EL ARTE DE LA ORACIÓN IV SAN TEOFANES EL RECLUSO. LOS FRUTOS DE LA ORACIÓN
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Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre
y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).
La Gracia de Dios y el
Esfuerzo del Hombre
El Fuego del Espíritu
Jhoani Rave Rivera
(C.O.P.S.)
LOS FRUTOS DE LA ORACIÓN
a) LA ATENCIÓN Y EL TEMOR DE DIOS
Las primicias de la oración:
atención y cálida ternura del corazón (1)
Toda regla de
oración, fielmente observada, produce como primicias la atención y una cálida ternura
del corazón; pero esos sentimientos nacen muy especialmente de la Oración de
Jesús, que está en un nivel más elevado que la salmodia y las otras formas de
oración. La atención da nacimiento a la cálida ternura del corazón, y ésta, a
su vez, aumenta la atención. Juntas ganan en poder, se sostienen mutuamente.
Dan profundidad a la oración, estimulan poco a poco el corazón, alejan la
distracción y los pensamientos alocados; otorgan a la oración su pureza. La
verdadera oración es un don de Dios; del mismo modo lo son también la atención
y la cálida ternura del corazón.
La
oración del corazón no llega jamás antes de tiempo
Debéis saber que la atención
no debe abandonar jamás el corazón. La actividad del corazón, sin embargo, es
algunas veces única- mente mental, cumplida por el intelecto, en tanto que
otras, ella no es solamente en el corazón, sino del corazón; en otros términos,
es realizada con un sentimiento de calor. Esto no se aplica sólo a los
eremitas, sino a todos los cristianos, a todos aquellos que se colocan ante
Dios en toda pureza de corazón y obran bajo su mirada. Si vuestro espíritu se
agota por decir las palabras de la oración, entonces orad sin palabras, prosternándoos
interiormente desde el fondo de vuestro corazón ante el Señor y dándoos a él.
Esta es la verdadera oración. Las palabras son solamente la expresión de la
oración, tiene siempre menos valor a los ojos de Dios que la oración en sí
misma.
La oración del corazón no
llega jamás antes de tiempo. Cuando ella llega, Dios comienza a trabajar dentro
nuestro; a medida que ella se establece más firmemente en nosotros, ese trabajo
de Dios alcanza, poco a poco, su plenitud. Es necesario buscar la gracia de
esta oración sin escatimar esfuerzo, y Dios, que ve nuestro trabajo, acordará
lo que anhelamos. La oración auténtica no puede ser fruto de esfuerzos humanos;
es un don de Dios. Buscad y encontraréis.
No habéis perdido nada orando
sin utilizar técnicas artificiales para injertar la oración en vuestro corazón,
pues esas técnicas no son de ningún modo indispensables. Lo que importa, no es
la posición del cuerpo, sino la disposición interior. Nuestra preocupación debe
ser la de permanecer atentos en nuestro corazón, mirar hacia Dios e implorarle.
No he encontrado nunca nadie
que otorgara importancia a las técnicas respiratorias. Ni el Obispo Ignacio, ni
el Padre Macario de Optino (3) las aprueban.
Frutos
naturales y frutos de la gracia
Nuestra tarea es el arte de
la Oración de Jesús. Debemos esforzarnos por cumplirla con toda simplicidad,
con un corazón atento, manteniendo siempre el recuerdo de Dios. Esto lleva por
sí mismo sus propios frutos: el recogimiento del intelecto, la devoción y el
temor de Dios, el recuerdo de la muerte, el apaciguamiento de los pensamientos
y un cierto calor del corazón. Esos son los frutos naturales de la oración del
corazón y no el fruto de la gracia. Es necesario tener esto en el espíritu, de
lo contrario se fanfarronea ante sí y ante los demás, y se cae en el orgullo.
Nuestra oración sólo adquiere
verdadero valor cuando la gracia interviene. Mientras no recojamos los frutos
naturales de la oración, lo que estamos haciendo carece de valor, tanto en sí
como según el juicio de Dios. Pues la llegada a nosotros de la gracia prueba
que Dios nos ha mirado en su misericordia.
Yo no puedo deciros cómo se
manifestará esta acción de la gracia, pero lo cierto es que la gracia no puede
venir antes de que hayan aparecido los frutos naturales de la oración.
Los
frutos naturales son accesibles a todos
El fruto natural de la
oración es la concentración de la atención en el corazón, acompañada por un
sentimiento de calor. Es un efecto natural. Cada uno puede realizarlo; y todos,
no solamente los monjes, sino también los laicos pueden llegar a ello.
Esta actividad es simple y no
tiene nada de superior. La Oración de Jesús no es milagrosa en sí misma. Como
cualquier otra oración breve, es vocal y, en consecuencia, exterior. Puede, sin
embargo, llegar a ser la oración del intelecto en el corazón de una manera
totalmente natural. En lo referente a lo que debe venir por la gracia, por otra
parte, sólo es posible esperarlo; ninguna técnica puede obtenerlo por la
fuerza.
Si se desea llegar a la
oración verdaderamente contemplativa, se debe comenzar por purificarse de todas
las pasiones. Pero aquí, sólo se trata de la oración simple, aunque ella pueda
conducir a una oración más elevada.
Si se quiere tener éxito en
la oración, lo primero que se debe hacer es dejar todo lo demás de lado, de
modo que el corazón esté completamente libre de toda distracción. Nada debe
imponerse al pensamiento: ni rostro, ni actividad, ni objeto. En el momento de
la oración, todo debe ser descartado. Mantened bien esta regla, no será jamás
necesario renunciar a esta oración, que se puede decir a todo momento. Ni bien
estéis libres, volved a ella inmediatamente.
Durante los oficios
litúrgicos, es necesario prestar atención al oficio, pero si se lo dice o canta
de manera indistinta, remitíos a la Oración de Jesús.
El
peligro de las distracciones
Os habéis acordado un pequeño favor, os habéis permitido una pequeña distracción y no habéis velado bastante de cerca sobre vuestros ojos, vuestra lengua y vuestros pensamientos. También el calor os ha abandonado y os ha dejado vacíos. Eso es malo. Apresuraos a restablecer el orden interior, o a recibirlo de nuevo en respuesta a vuestras oraciones. Encerraos y no hagáis más que orar y leer lo relativo a la oración, hasta que vuestra atención se una a Dios en vuestro corazón y se restablezca en él un espíritu de contrición y una cálida ternura. Ese espíritu os mostrará claramente si estáis en el buen camino o si os habéis desviado. Parecéis considerar la atención como una austeridad excesiva, mientras que ella es, en realidad, la raíz de toda nuestra vida espiritual. Es por eso que el enemigo se dedica particularmente a atacarla, y se sirve de todos los medios para apilar imágenes seductoras ante los ojos del alma y despertar el pensamiento de distracciones y frecuentaciones agradables.
Es bueno tener siempre sobre
los labios la Oración de Jesús o alguna otra oración breve. Solamente, tened
cuidado de que vuestra atención esté en el corazón y no en la cabeza, y
mantened esto no sólo cuando estéis en oración sino igualmente en todo otro
tiempo. Esforzaos por adquirir una especie de sufrimiento del corazón. Con un
esfuerzo perseverante lo lograréis muy rápido. No hay en ello nada de
particular, pues la aparición de este sufrimiento es un efecto natural. Os
ayudará a recogeros mejor. Pero lo principal es que el Señor, viendo vuestros
esfuerzos, os acordará su ayuda y su gracia en la oración. Un orden diferente
se establecerá entonces en vuestro corazón.
La
restauración interior comienza
Continuad practicando esta
regla, y poco a poco vuestros pensamientos se calmarán, mientras que la
debilidad que habéis constatado en vosotros curará. Si perseveráis en este
camino, un sufrimiento aparecerá en vuestro corazón, y este sufrimiento hará
que vuestros pensamientos se liguen sólo a Dios; así su vagabundaje se detendrá.
A partir de allí, si Dios os lo otorga, la restauración en todo vuestro ser
interior habrá comenzado y no cesaréis ya de marchar en presencia de Dios.
La
seducción de delicias espirituales
Decís que teméis la seducción
de delicias espirituales. Pero ¡no se trata seguramente de caer en esta
ilusión! No es porque ella es dulce que se practica la oración, sino porque es
nuestro deber servir a Dios de esta manera, aunque la dulzura vaya siempre a la
par con un servicio auténtico. En la oración, lo más importante es permanecer
en presencia de Dios, en adoración y temor, con el intelecto encerrado en el
corazón; tal es el medio de aplacar y dispersar todos los pensamientos alocados
y reemplazarlos por la contrición.
Esos sentimientos de temor y
arrepentimiento en presencia
de Dios, ese corazón quebrado y contrito, son los rasgos principales de
la verdadera oración interior que nos permite juzgar si nuestra oración está
bien hecha o no. Si esos sentimientos están presentes, es que la oración está
en orden, si está ausente, la oración no va por el buen camino y debe ser
reconducida a su verdadera naturaleza. Si esos sentimientos de contrición y de
tristeza faltan, la dulzura y el calor espirituales producirán en nosotros el
amor propio; el orgullo espiritual que conduce a perniciosas ilusiones.
