LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE: PREGUNTAS SOBRE LA ETERNIDAD (PARTE V) POR ALEXEY ÓSIPOV


Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).

 Compartimos en esta entrada la Quinta parte de las reflexiones sobre La Vida Después De La Muerte, en este apartado el profesor Alekséi considera algunas Preguntas Sobre La Eternidad que en sus conferencias suelen formularle. Algunas de ellas, relacionadas con la vida después de la muerte y la eternidad tales como:

¿Cuál es el destino de los niños muertos en los abortos?

Se sabe que el suicidio es un pecado terrible. ¿Pero qué hay del hombre que habiendo cometido tal delito fue en vida un justo perfecto

¿Cuál es la esencia de la conmemoración de los difuntos con limosnas y ágapes?

¿En qué se diferencia la santidad de la salvación?

Bendecida y Santa Cuaresma.

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).

Jacobo Rave (C.O.P.S.)


PREGUNTAS SOBRE LA ETERNIDAD

 En mis conferencias suelen formularme todo tipo de preguntas. Algunas de ellas, relacionadas con la vida después de la muerte, podrían resultar de interés.

 

—¿Puede ser que cuando el hombre se separa de Dios y está como sumido en las tinieblas, de hecho, se encuentre bien en este tipo de espacio?

 —El estado del hombre que ha rechazado a Dios es un estado sometido a la tiranía de las pasiones. Todos sabemos qué son las pasiones. ¿Se siente bien una persona poseída por un odio feroz? ¡Y cómo le tortura la envidia! Recuerden lo que escribía Dante: “Tan quemada de envidia fue mi sangre, Que, si dichoso hubiese visto a alguno, cubierto de livor me hubieras visto”[1]. Así es la “dicha” de la estancia en las pasiones. Respecto a ello, es preciso tener en cuenta que allí no existe posibilidad alguna de controlarlas ni satisfacerlas. Así pues, como dice el Salvador, el infierno es realmente un fuego inextinguible y un gusano infatigable. Pero al mismo tiempo, el ambiente del infierno —la morada de los demonios— es la mejor morada para el hombre entre las posibles, en el sentido de que es plenamente acorde a su estado espiritual, y natural para él. —

Usted ha mencionado que las profundas tinieblas son el estado fuera de Dios. En la obra de Georgi Vasílie vich Florovski leí una cita de alguno de los Santos Padres donde se hablaba de que el alma humana era, por así decirlo, relativamente inmortal, habida cuenta de que esta vida se la concede Dios. Si las profundas tinieblas son el estado fuera de Dios y por consiguiente Dios no está ahí, ¿cómo puede existir el alma sin el Dador de vida? ¿Cómo hay que entenderlo? —

Es difícil dar una respuesta simple a su pregunta. Uno de los motivos es que si yo estuviera allí — ¡Dios no lo quiera! —, no podría describir aquella realidad en ninguna lengua humana, por la ausencia de nociones con las que hacerlo. Aquí está el límite de nuestra razón, aunque naturalmente podemos filosofar sobre este tema. Por ejemplo, así:

Está claro que nada ni nadie puede existir sin Dios. Y, por consiguiente, la gracia de Dios, que sustenta la existencia de todo lo creado —a la que puede llamarse existencial para diferenciarla de la gracia de la deificación—, también está presente en las profundas tinieblas. San Isaac de Nínive afirma sin rodeos que es poco razonable creer que el amor de Dios abandona al pecador en el infierno, aunque allí este amor será precisamente la fuente de sus tormentos. He aquí sus palabras: “¡Los atormentados en la gehenna son flagelados con el látigo del amor [Divino]! ¡Y qué amargo y cruel es este tormento de amor! Pues los que sienten que han pecado contra el amor soportan tormentos mucho mayores que cualquier miedo a los tormentos. La pena que abate al corazón por el pecado contra el amor es mucho más amarga que cualquier castigo posible”[2]. De modo que Dios está en todas partes, pero está presente en cada lugar de manera distinta.

 —¿Cómo podré deleitarme en el Reino de Dios sabiendo que mis allegados sufren en el infierno?

Es preciso repetir reiteradamente que juzgar cuál será el estado de una persona allí sin conocer la futura bienaventuranza ni el carácter de los tormentos eternos es cuando menos difícil e incluso a veces peligroso. No es casual que San Calisto Katafigiotis advirtiese de que “la mente debe tener la medida del conocimiento para no condenarse”. Allí nada es como parece. Únicamente cuando estemos en el mundo de la eternidad lo conoceremos todo tal y como es, “cara a cara”, mientras que “ahora vemos en un espejo, en enigma”. (1 Co 13, 12) En calidad de uno de estos enigmas expresaré el siguiente pensamiento. No hay duda de que solo la unidad espiritual constituye un fundamento sólido para la unidad de las personas. El espíritu, y no la sangre, es lo que une o separa a la gente. Fíjense como a veces los familiares se odian los unos a los otros. Y, al contrario, las personas no unidas por lazos de sangre se unen en el amor, forman familias y se vuelven una. También en la vida eterna el espíritu une a unos y separa a otros. Y esta separación será natural, y no forzosa, ya que no traerá sufrimiento. Solo hay que creer simple y firmemente que en el Reino de Dios no puede haber sufrimiento.

—¿Puede considerarse que la persona que muere en Pascua va al paraíso?

—No hay una respuesta de la Iglesia a esta pregunta. Aunque esta pregunta suscite una sonrisa a alguien, en la creencia popular existe la firme convicción de que aquel a quien Dios concede morir en Pascua merece el Reino de los Cielos. Quizás sea así. Pero esto no sucederá porque haya muerto en Pascua, sino porque sea digno de morir en Pascua. A veces se dice: esta persona no era creyente, pero murió en Pascua. ¿Acaso también se salvará? ¿Y qué responde el Evangelio? El primer hombre que entró en el paraíso fue un ladrón que se arrepintió de sus pecados en el último instante de su vida. De modo que no demos vueltas al destino de los que han fallecido en Pascua, mejor exclamemos por ellos de todo corazón: “¡Que descanse en paz, Señor...!”

—¿Cuál es el destino del alma de un soldado que en el momento de su muerte odiaba a su enemigo? —

Evidentemente, no puedo decir nada sobre el destino de ningún hombre, ya que solo lo conoce Dios.

Pero me gustaría recordarles que a menudo usamos a la ligera las nociones de “odio”, “amor” y otros, teniendo una idea muy vaga de lo que significan, pues pueden tener una fuerza y un sentido diferentes en cada caso individualizado. ¿Son distintos el odio hacia el propio pecado y el odio hacia la peor vecina del mundo? También el amor difiere enormemente, del más criminal al más elevado. Somos espiritualmente ciegos; no podemos juzgar correctamente sobre el estado espiritual y anímico de otro ser humano. Pero existe algo que conocemos y podemos juzgar: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.” (Jn 15, 13). Así, los soldados son los primeros en ir al encuentro de la muerte; se sacrifican y dan el alma por sus amigos, por los indefensos a quienes protegen. (Por eso el servicio militar ha sido el más honorable de todos los tiempos). No es casual que encontremos una gran cantidad de guerreros entre las imágenes de los santos. Esto es lo primero que debemos recordar.

Segundo. No podemos mezclar dos nociones totalmente diferentes: la ira justa y el odio. Existe la ira justa, pero también existe el rencor. Recuerden como Cristo volcó mesas, esparció monedas y echó a todos los mercaderes del templo con un látigo. (¡Qué cuestión tan esencial para nuestros tiempos!). Y explicó la causa de Sus acciones: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado.” (Jn 2, 16). Este es un ejemplo de ira justa, sin pecado. ¿Por qué sin pecado? Porque Cristo no lo hizo por odio hacia los mercaderes, sino por ira santa contra el pecado de profanación de la santidad del templo de las almas humanas y del templo de las oraciones. No deseaba ningún mal a los mercaderes de la Iglesia, sino que puso fin al desarrollo y la justificación del pecado tanto en sus corazones, como en la práctica y la enseñanza de su propia religión.

Y viceversa, quien actúa por rencor hacia una persona comete evidentemente un grave pecado y mata su propia alma, independientemente de quien sea, soldado o sacerdote, político o teólogo. En la guerra, claro está, la ira justa se mezcla a menudo con la depravación. ¿Por qué si no la Iglesia impone frecuentemente determinadas penitencias a los soldados? Pero al mismo tiempo es preciso entender que el que no defiende hasta la muerte a sus amigos, a su Patria, no es un soldado. Al defenderlos, el guerrero debe matar al enemigo, ya que por el contrario no será un guerrero, sino un traidor. Y tal asesinato es virtud, ya que, para una persona normal desde el punto de vista moral y psíquico, un asesinato justo constituye la proeza (podvig) moral más dura. De ahí también se entiende la aparición de todo tipo de partidarios de la no violencia ante la maldad, pacifistas que se justifican a sí mismos, en parte por una interpretación falsa del Evangelio. Sus motivos “humanitarios” son transparentes: que otros se hagan cargo de esta proeza sobrehumana. Nosotros prosperaremos gracias a su sangre y sufrimientos, y además les condenaremos enfurecidos por los asesinatos cometidos.

Por eso creo que es mejor que los cristianos recemos fervorosamente por nuestros queridos guerreros difuntos (y no simplemente los rememoremos), en lugar de intentar asomarnos allá donde nos han cerrado la puerta. No sabemos nada con certeza sobre quién experimentó algo en el momento de la muerte y lo que experimentó. Pero está Dios, que todo lo ve, lo juzga y lo perdona.

—¿Podemos creer en el Apocalipsis de Pedro, en el que describe los tormentos de los pecadores en el infierno? —

No, ni en ninguna otra literatura apócrifa y no canónica, octavillas y librillos heréticos del tipo: Makaria dada por Dios, Conversaciones espirituales y lecciones del stárets Antonio y Milagros de los últimos tiempos” del hieromonje (?) Trifón, vídeos del tipo Encuentro con la eternidad y otras ediciones llamadas espirituales.

 —¿Cuál es la esencia de la conmemoración de los difuntos con limosnas y ágapes?

—Dando limosna y organizando un ágape conmemorativo (que también es un tipo de limosna) profesamos amor hacia el otro por la persona fallecida. Y es que la oración, según la palabra de Cristo, es especialmente eficaz cuando se acompaña con “ayuno”, es decir con restricciones autoimpuestas, la exigencia propia de realizar buenas obras, la privación de algo por amor al otro y la represión del propio hombre viejo.

Cuando el ágape conmemorativo tiene carácter cristiano, también constituye cierto sacrificio de uno mismo por el difunto, pues trabajamos por él y nos desprendemos de algo de nuestro patrimonio. Por eso uniéndolo a la oración se convierte en uno de los medios de ayuda al difunto.

—¿Podría explicar si la gehenna y el purgatorio es lo mismo?

