DE LAS CARTAS DEL HIGÚMENO NIKON
El higúmeno Nikon (en su vida civil llamado
Nikolái Nikolaievich Vorobiev) nació en 1894 en el pueblo Mikshiko, en la
provincia de Tver. Su trayectoria fue bastante típica para un buscador de Dios
de principios de nuestro siglo: provenía de una familia religiosa (campesina)
tradicional; perdió la fe en la escuela (en la escuela real); buscó
infructuosamente el sentido de la vida en la ciencia, la filosofía y la
psicología (Instituto Psiconeurológico de Petrogrado); cayó en la desolación,
clamó al Dios desconocido y obtuvo una sorprendente respuesta Divina; se dedicó
seriamente al estudio de la teología en la Academia Espiritual de Moscú;
después siguió un largo trabajo ascético que acabó en la toma de la tonsura
monacal y de los hábitos en Minsk en 1931 -32. Durante los años 1933-1937
estuvo recluido en un campo de concentración (inicio de la construcción de
Komsomolsk del Amur), transcurridos los cuales trabajó durante muchos años como
sirviente en casa del médico principal de Vyshni Volochok. Desde el año 1944,
sirvió en las parroquias de los obispados de Kaluga y Smolensk. Desde 1948 y
hasta sus últimos años de vida fue el rector del templo Voznesenski en la
ciudad de Gzhatsk (actualmente Gagarin) en la región de Smolensk. Murió el 7 de
septiembre de 1963. Fue enterrado tras el ábside del altar de su templo.
¿Qué
es particularmente significativo en su experiencia para el creyente moderno?
Se
llamaba a sí mismo monje “forestal”, ya que no tuvo que vivir en ningún
monasterio y en su camino no llegó a encontrar nunca a un guía espiritual
experimentado permanente, aunque lo buscó sin descanso. En el último período de
su vida repetía reiteradamente a sus allegados: en nuestros tiempos no hay
preceptores espirituales que hayan visto el alma humana y a quienes podamos
entregarnos plenamente en obediencia. Hoy es una gran suerte encontrar a un
adepto que aspire sinceramente a una vida espiritual, que esté instruido en las
enseñanzas de los Santos Padres, sea sensato y no haya caído en un estado de
engaño o ilusión espiritual (prelest). Pues una persona así constituye ya una
verdadera rareza. Por eso, decía él, tened mucho cuidado al elegir un compañero
mayor de viaje hacia la tierra prometida; en particular, temed a los que aman
dominar a los hijos espirituales, los que exigen sumisión a Ellos (“obediencia”).
Llegad a conocer concienzudamente al padre espiritual antes de encomendaros a
él, pues en este caso la prisa puede acabar convirtiéndose en la condena del
alma. Pero, lo más importante es que debemos dejar la pereza de lado y estudiar
continuamente a los Santos Padres, guiarnos por sus obras, y en particular por
la de San Ignacio (Brianchanínov), que expone la gran experiencia de los
antiguos padres aplicable a nuestros tiempos tan escasos en espíritu.
La
experiencia del propio higúmeno Nikon, difícil y a menudo amarga, pero en
última instancia alegre y salvadora, y según sus propias palabras llena de
errores y arrepentimiento, caídas y levantamientos, le mostró que la condición
principal y el indicio más importante de la correcta vida espiritual del
cristiano es su visión creciente del profundo daño de la naturaleza humana, que
le atrae constantemente al pecado, y la imposibilidad de sanarla por sus
propios medios, sin la ayuda de Dios.
Sin
embargo, esta visión interna que, según las palabras de San Pedro Damasceno
citadas con frecuencia por el sacerdote en la Iglesia, es “el primer indicio de
la incipiente salud del alma”, se concede al cristiano solo si este se obliga
constantemente a cumplir todos los mandamientos del Evangelio y a la sincera
penitencia. Solo el cumplimiento de los mandamientos y la penitencia conducen al
hombre a la humildad sincera, que es el único cimiento de la casa de la
salvación.
“¿Por qué —decía— muchos “fracasan” en la
obra espiritual? Porque basan su trabajo ascético (podvig) en una arrogancia y
soberbia encubiertas. Hasta que el hombre no vea sus males y sus pasiones y no
empiece a rezar como la viuda del Evangelio, Dios no podrá empezar a ayudarle”.
En una de sus cartas formuló este pensamiento de forma sucinta: “El éxito de
la vida espiritual se mide por la profundidad de la humildad”.
Los
pensamientos de este fiel sucesor espiritual de San Ignacio (Brianchanínov)
sobre lo más importante en la vida del hombre —ser digno de pasar a la
eternidad— merecen una gran atención, pues no se derivan de razonamientos
teológicos teóricos sobre la vida espiritual, sino de su conocimiento profundo
y vivencial.
A.
Ósipov.