Entonces, las delicias y el calor espiritual se desvanecerán, dejando sólo su
recuerdo, y el alma continuará imaginándose que todavía goza de ellas. Temed
esto y velad, para encender en vuestro corazón, cada vez más vivos, el temor de
Dios, el sentimiento de vuestra nada y una humilde contrición, marchando sin
cesar en presencia de Dios. Eso es lo esencial.
La
sobriedad del intelecto y el calor del corazón
Conservad la sobriedad del
intelecto y el calor del corazón cumpliendo vuestra regla con celo. Si sentís
disminuir el calor, apresuraos a reanimarlo en vosotros, convencidos de que su
desaparición prueba que os estáis alejando de Dios en gran medida. El temor de
Dios conserva y vivifica el calor interior, pero la humildad es igualmente
necesaria, junto con la paciencia, la fidelidad a las reglas y, por encima de
todo, la sobriedad. Velad atentamente sobre vosotros mismos, por amor a Dios.
Despertaos si estáis adormilados. Sacudíos de todas las formas posibles, a fin
de no volver a dormiros.
La
sobriedad y el discernimiento
Los combatientes de Cristo
deben montar una guardia atenta sobre dos puntos en particular: la sobriedad y
el discernimiento La primera se dirige hacia el interior y la segunda hacia el
exterior. Por la sobriedad, velamos sobre los movimientos que parten del mismo
corazón; por el discernimiento, vemos venir los movimientos que podría nacer
allí bajo el impulso de influencias exteriores.
La regla de la sobriedad es
la siguiente: después que cada pensamiento ha sido arrojado del alma por el
recuerdo de la presencia de Dios, es necesario colocarse a la puerta del
corazón y vigilar atentamente todo lo que entra allí y todo lo que sale. No os
dejéis arrastrar por la emoción o por el deseo, pues todo mal viene de allí.
Ser sobrio significa no dejar
que el corazón se ligue a cualquier otra cosa, sino a Dios. Toda otra ligazón
embriaga el alma, que se entrega, entonces, a cosas totalmente extrañas. Ser
vigilante quiere decir que se vela con preocupación, por temor a que algo malo
surja en el corazón.
La
humildad y el calor del corazón
¿Habéis logrado preservar en
vosotros el calor espiritual? Es necesario. El fundamento de este calor es la
humildad. Cada vez que la humildad decrece, el frío penetra. Cuando uno
comienza a darse importancia, el Señor se aleja y, abandonada a sí misma, el
alma se enfría. Es necesario no contentarse con repetir solamente con la boca
que no somos nada, es necesario sentir la propia nada desde el fondo del
corazón. Entonces, el Señor estará siempre allí, el que crea y ha creado todas
las cosas de la nada. El Señor calentará vuestra alma, pero a condición de que
hayáis cumplido vuestra parte. ¿Cuál es esta contribución? : la humildad y la
atención, y una sumisión total a Dios en las profundidades de vuestro corazón.
Esos sentimientos deben mantenerse incesantemente en vosotros, ya sea que
hagáis o digáis cualquier cosa, que estéis sentados o en movimiento, en casa o
en la iglesia.
Que el Señor os otorgue la
sabiduría. Leed los escritos de los santos, reflexionad sobre ellos, y absorbed
todo lo que es útil a vuestra alma y a vuestra vida.
La
lectura espiritual El temor de Dios
¿Tenéis un libro? Leedlo,
reflexionad en lo que os enseña y aplicaos sus enseñanzas. Esta aplicación, por
sí misma, es el fin y el fruto de la lectura. Si leéis sin aplicar a vosotros
mismos lo que leéis, no obtendréis nada bueno, y os arriesgaréis incluso a
perjudicaros. Las teorías se acumularán en vuestra cabeza y llegaréis a
criticar a los demás en lugar de mejorar vuestra propia vida. Tened oídos y
escuchad.
Si tenéis ya la Filocalia, buscad los escritos de
Hesíquio y leed lo que él dice acerca de la sobriedad. Explica exactamente lo
que es necesario hacer para controlar y ordenar los pensamientos. Leed
atentamente, haced penetrar esas palabras en vuestro corazón y luego obrad como
él lo aconseja.
Debéis siempre guardar
firmemente en vosotros el temor de Dios. El es la raíz del conocimiento
espiritual y de toda obra buena. Cuando el temor de Dios gobierna el alma todo
va bien, tanto en el interior como en el exterior. Esforzaos por encender en
vosotros ese sentimiento de temor cada mañana antes de iniciar cualquier otra
cosa. Luego continuará actuando por sí mismo, como un reloj al que se le ha
dado cuerda.
El
fruto principal de la oración
El fruto principal de la
oración no es el calor y la dulzura, sino el temor de Dios y la contrición.
La raíz de un buen orden interior
es el temor de Dios. Mantened constantemente en vosotros ese temor y él os hará
firmes, impedirá a vuestros miembros debilitarse tanto como a vuestro
pensamiento, os dará un corazón vigilante y un espíritu sobrio y no permitirá
ni a la torpeza invadir vuestro cuerpo ni a la confusión introducirse en
vuestros pensamientos. Pero es necesario, siempre, recordar que todo éxito en
la vida espiritual es fruto de la gracia de Dios. La vida espiritual toda
entera viene de su muy Santo Espíritu. Nosotros tenemos nuestro propio espíritu,
pero carece de poder. Sólo comienza a adquirir un poco de fuerza cuando es
invadido por el Espíritu de Dios.
Lo que debéis buscar en la
oración, es establecer en vuestro corazón un sentimiento apacible, pero
constante y cálido, respecto a Dios; no esperéis ni el éxtasis ni algún estado
extraordinario. Pero si Dios os hace experimentar alguna cosa de ese tipo en la
oración, dadle gracias y no imaginéis que eso os es debido, ni lamentéis su
desaparición, como si se tratara de una gran pérdida. Por el contrario,
descended de esas alturas hacia la humildad y la sobriedad de sentimientos
hacia el Señor.
B. LA GRACIA DE DIOS Y EL ESFUERZO DEL HOMBRE
El
llamado de la gracia y la libre respuesta del hombre
El primer llamado de la gracia, su primera venida, abren ante nuestros ojos el reino espiritual y nos dan la visión de otro mundo, lo queramos o no. Sin embargo, a continuación, esta visión, al igual que el poder de permanecer constantemente en el interior del corazón, es remitida a la libre elección del hombre, y nos es necesario trabajar para alcanzarlo.
Que el Señor os otorgue un
ardiente deseo de permanecer interiormente en su presencia. Buscad y
encontraréis. Buscad a Dios: es la regla inmutable de todo adelanto espiritual.
Nada se obtiene sin esfuerzo. La ayuda de Dios está siempre lista y siempre
cercana, pero no es otorgada más que aquellos que buscan y trabajan, a aquellos
que, después de haber puesto en acción todas sus fuerzas, gritan hacia Dios con
todo su corazón: "¡Señor, ayúdanos!"
Durante todo el tiempo que conserváis aunque sea una ligera esperanza de llegar
a algo por vuestros propios medios, el Señor se cuida bien de intervenir Es
como si él dijera: "¿Esperas triunfar por ti mismo? Muy bien, intenta. Intenta
siempre, y no llegarás a nada". Que el Señor os otorgue un espíritu
contrito, un corazón humilde y respetuoso.
La disposición fundamental
del penitente debe ser esta: "De la manera que tú quieras. Señor, sálvame.
Por mi parte, quiero trabajar sin hipocresía, lealmente y sin desviarme, con
una conciencia pura, haciendo todo lo que entiendo, todo lo que está en mi
poder". Quien sienta realmente esto en su corazón, es agradable al Señor,
que viene a reinar sobre él como un rey. Es Dios quien lo instruye, es Dios
quién ora en él, es Dios quien opera en él el querer y el hacer, es Dios quien
pone en él el fruto, es Dios quien lo gobierna. Ese estado es la semilla y el
corazón del celeste árbol de la vida plantado en él.
Dependencia
respecto de la gracia
La primera semilla de la vida
nueva nace de la unión De la gracia y de la libertad. Su crecimiento y su
maduración provienen del desarrollo de los mismos elementos. Cuando el
penitente hace el voto de vivir en adelante según la voluntad de Dios, para su
gloria, debe decir: "Sólo tú puedes
confirmar y fortificar mi resolución". Y desde entonces, debe
colocarse a cada instante en las manos de Dios, repitiendo esta oración: "Cumple tú mismo en mí lo que plazca a tu
voluntad". De este modo, ya se trate de movimientos interiores o de
actos exteriores, será siempre Dios quien actuará en él y lo hará vivir según
su divino buen placer.
Pero cuando el hombre espera
realizar cualquier cosa por sí mismo, en virtud de su propio poder, entonces,
inmediatamente, la verdadera vida espiritual, animada por la gracia divina, se
extingue en él. En ese estado, a pesar de los más grandes esfuerzos, ningún
fruto espiritual puede llegar a la madurez.