—La gehenna y el purgatorio son dos cosas totalmente distintas. El purgatorio es una invención puramente teológica de los teólogos católicos y una de las aberraciones de la Iglesia Católica. El hecho es que, según la doctrina católica, el hombre no solo debe arrepentirse para purificarse del pecado, sino que también debe dar satisfacción a la justicia de Dios, lo que se consigue solo con limosnas, postraciones, lecturas de oraciones específicas, etc. Pero con la exigencia de tal satisfacción, los teólogos católicos se han puesto en una situación delicada. Pues si el hombre se arrepintió, pero no tuvo tiempo de darla, surge una colisión irresoluble: no puede ni ir al cielo (ya que no ha dado satisfacción), ni al infierno (puesto que se ha arrepentido). Y las grandes y “geniales” cabezas pensantes de los teólogos inventaron el así llamado purgatorio, donde supuestamente el pecador penitente da satisfacción a la verdad Divina por sus pecados mediante sus tormentos, después de lo cual puede ser trasladado al paraíso. Eso es el purgatorio según la concepción católica.

En la Ortodoxia ni siquiera se insinúan tales, perdónenme la expresión, disparates. En los mytarstva y en el infierno el hombre no es castigado por Dios, sino por sus propias pasiones, y no debe dar satisfacción alguna a la justicia Divina. Allí se produce algo totalmente distinto: un proceso espiritual en la propia alma. Por un lado, se cobra una mayor consciencia del daño presente en la naturaleza humana y la condena a la que las pasiones someten al alma, y de ahí, de la necesidad del Salvador. Por el otro, este proceso conduce a la profundización del conocimiento del amor de Dios y al crecimiento del amor recíproco. Todo esto lleva al progresivo debilitamiento de las acciones pasionales y, por consiguiente, de los demonios torturadores. Y, finalmente, puede llevarnos a adquirir la liberación de las pasiones y el regreso a Dios. En la Ortodoxia no se habla de dar satisfacción a la llamada verdad de Dios, ni de purgatorios.

—¿Cuál es el destino de los niños muertos en los abortos?

—Extraña manera de plantear una pregunta. Me sorprende que se pregunte sobre el destino de los niños inocentes, que no han conocido ni el bien ni el mal, en lugar de preguntar por el destino de la madre que ha cometido un pecado mortal. ¿Acaso pecaron los niños? ¿Acaso actuaron injustamente? ¿Mataron a un ser humano? ¿Por qué se habla de los niños sin pecado? Las fuentes de este falso miedo pagano son bien conocidas. Provienen de los falsos maestros, contaminados por la doctrina católica medieval del llamado limbo. El limbo es un lugar del otro mundo situado entre el paraíso y el purgatorio, en el que según la concepción medieval (la idea del limbo surgió en el siglo XIII) se encuentran las almas de los niños no bautizados. Pero incluso el catolicismo ya no insiste en su pleno perecimiento. El Papa Pío X escribía en el año 1905: “Los niños muertos sin bautizar van al limbo, donde no gozan de la presencia de Dios, pero tampoco sufren “. Y el nuevo Papa Benedicto XVI decidió excluir totalmente la doctrina medieval del limbo de la doctrina religiosa del catolicismo, arguyendo su falsedad. En el documento publicado por la Comisión Teológica Internacional y aprobado por este Papa, se afirma que el concepto tradicional de limbo refleja de manera demasiado limitada la idea de la Salvación. Ahora, según la nueva teoría, las almas de los niños muertos que no llegaron a ser bautizados acaban en el paraíso.

Pero algunos de nuestros “maestros” han superado los extravíos medievales de los católicos. Echando fuego por los ojos, aterran a los ignorantes: “¡los niños que no sean bautizados se condenarán!” Es decir, en su opinión, las madres que han cometido conscientemente infanticidio pueden salvarse (si se arrepienten), mientras que los niños inocentes, que no tenían ni voluntad, ni consciencia, están condenados a la perdición. Quizá esta sea la mayor caricatura imaginable de la Ortodoxia.

¿Acaso se condenaron todos los niños muertos antes de la llegada de Cristo? ¿Están los niños de nuestros antepasados de antes de la cristianización de Rusia en la gehenna? ¿Están en el infierno los niños de los pueblos no cristianos? ¡No, todos ellos han sido salvados por el Sacrificio de Cristo! El Señor mismo dijo lo siguiente sobre los niños no bautizados: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como estos es el Reino de los Cielos.” (Mt 19, 14). ¿Quién bautizó a los niños que mató Herodes en Belén, a los justos del Antiguo Testamento, al buen ladrón, a los apóstoles, a la misma Madre de Dios y a numerosos mártires? Y sería “interesante” saber ¿mediante qué rito? ¿Inmersión, ablución, aspersión? ¿Acaso no está claro que el bautismo, al igual que todos los sacramentos, es una ceremonia religiosa de la Iglesia celebrada por el hombre, mientras que el don de la gracia del sacramento lo da el Señor cuando ve un alma capaz de recibirlo? Los sacramentos no son un salvoconducto de entrada a la vida eterna, sino solo un medio de ayuda eficaz para el hombre en su camino a la salvación. Por eso todos los niños difuntos se salvarán, “porque de los que son como estos es el Reino de los Cielos”.

Para confirmar la idea de la bienaventurada vida póstuma de los niños no bautizados citaré algunas declaraciones de los Santos Padres.

El famoso escritor de la Iglesia de principios del cristianismo Tertuliano (+220) escribía: “Es más provechoso retrasar el bautismo según las particularidades, el carácter e incluso la edad de cada persona, especialmente cuando son niños pequeños (párvulos)… Que vengan cuando hayan crecido. Que vengan cuando estudien, cuando se les haya instruido sobre adónde ir. Que se conviertan al cristianismo cuando puedan conocer a Cristo (Christum nosse potuerint). ¿Por qué un inocente debe tener prisa en que se le absuelvan los pecados?”[3].

San Gregorio Nacianceno escribía: los niños “... que no fueron bautizados, no serán ni glorificados ni tampoco castigados por el justo Juez, pues a pesar de no llevar Su sello, no han obrado el mal”[4]. ¿Qué significa ni glorificados? ¿Qué no entrarán en el Reino de Dios? Nada de eso. Es fácil entender las palabras de San Gregorio si ponemos como ejemplo un ejército combatiente. ¿A qué guerreros se les otorga la gloria? ¿A los que se condecora? A los que dieron prueba de más valor y heroísmo. Otros, como no realizaron tales proezas, no reciben naturalmente tales condecoraciones ni gloria. Pero ¿acaso se les castiga? San Gregorio prosigue de la siguiente forma: “Pues no cualquiera... que no sea digno de honor es digno de castigo[5]. He aquí el significado de sus palabras. En ningún momento dice que aquellos que no hayan sido bautizados serán privados del Reino de los Cielos.

San Efrén de Siria, coetáneo de San Gregorio Nacianceno, está convencido de que los niños fallecidos estarán por encima de los santos. Ni siquiera menciona si han sido o no bautizados. ¡Te alabamos, Dios nuestro, por boca de los recién nacidos y de los niños, ¡que como ángeles puros del Edén se alimentan del Reino! Tal como dijo el Espíritu Santo (Ez 34, 14), pacen entre los árboles del Edén, y el Arcángel Gabriel es el pastor de esos rebaños. Su posición es más elevada y magnífica que la de los célibes y los santos; son los hijos de Dios, los hijos adoptivos del Espíritu Santo. Ellos son cómplices de los seres celestiales, amigos de los hijos de la luz y habitantes de la tierra pura, y están lejos de la tierra de las maldiciones. El día que oigan la voz del Hijo de Dios volverán a regocijarse y sus huesos se alegrarán; la libertad, que no tuvo tiempo de confundir su espíritu, inclinará su cabeza. Cortos fueron sus días en la tierra, pero les está reservada la vida en el Edén; y sus padres estarán deseosos de acercarse a sus moradas[6].

El hermano de Basilio el Grande, San Gregorio de Nisa, afirma en una obra especial titulada Sobre los niños raptados prematuramente por la muerte que como los niños no han obrado ningún mal, no hay nada que les obstaculice para comulgar con la Luz de Dios. Así es como lo explica: “El niño que no ha sido tentado por el mal permanece en su estado natural, puesto que ninguna enfermedad impide que sus ojos espirituales comulguen con la Luz, y no necesita purificación alguna para recobrar su salud, ya que su alma no estaba enferma al principio”[7].

San Teófanes el Recluso escribía de un modo admirable sobre los niños no bautizados: “Los niños son todos ángeles de Dios. A los no bautizados, como a todos los que están fuera de la fe, debe concedérseles la misericordia de Dios. No son ni hijastros ni hijastras de Dios. Porque Él sabe qué debe disponer en relación con ellos y de qué modo. ¡Existe un sinfín de caminos de Dios!”[8].

Cuando preguntaron sobre el destino de los niños no bautizados al hieromonje Arsenio de Athos (s. XIX), conocido por su vida asceta, este respondió lo siguiente: “En cuanto a estos niños, se puede decir que tras recibir el Santo Bautismo se regocijarán y gozarán de una completa felicidad en los cielos por los siglos de los siglos, aunque murieran inesperadamente. Del mismo modo, no debemos rechazar a los niños que nacieron muertos o a los que no hubo tiempo de bautizar. Ellos no tienen la culpa de no haber recibido el Santo Bautismo, pues el Padre de los Cielos tiene muchas moradas, incluidas aquellas en las que estos niños descansarán por la fe y la devoción de sus fieles padres, aunque por los designios inescrutables de Dios no recibiesen el Santo Bautismo. Pensar así no va en contra de la religión, de lo que dan testimonio los Santos Padres en el Sinaxarion, el sábado de cuaresma. Los padres pueden rezar por ellos con fe en la misericordia de Dios”[9].

El sacerdote A. Búrgov escribía: “Contradice profundamente la doctrina de las Sagradas Escrituras la afirmación de los teólogos protestantes estrictos de que el pecado original es por sí mismo vere sit peccatum [es un verdadero pecado] que lleva consigo la condena a la muerte eterna de todos aquellos que no han renacido [mediante el bautismo] y también de los niños”[10].

Nuestro gran historiador de la Iglesia antigua, V. Bolótov, escribía sin rodeos: “El número de cristianos en tiempos de Atanasio el Grande no era particularmente grande, ya que muchos recibían el bautismo en la edad adulta y algunos lo postergaban hasta los días de su vejez. Los niños solo se preparaban para ser cristianos, los jóvenes eran catecúmenos y únicamente los adultos eran bautizados, se volvían completos cristianos y estaban presentes en la Liturgia de los Fieles”[11].

“En el s. IV la Iglesia Cristiana estaba compuesta por personas que recibían el bautismo en su edad madura, puesto que así entendían mejor su deseo y sus motivos de convertirse al cristianismo”[12].

Por eso no se sostienen las referencias de algunos a San Agustín, que afirmaba que los niños no bautizados se condenarán: ni uno solo de los Santos Padres, por lo menos los orientales, dijo jamás algo parecido. Y solo la teología católica tardía, que se había armado de “agustinianismo”, “canonizaba” esta aberración, que lamentablemente han adoptado incluso algunos de nuestros “maestros” actuales, pese a la enseñanza de los Santos Padres.