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¡Querido mío! Te lego una cosa más. Recuerda
las palabras de Jesucristo: Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por
sus amigos (Jn 15,13). Dan su alma por otras personas, por la patria, por sus
padres y madres, y en la guerra se enfrentan honestamente contra el enemigo.
Actualmente se habla mucho de la guerra. He aquí un camino fácil para salvar tu
alma: sin compadecerte y con fe en Dios, cumple con honestidad cualquier orden,
aunque tengas que ir a una muerte segura. La muerte en la guerra es la muerte “por
tus amigos” y te lleva al Reino de Dios, por lo que no le tengas miedo. No
tengas miedo a nada. El Señor está contigo. En la Iglesia rusa muchos de los
santos ortodoxos provienen del cuerpo militar.
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Ha
muerto una de nuestras monjas padeciendo grandes sufrimientos. Es preciso pedir
con antelación al Señor un fin cristiano “sin dolor, sin vergüenza, apacible, y
nuestra justificación ante su temible trono...”. Debemos imaginar nuestra
muerte, enfermedad, pobreza, los demonios aparecidos, los innumerables
defectos, las propiedades demoníacas de nuestra alma y el poder que tienen los
demonios sobre esa parte del alma; así como la ausencia de buenas obras en las
que podríamos apoyarnos. Nuestra única esperanza es la misericordia de Dios
hacia todos los que crean en Él y que hayan reconocido sus defectos.
Durante
la oración, desnudad vuestra alma ante Dios en toda su vileza, sin
autojustificaros, y decid como el leproso: “Señor, si quieres puedes limpiarme”;
y como el publicano: ““¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”. Con
estos ejemplos y otros similares, el Señor nos indicó el estado adecuado del
alma pecadora, nos indicó además que la oración sincera sin engaño espiritual
(prelest) solo puede nacer de este estado. Ante una oración así, la gracia de
Dios siempre desciende y absuelve (el publicano salió absuelto, y el leproso,
purificado) al pecador, lleno de lepra espiritual.
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Casi
todos nos encontramos en la situación de un hombre que ve en un cuadro un
lujoso banquete, una mesa colmada de manjares, pero sigue estando hambriento.
El pan ajeno no puede alimentarnos. De igual forma leemos la Palabra de Dios y
las palabras de los Santos Padres, y rezamos en general, es decir, pronunciando
con la lengua las palabras de oraciones ajenas, de modo que el alma sigue
hambrienta, escuálida, lista para morir sin alimento.
Cuando
llegue la hora del examen de nuestro caso, resultará que no tenemos nada, que
nuestro “talento” no nos aportó beneficio alguno; e incluso peor: que ni
siquiera podemos devolver el talento prestado, aunque sea sin intereses, sino
que, como el hijo pródigo, lo despilfarramos en pecados y en la agitación de la
vida cotidiana, y encima sermoneamos a los demás. ¡Pobres de nosotros! ¿Qué nos
queda? ¡Escuchar al Salvador, a Nuestro Señor Jesucristo!
¿Preguntas
cómo debes rezar? El Señor Jesucristo nos dice a todos nosotros: reza como el
publicano, acude al Señor como la viuda al juez injusto. De nuevo el Señor nos
enseña: sé consciente de tu pobreza y tu deuda impagable, conoce y siente tu
culpa ante el Señor, olvida todas tus buenas obras (no tenemos buenas obras
propias, y si tenemos, están manchadas de todo tipo de impurezas: de vanidad,
magnificencia y codicia, entre otras) y, como un deudor insolvente, como el
hijo pródigo, pídele benevolencia al Señor, es decir, pídele perdón por todos
tus excesos. No pidas nada más, solo el perdón.
Cuando
el hombre sienta con el corazón que su alma está corrompida por el pecado,
llena de llagas, que no está en su mano sanarla, al igual que no lo está en la
de un leproso curarse a sí mismo, cuando ante los ojos esté próxima la muerte y
los mytarstva, solo quedará una esperanza, un único refugio: ¡el Salvador
nuestro Señor Jesucristo! Hasta ese momento, Él se encontraba lejos de
nosotros, mejor dicho, nosotros estábamos lejos de Él, y ahora Él es el único
Salvador, que vino del cielo para salvarnos, asumió nuestros pecados por
nosotros y sufrió sus consecuencias, redimió con Su amor nuestros excesos;
prometió perdonárnoslo todo por nuestra fe en Él y nuestro arrepentimiento, así
como purificar nuestra alma y cuerpo y unir a Él mediante el Sacramento de la
Comunión estando aún aquí, en la tierra, a los pecadores arrepentidos. Todo
ello como prueba de la unión eterna en la vida futura; hacernos hijos adoptivos
de Su Padre y, a través de ello, partícipes de la eterna gloria y beatitud de
Dios. ¡He aquí en lo que consiste el cristianismo! He aquí el amor de Dios, la
benevolencia de Dios hacia el linaje del hombre caído.