La perfecta serenidad del
espíritu es un don de Dios, pero ella no es otorgada sin un esfuerzo
considerable por nuestra parte. No llegaréis jamás a nada por vuestro esfuerzo
únicamente; pero Dios no os otorgará jamás nada si no trabajáis con todas
vuestras fuerzas. Esta ley no conoce excepción.
La unión de la gracia y de la
libertad
San Macario de Egipto dijo
(Primer Tratado sobre la Guarda del Corazón, cap. 12) que la gracia que es
otorgada al hombre "no liga su
voluntad por fuerza de la necesidad, ni le hace, de buen o mal grado,
inmutablemente bueno. Por el contrario, el poder de Dios, viviendo en el
hombre, se inclina ante su libre voluntad a fin de que se revele si la voluntad
del hombre está o no de acuerdo con la gracia". A partir de allí
comienza la unión de la gracia y de la libertad. Al comienzo, la gracia
permanece fuera y actúa desde afuera. Luego, ella penetra en el interior y
comienza a tomar posesión de algunas partes del espíritu; pero ella sólo lo
hace cuando el hombre, de buen grado le abre la puerta, abre la puerta para
recibirla. La gracia está siempre lista para venir en ayuda del hombre que la
desea. Por sí mismo, el hombre no puede hacer el bien, ni hacerlo reinar en él,
pero puede desearlo y esforzarse por alcanzarlo. A causa de ese deseo, la
gracia consolida en él lo que es bueno, aquello hacia lo que tiende. Y esto
continúa así hasta que el hombre adquiere finalmente el dominio de sí mismo y
llega a ser capaz de cumplir con lo que es bueno y agradable a Dios.
Pobre,
indigno, ciego y desnudo
Es necesario no tener miedo
de la ilusión. Sólo se arriesgan a convertirse en su presa aquellos que se
abandonan a la vanidad y que, cuando sienten un pequeño calor en el corazón, se
imaginan haber alcanzado la cumbre de la perfección. En realidad, ese calor no
es más que un comienzo, y no es forzosamente estable. Ese calor y esa paz del
corazón pueden ser algo natural, el fruto de la concentración y de la atención.
Necesitamos trabajar mucho y durante mucho tiempo, esperar pacientemente hasta
que aquello que es natural sea finalmente reemplazado por lo que constituye un
don de la gracia. Es mejor no pensar jamás que se ha logrado cualquier cosa,
sino siempre considerarse pobre, indigno, ciego y desnudo.
El Señor ve vuestras
necesidades y vuestros esfuerzos y os tenderá una mano segura; os fortificará y
hará de vosotros soldados bien armados y listos para la batalla. Ningún apoyo
es mejor que el suyo. El mayor peligro es creer que se puede encontrar en sí
mismo ese apoyo; entonces se pierde todo. El mal dominará el alma nuevamente,
eclipsando la luz que temblaba todavía en ella, aunque débilmente, y
extinguiendo la pequeña llama que apenas ardía. El alma debe comprender hasta
qué punto carece de fuerzas por sí sola. No esperando nada de vosotros mismos,
posternaos ante Dios y, en vuestro corazón, reconoced que no sois nada.
Entonces la gracia todopoderosa creará todas las cosas de esa nada. Aquél que,
con una humildad perfecta, se coloca entre las manos del Dios de misericordia,
atrae hacia él al Señor, y llega a ser fuerte con su fuerza.
Aunque esperando todo de Dios
y nada de nosotros mismos, debemos sin embargo obligarnos a actuar, a desplegar
toda nuestra fuerza, para crear en nosotros alguna cosa a la que Dios pueda
venir en ayuda y a la que la fuerza divina pueda finalmente penetrar. La gracia
está ya presente en nosotros, pero ella no actuará hasta que el hombre no lo
haya hecho por sí mismo, llenando con su poder su debilidad. Haced pues, a
Dios, firme y humildemente, el sacrificio de vuestra voluntad, y luego actuad
sin la menor hesitación y no a medias.
El espíritu de la gracia y el
espíritu farisaico
Cuando emprendáis un esfuerzo
particular, no concentréis sobre él toda vuestra atención y todo vuestro
corazón, sino consideradlo como secundario. Abandonándoos enteramente a Dios,
abríos a su gracia, y manteneos listos para recibirla como un vaso vacío. Quien
encuentra la gracia, la encuentra por la fe y el celo, dice Gregorio el
Sinaíta, y no por el celo solamente. En tanto que dejemos de remitirnos a Dios
dejaremos de atraer la gracia divina, y nuestro esfuerzo construirá en
nosotros, no un espíritu movido por la gracia de Dios, sino el espíritu de un
fariseo. Esa gracia es el alma del combate. Nuestros esfuerzos son bien
llevados mientras preservamos en nosotros la humildad, la contrición, el temor
de Dios y la devoción; y todo eso en la medida en que comprendemos cuánto
necesitamos su ayuda. Estar satisfechos de nosotros mismos y contentos con
nuestros esfuerzos, es signo de que nuestra obra no se realiza como es
necesario o bien de que nos falta sabiduría.
La
verdadera vida cristiana es la vida de la gracia
La vida es la fuerza para
actuar. La vida espiritual es la fuerza para actuar espiritualmente, de acuerdo
con la voluntad de Dios. El hombre ha perdido esta fuerza, y hasta que ella no
le sea devuelta, le es imposible vivir espiritualmente por más que lo desee. He
aquí por qué el don de la gracia es esencial para que el creyente pueda llevar
una vida cristiana auténtica. La verdadera vida cristiana es la vida de la
gracia. Un hombre puede tomar buenas resoluciones, pero, para ponerlas en
práctica, es necesario que la gracia se una a su espíritu. Cuando se realiza
esta unión, la fuerza moral que, hasta ese momento, sólo se manifestaba
temporariamente bajo el efecto de un entusiasmo de debutante, se imprime en el
espíritu y permanece allí sin cesar. Esta restauración de la fuerza moral del
espíritu es efectuada por la acción regeneradora del bautismo, en el cual el
hombre recibe su justificación y la fuerza para actuar "según Dios, en la
justicia y la santidad" (Ef. 4, 24).
Las verdades escritas por el
dedo de Dios
Me escribís que a veces,
durante la oración, la solución de algunos problemas de la vida espiritual que
os preocupan aparece por sí misma, brotando de una fuente desconocida. Esto es
bueno. Es la manera verdaderamente cristiana de ser enseñado por Dios. La
promesa: "Y todos ellos serán enseñados por Dios" (Juan 6, 45), se
cumple. Verdaderamente, está bien así. Las verdades están inscriptas en el
corazón por el dedo de Dios, y ellas permanecen allí firmes e indelebles. No
desdeñéis esas verdades que Dios inscribe en vuestro corazón....
Purificando la fuente
Para purificar y curar al
hombre, la gracia divina comienza, en primer lugar, por consagrar a Dios la
fuente de todas las actividades humanas. En otros términos, la gracia orienta
hacia Dios la conciencia y la voluntad libre del hombre, sirviéndose de ellas
como punto de partida, para curar poco a poco, por su acción, todas las
potencias del hombre. Habiendo sido curada y santificada la fuente, todas las
facultades que de ella dependen se purifican progresivamente.
Progreso en la vida de la
gracia
He aquí un resumen de las
prácticas que pueden ayudar a afirmar las potencias del alma y del cuerpo en el
bien, y que permiten brillar con un resplandor cada vez más vivo, en el
espíritu, a la vida de la gracia.
Según la medida del celo y de
los esfuerzos que el hombre realice dándose a Dios, la gracia entrará y
penetrará en él cada vez más profundamente con su poder, santificándolo y
haciéndolo suyo. Pero todo esto no puede, ni debe, detenerse allí. Todavía no
se trata más que de una semilla, de un punto de partida. Esta luz de vida debe
ir más lejos e impregnar toda la sustancia del alma y del cuerpo,
santificándolas, haciéndolas suyas y desarraigando las pasiones extrañas y
contra natura que nos dominan actualmente, volviendo a traer el alma y el
cuerpo a su estado puro y natural. La luz no debe permanecer encerrada en sí
misma, sino expandirse en nuestro ser entero con todo su poder.
Pero, puesto que todas esas
potencias están infectadas por las pasiones extrañas a la naturaleza, el
espíritu puro de la gracia, llegando al corazón, no puede penetrarlas directa e
inmediatamente, pues esa impureza le cierra la entrada. Es por ello que debemos
establecer una especie de canal entre el espíritu de la gracia que vive en
nosotros y nuestras propias potencias, para que él pueda penetrar en ellas y
curarlas, como los apósitos desinfectan las llagas sobre las que son aplicados.
Es evidente que, para ser
eficaces, los medios que constituyen este canal deben, por una parte, poseer
los caracteres y las cualidades que denotan un origen divino y celeste y, por
la otra, estar perfectamente adaptadas a nuestras potencias, a su orden natural
y a su destino. Sin esto, no podrían cumplir eficazmente su rol de canal, y
nuestras potencias no podrían recibir la cura. Tales deben ser, por
consiguiente, el origen y las cualidades propias de esos medios de curación. En
lo que concierne a su forma exterior, sólo pueden ser actividades, ejercicios,
trabajos, pues son aplicados a las potencias y facultades humanas cuya cualidad
distintiva es el actuar.
