podvig, no podrá estar tranquilo. Ni un solo hombre desde la creación del mundo se ha salvado por sus obras. Es Dios quien nos salva. A Él debemos confiar nuestro destino y a nosotros mismos, tanto en esta vida como después de la muerte. Y si nos entregamos a Él, en la medida de lo posible debemos obrar como Él ordena, es decir, debemos obligarnos a cumplir sus santos mandamientos y arrepentirnos sinceramente de los fallos cometidos voluntaria e involuntariamente. Si esta disposición no parte de la cabeza, sino de la profundidad del corazón, estará usted en paz en todas partes y para siempre. Su alma está en manos del Señor. ¡¿Quién la podría lastimar?! Pero este estado no se logra enseguida. Si busca, encontrará.

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El desaliento y la desesperación proceden del enemigo. Los Santos Padres advierten de que, antes de la muerte, cuando el hombre flaquea, el enemigo suele vencer incluso a los más creyentes por la falta de fe y la desesperanza. Luche contra el enemigo en nombre de Dios.

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Piensa más a menudo en la muerte, en tu destino futuro, en lo que allí te aguarda. Oblígate a hacer el bien a la gente, porque el Señor dijo que los misericordiosos recibirán misericordia y los que obraron sin piedad tendrán un juicio sin piedad.

También te pido encarecidamente que no condenes a nadie, y para ello intenta no decir nada sobre nadie, ni malo ni bueno. Esta es la manera más sencilla de no ser condenado en el otro mundo. Jesucristo el Salvador prometió: No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Hubo un monje que vivió de forma muy indolente. Cuando se estaba muriendo, sentía un gran gozo espiritual y no tenía ningún miedo a la muerte. Cuando los stárets le preguntaron qué virtudes secretas poseía para morir como un santo, respondió: “El Señor me ha comunicado que me lo perdona todo y que no condena mis pecados porque yo mismo no he condenado a nadie”.

Sigue tú también este fácil camino. Recuerda tus pecados, aflígete por ellos desde el corazón, pide perdón a Dios y tú perdónalo todo a todos, y no condenes (la condena es la falta de perdón). Entonces el Señor también te lo perdonará todo y no te condenará. El propio Señor así lo dispondrá, como también lo hará en tu vida terrenal. Tu misma ves que no logramos hacerlo muy bien. Descarga en el Señor tu peso y Él te dará sustento espiritual y físico. Que la salud te acompañe. Que el Señor te guarde y te proteja de todo mal.

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¡Que la paz y la salvación le acompañen! ¿Por qué se desalienta? Ha estado toda la vida aspirando a llegar al Señor y ahora pierde la esperanza en la misericordia y el amor de Dios. ¿Acaso el hombre se salva por su trabajo ascético? Todo el mundo, incluso los santos, se salva por la fe en el Salvador y la penitencia.

Sea pacífico y confíe en Cristo. Lo que preocupe a su conciencia, confiéselo. Lo demás forma parte de la confesión general. El Señor lo sabe todo; por la fe y el arrepentimiento lo perdona todo y nos acepta en el Reino de los Cielos. Tampoco le privará a usted de ello.

El desaliento y la desesperación proceden del enemigo. Los Santos Padres advierten de que, antes de la muerte, cuando el hombre flaquea, el enemigo suele vencer incluso a los más creyentes por la falta de fe y la desesperanza. Luche contra el enemigo en nombre de Dios.

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Aunque todos, grandes y pequeños, tenemos que abandonar este mundo inevitablemente, cuando esto es lo que aguarda a una persona cercana y querida por nosotros, entonces automáticamente protestamos en contra con toda nuestra alma. En lo más profundo de toda persona existe la conciencia de su inmortalidad. Ciertamente el hombre es inmortal, y lo que llamamos muerte es un renacimiento en otro mundo, el tránsito de un estado a otro y, para la mayoría de los cristianos, sin duda, a uno mejor, infinitamente mejor. Por eso no deberíamos afligirnos ante la proximidad de la muerte, sino más bien alegrarnos, pero o bien tenemos poca fe en la vida futura o bien la tememos, y es que la vida terrenal nos retiene con demasiada tenacidad.

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Recuerda que “de Dios nadie se burla”. El Señor espera el arrepentimiento de los pecadores, y por eso aguarda mucho tiempo. Pero los insensatos piensan: si los pecadores prosperan, significa que no hay Dios. Dios los compadece y los hace entran en razón por medio del bien, el dolor y la enfermedad, y espera que rectifiquen. Y si no se arrepienten, los deja en la vida terrenal a su libre albedrío, para que rindan cuentas tras su muerte. Para los hombres justos es a menudo doloroso morir, pero sobre los pecadores dice el Evangelio: El mal matará al pecador, y la vida después de la muerte será todavía más cruel.

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¿No es una grave enfermedad agónica un acto de misericordia de Dios para con el difunto? Durante los días de sufrimiento y, tal vez, de visiones, pudo arrepentirse ante Dios de sus pensamientos erróneos y otros pecados. El arrepentimiento no requiere mucho tiempo, como vemos en el ejemplo del ladrón, el publicano, la pecadora, etc. Basta con reconocer la condición de pecador y la propia condena, aceptar que solo salva el Señor, y que no salva por las acciones (nadie será justificado por las obras de la ley), sino por la conciencia de la propia nulidad e impropiedad, por la súplica de la salvación y por la fe.

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¡Estimados parroquianos!

He servido en este templo casi 15 años. Sin duda habré ofendido a alguien; muchos no estarán satisfechos conmigo. Me voy a la eternidad, y junto a la tumba os pido perdón a todos. Yo mismo estoy extremadamente satisfecho con todos los parroquianos, muchos de los cuales me han profesado un amor sincero. Os doy las gracias a todos, tanto a los que me amáis como a los descontentos, os doy las gracias a todos y os pido perdón con toda sinceridad. Me postro antes vosotros. Perdonadme por Cristo y no me guardéis rencor.

Quien pueda, aunque sea de vez en cuando, que recuerde el reposo del alma de vuestro sacerdote pecador.

Siempre he tratado con toda mi alma guiaros por el camino correcto. La mayoría de los hombres no entiende el cristianismo. Algunos sí lo entienden; entienden que lo más importante es esforzarse por cumplir los mandamientos de Cristo y arrepentirse de los propios defectos y del incumplimiento de los mandamientos, arrepentirse siempre, considerarse indigno del Reino de Dios, y suplicar misericordia al Señor, como el publicano: ¡Oh Dios!, ¡ten compasión de mí, que soy pecador!

Este es mi mensaje como moribundo: arrepentíos, consideraos pecadores, como el publicano, suplicad misericordia a Dios y compadeceos los unos de los otros. Y al que me haya ofendido, al que me haya odiado (los hay), de forma justa o injusta, que el Señor os perdone a todos. De todo corazón pido al Señor que os perdone a todos, os ilumine y os lleve a la salvación.

Que Dios os bendiga por los siglos de los siglos. Recordad a este pecador. Amén.

Fuente: A. Ósipov. La vida después de la muerte


[1] En relación con la muerte de la monja y madre espiritual Valentina

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