A
quien desprecie ese amor Divino y no valore el sacrificio que Dios hizo por
nosotros le espera el dolor, la angustia, eternos remordimientos de conciencia,
el gusano incansable y el fuego inextinguible en el corazón. “Que calle toda la
carne del hombre, que tiemble y tenga miedo” ante la Cruz de Cristo, ante el
amor de Dios, que llama a cada pecador a salvarse a través de la fe y la
penitencia. Nuestro Señor Jesucristo no vino al mundo para condenarlo, sino
para salvarlo.
¡Arrepentíos,
y el Reino de Dios se aproximará! Pecadores, reconoced vuestra condena, vuestra
culpa ante Dios, y no busquéis justificación en vuestras buenas obras.
Reconoced vuestra enfermedad e incapacidad para libraros de vuestros pecados
pasados, presentes o futuros. Supliquemos al único Omnipotente, al único
Benevolente, al único Señor Salvador, y Él nos perdonará, nos purificará, nos
llamará Suyos, aliviará nuestro dolor, desterrará la desesperanza, nos librará
de los mytarstva y nos aceptará en Su Reino eterno como a los ladrones y las
meretrices, y a todos los demás pecadores. ¡En esto consiste la penitencia!
Que esta sea contigo y con todos vosotros.
Amén.
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La
muerte no es natural al hombre, por lo que todos la temen. Pero la fe en Dios y
la esperanza en la misericordia de Dios, la esperanza de pasar de la dura vida
terrenal a la dicha indescriptible e interminable, no solo puede aliviar el
miedo, sino complacer al hombre, al liberarlo de una vida, en nuestros días,
peligrosa y ciertamente espantosa. Todos debemos prepararnos para la muerte y
pensar en ella, aunque sea un poco cada día. Después de todo, la Iglesia reza
todos los días: “Pidamos al Señor un fin cristiano, sin dolor, sin
vergüenza, apacible...”.
Al
orar hay que repasar mentalmente la propia vida y pedir perdón por todos los
pecados cometidos, no solo por los actos, sino también por la palabra y el
pensamiento. Al hombre arrepentido Dios se lo perdona todo, de modo que no hay
de qué temer a la muerte. No pidas ni esperes ningún don, sino tan solo el
perdón de los pecados y la salvación. Dios sabe lo que es bueno para nosotros.
No dejes que tus pensamientos hagan su voluntad. En la medida de lo posible,
átalos a la oración y a la memoria de Dios.
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No
es la primera vez que me escribes sobre el miedo a la muerte. Si observas
atentamente un objeto, lo verás con claridad, mientras que los objetos
circundantes pasarán a ser apenas perceptibles. Sucede lo mismo con el miedo a
la muerte. Cuando se mira a la muerte con los ojos del viejo hombre y solo se
presta atención a los sufrimientos de la hora suprema, estos crecen
desmesuradamente y te asustan. A ello hay que añadir la acción de los demonios.
Uno puede amargarse por completo si permanece en ese estado. Hay que mirar a la
muerte según la Palabra de Dios: Quiero partir y estar con Cristo, decían el
apóstol Pablo y todos los santos. La vida terrenal no es más que un destierro
para la rectificación. La alegría de liberarse de la prisión o del campo
enemigo no puede compararse con la de salir de la lúgubre vida terrenal.
Dirás:
“Está bien si vas a parar al Reino de Dios, pero ¿y si terminas en el infierno?”
¿Acaso hay algo que nos impida entrar en el Reino de Dios? Se dice: Cumple los
mandamientos y te salvarás. Como somos débiles, corruptos y vulnerables a los
demonios, el Señor nos concedió la penitencia y los demás sacramentos. Si nos
arrepentimos sinceramente, el Señor nos perdona, es decir, purifica nuestra
alma de la lacra del pecado y promete al arrepentido el Reino de Dios. Si te
arrepientes setenta y siete veces al día, recibirás el perdón el mismo número
de veces. Si no crees en la Palabra de Dios, sin duda tendrás miedo, caerás en
manos de los demonios y estos te torturarán. Por lo visto quieres como el
fariseo confiar en tus propios actos, aunque sea tal vez de manera
inconsciente. Sé cómo el publicano, es decir, encomienda tu salvación a la
misericordia de Dios y no a tu propia rectificación. Entonces partirás de esta
vida perdonado, como el publicano del templo, es decir, entrarás en el Reino de
Dios.
Orienta
tu atención en este sentido y recuerda que Dios no creó a las personas para el
tormento, sino para el gozo divino. Todo el cielo se regocija por cada pecador
que se arrepiente y se salva gracias a ello. La muerte es un nacimiento y el
nacimiento raramente está ausente de dolor, pero este dolor se convierte en
alegría, ya que nace un hombre para el Reino de Dios. Repróchate todos los
pecados, todos los malos pensamientos, la incredulidad, las dudas, el
irrazonable miedo a la muerte, repróchate y arrepiéntete ahora mismo, y así
adquirirás la tranquilidad y la paz espiritual, la lealtad a la voluntad de
Dios. Y toda la Iglesia reza por nosotros: “Pidamos al Señor un fin cristiano,
sin dolor, sin vergüenza, apacible, y nuestra justificación ante su temible
trono”. Une tu voz a la de la Iglesia. El Señor te iluminará y tranquilizará.