He aquí, pues, cuáles son los
ejercicios y las actividades que deben servir como medios para curar nuestras
potencias y devolverles su pureza perdida y su primitiva integridad: son los
ayu- nos, el trabajo, las vigilias, la soledad, la huida del mundo, el dominio
de los sentidos, la lectura de las Escrituras y de los Santos Padres, la
participación en los servicios de la Iglesia, la confesión y la comunión
frecuentes.
Los dos movimientos de la voluntad
libre
Cuando estamos inspirados por
la gracia es imposible no tener conciencia de ello, pero es posible no
otorgarle suficiente atención. Y así, después de haber vivido durante un tiempo
en ese estado, volvemos a la rutina habitual del alma y el cuerpo. La
introducción de la gracia en la vida de un pecador no determina su conversión,
no hace más que comenzarla; falta trabajar sobre sí mismo, y ese trabajo es
arduo. Sin embargo, todo lo que se refiere a ese trabajo puede realizarse por
dos movimientos de la voluntad libre. El primero consiste en separarse del
mundo exterior para entrar en sí mismo y el segundo en volverse hacia Dios. Por
el primer movimiento el hombre reconquista el poder sobre sí mismo que había
perdido y, por el segundo, se ofrece a sí mismo a Dios en holocausto
voluntario. Por el primero se decide a separarse del pecado y por el segundo se
acerca a Dios y emite el voto de pertenecer sólo a él todos los días de su
vida.
La gracia de Dios separa al
hombre en dos
La gracia de Dios,
manifestándose al hombre en su primer despertar espiritual y visitándolo luego
durante todo el tiempo de su conversión, lo separa en dos. Le hace tomar
conciencia de la existencia de una dualidad en sí mismo y le enseña a
distinguir entre lo que está contra su naturaleza y lo que debería serle
natural. De ese modo le inspira la voluntad de rechazar todo lo que está contra
su naturaleza, de modo que su verdadero ser, creado a la imagen de Dios, salga
a la luz. Pero, evidentemente, semejante decisión no es más que el comienzo de
la empresa. Ya que es sólo de intención y de voluntad que el hombre abandona
aquello que, en él, es contra su naturaleza, que él lo rechaza deseando
reencontrar su naturaleza inicial. De hecho, toda su estructura interior
permanece tal como era anteriormente, es decir, saturada de pecado; las
pasiones dominan a su alma y a todas sus facultades, a su cuerpo y a todas sus
funciones igual que antes, con una diferencia, sin embargo: anteriormente él
elegía y abrazaba todo eso con ardor y placer, al presente lo odia, lo arroja a
los pies y lo rechaza. Aquél que ha llegado a ese estado sale de sí mismo como
de un cadáver en descomposición. Ve en qué medida, a pesar suyo, el olor
infecto de las pasiones se exhala desde las diferentes partes de su ser, y
llega a sentir ese hedor con tanto realismo que su espíritu resulta sofocado.
La verdadera vida de la
gracia no está, por consiguiente, en el hombre, más que como una semilla y como
una chispa; pero semilla sembrada en la mala hierba y chispa recubierta sin
cesar por las cenizas. No es todavía más que una pequeña luz que brilla
débilmente en la más espesa bruma. Por su voluntad y por su conciencia el
hombre se ha ligado a Dios, y Dios ha aceptado esta ofrenda y se ha unido a él en
ese lugar de percepción de sí, de libre elección, en el interior de sí mismo,
que San Antonio de Egipto (4) y San Macario el Grande llaman espíritu. Y ése es
el único lugar en él que es santo, agradable a Dios y salvado.
Todas, las otras partes de su
ser son todavía prisioneras, no quieren ni pueden obedecer a las exigencias de
la vida nueva; el intelecto no sabe todavía pensar de esa manera nueva, sino
que continúa pensando como anteriormente; la voluntad no sabe todavía desear
correctamente, desea como siempre lo ha hecho; el corazón no siente de la
manera nueva, sino como anteriormente. Lo mismo sucede con el cuerpo y todas
sus funciones. El hombre es, por consiguiente, todavía enteramente impuro,
salvo en ese punto único que constituye en él el poder consciente de elegir
libremente, en su interior, y que llamamos el espíritu.
Dios, que es la pureza misma,
sólo entra en comunicación con esta parte única, mientras todas las otras,
todavía impuras le son extrañas y permanecen fuera de esta comunión. Dios está
siempre listo para unirse al hombre todo entero, pero no lo hace porque el
hombre es impuro. Tan pronto el hombre está enteramente purificado, Dios le
hace sentir que lo habita íntegramente.
La acción de la gracia lo
abraza todo
Ante el nacimiento de la vida
interior, ante la manifestación sensible de la acción de la gracia y de la
unión con Dios, es frecuente que el hombre actúe todavía por su propia
iniciativa, en tanto que sus fuerzas se lo permiten. Pero cuando está agotado
por el fracaso de sus esfuerzos, renuncia finalmente a su propia actividad y se
abandona con todo su corazón a la acción todopoderosa de la gracia. Entonces el
Señor lo visita en su misericordia y enciende la llama de la vida espiritual;
aprende por su propia experiencia que no son sus esfuerzos los que realizaron
en él esta gran transformación; por otra parte, las retiradas más o menos
frecuentes de la gracia le enseñan que el mantenimiento de esa llama de vida no
depende ya de él.
La aparición frecuente de
buenos pensamientos y de buenas inspiraciones, su invasión por el espíritu de
oración, que viene no se sabe de dónde ni cómo, todo esto lo convence, por
experiencia, de que todo ese bien no es posible para, él más que por la acción
de la gracia divina, siempre presente por la misericordia de Dios, que salva a
todos aquéllos que buscan la salvación. Él se da al Señor, y solo el Señor
actúa en él. La experiencia le muestra que no tiene éxito más que cuando se
entrega enteramente a Dios. Entonces, ya no vuelve hacia atrás, sino preserva
esa gracia por todos los medios posibles.
Los amantes de teorías están
muy preocupados por la cuestión de las relaciones entre la gracia y la
libertad. Para cualquiera que posea en sí la gracia, la cuestión está resuelta
por la experiencia práctica. Aquél que lleva la gracia en su corazón, se
abandona íntegramente a la acción de la gracia y es la gracia la que actúa por
él. Esta verdad es más evidente para él que cualquier verdad matemática y que
cualquier otra experiencia de la vida exterior, porque ha cesado de vivir en la
superficie de sí mismo y está enteramente concentrado en el interior. No hay
más que una sola preocupación: ser siempre fiel a la gracia que está en él. La
infidelidad ofende a la gracia, hace que ella se aleje o reduzca su acción. El
hombre testimonia su fidelidad a la gracia —o al Señor— no permitiéndose nada,
ya sea pensamiento, sentimiento, acción o palabra, que sea contraria a la
voluntad del Señor. Por el contrario, no desdeña ninguna obra, ninguna empresa,
desde que sabe que Dios quiere que la cumpla, discerniendo esta voluntad según
las circunstancias y las indicaciones que provienen de sus deseos y movimientos
interiores. Esto exige a veces muchos esfuerzos, de renunciamiento de sí mismo
y de resistencia a sus instintos, pero él es feliz de sacrificarlo todo al
Señor pues, después de cada uno de estos sacrificios, recibe una recompensa
interior: la paz, la alegría y un espíritu de oración más audazmente confiado.
Esa fidelidad a la gracia,
que va a la par con la oración (la cual, en ese estadio, es continua), hace que
el don de la gracia crezca en fervor y en calor. Cuando se enciende un fuego es
necesario que el movimiento del aire mantenga la llama y la fortifique.
Igualmente, cuando el fuego de la gracia está encendido en el corazón, la
oración es necesaria, pues actúa corno una corriente de aire espiritual en el
corazón. ¿Qué es esta oración? Es el incesante movimiento del intelecto hacia
el Señor en el corazón, es permanecer constantemente en presencia de Dios, con
el intelecto en el corazón, ya sea que esté acompañado o no de oración vocal,
pero con sentimientos de devoción, de abandono y de arrepentimiento en el
corazón. Es esta actividad, esta disposición del intelecto, lo que constituye
el mejor medio para conservar el calor del corazón y todo el orden interior,
para dispersar los pensamientos y las actividades malas o simplemente inútiles
y para fortificar los buenos pensamientos y las buenas empresas. Los
pensamientos y las intenciones buenas vienen; el hombre se hunde más en la
oración, y entonces, según esas intenciones se fortifiquen o debiliten, sabe si
ellas son agradables o no a Dios. Cuando vienen los malos pensamientos, cuando
algo comienza a turbarlo, se hunde nuevamente en la oración sin prestar
atención a lo que pasa en él, y los pensamientos turbadores se desvanecen. De
esta manera, la oración interior se establece en él como la principal fuerza
que conduce y regula la vida espiritual. Es necesario no sorprenderse si todas
las instrucciones de los Santos Padres tienden principalmente a enseñarnos a
orar interiormente.