Así que no nos preocupemos por el destino de los niños, ya que todos están con Dios. Ahora bien, sobre nuestra actitud ante el matrimonio, la procreación o la vida “cristiana”, queridos padres y madres, deberíamos reflexionar seriamente.

—¿Puedo rezar por mi pariente baptista? ¿Cómo? —

El obispo confesor San Afanasio (Sájarov), famoso liturgista ruso, escribía a propósito de las oraciones por los cristianos no ortodoxos: “En relación con la conmemoración de sus difuntos padres, ante todo creo que los hijos siempre deben rezar por sus padres, independientemente de cómo hubiesen sido, aunque hubieran sido monstruos, blasfemos y perseguidores de la fe. Estoy seguro que la mártir Santa Bárbara rezó por su padre, que la había matado. Vuestros padres fueron cristianos. Si según la palabra de Dios “en cualquier nación el que teme a Dios y Le reza Le es grato”, más aún lo son aquellos que han creído en un Dios Único, en la gloriosa Trinidad, y han profesado a Cristo, que se hizo carne...

Si la oración de San Macario el Grande por los paganos proporcionaba a estos cierto consuelo, con mayor razón la oración de los niños ortodoxos dará consuelo a los padres no ortodoxos. Por petición de la bienaventurada emperatriz Teodora, los Padres de la Iglesia rezaban intensamente por su marido Teófilo, ferviente iconoclasta y perseguidor de la Ortodoxia, y recibieron a cambio la revelación de que, gracias a sus oraciones y la fe de Teodora, se concedió el perdón a Teófilo.

Así, se puede y debe rezar por los no ortodoxos. Pero, naturalmente, la oración por los no ortodoxos debe ser de distinta naturaleza. Por ejemplo, al principio del oficio del funeral se elevan oraciones para que Dios conceda al fiel difunto que sea digno de recibir los bienes eternos, lo que solo podemos decir sobre una persona ortodoxa. Por eso ya el Sínodo Sagrado adoptó el rito especial de la panijida para los difuntos no ortodoxos. Empezó a imprimirse en el año 1917, pero no se terminó. En 1934 o 1935 el metropolitano Serguéi envió a las diócesis un rito de la panijida para no ortodoxos compilado por él”. Asimismo, San Atanasio consideraba que al entregar la lista de conmemoración (pomiannik) para la panijida, podían incluirse los nombres de los no ortodoxos entre los ortodoxos, y si estos nombres eran extranjeros, cambiarlos por nombres adaptados a los ortodoxos para no confundir a la gente (por ejemplo, en lugar de “Anzia”, “Andrea”). “El Señor —decía San Atanasio—, que sabe por quién rezas, mostrará por tu oración Su misericordia a la persona por la que rezas “. No obstante, con respecto a la conmemoración durante la Proscomidia, razonaba de esta manera: “Antes yo también conmemoraba a los no ortodoxos en la Proscomidia, pero ahora he llegado a la conclusión que es mejor no hacerlo”[13].

Pero existe otro hecho más significativo. Prácticamente en cada oficio divino e incluso en la Liturgia se reza una oración por el gobierno y el ejército. ¿Pero acaso en el gobierno y el ejército son todos ortodoxos y han sido bautizados? ¡Recuerden las crueles persecuciones que sufrió la Iglesia en tiempos posrevolucionarios a manos del gobierno soviético!

 ¿Y por quién rezó el Señor en la cruz al realizar Su Sacrificio de sangre: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen?” (Lc 23,34) ¿¡Acaso esto no es un mandamiento para los cristianos!? Por lo tanto, se puede y se debe rezar por todos, tanto en casa como en el templo. En cuanto a la conmemoración de la Proscomidia, se hará como diga el sacerdote.

—Se sabe que el suicidio es un pecado terrible. ¿Pero qué hay del hombre que habiendo cometido tal delito fue en vida un justo perfecto? —

¿Qué significa “fue un justo perfecto”? Si lo hubiese sido, si hubiese vivido según los mandamientos de Dios, entonces no habría hecho tal cosa. Precisamente ahí está la cuestión, que era un falso justo.

¿Quién es un falso justo? Por ejemplo, el ortodoxo que va al templo, recibe los sacramentos, hace el bien, guarda ayuno, no mata a nadie, no roba, no comete adulterio; es decir, cumple toda la parte externa de la vida eclesiástica y la considera “justicia” propia, alardea de ella en sus sentimientos, pensamientos e incluso ante la gente, pero no se da cuenta de sus pasiones internas: orgullo, soberbia, envidia, hostilidad hacia el prójimo, ira, hipocresía, etc. Es un estado terrible, ya que en él nace infaliblemente el gusano de la alta opinión de sí mismo; y si no reparamos en él a tiempo, nace la serpiente de la soberbia. En este estado interno se encontraban y se encuentran los “justos perfectos”, judíos y cristianos, que el señor condenó: los legistas, los escribas y los obispos. Estos falsos justos rechazaron a Cristo, Le crucificaron. Una santidad falsa semejante puede tener las más tristes consecuencias: el engaño o ilusión espiritual (prelest), la herejía y el suicidio.

El verdadero justo siempre ve sus pecados y su total injusticia. En una de sus cartas, San Ignacio (Brianchanínov) pone el siguiente claro ejemplo de un verdadero justo: Hoy he leído la máxima de Sisoi el Grande, que siempre me ha gustado y me ha llegado al corazón especialmente. Cierto monje le dijo: “Me encuentro en constante recuerdo de Dios”. Y San Sisoi le contestó: “Eso no es grande; lo grande será cuando te consideres peor que cualquier criatura”. ¡Alta ocupación —continúa el Santo— la de recordar constantemente a Dios ! Pero esa altura es muy peligrosa cuando la escalera que conduce a ella no se coloca sobre la firme piedra de la humildad[14].

Los Santos Padres decían que la altura de la justicia o rectitud se evalúa por la profundidad de la humildad. Y la verdadera “humildad no se ve a sí misma humilde”. —

¿Cuál es el estado del alma del hombre que murió mártir, pero que no recibió funeral? —

¿Qué es el oficio del funeral o otpevanie? Es un oficio en el que el sacerdote y los allegados del difunto pronuncian determinadas oraciones por él. El funeral, al igual que otros oficios y oraciones por los difuntos, es solo una ayuda al alma del difunto, no una acción de la Iglesia sin la cual el alma se condenará. ¿¡De dónde provienen tales supersticiones!? ¡Cuánta gente ha muerto en catástrofes, guerras civiles y conflictos bélicos! ¡Cuántos eremitas santos desconocidos han fallecido en los desiertos, los bosques y las montañas, por quienes nunca nadie celebró un funeral! Quizá estén incluso por encima de nosotros, como por lo menos es el caso de muchos soldados que han dado la vida por sus amigos. ¿Acaso puede dársele un valor tan mágico al funeral? El funeral u otpevanie, repito, es una oración y no una llave mágica para entrar en el Reino de los Cielos. Los sacerdotes no son chamanes que por el hecho de leer una oración consiguen que el difunto se salve, y por el hecho de no leerla, que el difunto vaya al infierno. El funeral no puede considerarse un requisito incondicional para salvar al difunto. Pero naturalmente, si existe la posibilidad, es mejor celebrarlo.

Mi tío era un hombre asombroso. Era médico y ayudó a muchísima gente. Murió de una terrible y larga enfermedad que duró 10 años, tras horribles sufrimientos. ¿Podrían atribuirse a su fe estas buenas acciones y estos sufrimientos? Fue bautizado cuando ya estaba enfermo y no vivió una vida eclesiástica. —

Al hombre no se le atribuyen esfuerzos, ni sufrimientos y enfermedades, sino el grado de consciencia de sus pecados y de su impureza espiritual, y, de ahí, la fuerza con la que se dirige al Salvador. Debo citar con frecuencia a San Isaac de Nínive, quien pronunció estas maravillosas palabras: “La recompensa no se recibe por las virtudes y los esfuerzos, sino por la humildad que nace de ellos. Pero si se ha perdido la humildad, los primeros serán en vano”[15]. Como pueden ver, todo —virtudes, esfuerzos y, por supuesto, enfermedades— pierde su significado si el hombre no adquiere humildad.

 El ejemplo de ello son los dos ladrones crucificados con Cristo. Ambos padecieron terriblemente por igual. Los sufrimientos de la cruz son tormentos espantosos e insoportables. Y vean qué caminos tan distintos tuvieron uno y otro en la eternidad. Recuerden, al de la derecha se le dijo: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.”(Lc 23, 43). Yel de la izquierda se condenó. Así pues, la cuestión no está en los sufrimientos, sino en el grado en que la persona sea consciente de sus propios pecados, sea humilde y se arrepienta. Cabe confiar en que el Señor le diera a su tío la oportunidad de adquirir la humildad a través del sufrimiento, de entender que todas sus buenas obras por sí solas no son nada. Entonces ese estado, sin duda, será la garantía de su salvación. —¿Por qué el ángel perfecto —Lucero— desertó del Creador? —En las Sagradas Escrituras solo se habla de la caída de Lucero o hijo del alba como de un hecho. No encontramos ninguna explicación detallada sobre el “mecanismo”del nacimiento de la malas intenciones en su consciencia. Solo se menciona que la causa de su caída fue el orgullo. Al ver su perfección, Lúcifer-Lucero se decía en su corazón: “Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión, en el extremo norte; Subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo.”(Is 14, 11-15). De hecho, en esta pregunta nos topamos con el misterio de la libertad. La libertad de la persona implica que un ser racional pueda realizar cualquier acto de voluntad que emane únicamente de sí mismo, sin ningún tipo de causas no personales, es decir, sin que nada del mundo creado por Dios le fuerce a ello. A un acto libre no se le puede preguntar: “¿Por qué?”. Ya que “por qué” supone una razón externa en relación al “Yo”. Lucero cometió el acto de separarse de Dios, actuando precisamente por sí mismo, desde su “Yo”, y no por algún motivo ajeno a él. En eso radica la esencia de su pecado. Pero es necesario tener en cuenta que al hombre se le concede la Revelación de Dios por un y único motivo: para mostrarle el camino y los medios de salvación, y no para desvelar los misterios del Cielo a su curioso intelecto. El objetivo de la Revelación es exclusivamente espiritual y moral, por eso nos desvela solo las verdades que el hombre debe conocer aquí para ser digno de entrar en aquel mundo donde veremos todo cara a cara (1 Co 13, 12).

Por eso ahora, cuando vemos en un espejo, en enigma (1 Co. 13, 12), es mejor no hacer conjeturas sobre lo que sucedió con Lucero y el motivo por el que un ángel de la luz se convirtió en diablo. Una cosa está clara: el orgullo es mortal, y saberlo reviste una importancia capital. En cuanto al camino espiritual de Lucero, para conocerlo deberíamos recorrerlo nosotros mismos. ¡Dios nos libre de ello!