Madre,
no condenes a nadie; de lo contrario, no te liberarás del miedo, y el Señor no
te perdonará los pecados si tú misma, en vez de perdonar a tus allegados, los
condenas. Sácate la viga del ojo y entonces podrás sacarle la brizna a tu
hermano.
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Sabes
muy bien lo que predijeron los antiguos Padres sobre nuestro tiempo. Se dice:
Se salvarán por la fe, por la paciencia en las aflicciones y enfermedades y por
el arrepentimiento. No tenemos obras. Acerca de las obras humanas el Señor
Jesucristo dijo: “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid:
Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer.” Esto significa
que nosotros, como siervos y criaturas de Dios que somos, estamos obligados a
cumplir toda su voluntad: es decir, todos los mandamientos; si entrará o no en
el Reino de Dios aquel que los cumpla todos es obra de la misericordia de Dios.
No son las obras, sino la humildad, lo que induce al Señor a la misericordia.
Hay que temer a la muerte, así como prepararse para ella, pero la desesperación
y el desaliento son obra del enemigo.
El
Señor ordenó a todos estar preparados en todo momento para la muerte. Por eso
los sueños que suscitan desaliento y desesperación proceden del enemigo. Los
sueños que proceden de Dios conmueven el corazón, amansan, fortalecen la
esperanza en el Salvador, que vino a la tierra y soportó la Cruz para salvar a
los que se condenan, y no a los justos que se consideran (erróneamente) dignos
del Reino de Dios. Se trata de personas soberbias, hombres justos solo en
apariencia. Todos los santos se consideraban grandes pecadores.
La
idea de no repartir los bienes o de no trabajar para alimentarse son
pensamientos que proceden del enemigo. Esfuérzate según tus posibilidades, pero
deposita la esperanza en el Señor, que alimenta a todo el universo. Quien se
acerca a Cristo con fe y arrepentimiento y cumple los mandamientos según sus
posibilidades, estará con Cristo incluso después de la muerte. “Al que venga
a mí no lo echaré fuera”. Este mensaje va dirigido a todo el mundo. El
cristiano no tiene motivo para desesperarse. Se trata de un mensaje enviado por
designio especial de Dios, pero no hay que contar con ello. Que estés en paz y
tranquila.
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Sermoneas
a los demás, ¿pero dónde estás tú? ¿Qué es más fácil, arrastrarse sobre el
vientre o volar leyendo la Palabra de Dios y de los Santos Padres, orando y
confiando en el Señor? Uno tiene que trabajar, pero consciente de los límites;
tener en cuenta la salud, ya que, en caso contrario, se asemejará más bien al
suicida. Debemos matar la pasión y no el cuerpo; esto último puede considerarse
suicidio, si actuamos con pasión por encima de nuestras fuerzas. Llora por tus
pecados y piensa más en la muerte. Cuando no tenías nada, seguramente solo soñabas
con carbón y un pedazo de pan; sin embargo, cuando tienes una habitación propia
y todo lo necesario, te dedicas al trabajo hasta la muerte: el cuento del
pescador y el pez de oro.
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Ha
llegado un momento para ti en el que la vida se convierte en “trabajo y
enfermedad”. Y luego la muerte. Nadie vive para siempre en la tierra; sin
embargo, todos temen la muerte. No en vano la Santa Iglesia reza continuamente
por que se nos conceda un fin cristiano, sin dolor, etc.
Cuanto
más fuerte es la fe y más contrito está el corazón, más fácil es morir. Si el
tumor te incomoda, puedes consultar a un médico y operarte. Hoy en día todo el
mundo tiene miedo de los tumores y piensa que se trata de cáncer. Lo mejor que
podemos hacer es prepararnos para la muerte. Un poco antes o un poco después,
¿qué importa? De todos modos, vamos a morir. Hay que perdonar a todo el mundo,
reconciliarse con todo el mundo, examinar la propia vida y llorar, compungirse
de corazón por los pecados cometidos y pedir perdón a nuestro Salvador, el
Señor Jesucristo.