La gracia conduce todo a la
unidad
Mientras los esfuerzos del
espíritu broten en nosotros de manera esporádica, a veces de un lado, a veces
del otro, no hay vida en ellos. Pero cuando la fuerza más alta de la gracia
divina, penetrando en el espíritu, consuma la unidad de todos esos esfuerzos dispersos,
entonces se enciende finalmente la llama
de la vida espiritual.
Serpientes y nubes oscuras
Mientras la gracia no habita
el corazón del hombre, los demonios se arrastran como serpientes en las
profundidades del corazón e impiden al alma desear el bien; pero cuando ella
penetra en el alma, esos demonios son barridos, como sombrías nubes arrastradas
por el viento.
Tres tipos de deseo: mental,
sensible, activo
Aquél que ha buscado la ayuda
de la gracia y siente ahora su presencia, debe estar firmemente resuelto, no
sólo a corregirse, sino a hacerlo inmediatamente. Ese deseo de corregirse ha
orientado ya todos sus esfuerzos precedentes, pero queda algo para hacer para
llevarlo a su fin. En efecto, existen muchos tipos de deseo. Existe el deseo
mental: el intelecto desea alguna cosa y el hombre hace el esfuerzo
correspondiente, es el deseo que orienta el trabajo preparatorio; existe el
deseo sensible, que nace bajo la influencia de los afectos y de los
sentimientos producidos por la gracia y, finalmente, existe el deseo activo,
que está presente cuando la voluntad consiente en comenzar inmediatamente a
salir de su estado de decadencia. Con la ayuda de la gracia, vosotros debéis
comenzar ahora.
B.
EL FUEGO DEL ESPÍRITU
No extingáis el Espíritu
"No extingáis el
Espíritu" (I Tess. 5, 19). El hombre vive habitualmente sin preocuparse de
rendir culto a Dios, sin ocuparse de su salvación personal. La gracia despierta
al pecador dormido y lo llama a la salvación. Si él escucha ese llamado con
espíritu de arrepentimiento, decide consagrar el resto de su vida a obras
agradables a Dios para, así, llegar a la salvación. Esta resolución se
manifiesta por el celo y el ardor; y éstos, a su vez, llegan a ser efectivos
cuando la gracia divina los fortifica por medio de los sacramentos. Desde
entonces, el cristiano comienza a arder en espíritu, es decir que es presa de
un ardiente celo para el cumplimiento de todo lo que su conciencia le revela
como la voluntad de Dios.
Puede entonces, o bien
mantener en él ese ardor espiritual, o bien extinguirlo. Se mantiene, sobre
todo, por los actos de amor hacia Dios y el prójimo - lo que es, en verdad, la
esencia misma de la vida espiritual - por la fidelidad a los mandamientos en
general, con una conciencia apacible, por una generosidad que permanece sorda a
los reclamos del cuerpo y el alma, y por la oración y el pensamiento de Dios.
Por el contrario, esta llama se extingue por la distracción en la atención a
Dios y a sus voluntades, por la ansiedad excesiva en relación con las cosas de
este mundo, por la indulgencia con los placeres sensuales, por el abandono a
los deseos de la carne y por el esclavizamiento respecto a las cosas materiales.
Si ese ardor espiritual se extingue, la vida cristiana no tardará también en
extinguirse.
San Juan Crisóstomo habla muy
largamente de este ardor del espíritu. He aquí, en resumen, lo que dice:
"Una bruma, una oscuridad y nubes espesas se han expandido sobre la
tierra. Es al respecto que el Apóstol dice: 'Pues vosotros erais tinieblas'
(Ef. 5, 8). Estamos sumergidos en la noche y no tenemos la claridad de la luna
para mostrarnos el camino; ahora bien, es en esa noche que debemos marchar.
Pero Dios nos ha dado una lámpara brillante encendiendo en nuestras almas la
gracia del Espíritu Santo.
Algunos, después de haber
recibido esa luz, la han hecho más brillante y clara; tales fueron Pablo, Pedro
y todos los santos. Pero otros la extinguieron; tales fueron las cinco vírgenes
imprudentes, aquellos que naufragaron en la fe, los fornicadores de Corinto y
los Calatas separados de su fidelidad primera. San Pablo dice 'No extingáis el
Espíritu', es decir, el don del Espíritu, pues es habitualmente de ese don, de
lo que quiere hablar cuando dice 'el Espíritu'. Ahora bien, lo que extingue al
Espíritu, es una vida impura. Pues si alguien vierte o arroja tierra sobre la
luz de una lámpara, ésta se extingue; y lo mismo se produce si, más simplemente,
se saca el aceite. Es de la misma manera que se extingue en nosotros el don de
la gracia. Si tenéis la cabeza llena de cosas terrestres, si os habéis dejado
absorber por las preocupaciones cotidianas ya habéis extinguido en vosotros el
Espíritu. La llama muere también cuando no hay suficiente aceite en la lámpara,
es decir, cuando no mostramos bastante caridad. El Espíritu ha venido a
nosotros por la misericordia de Dios, y si no encuentra en nosotros frutos de
misericordia, se alejará, pues el Espíritu no hace su morada en un alma sin
misericordia.
"Tened, pues, cuidado de
no extinguir el Espíritu. Toda mala acción extingue esa luz; la murmuración,
las ofensas, o cualquier otra cosa análoga. La naturaleza del fuego es tal que,
a todo lo que le es extraño, lo destruye, mientras que a todo lo que le está
emparentado, lo fortifica. Esta luz del Espíritu actúa de la misma
manera".
Tal es la manera en que el
espíritu de la gracia se manifiesta en los cristianos. Por el arrepentimiento y
la fe, la gracia desciende en el alma del hombre con el sacramento del
bautismo, o le es devuelta por el sacramento de la penitencia. El fuego del
celo es su esencia, pero puede tomar direcciones diferentes según las personas.
El espíritu de la gracia conduce a algunos a concentrar todos sus esfuerzos
sobre su propia santificación sometiéndose a una ascesis severa; otros se
orientan principalmente hacia las obras de caridad, mientras hay quienes se
sienten impulsados a consagrar su vida a la buena organización de la sociedad cristiana.
También hay algunos que se dedican a hacer conocer el Evangelio por la
predicación, como fue el caso de Apolos quien, ardiendo en espíritu, predicó y
enseñó a Cristo (Hechos, 18, 25).
La fuerza estimulante de la
gracia
Trabajad y ejercitaos, buscad
y encontraréis, golpead y se os abrirá. No os debilitéis, no os desaniméis.
Pero, al mismo tiempo, recordad que esos esfuerzos no son, por nuestra parte,
nada más que tentativas para atraer la gracia; no son la gracia en sí misma,
debemos continuar buscándola. Lo que más nos falta es, precisamente, esa fuerza
estimulante de la gracia. Notad bien que, cuando reflexionamos u oramos, o
hacemos alguna otra cosa de esta naturaleza, es como si introdujéramos por la
fuerza en nuestro corazón alguna cosa que le es extraña. Entonces, he aquí lo
que sucede a veces: cuando nuestros pensamientos y nuestras oraciones nos
producen una impresión, sus efectos descienden en nuestro corazón hasta una
cierta profundidad según la intensidad de nuestros esfuerzos; pero enseguida,
después de un cierto tiempo, esta impresión es rechazada —como un bastón
arrojado verticalmente en el agua está forzado a salir de ella—, en razón de
una especie de resistencia del corazón, que es desobediente y poco habituado a
esta clase de cosas. Inmediatamente después, la frialdad y la dureza se
apoderan de nuevo del alma como signo seguro de que lo que habíamos
experimentado no era la acción de la gracia, sino solamente el efecto de
nuestros propios esfuerzos y de nuestro trabajo. No os contentéis con esos
solos esfuerzos, no permanezcáis en ese nivel como si fuera eso lo que debíais
encontrar. Sería una peligrosa ilusión. Sería igualmente peligroso imaginaros
que hay mérito en todo ese trabajo, y que ese mérito debe necesariamente ser
recompensado. En absoluto: esos esfuerzos son solamente una preparación para
recibir la gracia; pero el don en sí mismo depende únicamente de la voluntad
del Donante. Es por ello que, haciendo uso cuidadoso de todos los medios que
acabamos de describir, debemos continuar viviendo en la espera de la visita
divina, que llega de improviso y no se sabe de dónde.
Es solamente cuando esta
fuerza estimulante de la gracia está allí, que comienza realmente la obra
interior que transforma nuestra vida y nuestro carácter. Sin la gracia es
inútil esperar el éxito; no puede haber más que una serie de vanas tentativas.
San Agustín (5) lo testimonia, pues hizo largos y violentos esfuerzos para
dominarse, mas no lo consiguió sino cuando se encontró colmado por la gracia.
Trabajad con una confiada esperanza; la gracia llegará y pondrá todo en orden.