—¿Cuál es la naturaleza del mal? ¿Por qué Dios lo permitió? —

Según la enseñanza de los Santos Padres, el mal por sí mismo no existe, no tiene una naturaleza por separado, sino que es la enfermedad en un cuerpo sano. Al igual que no existe enfermedad sin enfermo, tampoco existe el mal sin la magnífica (y todo estaba muy bien (Gn 1, 31) naturaleza del hombre y de los ángeles creada por Dios. Los Santos Padres dicen que el mal carece de esencia y que no fue creado por Dios; no es algo que exista por sí mismo, sino simplemente un acto erróneo y antinatural de la libre voluntad de los seres racionales. San Diadoco escribía: “El mal no existe, salvo en el momento de cometerlo”. Por eso podemos decir que no hay mal, pero hay malos.

El altísimo valor de la persona radica en que es semejante a Dios. Y la semejanza a Dios es imposible sin libertad. Y puesto que el hombre no es un androide programado, sino un ser racional y libre, puede disponer de su libertad incluso en contra de Dios y de su bien.

En una de sus cartas, el higúmeno Nikon (Vorobiév) razona sobre esta cuestión de la siguiente forma: “El mal no fue creado por Dios. El mal no tiene esencia. Es la deformación del orden universal (y en relación con el hombre y los ángeles, del orden moral) por el libre albedrío del hombre y de los ángeles. Si no hubiese libertad, entonces no habría posibilidad alguna de alterar el orden moral, omnisciente y perfecto. Los ángeles y los hombres se someterían como autómatas a las leyes del mundo físico y moral, y no habría mal. Pero sin la libre voluntad, los hombres y los ángeles no serían creados a imagen y semejanza de Dios. Un ser perfecto es inconcebible sin libre albedrío (por cierto, todas las enseñanzas ateas se ven obligadas a negar la libre voluntad...). Los seres racionales, reconociéndose a sí mismos como personas en sí (“Yo”), como nuevas fuentes de luz independientes (luciérnagas)... no conocían el mal por experiencia y no podían valorar plenamente la beatitud en la que vivían. El deseo de ser como dioses que conocían el bien y el mal condujo a los ángeles y los hombres a la caída. Aquí empieza la historia de la humanidad... Un hombre sumido en el orgullo no puede salvarse. Con orgullo puede volver a separarse de Dios incluso en el paraíso mediante la caída final, como los demonios. Por eso durante toda la vida terrenal del hombre, Dios le da la oportunidad de entender que sin Él no es nada más que un esclavo de sus debilidades y del diablo. Por eso hasta la muerte del hombre, Dios no permite recoger la cizaña, no sea que se arranque el trigo (Mt 13, 29-30), lo que significa que un hombre sin defectos que solo tuviese cualidades positivas se volvería infaliblemente orgulloso. Si aquí con pequeñas virtudes encontramos motivo para enorgullecernos, ¿qué pasaría si se nos desvelase ya aquí toda la gloria del alma deificada? Incluso el Apóstol Pablo necesitó la ayuda adversa de “un ángel de Satanás que me abofetea para que no engría.” (2 Co 12, 7). Sobre nosotros ni qué decir tiene…

Se vuelven completamente evidentes las providencias de Dios sobre la salvación del hombre y el esfuerzo del diablo para destruir a los que ponen el máximo empeño en buscar lo único necesario, es decir, el Reino de Dios […] el hombre, ora cayéndose, ora levantándose, se encuentra en constante lucha contra el mal, el diablo y sus instintos... En esa lucha el hombre conoce su enfermedad, la astucia del enemigo, la ayuda de Dios y el amor que Dios le profesa. Conoce el precio del bien y del mal, y en plena consciencia elige el bien, se vuelve inquebrantable en su preferencia por el bien y su fuente, Dios, y rechaza el mal y al diablo...”

Como vemos, Dios no quiere que seamos esclavos, sino hijos libres, dioses. Las Sagradas Escrituras dicen lo siguiente: “¡Vosotros dioses sois, todos vosotros, hijos del Altísimo!” (Sal 81, 6). Pero para alcanzar tal grandeza, el hombre debe recorrer el camino de las tentaciones y la lucha contra el mal dentro de sí, a fin de mostrar su determinación, su elección. “Quien no es tentado, no es adiestrado”, dicen los Santos Padres. Y también: “Si no hubiese habido demonios, tampoco habría santos”. A través del conocimiento del mal, el hombre se convence, por el camino de la experiencia, de que él forma parte de la creación y no de la esencia original; de que Dios es el bien y la verdad, y no él; y de que Dios está siempre dispuesto a liberarle de todo mal. Todo esto desvela al hombre la oportunidad de alcanzar en la eternidad un estado no caído.

Alekséi Ilich, en su libro Put razuma v poiskaj istiny (El camino de la razón en busca de la verdad) y refiriéndose al padre Pável Aleksándrovich Florenski, habla sobre la santidad como un fenómeno “supramundano”, aludiendo a la santidad de los Sacramentos de la orden sacerdotal. Dígame, por favor, ¿cómo debemos entender la santidad en relación con el hombre, si el Evangelio dice en boca del Padre Celestial: “¿Sed santos, pues yo soy Santo”? —

Esta pregunta contiene dos subpreguntas.

Una de ellas tiene que ver con la obtención de la salvación. La otra, con la perfección espiritual. Con la segunda pregunta es con la que está especialmente relacionada la noción de santidad en la Iglesia. Y debemos distinguir entre estos dos niveles.

¿Qué es la salvación? ¿En qué condiciones puede el hombre alcanzarla? y ¿Por qué la Iglesia no define este estado como santidad “canonizada”?

En esencia, la salvación es la unión de nuestro espíritu humano con el Espíritu de Dios. Pero ¿cómo es posible? Lo es si entendemos que el agua se une con el agua, pero no con el aceite. De igual modo, el espíritu humano solo puede unirse al Espíritu de Dios cuando se vuelve semejante a Él. ¿Pero acaso algo creado puede asemejarse a Él? En el libro de Job se recogen estas grandes palabras: “¿Cómo puede ser puro un hombre? ¿cómo ser justo el nacido de mujer? Si ni en sus santos tiene Dios confianza, y ni los cielos son puros a sus ojos [...]” (Job 15, 14-15). Por este motivo, ninguno de entre los más justos pudo unirse a Él, salvarse. Por eso se necesitó la ayuda especial de Dios a través de la encarnación del Hijo de Dios y la realización del Sacrificio en la cruz. Nos salva justamente la sangre de su Hijo Jesús [que] nos purifica de todo pecado (1 Jn 1, 7). ¿En quién piensa el Apóstol cuando dice “nos purifica”?

Como sabemos por el Evangelio, el primero que entró en el paraíso fue un ladrón, cuyas manos, hablando en sentido figurado, estaban manchadas de sangre hasta los codos. (Lo que por cierto no conocía ninguna religión del mundo). Pero ¿por qué razón se salvó? El contexto evangélico habla de ello con bastante precisión: por haber tomado consciencia de la ignominia de su vida, por su profundo sentimiento de no ser digno de salvarse y por su sincero y penitente llamamiento al Salvador. El ladrón comprendió con todo su ser y no dudó ni un ápice de que no podía estar junto al Justo que se hallaba colgado a su lado. De aquí sus palabras a Cristo, llenas de asombrosa humildad para un hombre que padecía tan horribles sufrimientos: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.” (Lc 23, 42). Ni súplicas para que le librase de los tormentos, ni ruegos de que tuviese piedad de él, sino acuérdate de mí ahí, en tu Reino, donde, evidentemente, yo no estaré nunca. ¡Esto fue lo que bastó para que se salvase! Efectivamente, un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias (Sal 50). Sin duda, el estado de la salvación puede ser diferente. El Apóstol Pablo escribía: “Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor.” (1 Co 15,41). En otro versículo lo explicaba más detalladamente: “La obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego.” (1 Co 3,13-15). Queda claro qué obra resistirá y cuál quedará abrasada en el fuego del Día de Dios.

—Pero ¿qué es la santidad? —

La santidad es la comunión con el Espíritu Santo, que en las condiciones terrenales fluctúa y es inconstante, pues solo Dios es inmutable. No es un pájaro que un cazador ha encerrado en una jaula, y ya está. No. Es el constante seguimiento del propio hombre viejo, la vigilia del corazón, la sobriedad de la mente en la oración y la contemplación de Dios, similar a la vigilancia de los defensores de una fortaleza asediada. Pero del mismo modo que el descuido de los guardias se traducía a menudo en la derrota de las tropas, en la historia del cristianismo había casos en los que los ascetas que habían alcanzado dones sagrados evidentes (clarividencia, milagros) pero habían dejado de vigilar sus pensamientos y sentimientos, caían y se condenaban. Otros no alcanzaban estadios de pureza superiores a los de los niños. San Ignacio (Brianchanínov) escribía: “San Macario el Grande dice que... existen almas que han comulgado con la gracia de Dios... pero al mismo tiempo, a falta de experiencia activa, se encuentran en un estado similar al de la infancia, que dista mucho del que necesitan y obtienen gracias al verdadero trabajo ascético.... En los monasterios, a estos stárets adelantados se les considera santos, pero no expertos, y por eso hay que tener cuidado a la hora de pedirles consejo”.

Pero ¿en qué se diferencia la santidad de la salvación?

La inmensa mayoría de los cristianos ortodoxos solo se dan cuenta de sus caídas morales más graves, sus grandes pecados. No ven ni el profundo daño infligido a la misma naturaleza humana, ni la belleza de su alma, ni la fuerza de sus pasiones, ni el bien de la impasibilidad, ni la alegría de vivir en Dios. Sin embargo, únicamente el conocimiento de todo esto atestigua la perfección espiritual del hombre, a la que la Iglesia llama santidad, que solo se adquiere con una vida espiritual recta. La mayor parte del estado de santidad está unida a los extraordinarios dones del Espíritu Santo, ante todo al amor hacia todos los hombres, ya sean malos o buenos, independientemente de sus convicciones, credos, nacionalidades...; a la incesante oración de penitencia y acción de gracias a Dios; al especial regocijo espiritual y a la paz de Dios, que supera todo conocimiento. (Flp 4,7).

 Con frecuencia aparecen incluso otros dones: de curación, clarividencia, visión del futuro; pero estos dones son poco venerados entre los santos, a diferencia de entre los cristianos paganos, que buscaban sobre todo los milagros de la curación y la predicción. Ahora, por desgracia, la sed de todos estos milagros se ha vuelto prácticamente una epidemia que se propaga por nuestro pueblo y se alimenta activamente de la literatura “eclesiástica”de masas, gracias a la cual podemos saber a qué santo y ante qué icono hay que rezar para recibir todo lo necesario en esta vida. Todo esto constituye uno de los indicadores más claros del deplorable estado espiritual de la gente, que sale del fuego del ateísmo y cae frecuentemente en las llamas del paganismo.