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Parece
que estás muy enferma. San Ignacio (Brianchanínov) dice que la enfermedad es un
recordatorio del Señor de que nuestra muerte no está lejos, y de que tenemos
que limpiar todo el pasado con contrición sincera, arrepentimiento y aceptación
de los Santos Sacramentos. También hay que realizar actos de misericordia. La
caridad purifica de muchos pecados. No se trata solo de caridad material; mucho
más preciada es la caridad espiritual, que consiste en que el hombre, en vez de
condenar a sus allegados, los compadece, les perdona sus pecados y defectos, y
pide a Dios que los perdone. Tampoco hay que quejarse cuando se sufre una
enfermedad o la indiferencia de los demás, su frialdad, etc., sino decir de
todo corazón: Me lo he merecido por mis hechos; “acuérdate de mí, Señor,
cuando vengas con tu Reino”.
Intenta
recordar al Señor con todas tus fuerzas. Si no invocamos el nombre de
Jesucristo, los demonios vendrán a nosotros, obrarán todo tipo de vilezas, nos
atormentarán y nos arrastrarán hasta el abismo. La enfermedad y los
sufrimientos de la hora suprema no son más que la antesala de la eternidad y el
reflejo de nuestra disposición, de nuestra vida: lo que hemos recogido en el
curso de la vida. Todo ello esto se revela a las puertas de la muerte, lo bueno
y lo malo. Por eso debemos pedir al Señor que nos conceda “terminar los últimos
días de nuestra vida en paz y penitencia”. Recuerda todos los pecados del
pasado, aflígete, llora, pide perdón al Señor. Y reconcíliate con todos los
hombres, de tal manera que sientan tu contrición y te perdonen de corazón, no
de palabra, y tú también perdónalos a todos.
Que
el Señor te ilumine y te ayude a arrepentirte y a prepararte para la muerte.
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Hemos
recibido tus dos cartas. Madre, tu nombre, Eufrasia, significa “buenas obras”.
Si quieres que tu existencia haga honor a tu nombre, debes siempre y en todas
partes ajustar tus actos al Evangelio, que nos enseña a obrar el bien, tanto
externa como internamente. Según el Evangelio: “Tendrá un juicio sin
misericordia el que no tuvo misericordia”; “con la medida con que midas
se te medirá”. Vas a morir; ¿por qué te afligirás entonces? ¿Con qué
redimirás tus pecados? “¡Redime tus pecados con la caridad”! La gente
quiere hacer buenas obras; si estás de acuerdo con el mundo, participarás de
sus buenas obras; si te enfrentas a él, te condenarán por tu crueldad. Dice la
justicia del Señor: Tal como tratamos al prójimo, nos tratará el Señor el día
del juicio...
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No
te preocupes por tu sueño. El Señor no informa así sobre la muerte. Todos sus
avisos tienen en común: Estad preparados en todo momento. Ni un solo día
podemos garantizar que viviremos para terminarlo. Y es que solo reciben avisos
especiales los grandes justos (a veces los grandes malhechores). Arrepiéntete
de todo, pide al Señor perdón por todo. Cuídate, no te desanimes, no te agites
demasiado y piensa más en el tránsito a la eternidad que nos espera.
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He
sabido por tus cartas que a menudo no estás en paz con tu hermana, hasta tal
punto que a veces estarías dispuesta a pasarte la soga al cuello. Y ya es hora
de que tú y especialmente Marisha sepáis que existe el diablo y los demonios,
los cuales, en su maldad extrema, quieren destruir a todos los hombres por
cualquier medio imaginable. ¿Que cómo lo hacen? Pues tratan de actuar sobre las
pasiones del hombre y atizarlas con tal fuerza que le pierdan.
Por
ejemplo, al que le gusta beber, los demonios lo impelen a beber más y más, y lo
empujan hacia el alcoholismo, las riñas, el asesinato y el suicidio,
destrozándolo para siempre. A otro los demonios lo incitan al robo; a otro lo
conducen con gran sutileza a la soberbia, la vanidad, el orgullo y, finalmente,
al engaño espiritual (prelest), tratando de destruirlo. Y de muchas otras
maneras buscan la condena eterna del hombre.
Del
mismo modo los demonios intentan arruinarte a ti y a Marisha, o por lo menos a
una de vosotras. ¿Cómo lo hacen? Lo sabes muy bien. Los demonios suscitan
disputas entre vosotras, os excitan hasta el punto de que estáis dispuestas a
llegar a las manos, provocan aflicción y pesadumbre de tal manera que
preferirías ahorcarte a seguir viviendo así. Si tú u otra persona alberga este pensamiento,
aunque sea por poco tiempo, entonces los demonios, con gran fuerza y con la
ayuda de otros demonios mucho más poderosos (otros siete espíritus peores que
él, como dice el Evangelio), se esforzarán más y más por inculcar el
pensamiento del suicidio. Si la persona no se opone a este pensamiento
diabólico con todas sus fuerzas y lo consiente, aunque solo sea un momento,
entonces los demonios, con la connivencia de Dios, por el influjo de las
pasiones y la falta de arrepentimiento, pueden ahogarla en la maldad, le
ofrecen la soga o incluso la toalla y la ayudan a suicidarse.