Los signos del abrasamiento
del espíritu
"Felices en la
esperanza, pacientes en la prueba, perseverantes en la oración" (Rom. 12,
12). Tales son los signos del abrasamiento del espíritu. "Aquél que arde
en espíritu trabaja con celo por el Señor. Espera de él la realización de sus
esperanzas, supera las tentaciones que encuentra afrontando pacientemente sus
ataques y llamando sin cesar en su ayuda a la gracia divina" (Ex Teodoreto).
"Todas esas cosas sirven para mantener ese fuego, la llama del
Espíritu" (San Juan Crisóstomo).
"Felices en la
esperanza". Desde el primer momento del despertar del espíritu por la
gracia, el pensamiento consciente del hombre, y sus aspiraciones, pasan de la
criatura al Creador, de lo que es terrestre a lo que es celeste, de lo que es
temporario a lo que es eterno. Es allí donde se encuentra su tesoro y allí
también su corazón. No espera nada de aquí abajo, todas sus esperanzas están en
el mundo por venir. Su corazón renuncia a todo lo que pertenece a este mundo,
nada en él lo atrae ya, y él no espera ya ninguna alegría. Se regocija en los
bienes que vendrán; ellos son los que espera firmemente poseer algún día. Este
trasplante de los tesoros del hombre y de los deseos de su corazón, es uno de
los rasgos esenciales del espíritu despierto y ardiente. Hace del hombre un
peregrino que, sobre la tierra, busca su patria, la Jerusalén celeste. Tales
deben ser las características de todos los cristianos que recibieron la gracia.
Es por ello por lo que el Apóstol prescribe también en otro lugar: "Si habéis resucitado con Cristo, (es decir
si habéis sido despertados en el espíritu por la gracia de Cristo) buscad las
cosas de lo alto, allí donde se encuentra Cristo, sentado a la diestra de Dios.
Poned vuestro afecto en las cosas de lo alto, no en las de la tierra, pues
estáis muertos y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios" (Col. 3,
1—3). El Apóstol quiere decir, aquí, que vosotros estáis muertos para todas las
cosas terrestres, creadas, temporarias.
¿Por qué no ardemos en
espíritu?
"Arder en espíritu..." Todos hemos recibido la gracia en el
bautismo y la confirmación. Por consiguiente, deberíamos arder en nuestro
espíritu, que está animado por la gracia del Espíritu Santo.
¿Por qué entonces, no ardemos
en espíritu? Porque estarnos ocupados en una gran medida, y a veces
exclusivamente, con nuestros propios asuntos, en asuntos de este mundo y de la
vida exterior, de tal modo que el espíritu, aunque se haga sentir aún, tiene su
actividad limitada. Si queremos inflamar el espíritu, debemos tomar conciencia
de la mala orientación de nuestras actividades, sobre todo de su orientación
hacia las cosas mundanas y terrestres; y debemos entrar más profundamente en la
contemplación de lo que es divino, santo, celeste y eterno. Lo más importante
es comenzar a actuar de una manera verdaderamente espiritual. Entonces el
espíritu comenzará a arder en nosotros, y el don de la gracia que permanece en
nosotros se desarrollará y llegará a ser un calor en nuestro corazón.
Tal es la enseñanza de
nuestros Santos Padres y de nuestros guías espirituales. San Juan Crisóstomo,
después de haber descrito diferentes maneras de actuar con firmeza y decisión,
agrega: "Si hacéis esto, alcanzaréis el Espíritu; y cuando el Espíritu
permanezca en vosotros, os hará fervientes en todo aquello a lo que me he
referido. Y cuando estéis inflamados por el Espíritu y por el amor, entonces,
todo será fácil. ¿No habéis nunca constatado de qué modo el toro llega a ser
terrible cuando siente el fuego sobre su espalda? Vosotros seréis igualmente
insoportables para el demonio si conserváis en vosotros estas dos antorchas
inflamadas: la gracia del Espíritu y el amor". El bienaventurado Teodoreto
habla con más detalles: "El Apóstol llama al Espíritu un don (es decir un
don de la gracia que anima nuestro espíritu), y nos ordena alimentar ese don
por nuestro celo como se alimenta el fuego con madera, es decir, alimentar lo
por la meditación de las cosas divinas y de las acciones espirituales. Dice
también en otro lugar: "No extingáis
el Espíritu" (1 Tes. 5, 19). Los que extinguen el Espíritu son
aquéllos indignos de la gracia, porque no mantienen puro el ojo de su espíritu,
y que por ese hecho no perciben los rayos de la gracia. Es así que la luz es
tinieblas para los ciegos físicos; en pleno día, están en la noche. Es por ello
que el Apóstol nos recomienda arder en espíritu y tener un ardiente amor por
las cosas divinas".
Soledad, oración, meditación
Rechazad todo lo que podría
extinguir esa pequeña llama que comienza a arder en vosotros, y rodeaos de todo
lo que pueda alimentarla y transformarla en un fuego ardiente. Permaneced en la
soledad, orad, reflexionad en lo que debéis hacer. La regla de vida, la
ocupación, el trabajo que habéis adoptado cuando os encontrabais en la búsqueda
de la gracia, son también ayudas poderosas para desarrollar en vosotros la
acción de la gracia que comienza ahora a hacerse sentir.
Lo que más necesitáis en
vuestro estado actual es soledad, oración y meditación. Vuestra soledad debe
ser más recogida, vuestra oración más profunda, vuestra meditación más intensa.
Un corazón ardiente
¿Cómo hicieron nuestros
grandes ascetas, nuestros Padres y nuestros maestros para encender en sí mismos
el espíritu de oración, ¿y establecerse firmemente en la oración? Todo su
objetivo era volver su corazón ardiente de amor solo por el Señor. Dios quiere
el corazón, pues es en él que se encuentra la fuente de vida. Allí donde está
el corazón, allí están la conciencia, la atención, el intelecto; allí se
encuentra el alma toda entera. Cuando el corazón está en Dios, todo el hombre
está en Dios y permanece constantemente ante él en adoración, en espíritu y en
verdad.
En otros, por el contrario,
todo se hace con lentitud. Tal vez ello proviene de una indolencia natural, o
bien la intención de Dios a su respecto es diferente. Sus corazones no se
calientan sino con lentitud. Tienen todos los hábitos de la piedad y sus vidas
aparecen exteriormente santas; pero todo ello no es para mejor, pues su corazón
está vacío de lo que debería tener. Esto no sucede sólo a los laicos, sino
también a quienes viven en los monasterios e incluso a los eremitas.
Cómo encender en el corazón
una llama continua
Ahora os explicaré cómo
encender en vuestro corazón un continuo rogar de calor. Recordad cómo se puede
producir el calor en el mundo físico: se frotan dos trozos de madera uno contra
otro y el calor viene, luego el fuego; o bien se expone un objeto al sol: se
calienta, y si se concentran suficientemente los rayos sobre él, terminará por
inflamarse. De la misma manera se produce el calor espiritual. La fricción
necesaria es la lucha y la tensión de la vida ascética; la exposición a los
rayos del sol es la oración interior hecha a Dios.
El fuego puede ser encendido en el corazón por el esfuerzo ascético, pero este esfuerzo por sí solo no inflama fácilmente el corazón. Muchos obstáculos cierran el camino. Esa es la razón por la cual, hace tiempo, los hombres, deseando ser salvados y experimentados en la vida espiritual, deseando ser movidos por la inspiración divina y sin abandonar su combate ascético, descubrieron otro medio de calentar el corazón. Nos han transmitido su experiencia. Ese medio parece simple y fácil, pero, de hecho, no es sin dificultades que se llega al fin. Ese recurso, para alcanzar nuestro fin, es la oración interior que dirigimos, de todo corazón, a nuestro Señor y Salvador. He aquí cómo se la debe practicar: permaneced con vuestro intelecto y vuestra atención en el corazón, persuadidos de que el Señor está cerca y os escucha, y suplicadle con fervor: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador". Haced esto constantemente, ya sea que estéis en la iglesia, en casa, en viaje, en el trabajo, en la mesa o en el lecho, en una palabra, desde el momento en que abrís los ojos hasta que los cerréis para dormir. Será exactamente como si mantuvierais un objeto bajo el sol, pues se trata de manteneros vosotros mismos ante la faz del Señor que es el sol del mundo espiritual. Al principio deberéis fijar un momento bien determinado, por la mañana o la tarde, para consagrarlo exclusivamente a esta oración. Luego descubriréis que la oración comienza a dar su fruto, ella se apoderará de vuestro corazón y se arraigará profundamente en él.
Cuando todo esto se hace con
celo, sin negligencia ni omisión, el Señor mira a su servidor con misericordia
y enciende un fuego en su corazón; ese fuego demuestra con certeza que la vida
espiritual se ha despertado en lo más secreto de vuestro ser y que el Señor
reina en vosotros.