Canonizan a la Iglesia y a algunos que no han alcanzado la impasibilidad y la pureza espiritual, pero lo hacen por veneración de su vida fervorosa o por el podvig de morir por Cristo, como por ejemplo los mártires. La verdad es que aquí siempre existe el riesgo de caer en los criterios mundanos de evaluar a la persona por su actividad “externa” y convertir el menologio en un panteón, donde “los santos” son célebres personajes del mundo: reyes, príncipes, jerarcas, políticos, jefes militares, escritores, pintores, músicos... Pero este ya es otro tema que, posiblemente, pronto será de actualidad. ¿Cuál es el camino de la vida santa? Empieza por la atención a nuestra vida moral, a nuestro estado interno: las aspiraciones y sentimientos del alma, y su confrontación con los mandamientos del Evangelio y con la imagen y la conducta de Cristo. Esta confrontación revela al hombre su mundo interno, extraño y hasta ahora desconocido para él y no muy atractivo.

Resulta que, por un lado, en nuestro interior existe el sentimiento constante de que somos buenos, listos, justos...; o, en pocas palabras, buenos y justos. Y naturalmente, por eso ni se nos ocurre pensar que podemos encontrarnos en algún lugar fuera del Reino de Dios. No dudamos de que estaremos allí, aunque sea en un rincón, en el más recóndito. Aunque no sea con los grandes santos, pero, aun así, en el Reino de Dios. Pues soy creyente, ortodoxo, voy a la iglesia, me confieso y comulgo. No he matado, robado ni saqueado a nadie, no he engañado a mi mujer (marido) ni infrinjo las leyes. ¡¿Acaso hace falta algo más?! Realmente parezco un santo, solo queda canonizarme en vida.

Por otro lado, si examinamos nuestras palabras, deseos, sentimientos y relaciones con los amigos y enemigos, y los confrontamos con la voz de la consciencia y la doctrina del Evangelio, empezamos a ver directamente lo contrario. Resulta que no puedo no juzgar, no envidiar, no ser vanidoso, no hartarme de comer; y hay tantísimos “no puedo” que de mi bondad no queda nada. Incluso cuando parece que hago buenas obras, las mancillo de vanidad e intereses, entre otras cosas. Escucho la confesión general con su larga enumeración de pecados y el 99% son míos. Es decir, veo que mi vida no concuerda en nada con las normas evangélicas. Solo me queda exclamar junto a San Macario el Grande: “Dios, purifícame a mí, pecador, pues nunca (jamás) hice el bien ante Ti”. Es precisamente esta visión la que constituye el inicio de una verdadera vida espiritual. Me despoja de las gafas de lentes rosas y me desvela una realidad muy lejana de la pureza de mi alma. Por eso San Pedro Damasceno dijo: “El primer síntoma de salud que florece en el alma es la visión de los propios pecados, tan numerosos como los granos de arena del mar.”

Pero esto solo es el principio del camino que lleva a la santidad. En él todavía quedan numerosas preguntas serias, sin cuya comprensión correcta el cristiano corre grandes riesgos: ¿Cómo rezar? ¿Cómo actuar? ¿Cómo realizar buenas obras? ¿Cómo observar lo prescrito por la Iglesia sobre el ayuno, las reglas de oración, la asistencia a los oficios divinos, la recepción de los Sacramentos, etc.? Entre todas estas preguntas, la más importante es la referente a la oración, pues es la acción principal del cristiano. Solo en la oración se produce el contacto espiritual del hombre con Dios.

 —¿Y cuál es la oración correcta? —

La oración correcta ha de ser, sobre todo, atenta. La atención es una condición imprescindible sin la cual, como escribe San Ignacio (Brianchanínov), cualquier oración “no es oración. ¡Está muerta! Son inútiles palabras huecas que perjudican al alma y ofenden a Dios”. El hieromonje Doroteo, asceta ruso del siglo XIX, decía: “Quien reza con los labios y no se preocupa del alma ni cuida el corazón, reza al aire, y no a Dios, y se esfuerza en vano, puesto que Dios atiende al espíritu y al esfuerzo, no a la palabrería”. No se refiere a cuando nos esforzamos, pero nos distraemos, sino a cuando no nos obligamos a estar atentos y simplemente recitamos una oración de forma mecánica.

La falta de atención es uno de los fenómenos más peligrosos de la vida cristiana. Uno puede acostumbrarse tanto a ella que puede llegar a olvidar la propia oración. El archimandrita Serafín (Romantzov), stárets de Glinsk, lo expresó admirablemente al decirle a un monje cuyas cuentas (del rosario) centellaban de lo rápido que las pasaba: “Tú no rezas ninguna oración, simplemente te has acostumbrado a sus palabras, como algunos se acostumbran a los improperios”. El peligro de tal hábito no radica solo en que el hombre se quede sin oración, sino en que pueda empezar incluso a enorgullecerse de su devoción oracional.

La segunda condición imprescindible de la oración es la penitencia. Solo se puede llamar oración al llamamiento a Dios sincero, atento, profundo y —en la medida de lo posible— penitente. San Ignacio (Brianchanínov) escribía lo siguiente al respecto: “Los elementos esenciales de la oración deben ser: la atención, la inclusión de la mente en las palabras de la oración, el extremo sosiego al pronunciarla y la aflicción del espíritu”. El santo subraya la necesidad de aprender a rezar la oración de Jesús con sosiego. Sobre ello escribe en su magnífico artículo “O molitve Iisúsovoi. Beseda startza s uchenikom” (Sobre la oración de Jesús. Conversación del stárets con el pupilo).

Aquí llama la atención sobre otra condición muy importante para la oración correcta, la moral: “Hay que tener especial cuidado en la adecuada edificación de la moral conforme a la doctrina del Evangelio... En vano se esfuerza quien construye sobre arena: sobre la moral ligera, vacilante”.

Las condiciones imprescindibles de la oración son la humildad y la veneración. Sin ellas la oración será contraria a Dios. El sentimiento de la rectitud y mérito propios ante Dios, la petición de dones espirituales y estados de gracia y la búsqueda de vivencias de amor divino son una clara señal de engaño o ilusión espiritual (prelest). En una de sus cartas, San Ignacio dice: “Hoy he leído la máxima de Sisoi el Grande, que siempre me ha gustado y me ha llegado al corazón especialmente. Cierto monje le dijo: “Me encuentro en constante recuerdo de Dios”. Y San Sisoi le contestó: “Eso no es grande; grande será cuando te consideres peor que cualquier criatura”. ¡Alta ocupación -continúa el Santo-, la de recordar constantemente a Dios! Pero esa altura es muy peligrosa cuando la escalera que conduce a ella no se coloca sobre la firme piedra de la humildad. Ante la falta de humildad, el podvig oracional se inclinará fácilmente hacia la obcecación y el engaño espiritual (prelest)”.

Los Padres de la reputada colección de escritos ascéticos de la antigua Iglesia, La Filocalia, prohíben terminantemente imaginar durante la oración a Cristo, la Madre de Dios y los santos, y hablan de la necesidad de conservar la mente sin imágenes. Por ejemplo, San Simeón el Nuevo Teólogo, al deliberar sobre los que en la oración “imaginan los bienes celestiales, las órdenes de los ángeles y las moradas de los santos”, dice claramente que es un “indicio de engaño o ilusión espiritual (prelest)”.

—¿Y cómo debemos   entender   las   oraciones   ante determinados iconos milagrosos, determinados santos representados en diferentes acontecimientos de sus vidas?

Existe una máxima muy sabia que dice: “No hay cosa buena que no pueda echarse a perder”. Aquí sucede lo mismo: es bueno rezar ante los iconos, dirigirnos a los santos para pedirles que recen con nosotros a Dios por nuestras necesidades y pesares, como hacemos nosotros, que nos pedimos rezos unos a los otros. Pero esta acción buena se deforma con frecuencia por la consciencia pagana, cuando empezamos a considerar una u otra determinada oración, icono o santo como una especie de fuerza mágica con cuya ayuda se puede obtener aquello que se ansía: “Hay que leer precisamente esa oración tantas veces, rezar ante tal icono (hacerlo ante otro icono no ayudará), a este (y no a otro) santo, etc.”. O sea, resulta que cada icono, cada santo y cada oración administran su propio ámbito, y hay que saber a quién y cómo hay que rezar si se quiere obtener algún resultado. Esta es la razón principal por la que, desde los primeros tiempos de la humanidad, el monoteísmo decayó en politeísmo, chamanismo y otros disparates humanos, ya que el Dios Único, ante tal “especialización” de los santos, se vuelve paulatinamente innecesario.

Lamentablemente, el proceso de extinción de la fe en Dios y de incremento de diversas creencias y supersticiones se afianza incluso hoy en día cada vez más. Este proceso se alimenta activamente de todo tipo de “breviarios”, libros especiales y folletos donde todo está encajonado, que ofrecen un rico recetario: a qué santo, ante qué icono, cuándo y cómo rezar para combatir cierta enfermedad o pena. Así, bajo una forma totalmente ortodoxa, convierten nuestra fe en el clásico paganismo, en superstición. Y como resultado, ¡la gente se queda sin ningún fruto, ni terrenal, ni espiritual!

Se olvida lo más importante. En primer lugar, que los santos son únicamente nuestros compañeros de oración y no “dioses” que por voluntad propia cumplen o rechazan las peticiones humanas; en segundo lugar, un icono es únicamente una imagen del Arquetipo y cualquier oración (como todo lo demás, incluso los sacramentos eclesiásticos) solo es eficaz y salvadora cuando nos dirigimos al Arquetipo y rezamos correctamente (sobre lo que hemos hablado anteriormente). En particular, la corrección reside en que el hombre se dirija con fe a la fuerza de Dios y no a la de este icono, esta oración.… Entonces Dios puede mostrar Su misericordia al creyente, ya sea a través del icono o la oración del santo, o de cualquier otro modo. San Teófanes (Góvorov) escribía: “Algunos iconos pueden ser milagrosos, porque Dios así lo dispone. Aquí la fuerza no reside en el icono ni en las gentes que acuden a él, sino en la benevolencia de Dios”. Así pues, la fuerza no reside en el icono, sino en la benevolencia de Dios, es decir el icono es únicamente lo visible que ayuda a nuestra mente y nuestro corazón a dirigirse a la benevolencia del Invisible. ¡No debemos olvidar los antiguos mandamientos: “No te harás escultura ni imagen alguna”!

—¿Cómo surgió la veneración de algunos iconos como algo milagroso? —

El primer milagro que se obra ante un icono atrae naturalmente la atención de los sufridores y desgraciados, sedientos de liberarse de sus enfermedades y pesares. Muchos acuden deprisa ahí donde sucedió el milagro. Y aunque muchos de ellos no reciben lo que piden, se cuentan suficientes milagros e historias sobre ellos como para que el icono pase a ser especialmente venerado y considerado milagroso.