Katia,
reflexiona sosegadamente a qué ofuscación debe llegar el alma, para que, a
causa de una pequeña aflicción, pase al tormento terrible y eterno. Por muy
difícil que sea aquí, aunque viviéramos en la tierra durante mil años
padeciendo grandes sufrimientos, todos tienen un fin. Pero en el infierno los
tormentos nunca cesan.
Imagínate
por un momento la siguiente situación: una pandilla de unos cien bandidos, a cual
más repugnante, te secuestra, te lleva al bosque y te ultraja durante todo el
día. ¿Cómo te sentirías? Por lo menos te podrías liberar de esta situación a
través de la muerte. Pero el suicida cae en las garras de los demonios, que son
mil veces peor, más malvados y repugnantes que todos los bandidos, en su plena
voluntad, en su ultraje, y esto aparte del sombrío fuego inextinguible y el
gusano infatigable... Y estos tormentos no tienen fin... ¡Qué horror! Tener que
llegar a esta situación por bagatelas, porque Marisha es mala o ruin, porque no
quiere esto o aquello, porque no hace tal cosa o porque de alguna manera te ha
ofendido. Si sois incapaces de soportar tales minucias, ¿cómo es posible que no
te aterroricen los tormentos infernales?
Dices
que en este momento no piensas en nada y que estás preparada para pasarte la
soga al cuello. Dices verdad cuando afirmas que no piensas en nada, ya que
olvidas a Dios y los futuros tormentos eternos. Aquí se observa de nuevo la
astucia de los demonios y su efecto sobre el alma humana.
Donde
está el Señor hay paz, luz, sensatez, alegría. Donde está el diablo hay
desorden, pesadumbre, ofuscación, desesperación y disposición para cualquier
mal. Esto te lo he dicho en muchas ocasiones. Sin embargo, quizá por última
vez, te prevengo: No te entregues al diablo. Adora a Dios y pídele
sosegadamente que no te deje caer en la ofuscación, que no les dé a los
demonios poder sobre ti. El Señor te protegerá si te apartas del infierno.
Recuerda a Judas. Dejó que el diablo entrara en él, sufrió una muerte horrible
y pasó al tormento eterno, en el abismo infernal.
Con este asunto no se puede bromear. Debes
alejarte de estos pensamientos. Que el Señor te ayude a entender las Escrituras
y a escapar de las manos de los demonios, tanto aquí como en la vida venidera;
con un poco de sufrimiento aquí podrás entrar en el Reino de Dios, en el gozo
eterno y la dicha suprema.
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Aguanta
el dolor, la enfermedad, la pesadumbre y las ofensas en esta vida, aguántalos
sin quejarte y heredarás el Reino de Dios.
Los
Santos Padres decían que si el hombre supiera el gozo que encontrará en el
Reino de Dios heredado, estaría dispuesto a crucificarse diariamente durante
toda la vida, con tal de no perder la dicha eterna. Pero el Señor no nos exige
tales sufrimientos. Solo quiere que creamos en Él y que humildemente soportemos
todo lo que nos envía para nuestra purificación.
Ten
paciencia, hermana. Tal vez el fin de todos nosotros no esté lejos. Es terrible
morir con pecados y rencor en el alma, sin paz ni arrepentimiento. ¿Acaso somos
tan necios como para no soportar un breve y pequeño dolor a fin de evitar el
dolor y el tormento eterno, horrible y ahora incomprensible que reina en el
infierno, en compañía de los demonios y las personas repudiadas?
¡Qué
duro es estar en la cárcel con los maleantes! Pero el infierno con los demonios
será millones de veces peor. Sé paciente, no te desanimes, no te desesperes, en
adelante perdona a todo el mundo, sé humilde, y aquí mismo tu agitada alma
encontrará paz y consuelo.
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Dices
que la echas a faltar[1],
que no puedes quedarte sola en casa, que lloras desesperadamente y que no
tienes a nadie con quien compartir tus penas. En todas las cosas interviene
Dios para bien de los que le aman. Si el dolor no fuera útil para la gente, el
Señor no lo enviaría. El remedio para la tristeza y el dolor es orar o
salmodiar y dar gracias al Señor. Si te obligas a leer atentamente el Salterio
y a rezar más a menudo a Jesús, la Madre de Dios y todos los santos, tu dolor
se calmará y obtendrás un gran provecho espiritual. Sin embargo, si te consumes
en la tristeza y lloras como profana, pecarás gravemente y te perjudicarás
física y espiritualmente, sin encontrar consuelo.