El rasgo distintivo de ese
estado, en el cual el Reino de Dios nos es revelado, o bien -lo que es igual-
en el cual la llama espiritual arde incesantemente en el corazón, es que el ser
todo entero se concentra en su vida interior. Toda la conciencia se recoge en
el corazón y permanece allí en presencia de Dios. Esparcimos ante él todos
nuestros sentimientos, nos posternamos en su presencia con un humilde
arrepentimiento, listos para consagrar toda nuestra vida a su solo servicio. El
alma permanece en ese estado día tras día, desde el despertar hasta el momento
de acostarse; ello se continúa a través de las diversas actividades de la
jornada, hasta que el sueño cierra nuestros ojos. Una vez que este orden se
estableció en nosotros, los desórdenes que dominaban nuestra vida en el pasado,
cesan.
La impresión de
insatisfacción y de frustración que nos turbaba antes de qué esta llama
espiritual fuera encendida en nuestro corazón, el vagabundaje del espíritu que
debíamos soportar, todo ello cesa. La atmósfera del alma se aclara, se libera
de nubes. Solo permanece un único pensamiento y un solo recuerdo, el
pensamiento y el recuerdo de Dios. La claridad reina en nosotros y, en esta
claridad, cada movimiento es necesario y apreciado según su valor en la luz
espiritual que emana del Señor al que se contempla. Todo pensamiento malo, todo
sentimiento malo que asalta el corazón, es perseguido victoriosamente desde su
aparición. Si algo opuesto a Dios se desliza en nosotros a pesar nuestro, es
rápidamente confesado con humildad al Señor, y lavado por el arrepentimiento
interior o por la confesión exterior, de modo que la conciencia permanece
siempre pura en presencia de Dios. En recompensa por toda esta lucha interior,
obtenemos la audacia de aproximarnos a Dios en una oración que arde
incesantemente en nuestro corazón. Ese calor constante de la oración es la
verdadera respiración de esta vida, de tal modo que el progreso en nuestro
peregrinaje espiritual se detiene cuando se extingue ese calor interior, igual
que la vida del cuerpo se extingue cuando cesa la respiración natural.
La transfiguración del alma y
del cuerpo
Yo no pretendo que todo se
cumpla desde el momento en que alcanzamos ese estado de comunión consciente con
el Señor. No se trata más que del comienzo de la etapa siguiente, del comienzo
de un nuevo capítulo de nuestra vida en Cristo. A partir de ahora, la
transfiguración o la espiritualización del alma y del cuerpo comienza, mientras
participamos cada vez más en el espíritu de vida que está en Jesucristo.
Habiendo adquirido el dominio
de sí mismo, el hombre comienza a hacer penetrar en él todo lo que es
verdadero, sano y puro, y a rechazar todo lo que es falso, malo y carnal. Hasta
el presente, esto exigía de él los esfuerzos más encarnizados, cuyo fruto
siempre se le escapaba; todo lo que conseguía realizar era internamente
destruido inmediatamente. Ahora todo es diferente; se mantiene sólidamente de
pie, no cede jamás ante las dificultades, y realiza todo lo necesario para
alcanzar la finalidad de su vida.
Según San Barsanufio (6),
cuando recibimos en nuestro corazón el fuego que el Señor arroja sobre la
tierra (Lúe. 12, 49), todas nuestras facultades comienzan a arder en nosotros.
Cuando, por un largo frotamiento, el fuego es finalmente encendido y la leña
comienza a arder, crepita y arroja humo hasta que está bien encendida; pero,
cuando lo está, parece enteramente penetrada por el fuego y proporciona dulce
calor y una agradable luz, sin humo ni crujidos. Lo mismo se produce en
nosotros. Recibimos el fuego y comenzamos a arder. Pero en medio de humo y de
crujidos, ¡solo aquéllos que han hecho la experiencia lo saben! Pero cuando el
fuego está bien encendido, el humo y los crujidos cesan, y solo la luz continúa
reinando. Ese estado es un estado de pureza y el camino que a él conduce es
largo, pero el Señor es muy misericordioso y todopoderoso. Ello pone de
manifiesto que, cuando un hombre ha recibido en él el fuego de, una constante
comunión con Dios debe esperar el esfuerzo y no la paz, pero luego, ese
esfuerzo será dulce y fructuoso, mientras que, anteriormente era amargo y
estéril.
Desorden o luz interiores
El problema que, más que
cualquier otro, debe preocupar a aquél que quiere encontrar a Dios, es el
desorden de sus pensamientos y de sus deseos. Debe poner todo su celo en
eliminar ese desorden. Sólo existe un medio para lograrlo: adquirir el
sentimiento espiritual, es decir el calor del corazón unido al recuerdo de
Dios.
Cuando ese calor se encienda
en vosotros, vuestros pensamientos se calmarán, vuestra atmósfera interior se
aclarará, los primeros movimientos de vuestra alma, buenos o malos os
aparecerán con toda claridad desde su nacimiento y tendréis el poder de
eliminar inmediatamente lo que sea malo. Esa luz interior se extiende
igualmente a las cosas exteriores y revela lo que hay de bueno o malo en ellas;
ella proporciona la fuerza de elegir lo que es bueno, a pesar de todos los
obstáculos. En una palabra, a partir de ese momento comenzará para vosotros esa
vida espiritual auténtica y efectiva que buscasteis hasta ese momento, y que
sólo se manifestaba en vosotros de manera esporádica.
Ese deseo de Dios del que os
hablaba más arriba trae también un calor, pero un calor temporario que cesa
cuando cesa el deseo. Pero el calor del que ahora se trata, por el contrario,
es permanente y mantiene la atención del intelecto constantemente fijada en el
corazón.
Cuando el intelecto está en
el corazón esa unión del intelecto y del corazón realiza de hecho la
restauración de nuestro organismo espiritual.
El calor interior constante y
la venida del Señor en el corazón
El Señor vendrá a esparcir su luz en vuestro entendimiento, para purificar vuestras emociones y guiar vuestras actividades. Sentiréis en vosotros fuerzas que no conocíais. Esa luz vendrá, imperceptible a los sentidos y a la vista, invisible y espiritual, soberanamente eficaz. El signo de este acontecimiento es el nacimiento de un calor constante en el corazón. Cuando el intelecto permanece en el corazón, este calor constante infunde allí el recuerdo de Dios, os da el poder de permanecer en el interior de vosotros mismos; entonces todas vuestras potencialidades interiores llegan a ser realidades. Aceptáis lo que es agradable a Dios y rechazáis lo que le disgusta. Todas vuestras acciones son cumplidas con una conciencia precisa de lo que Dios quiere que ellas sean; recibís la fuerza de gobernar el curso de vuestra vida, tanto interior como exterior, y os convertís en amo de vosotros mismos. El hombre, en ese estado, es habitualmente más pasivo que activo. Cuando el corazón experimenta conciencia de la presencia de Dios en él, alcanza su plena libertad de acción. Es entonces que se cumple la promesa: "Si el hijo os libera, seréis verdaderamente libres" (Juan 8, 36). Es esto, y no algo totalmente desconocido lo que el Señor os da.
No intentéis medir vuestro
progreso
El calor del corazón, del que
me habláis en vuestra carta, es algo bueno, algo que es necesario preservar y
mantener. Cuando se debilita, debéis reavivarlo, recogiéndoos en vosotros
mismos con todas vuestras fuerzas e invocando al Señor. Para impedir que ella
os abandone debéis evitar la dispersión de los pensamientos y las impresiones
sensibles incompatibles con ese estado. Evitad que vuestro corazón se ligue a
algún objeto visible, que vuestra atención se absorba en una preocupación
terrestre. Que vuestra atención esté orientada hacia Dios sin desfallecer; que
la firmeza de vuestro cuerpo no se debilite jamás, como la cuerda de un arco,
como un soldado en la guardia. Pero lo más importante es orar a Dios y pedirle
que conserve esa gracia del calor en vuestro corazón.
Cuando la pregunta: "¿Es esto?", os llega al
espíritu, tomad por regla, de una vez por todas, arrojarla sin compasión desde
su aparición. Tales pensamientos provienen del enemigo. Si jugáis con esa
pregunta, el enemigo os dará sin demora la respuesta: "Ciertamente, es
así, ¡lo has logrado!". A partir de ese momento, estaréis sobre una cuerda
tensa, os pondréis a alimentar ilusiones y pensaréis que los demás no son
buenos para nada. La gracia se desvanecerá, pero el enemigo os hará creer que
ella está todavía en vosotros. Esto significa que creeréis poseer algo, cuando,
en realidad, no poseeréis absolutamente nada. Los santos Padres han escrito:
"No os midáis". Si creéis
poder evaluar vuestro progreso, es que comenzáis a querer conocer cuánto habéis
crecido. Os lo ruego, evitad esto como el fuego.
Dos tipos de calor
El verdadero calor es un don
de Dios, pero hay también un calor natural, fruto de vuestros propios esfuerzos
y de vuestras disposiciones pasajeras. Esos dos tipos de calor están tan lejos
uno del otro como la tierra alejada del cielo. Al principio no se puede saber
claramente de qué tipo de calor se trata; éste se revela solamente más tarde.