¿Cómo es posible entender el fenómeno de la benevolencia divina hacia el hombre? Le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaron salvados. (Мt 14, 36). Le seguía un gran gentío que le oprimía, pero solo se curó una mujer que padecía flujo de sangre (Mc 5, 24-34), que decía: Si logro tocar, aunque solo sea sus vestidos, me salvaré (Мc 5, 28). Y recibió una respuesta: tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad. Por lo tanto, los iconos, los poderes de los santos, los objetos sagrados, el agua bendita y demás son solo Sus “vestidos”, a través de los cuales Él (y no los “vestidos”) sana a los cristianos que tocan con humildad, aunque solo sea Sus “vestidos”. Muchos oprimen a Cristo (viajan a lugares santos, acuden a iconos milagrosos, a los stárets…), pero no le buscan a Él, sino a Sus “vestidos”: milagros, sanaciones, profecías; creen no tanto en Él, como en la fuerza de diversas reliquias; no buscan la vida según Cristo, sino la sanación y el regreso a la vida “normal” (pagana), según los elementos de este mundo. Tales hombres no reciben nada. San Serafín de Sarov decía a estos peregrinos: El Reino de los Cielos, dijo Dios, está dentro de vosotros, lo que quiere decir que ahí, dentro de nosotros, está Athos, Jerusalén y Kiev. Pues no son los iconos ni los lugares sagrados los que poseen fuerza milagrosa (“energética” como por desgracia podemos oír frecuentemente hoy), sino Él, el Señor Jesucristo, que al oír una oración sincera dirigida a Él (ante cualquier objeto sagrado), ayuda al hombre.

¿Cuál es la oración correcta en estos casos?

¡La que va unida a la penitencia, es decir a la sincera promesa de enmendar nuestra vida! Si no hay penitencia, si fingimos y queremos cosechar frutos sin abonar las raíces, entonces nos convertiremos en los rechazados sobre los que el Señor dijo: Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. (Mt 15, 7-9) El icono, como todas las reliquias, es el vehículo conductor de la gracia de Dios, que actúa según el estado espiritual del hombre.

De este modo, en la pregunta: ¿En qué cree el hombre, en Cristo o en Sus “vestidos”, en la Madre de Dios o en el “Cáliz inagotable”? se manifiesta el secreto del alma de la persona, su fe cristiana o pagana. ¡No son los iconos del “Cáliz inagotable” ni de la “Dadora de sabiduría” (ante los que evidentemente pocos rezan) los que prestan ayuda, sino la Madre de Dios, ¡gracias a la oración sincera dirigida a Ella ante cualquiera de sus iconos! Cualquier imagen ante la que recemos correctamente al Arquetipo puede convertirse en milagrosa. Siempre ha sido así, pues un corazón contrito y humillado Dios no lo humillará (Sal 50,19).

 —¿Por qué algunas oraciones son escuchadas y otras no? —

Lo que sucede es que se puede rezar de distintas maneras. Se puede rezar como rezaba la madre de Kondrati Ryléiev para que su hijo se curase, cuando pese a la visión que tuvo sobre la futura muerte de este, siguió pidiendo sin cesar a Dios que se quedase entre los vivos. En pocas palabras, rezaba: “Que se haga mi voluntad, Señor, y no la Tuya…”, y como resultado de su persistencia recibió la desgracia augurada. O pongamos que rezo con sinceridad, con diligencia y de rodillas, y enciendo velas para sacar un excelente en el examen. Sí, con sinceridad… Pero, de nuevo, el sentido solapado de mi oración sigue siendo el mismo: “Que sea, Señor, tal y como yo lo deseo”. Y si es bueno o no para mí desde un punto de vista espiritual, esto a mí no me interesa.

Veamos, ¿cómo era la oración de Cristo en el jardín de Getsemaní ante los horrores que se Le revelaron de Su terrible ejecución? Oró hasta sudar sangre, pero ¿qué es lo que oímos? “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.” (Lc 22, 42). No tenemos fe en Dios, por eso no recibimos lo que pedimos. Pero, si pudiésemos de todo corazón decir en la oración: “Señor, todo lo aceptaré con gratitud, porque creo que tú eres el Amor mismo y harás que mi vida sea mejor. ¡Que se haga Tu voluntad, Señor, ¡que no se haga la mía ni se cumplan mis ciegos deseos!” Solo entonces recibiríamos más a menudo la gracia de Dios.

Me gustó mucho el siguiente suceso. En la India, una vez un niño iba montado a lomos de un elefante y, al acercarse a la jungla, el elefante se paró en seco. El niño le fustigó, le azuzó… Pero el elefante ni se movió. El chico montó en cólera. Tenía prisa por ver a su padre, ya llegaba tarde. Seguramente su padre le reñiría… De repente el elefante agarró al chaval con la trompa y lo metió bajo su vientre. En ese preciso instante, un tigre apareció entre la maleza y de un salto se encaramó directamente al lomo del elefante. El elefante se deshizo del tigre. Pero ¿qué le habría pasado al niño si se hubiese quedado sobre el lomo del elefante? El niño lo entendió y empezó a besar al elefante, a darle plátanos, a acariciarle... Y todos nosotros somos un niño montado a lomos de un elefante. Cueste lo que cueste, Señor, dame esto y aquello, y no queremos entender que el Señor dispuso todo de la mejor manera posible. Por desgracia, no tenemos fe en Él. Por eso a menudo nuestras oraciones no son escuchadas.

—¿Qué podemos decirle a una madre que sufre por la muerte de su hijo? —

Antes que nada, ¿de qué madre estamos hablando? Si cree que Dios no existe, ni tampoco el alma ni la eternidad, entonces simplemente no sé cómo podemos ayudarla. Pues para un ateo la muerte destruye irrevocable y definitivamente a la persona. La sustrae para siempre. De modo que la muerte del hijo para tal madre es una pérdida para toda la eternidad, y por eso todas las palabras de consuelo serán para ella sonidos huecos. Hace mucho tiempo que vi la película Otárova vodá (El agua de Otar), pero hasta hoy no consigo olvidar los terribles sentimientos de desesperación y congoja que sentía aquella madre al perder a su hijo, tan vívidamente transmitidos en la película.

No obstante, la cosa cambia totalmente si hablamos con una cristiana. La concepción de la muerte podría expresarse aquí de la siguiente manera. Por ejemplo, imagínense en invierno a un grupo de gente que se ha perdido en la montaña. En él se encuentra nuestra madre con su hijo. Hace muy mal tiempo y caminan por senderos peligrosos temiendo constantemente por su vida. No saben cómo ni cuánto tendrán que caminar hasta llegar a casa. De repente aparece un helicóptero que aterriza, y el piloto dice que se dirige precisamente al mismo sitio y que tiene una plaza libre. ¡¿Acaso la madre no procurará hacer todo lo posible para que se lleven a su hijo y así pueda salvarse?!

Exactamente lo mismo sucede en la vida humana, cuando el “helicóptero” se lleva a nuestros queridos familiares y allegados a casa mientras nosotros seguimos caminando sin saber qué nos espera en nuestro sendero, cuáles serán nuestras penas, enfermedades, tragedias y final. El cristianismo afirma que el hombre es un peregrino en la tierra, que la vida terrenal es solo el camino a casa, y la muerte, solo una separación pasajera. Pronto todos nos reencontraremos en nuestra casa. Por eso dijo el Apóstol que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro (Heb 13,14). Que Dios nos conceda que el reencuentro con nuestros familiares allí no quede ensombrecido por nuestras malas acciones, sino que sea alegre y feliz.

 —Siento mucho que haya fallecido la abuela, aunque ya era mayor y estaba enferma. —

Ante todo, aquí debemos ser conscientes de que para la abuela débil y enferma la muerte es una verdadera liberación de sus desgastados “vestidos”, de su anciano cuerpo, que ya no le proporciona gozo sino solo sufrimiento. ¿Acaso no consentiríamos y haríamos todo lo posible para ingresarla en un hospital o un sanatorio a fin de aliviar su sufrimiento, al comprender que nos separaremos de ella solo por un cierto tiempo? En este caso sucede lo mismo: la abuela recibe una plena liberación, de modo que solo cabe alegrarse por ella. Y nosotros podemos aguantar un poco, porque sabemos que nos separamos de ella solo por un breve periodo de tiempo.

—¿Por qué en el Evangelio cuando alguien se dirige a Dios con la súplica de resucitar al difunto o sanar al débil, Dios la escucha... Y en cambio ahora, aunque la oración pueda ser desesperada, no sucede tal cosa o, en todo caso, ¿no nos consta que suceda? —

Existen varias razones. La primera es que cuando Cristo vino, era necesario que la gente comprendiera Quién era Él. Y muchos empezaban realmente a creer en Él al ver Sus milagros. Al mismo tiempo, miren cómo evaluó el Señor esta fe: Dichosos los que no han visto y han creído. El milagro que sucede ante los ojos impresiona y abruma, pero por sí solo no puede cambiar el interior del hombre. Y aquí nos acercamos al segundo momento importante.

¿Acaso hubo pocos muertos en aquellos tiempos? Pero Él, según los textos evangélicos, solo resucitó a tres: a la hija de Jairo, a un joven, hijo de una viuda, y a Lázaro. Y ya está. ¿Por qué? Porque las más de las veces un milagro externo no resulta provechoso para la mayoría de la gente. Recuerden cuando el rico suplicó a Abraham: “Envía a Lázaro que diga a mis hermanos que no vengan también ellos a este lugar” …; a lo que Abraham contestó: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite” (Lc 16, 31). Es decir, los hombres que no se esfuerzan por vivir de acuerdo con su consciencia y los mandamientos se embrutecen espiritualmente de tal forma que ni un milagro evidente puede cambiar su corazón. Es una de las leyes de la vida espiritual. Y es otra de las razones por las que en nuestros tiempos no suceden este tipo de milagros.

Existe aún otra razón, que el Señor también señaló: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: “Arráncate y plántate en el mar”, y os habría obedecido.” (Lc 17,6). Pero ¿qué sucede en nuestra alma? Parece que suplicamos, rezamos y.… no creemos. Cuando Cristo llegó a Su patria, ¿recuerdan cómo Le recibieron? El resultado fue: Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe. (Mt 13,58).

¿Por qué San Juan de Kronstadt resultó ser un obrador de milagros tan asombroso? De hecho, fue un personaje totalmente único, de los que rara vez nacen en la historia. Su alma era de una sorprendente simplicidad infantil. Vean cómo empezó a obrar milagros. Una vez, suplicó a Dios con toda su fe que curase a una enferma y vio con asombro que el Señor la sanó. Este hecho reforzó aún más su fe y, desde aquel momento, comenzó a obrar muchos otros grandes milagros gracias a esa fe inquebrantable. Efectivamente, “la sanación se adquiere mediante la humildad y la fe”, como escribía San Ignacio.

Como no tenemos fe ni humildad, no recibimos nada. He aquí, según parece, la razón principal por la que en gran parte ahora no sucede lo mismo que en tiempos de Jesucristo.

También es importante tener en cuenta lo siguiente. Recuerden lo que contestó el Señor a los discípulos que no pudieron sanar al poseído: más este linaje no sale sino por oración y ayuno (Mt 17,21). La oración resulta eficaz cuando se une con algún trabajo ascético (podvig) posible: la renuncia a la comida, a la pereza o a la diversión... Pues sin trabajo ascético no habrá ni siquiera fruto.