Abre
tu corazón al Señor con todos tus males, no te justifiques, considérate digna
no solo de las aflicciones temporales, sino también de los tormentos eternos,
sin perder, no obstante, la esperanza en la misericordia de Dios, confiando en
el sufrimiento de la crucifixión del Salvador, que cargó con los pecados de
todo el mundo, y hallarás sosiego, paz y salvación. Puedes leer el Salterio u
otras oraciones similares sentada o tumbada, pero no te dejes llevar por la
vanilocuencia ni los ensueños. El dolor y la enfermedad ayudan al hombre a
separarse de la agitación mundana y acercarse más a Dios. No te desalientes en
vano. Ponte en manos de Dios. No condenes a nadie, vive en paz con todo el
mundo y el Señor te consolará.
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He
recibido un telegrama sobre la muerte de Marisha. ¡Que entre en el Reino de los
Cielos y encuentre consuelo de todas las aflicciones y enfermedades terrenales
en un gozo inefable! ¡Que allí se encuentre con la madre Valentina, con Misha
[hermano] y todos los seres que le son queridos!
Me
gustaría estar presente en su funeral, pero me siento débil a causa de la tos.
Subir cuestas siempre me ha costado, pero ahora simplemente no tengo fuerzas.
¿Cómo vas a vivir ahora? Sé que tú también estás enferma; tal vez a ti tampoco
te quede mucho tiempo de vida. Piensa más en la muerte, en la vida futura.
Arrepiéntete sinceramente (padre Pável) de todos tus pecados de juventud. Da a
los pobres lo que te dicte la conciencia, para pagar por tus pecados. En una
palabra, prepárate para subir al cielo. No escuches a los ateos. Ellos no saben
nada, para ellos todo está oculto, como para los ciegos. No con pláticas se
llega a comprender a Dios y el misterio del más allá, sino mediante el trabajo
ascético (podvig), el cumplimiento de los mandamientos y el arrepentimiento
profundo y sincero.
Que
el Señor te ayude a poner orden en la vida terrenal y a prepararte para la
muerte cristiana, para heredar la vida eterna. ¡Que el Señor te guarde!
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No
hay que pensar en la muerte con el estado de ánimo en que lo hacía usted, sino
de manera totalmente diferente, como pensaban en ella “los sabios egipcios” [los
Santos Padres]. Ya sabe cómo deseaban vivir un poco más para poder prepararse.
Lo que usted tiene es simplemente cobardía. No se lo reprocho, ya que a mí me
pasa lo mismo, pero es así. Los fuertes tenían miedo, y nosotros nos
envalentonamos porque no tenemos humildad. Busque en las máximas de los “sabios
egipcios” lo que decía el padre Pimen, y verá que creemos o esperamos lo
contrario.
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El
miedo o incluso el terror ante la muerte es consecuencia de una disposición
incorrecta. Mientras usted confíe en sus propias obras y su propio podvig, no
podrá estar tranquilo. Ni un solo hombre desde la creación del mundo se ha
salvado por sus obras. Es Dios quien nos salva. A Él debemos confiar nuestro
destino y a nosotros mismos, tanto en esta vida como después de la muerte. Y si
nos entregamos a Él, en la medida de lo posible debemos obrar como Él ordena,
es decir, debemos obligarnos a cumplir sus santos mandamientos y arrepentirnos
sinceramente de los fallos cometidos voluntaria e involuntariamente. Si esta
disposición no parte de la cabeza, sino de la profundidad del corazón, estará
usted en paz en todas partes y para siempre. Su alma está en manos del Señor.
¡¿Quién la podría lastimar?! Pero este estado no se logra enseguida. Si busca,
encontrará.
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El
desaliento y la desesperación proceden del enemigo. Los Santos Padres advierten
de que, antes de la muerte, cuando el hombre flaquea, el enemigo suele vencer
incluso a los más creyentes por la falta de fe y la desesperanza. Luche contra
el enemigo en nombre de Dios.
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Piensa
más a menudo en la muerte, en tu destino futuro, en lo que allí te aguarda.
Oblígate a hacer el bien a la gente, porque el Señor dijo que los
misericordiosos recibirán misericordia y los que obraron sin piedad tendrán un
juicio sin piedad.
También
te pido encarecidamente que no condenes a nadie, y para ello intenta no decir
nada sobre nadie, ni malo ni bueno. Esta es la manera más sencilla de no ser
condenado en el otro mundo. Jesucristo el Salvador prometió: No juzguéis y no
seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Hubo un monje que vivió
de forma muy indolente. Cuando se estaba muriendo, sentía un gran gozo espiritual
y no tenía ningún miedo a la muerte. Cuando los stárets le preguntaron qué
virtudes secretas poseía para morir como un santo, respondió: “El Señor me
ha comunicado que me lo perdona todo y que no condena mis pecados porque yo
mismo no he condenado a nadie”.
Sigue
tú también este fácil camino. Recuerda tus pecados, aflígete por ellos desde el
corazón, pide perdón a Dios y tú perdónalo todo a todos, y no condenes (la
condena es la falta de perdón). Entonces el Señor también te lo perdonará todo
y no te condenará. El propio Señor así lo dispondrá, como también lo hará en tu
vida terrenal. Tu misma ves que no logramos hacerlo muy bien. Descarga en el
Señor tu peso y Él te dará sustento espiritual y físico. Que la salud te
acompañe. Que el Señor te guarde y te proteja de todo mal.