 —Alekséi Ilich, y ¿cómo se explica que la gente pida que alguien rece por ellos en un monasterio, en lugar de en un simple templo parroquial… porque ahí la gente lleva una vida más santa y está más cerca de Dios? ¿Es correcto decir estar “más cerca” o “más lejos” de Dios? ¿Acaso es posible? —

Siempre buscamos a un hombre que esté “más cerca de Dios” y confiamos en encontrarlo. Y la mayoría de las veces no pensamos lo que significa. Seguimos los rumores y nos servimos del boca a boca para correr de inmediato armados de una total confianza, ya sea en avión, en coche o a pie, a visitar al desconocido jerarca, monje, iluminado... Y generalmente los resultados suelen ser deplorables, pues aquellos que realmente están más cerca de Dios huyen de la admiración, la fama y los elogios humanos como del fuego. Por regla general nadie sabe de ellos. La virtud sincera es siempre pudorosa y se esconde de todo el mundo por los medios más variados: el encierro, el desierto, el bosque, el pantano, la locura, etc. Sobre el grado de cercanía a Dios, los Santos Padres dicen: la altura espiritual se mide por la profundidad de la humildad. Rara vez, y solo después de muchas oraciones y trabajo ascético, el Señor bendecía a algunos de ellos con un servicio público.

Para alcanzar la humildad y no caer en la falsa humildad o smirénnichestvo, se necesita mantener una relación bastante prolongada con esa persona, se necesita tiempo, lo que la mayoría de las veces no tenemos. Por eso nos encontramos con estafadores, enfermos mentales, simplemente tontos e incluso personas poseídas, que están sumidas en un estado de engaño o ilusión espiritual (prelest) y en el orgullo, y que, sin miedo ni duda, creen poder resolver todas las cuestiones de la vida y causan a la gente muchas desgracias tanto espirituales como físicas. Una de las razones de encontrarnos en esta situación es que buscamos el milagro, la clarividencia y la curación, en lugar de la liberación de nuestras pasiones; es decir, buscamos lo terrenal en vez de lo espiritual. Somos mucho más materialistas que cristianos.

La conclusión es simple. No debemos buscar a quien “está más cerca”, pues nunca lo sabremos reconocer, sino simplemente a un padre (monje, seglar) juicioso y creyente sincero —sin trucos, juegos de devoción ni pretensiones a ocupar la función de stárets — que conozca a los Santos Padres (y no cualquier historia mágica) y fundamente en ellos sus consejos. Sobre todo, hay que temer a los “jefes”, que se toman la libertad de resolver todas las cuestiones vitales del hombre sin pensárselo dos veces, aterrándolo con la “fórmula sagrada”: “Tal es la voluntad de Dios” (la cual él, embustero, ni siquiera puede conocer). Por eso no nos arroguemos el juicio de Dios y digamos quién está más cerca y quién más lejos, sino que intentemos vivir con mayor sencillez, estudiando las obras de los Santos Padres y siendo precavidos con respecto a todo tipo de rumores sobre los stárets y curanderos, al igual que a la nueva literatura, aunque se venda en tiendas eclesiásticas.

 —¿Es verdad o no que es más difícil rezar por los difuntos? Me he encontrado con la opinión de que es más difícil rezar por los difuntos, porque en vida el hombre aún puede arrepentirse, mientras que el difunto ya no puede hacer nada por sí mismo… ¿O se trata simplemente de una impresión, porque la gente llora a los difuntos? —

No. No es verdad. El hecho es que... me parece que la pregunta no está del todo bien planteada: muchos creen que rezar por alguien no es más difícil, sino más peligroso, no vaya a ser que los pecados del difunto por el que rezas fueran a transferírsete... —Sí, es verdad, se llega a creer hasta en esto…

Una idea totalmente falsa. Cuando rezamos por alguien —da igual por quién— aunque sea por Judas Iscariote... ¿A quién rezamos? —

¡a Dios! Durante la oración no entramos directamente en contacto con los difuntos, sino que lo hacemos a través de Dios, que, por decirlo de alguna forma, es un filtro muy poderoso por medio del cual ningún pecado ni ningún demonio, aunque se encuentre dentro de esa persona, podrá penetrar en nosotros. Dios todo lo ilumina, todo lo purifica y no permitirá ninguna mala acción inversa. Ahora bien, si empezamos a dirigirnos al propio difunto olvidando a Dios, como hacen los hechiceros y los espiritistas, entonces recibiremos nuestro merecido.

 —Pero entonces parece lógico preguntar… Si podemos rezar por todos, incluso por los hechiceros (aunque no se aconseje rezar por ellos) ... ¿también podemos rezar por los demonios? —

Bueno, es mejor no hablar de los demonios... No es asunto nuestro, no es nuestra carreta y no tenemos que llevarla nosotros. Sabemos muy pocas cosas sobre ellos. Desconocemos totalmente la naturaleza de los espíritus. Pues no hay respuesta a la siguiente pregunta: ¿Por qué Dios, siendo amor, creó a esos ángeles, aun a sabiendas de que se convertirían en demonios e irían al tormento eterno? Pero los santos decían que si no hubiese demonios, tampoco habría santos, ya que los primeros, al tentarnos, de hecho nos ejercitan en la lucha contra el mal, y de esta forma nos hacen bien. Recuerden esta frase de Fausto de Goethe: “Yo soy una parte de aquel poder que siempre quiere el mal y siempre obra el bien”. Desconocemos hasta el final la providencia de Dios sobre los demonios, que solo se nos revela conforme a nuestro estado caído, y por eso no conocemos la respuesta a esta pregunta. Pero como Dios es amor y Él dio la existencia a esos ángeles, aquí se esconde algún misterio positivo... En cambio, sí que podemos rezar por los brujos, seguidores de Satán, ateos, heterodoxos, etc. Pues la ley fundamental de la vida cristiana es el amor a todos y a cada uno sin distinción. ¡A todos y cada uno! Por eso no hay que tener miedo de hacerlo.

—¡Pero si en las listas de intercesión no puede incluirse a los no ortodoxos ni a los no bautizados! —

Si es así, entonces excomulguen a todos nuestros sacerdotes, pues en todos los oficios religiosos, incluida la Liturgia, oímos su llamamiento en voz alta a todos los fieles: “Rogamos al Señor por nuestro país, su gobierno y su ejército”. Quién no sabe que en el gobierno y en el ejército hay no ortodoxos y no

bautizados, así como seguramente personas que luchan contra Dios y seguidores de Satán... Lo que no habrá ahí... ¿Y por quién rezaba Cristo en la Cruz?, ¿por Su Madre, por los apóstoles o por los no ortodoxos y no bautizados que le crucificaron, los que luchan contra Dios? Así pues, la propia Iglesia reza y nos insta a todos a rezar por ellos, y nosotros ¿qué hacemos? ¿Vamos al templo y comulgamos a menudo? ¿No? Decimos que no podemos rezar por él. ¡Ay, ay, ay...! ¡Qué arrogancia, qué deformación de la Ortodoxia!

Nosotros, que vamos a la Iglesia y comulgamos, somos mil veces peores que el publicano, el ladrón o la pecadora, a quienes Dios nos puso de ejemplo. ¿Acaso es difícil de entender? Por eso negarse a rezar por los no ortodoxos y los no bautizados es un acto antieclesiástico y un indicador de hasta qué punto podemos alejarnos de Cristo y convertir la religión del amor en una secta de los “nuestros”.

Pero, evidentemente, no hay que mezclar las oraciones por ellos con la conmemoración que se realiza durante la Liturgia, en la Proscomidia, donde una partícula del pan eucarístico simboliza a un ortodoxo bautizado. Por eso en la Proscomidia no se debe escribir el nombre de una persona no bautizada. Pero otra cosa es la rememoración del gobierno, el ejército... en los moleben, las panijidas, etc. San Afanasio (Sájarov) escribía: “Se puede y se debe rezar por los no ortodoxos”, partiendo de las palabras del Salvador: “Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”. Por eso hay que rezar por todos.

—Pero por los suicidas, no se puede… —

¿Por qué hijo debe preocuparse más una madre, por el sano o por el enfermo mortal?

—Por el enfermo, claro.

 —Y la Iglesia, ¿quién es? ¿Madrastra o madre? ¡¿No rezará y llorará con más fervor por el que haya cometido un pecado mortal?! Las estrictas reglas de la Iglesia en relación con los suicidas no se han establecido para no rezar por ellos, sino con un objetivo mucho más directo: mostrar a los creyentes todo el horror de lo sucedido y protegerles de este pecado que acarrea duros sufrimientos en la otra vida. Por eso según las reglas eclesiásticas que les conciernen, se prohíbe elevar oraciones en funerales, panijidas, la Proscomidia y la conmemoración pública en el templo. Pero esto no quiere decir que no se pueda rezar por ellos en absoluto. Los familiares, allegados, todos deben rezar por dentro con especial fuerza por alguien así. Tanto más en cuanto que nunca conocemos el estado interno que ha llevado al hombre a cometer este pecado mortal.

 —Alekséi Ilich, siempre hablamos de la oración por los demás, pero ¿qué es lo que les deseamos en realidad? En las listas de intercesión pedimos “por su salud”, “por su descanso eterno” … Pero ¿es realmente de salud de lo que hablamos?... ¿Quizá rezamos para que Dios esté más cerca del hombre? ¿Por qué rezamos? —

Ante todo, rezamos por la curación de las pasiones, que son la causa principal de nuestros sufrimientos corporales y espirituales. San Marcos el Asceta decía: “Todo lo malo y lo doloroso nos ocurre a causa de nuestra alta opinión sobre nosotros mismos”. Y también decía: si no quieres dolor, no peques. El espíritu humano, como una matriz uterina, engendra los cristales correspondientes a todas las facetas de la vida del hombre: un espíritu sano es la alegría del corazón y el correspondiente estado de alma y de cuerpo (¡y no al revés: en cuerpo sano, ¡espíritu sano!), y viceversa, un espíritu humano egoísta, envidioso y malo no dará la felicidad a la persona, sea cual sea el estado de su cuerpo. El cristianismo presta una atención primordial al estado del espíritu del hombre, pues este no solo condiciona su vida eterna, sino también el carácter de la vida terrenal en todas sus manifestaciones. Por eso, al rezar “por la salud”, debemos, ante todo, recordar la salud espiritual. Entonces el Señor, al ver nuestro estado espiritual, nos dará, en virtud de Su Omnisciencia, el correspondiente bienestar terrenal.

Y la oración “por el descanso eterno” favorece la purificación espiritual del alma del difunto.

—Entonces, ¿rezar por los difuntos también sirve para que el Señor los libere de las pasiones? —

Sí, exactamente. Ya que, allí, los “amigos” torturadores se adhieren a las pasiones como a su semejante. San Antonio el Grande escribía: “Cuando somos bondadosos, estamos en comunión con Dios, y cuando nos domina el mal, nos separamos de Dios por nuestra disparidad con Él… y esto no significa que Él sienta ira hacia nosotros, sino que nuestros pecados no permiten que Dios nos ilumine, nos unen a los demonios que nos torturan”. Así es la realidad tanto de la vida terrenal como de la de después de la muerte.

—Es decir, ¿rezamos para que la persona vea sus pecados? —

Sí, se trata de una condición imprescindible para la liberación y curación de la persona.

—Pero, entonces, no habrá ninguna alegría… y la alegría es uno de los “frutos del Espíritu” … —

Por el sendero áspero (se llega) a las estrellas”. Probablemente no hay nadie que se alegre tanto como el que se ha salvado de una enfermedad mortal, de un duro cautiverio o de la cárcel. Asimismo, la primera condición para recibir este gozo, sobre el que escribía el Apóstol: [...] lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman es el conocimiento de las enfermedades espirituales propias y el mal de las pasiones. Está claro que, si no se es consciente de la enfermedad, no se sigue un tratamiento. San Ignacio escribía: “La primera visión espiritual es la visión de los propios pecados, hasta ahora encubiertos por el olvido y la ignorancia”, y no el gozo por las vivencias de la gracia. Por eso los que no han visto sus pecados ni su incapacidad para curarse por sus propios medios y que se esfuerzan por alcanzar el amor y la alegría, caen en el engaño o ilusión espiritual (prelest) y se condenan”.

Esta primera visión, acompañada de la penitencia, constituye el cimiento de la vida correcta (es decir, recta) y la condición indispensable para el regreso del hombre al gozo de la vida Divina. Como rezaba el profeta David: Devuélveme la alegría de tu salvación (Sal 50, 14). La alegría legítima (a diferencia de la ilícita, ilusoria) se adquiere por la curación de las pasiones a través de la penitencia y el podvig de la oración correcta, sobre cuyo efecto escribía San Isaac de Nínive: “La oración es la alegría que se eleva en acción de gracias”.

 —¿Y no es el castigo tras la muerte una represalia? —

San Isaac de Nínive contesta magníficamente a esta pegunta: “Donde hay amor, no hay represalia; y donde hay repre salia no hay amor”. “La misericordia y el castigo en una misma alma es lo mismo que un hombre que adora a Dios y a los ídolos en una misma casa. La misericordia es contraria al castigo.… Al igual que la paja y el fuego no soportan estar en la misma casa, el castigo y la misericordia no pueden estar en una misma alma”.

Alekséi Ilich, una vez me preguntaron: “¿Para qué fue necesario el Sacrificio de Cristo? ¿Por qué no pudo Dios simplemente cambiarlo todo? ¿Para qué hizo falta el asesinato del Hijo?”—

Es una pregunta de gran envergadura para poder dar una respuesta detallada ahora mismo. Por lo tanto, hablaré sucintamente de lo más importante.

Si Dios pudiese cambiar al hombre con Su poder, eso supondría la ausencia de libertad de este último, en cuyo caso el hombre no sería hombre. Pero la Revelación Divina dice claramente que el primer hombre era libre. Y al elegir libremente el mal, deformó su naturaleza, que según la enseñanza de San Máximo el Confesor, se volvió pesada: mortal, perecedera, pasional (es decir sujeta al sufrimiento), y por eso es incapaz de poseer esa plenitud de comunicación con Dios que el hombre estaba destinado a tener desde un principio. Ningún hombre podía curar ese daño original, ni salir de ese estado pesado, aunque hubiese alcanzado una gran santidad. Pues, como escribía San Atanasio el Grande, “la penitencia purifica los pecados, pero no cura nuestra naturaleza”. Solo la ayuda Divina podía salvar al hombre. Y esta se manifestó en Dios Hombre Jesucristo.

¿Por qué para alcanzar ese objetivo “hizo falta el asesinato del Hijo”?

Una de las leyes de nuestra existencia consiste en que cualquier daño, cualquier situación catastrófica, ya sea orgánica, natural, psicológica, moral, social, política o bélica…, necesita esfuerzos, sufrimientos y a veces incluso el sacrificio de una vida para recobrar su normalidad (por ejemplo, el milagro de la sanación del flujo de sangre que padecía una mujer: Jesús sintió “la fuerza que había salido de él” Mc 5, 30). Esa misma ley actúa en el ámbito espiritual de la vida humana. Y para sanar la naturaleza del hombre del daño original se necesitaban los sufrimientos de Dios Hombre. Incluso el Apóstol lo anuncia en la Epístola a los hebreos: “Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando (teleiùsai) mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación [Jesucristo].”(Heb 2,10).

Por eso fue precisamente a través de la Cruz y los sufrimientos, y no de un acto externo de omnipotencia, que Cristo restableció, sanó, perfeccionó mediante el sufrimiento (Heb 2, 10; 5, 9) “en Sí Mismo” (San Atanasio el Grande) la naturaleza del hombre.

Incluyo intencionadamente la palabra teleiùsai del original griego para que se entienda el sentido de su fallida traducción al ruso mediante la palabra sovershil (hizo). El verbo telšо significa acabar, llevar hasta el final, hasta la perfección. Por consiguiente, el Apóstol dice aquí que nuestro Guía hizo perfecta la naturaleza humana asumida por Él, es decir, la sanó, la resucitó de la mortalidad, de la corruptibilidad y de su carácter pasional mediante el sufrimiento. San Máximo el Confesor escribía al respecto: “La inmutabilidad del libre albedrío devolvió a esta naturaleza la impasibilidad, la esencia imperecedera y la inmortalidad por medio de la Resurrección”. Así se cumplió (Jn 19, 30) (sovershilos) la gran obra de la salvación. Todos los que vieron a Cristo resucitado fueron testigos de ese hecho. Él, en lugar del primer Adán —padre de la humanidad caída—, se convirtió en la cabeza del linaje de la nueva humanidad, en el segundo Adán. ¿Qué significa?

Que con la Resurrección de Cristo se inició una era esencialmente nueva en la vida de la humanidad. Esencialmente, en parte, porque si el nacimiento habitual del hombre sucede según las leyes de la naturaleza primaria, es decir inconscientemente, sin la voluntad del nacido, entonces el nacimiento del Hombre Nuevo (Ef 4, 24) a partir del Resucitado se realiza según las leyes de la naturaleza espiritual, es decir solo conscientemente. Pues Dios, según la enseñanza unánime de los Santos Padres, no puede salvar al hombre sin la voluntad del propio hombre. El nacimiento de Cristo se produce en el sacramento del Bautismo, en cada persona que creyó en Él y que conscientemente lo eligió como camino de vida. Como Él dijo: “El que crea y sea bautizado, se salvará”. En el Bautismo, el cristiano recibe las semillas de la humanidad resucitada y perfecta de Cristo, sobre lo que nos habla expresiva y metafóricamente San Simeón el Nuevo Teólogo: “Entonces la Palabra de Dios entra en el bautizado como en el vientre de la Virgen y permanece en él como una semilla”.

Los Santos Padres insisten especialmente en la esencia incuestionable de las palabras de Cristo sobre la necesidad de la fe del propio bautizado y advierten de que la gracia del sacramento del Bautismo no se otorga por la fuerza de los obras y oraciones realizadas de manera automática, sino solo por la fe del bautizado. San Marcos el Asceta escribía: “¿Te has convencido ahora de que a los que creen firmemente se les otorga el Espíritu Santo justo en el bautismo y en cambio a los infieles y los herejes no se les otorga ni en el bautismo?”. El padre y mártir Tadeo (Uspenski) subraya: “Se puede nacer de agua sin recibir la gracia del Espíritu Vivificante (Jn 3, 5), pues dicha gracia no se aloja en nadie en contra de sus deseos”. Fijémonos, “sus deseos”, es decir los deseos del bautizado y no los de los padrinos, a los que tan a menudo nos referimos a la ligera. Pues ningún padrino puede responder de que el ahijado renuncie a Satanás y viva según Cristo.

Por eso San Ignacio advierte: “¿Cuál puede ser el provecho del Bautismo sin preparación? ¿Cuál puede ser el provecho del Bautismo, cuando nosotros, al recibirlo en la madurez, no entendemos en absoluto su significado? ¿Cuál puede ser el provecho del Bautismo, cuando nosotros, al recibirlo en la niñez, seguimos ignorando por completo lo que hemos recibido?”. Por eso en la Iglesia Antigua, por norma general, el Bautismo se recibía en la edad en que se tenía uso de razón. Así es como el hombre recibe los frutos del Sacrificio de Cristo y se salva. Para esto “era necesario el Sacrificio de Cristo”. Este es el motivo por el que “Dios no pudo simplemente cambiarlo todo”, sino que “hizo falta el asesinato del Hijo”. 


[1] DANTE, A. La divina comedia. «El purgatorio». Canción 14, pág. 82-84.

[2] SAN ISAAC DE NÍNIVE. Slová podvízhnicheskie (Palabras ascéticas). Pal. 18, pág. 76. Moscú: 1858.

[3] O Kreshenie (Del Bautismo), 18.

[4] SAN GREGORIO NACIANCENO. Tvorenia v 2j tomaj (Obras en dos tomos). T.1, pág. 558. Monasterio de la Santa Trinidad - Laura de San Sergio: 1994.

[5] Ídem: pág. 558.

[6] SAN EFRÉN DE SIRIA. Tvorenia (Obras). “Nagrobnie pesnopenia, 44 (Blazhenstvo úmershij d mladénchistve)” (Cánticos fúnebres 44, La dicha de los fallecidos en la niñez). T. 4, pág. 460-461. Ed. “Otchi dom:” 1995.

[7] Obras de San Gregorio de Nisa. Parte 4, pág. 345. Moscú: 1862.

[8] Tvorenia izhe vo cviatyj otsa nashevo Feofana Zatvórnika. Sobranie pisem (Obras del que está con los santos, nuestro padre Teófanes el Recluso. Colección de cartas) Edición I y II. Publicación del monasterio Sviato-Uspenski Pskovo-Pecherski y editorial “Palómnik”, 1994. Carta 139, pág. 155

[9] Pisma v Boze pochívshevo afónskovo startsa ieromonaja Arsenia k ráznym lítsam. (Cartas en el Señor del difunto stárets de Athos, hieromonje Arseni). Carta Nº 42, ed. 3, pág. 164. Moscú: Ed. del monasterio ruso y de Athos de San Pandeleimonos, 1899. Reimpresión: Galáktika, 1994.

[10] PRESBIT. ALEKSÉI BÚRGOV. En: Pravoslavno-dogmatícheskoe uchenie o pervorodnom greje. (Enseñanza ortodoxo-dogmática sobre el pecado original). Kiev: 1904. Pág. 186.

[11] BOLÓTOV, V.V. Léktsii po istorii Drévnei Tserkvi (Conferencias sobre la historia de la Iglesia Antigua). T. 3, pág. 24. Moscú: 1994.

[12] BOLÓTOV, V.V. Léktsii po istorii Drévnei Tserkvi (Conferencias sobre la historia de la Iglesia Antigua). T. 3, pág. 96. Moscú: 1994.

[13] Sobranie pisem sviatítelia Afanasia (Sájorova) [Colección de cartas de San Atanasio (Sájarov)]. Pág. 273. Moscú: 2001.

[14] SAN IGNACIO (BRIANCHANÍNOV). Tvorenia (Obras). T. IV, pág. 497. San Petersburgo: 1905.

[15] SAN ISAAC DE NÍNIVE. Slová podvízhnicheskie (Palabras ascéticas). Palabra 34, pág. 217. Moscú: 1858.

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