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¡Que
la paz y la salvación le acompañen! ¿Por qué se desalienta? Ha estado toda la
vida aspirando a llegar al Señor y ahora pierde la esperanza en la misericordia
y el amor de Dios. ¿Acaso el hombre se salva por su trabajo ascético? Todo el
mundo, incluso los santos, se salva por la fe en el Salvador y la penitencia.
Sea
pacífico y confíe en Cristo. Lo que preocupe a su conciencia, confiéselo. Lo
demás forma parte de la confesión general. El Señor lo sabe todo; por la fe y
el arrepentimiento lo perdona todo y nos acepta en el Reino de los Cielos.
Tampoco le privará a usted de ello.
El
desaliento y la desesperación proceden del enemigo. Los Santos Padres advierten
de que, antes de la muerte, cuando el hombre flaquea, el enemigo suele vencer
incluso a los más creyentes por la falta de fe y la desesperanza. Luche contra
el enemigo en nombre de Dios.
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Aunque
todos, grandes y pequeños, tenemos que abandonar este mundo inevitablemente,
cuando esto es lo que aguarda a una persona cercana y querida por nosotros,
entonces automáticamente protestamos en contra con toda nuestra alma. En lo más
profundo de toda persona existe la conciencia de su inmortalidad. Ciertamente
el hombre es inmortal, y lo que llamamos muerte es un renacimiento en otro
mundo, el tránsito de un estado a otro y, para la mayoría de los cristianos,
sin duda, a uno mejor, infinitamente mejor. Por eso no deberíamos afligirnos
ante la proximidad de la muerte, sino más bien alegrarnos, pero o bien tenemos
poca fe en la vida futura o bien la tememos, y es que la vida terrenal nos
retiene con demasiada tenacidad.
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Recuerda
que “de Dios nadie se burla”. El Señor espera el arrepentimiento de los
pecadores, y por eso aguarda mucho tiempo. Pero los insensatos piensan: si los
pecadores prosperan, significa que no hay Dios. Dios los compadece y los hace
entran en razón por medio del bien, el dolor y la enfermedad, y espera que
rectifiquen. Y si no se arrepienten, los deja en la vida terrenal a su libre
albedrío, para que rindan cuentas tras su muerte. Para los hombres justos es a
menudo doloroso morir, pero sobre los pecadores dice el Evangelio: El mal
matará al pecador, y la vida después de la muerte será todavía más cruel.
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¿No
es una grave enfermedad agónica un acto de misericordia de Dios para con el
difunto? Durante los días de sufrimiento y, tal vez, de visiones, pudo
arrepentirse ante Dios de sus pensamientos erróneos y otros pecados. El
arrepentimiento no requiere mucho tiempo, como vemos en el ejemplo del ladrón,
el publicano, la pecadora, etc. Basta con reconocer la condición de pecador y
la propia condena, aceptar que solo salva el Señor, y que no salva por las
acciones (nadie será justificado por las obras de la ley), sino por la
conciencia de la propia nulidad e impropiedad, por la súplica de la salvación y
por la fe.
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¡Estimados
parroquianos!
He
servido en este templo casi 15 años. Sin duda habré ofendido a alguien; muchos
no estarán satisfechos conmigo. Me voy a la eternidad, y junto a la tumba os
pido perdón a todos. Yo mismo estoy extremadamente satisfecho con todos los
parroquianos, muchos de los cuales me han profesado un amor sincero. Os doy las
gracias a todos, tanto a los que me amáis como a los descontentos, os doy las
gracias a todos y os pido perdón con toda sinceridad. Me postro antes vosotros.
Perdonadme por Cristo y no me guardéis rencor.
Quien
pueda, aunque sea de vez en cuando, que recuerde el reposo del alma de vuestro
sacerdote pecador.
Siempre
he tratado con toda mi alma guiaros por el camino correcto. La mayoría de los
hombres no entiende el cristianismo. Algunos sí lo entienden; entienden que lo
más importante es esforzarse por cumplir los mandamientos de Cristo y
arrepentirse de los propios defectos y del incumplimiento de los mandamientos,
arrepentirse siempre, considerarse indigno del Reino de Dios, y suplicar
misericordia al Señor, como el publicano: ¡Oh Dios!, ¡ten compasión de mí,
que soy pecador!
Este
es mi mensaje como moribundo: arrepentíos, consideraos pecadores, como el
publicano, suplicad misericordia a Dios y compadeceos los unos de los otros. Y
al que me haya ofendido, al que me haya odiado (los hay), de forma justa o
injusta, que el Señor os perdone a todos. De todo corazón pido al Señor que os
perdone a todos, os ilumine y os lleve a la salvación.
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