Decís que vuestros
pensamientos os exceden, que ellos no os permiten permanecer de manera estable
en presencia de Dios. Ese es un signo de que el calor no viene de Dios, sino de
vosotros mismos. El primer fruto del calor que viene de Dios es reunir todos
los pensamientos en uno solo y concentrarlo indefectiblemente sobre Dios,
Pensad en la mujer cuyo flujo de sangre cesó repentinamente; igualmente, cuando
recibimos de Dios el calor interior, el flujo de nuestros pensamientos se
detiene.
¿Qué es necesario hacer
entonces? Mantened ese calor natural, pero no le atribuyáis importancia, y ved
en él solo una especie de preparación para recibir el calor divino. Luego,
sufriendo por la débil resonancia que encuentra en vosotros el calor divino, orad
sin cesar y dolorosamente: "¡Ten
piedad, no separes de mí tu rostro, haz brillar sobre mí la luz de tu
faz!" Al mismo tiempo, limitad el alimento, el sueño, trabajad más,
etc. Luego poned todo en las manos de Dios.
El calor del cuerpo.
El calor de la concupiscencia carnal El calor
del Espíritu
Según Speransky (7) aquéllos
que tienen celo por la vida espiritual comienzan por repetir: "¡Señor, ten piedad!" pero
sobrepasan rápidamente esa etapa. Es también lo que hemos experimentado
nosotros mismos. El fuego, una vez encendido, arde por sí mismo y nadie sabe de
qué se alimenta. Ese es el misterio. Pero cuando entramos en nosotros mismos
encontramos el "Señor, ten piedad" en nuestros pensamientos.
Las palabras de esta
invocación son: "Señor Jesucristo,
Hijo de Dios, ten piedad de mí", o "Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí". La llama de la que
hablo no se enciende inmediatamente, sino solamente después de mucho trabajo,
cuando se hace sentir en el corazón un cierto calor que aumenta continuamente y
arde, cada vez más vivo, durante la oración interior. La oración ofrecida al
Señor desde el fondo de nuestro ser enciende en nosotros ese calor espiritual.
Los Padres hacen una
distinción muy neta sobre tres tipos de calor: el calor físico, que es inocente
y viene de la concentración de las potencias en la región del corazón por la
atención y el esfuerzo; el calor de la concupiscencia carnal, que a veces se
produce en nosotros por obra del enemigo; y el calor espiritual, que es sobrio
y puro. Este último puede ser de dos tipos: natural, resultante de la unión
operada entre el intelecto y el corazón, o producido por la gracia. La
experiencia enseña a reconocerlos. Este calor está lleno de delicias, deseamos
conservarlo a causa de esta misma dulzura y porque ella establece la armonía en
nosotros. Sin embargo, quien se esfuerce por mantener y por acrecentar en sí
este calor a causa únicamente de su dulzura, desarrolla en sí mismo una especie
de hedonismo espiritual. Es por ello que aquéllos que practican la sobriedad no
prestan atención a esta dulzura, sino que se esfuerzan, simplemente, por
permanecer firmemente en presencia de Dios, abandonándose a él por completo,
poniéndose totalmente en sus manos. No descansan sobre la dulzura nacida de
este calor, no ponen en ella su atención. Pero puede suceder que se dedique
toda la atención a ese sentimiento de dulzura y de calor y que se obtenga de él
un placer análogo al que se siente con una vestimenta o en una habitación muy
cálida y que uno se detenga allí, sin tratar de subir más alto. Algunos
místicos no van más lejos y consideran que un estado semejante es el más
elevado que un hombre pueda alcanzar; los sumerge en una especie de nada, en
una suspensión completa de todo pensamiento. Ese es el "estado de
contemplación" de algunos místicos.
Interioridad y calor del
corazón
El mundo espiritual está
abierto para aquél que vive en su interior. Permaneciendo en el interior de sí
mismo, y contemplando ese otro mundo, se despierta poco a poco, un calor
espiritual, que se hace sentir en el corazón y que nos incita a vivir en
adelante en el interior y nos hace tomar conciencia cada vez más neta de la
existencia de ese reino interior y espiritual. La vida espiritual madura bajo
la acción recíproca de estas dos cosas: la interioridad y el calor del corazón.
Aquél que vive en ese sentimiento interior de calor del corazón tiene su
intelecto ligado y atado; pero el intelecto de aquél a quien falta ese calor
vagabundeará. Es por ello que, si se quiere vivir en el interior, se debe
buscar ese calor del corazón; pero es necesario esforzarse también, mediante un
intenso esfuerzo, por entrar y permanecer en el interior. He aquí por qué,
aquél que busca permanecer recogido solamente en su cabeza, sin calor del
corazón, trabaja en vano. Todo se dispersa en un instante.
Es necesario, pues, no
sorprenderse si los hombres de ciencia, a pesar de todos sus conocimientos,
pasan al lado de la verdad: ellos sólo trabajan con su cabeza.
El calor interior y la celda
del corazón
Es muy importante en la vida
espiritual experimentar una cierta sensación de calor. Aquél que experimenta
esta sensación está siempre en el interior de sí mismo, en la celda de su
corazón. Nuestra atención está siempre retenida por la parte más activa de
nosotros mismos; y si el corazón es activo, y lo manifiesta por medio de esta
sensación de calor, entonces nosotros permanecemos en nuestro corazón.
Conservar el calor del
corazón y el recogimiento
Tan pronto como os despertáis
por la mañana, cuidad de recogeros interiormente y despertar en vosotros una
sensación de calor. Considerad este calor como vuestra condición normal. Tan
pronto como ella cesa, podéis estar seguros de que vuestro ser interior no está
en orden. Cuando desde la mañana habéis despertado en vosotros este calor y os
habéis establecido en el recogimiento, debéis cumplir todos vuestros otros
deberes de manera de no destruir ese orden interior y, cuando podáis elegir,
haced lo que, por su naturaleza, puede favorecerlo. No hagáis jamás nada que
pueda destruirlo, pues sería actuar como si fuerais vuestro propio enemigo.
Haceos simplemente un deber el mantener en vosotros el recogimiento y el calor
interior, permaneciendo en pensamiento ante Dios. Esta atención, por sí sola,
os revelará lo que debéis hacer y lo que debéis evitar.
Encontraréis una ayuda
todopoderosa en la Oración de Jesús. Su práctica debería llegar a ser para
vosotros tan habitual como para que ella brote continuamente desde lo más
profundo de vuestro corazón. Ese hábito no se establecerá en vosotros sin un
trabajo asiduo. Si esta práctica todavía no es habitual, debéis comenzar
inmediatamente. Tengo la impresión de que no la practicáis fuera de vuestra
regla de oración. Ella tiene ciertamente su lugar allí, pero debéis también
practicarla constantemente, sentados o en marcha, en la mesa o en el trabajo.
Si la Oración de Jesús no está firmemente arraigada en vuestro corazón, dejad
todo los demás y no hagáis nada hasta que ella se establezca allí. Esta tarea
es muy simple.
Permaneced en una actitud de
oración, sentados o de pie ante los iconos, y llevad vuestra atención allí
donde se encuentra vuestro corazón. Hecho esto, sin prisa, poneos a recitar la
Oración de Jesús, recordando sin cesar la presencia de Dios. Haced esto durante
una media hora, una hora, o más. Será penoso al principio, pero una vez que se
tiene el hábito, llega a ser tan natural como la respiración.
Cuando hayáis restaurado así
el orden en vosotros mismos, la vida espiritual —o, como se dice, la obra
espiritual— comenzará a desarrollarse en vosotros. Lo primero que exige es una
conciencia pura, irreprochable no solamente respecto a Dios, sino también de
los hombres y de vosotros mismos, e incluso frente a las cosas inanimadas. Si
una falta mínima se desliza en vuestros pensamientos o en vuestras palabras y
turba vuestra conciencia, debéis inmediatamente arrepentiros ante Dios, que lo
ve todo y que os devolverá la paz.
Entonces quedará la lucha con
los pensamientos, que continuarán bullendo en vosotros como una nube de
mosquitos. Deberéis aprender por vosotros mismos a dominarlos; la experiencia
os enseñará. Sólo os digo una cosa al respecto: es normal que los pensamientos
bullan alrededor de la cabeza, y esto no tiene casi importancia; velad
solamente sobre aquellos que os traspasan el corazón como una flecha y dejan
allí una marca, como una herida deja una cicatriz. Poneos al trabajo
inmediatamente y borrad esa marca con la oración, restableciendo en su lugar el
sentimiento contrario. Pero, cuando el calor es preservado, esos casos son
raros y sin gravedad.
Todo está en las manos de
Dios
Cuando existe celo en el
alma, la gracia del Espíritu Santo, como una llama, está también presente. Una
llama se alimenta con aceite, y el aceite espiritual es la oración. Tan pronto
como la gracia toca el corazón, la semilla de la oración es depositada allí, e
inmediatamente el intelecto y el corazón se vuelven hacia Dios. Los
pensamientos divinos aparecen con total naturalidad.
La gracia de Dios orienta la
atención del intelecto y del corazón hacia Dios y las conserva fijadas sobre
él. Como el intelecto no permanece inactivo un instante cuando está orientado
hacia Dios, piensa en él. Es por ello que el recuerdo continuo de Dios es el
fiel compañero del estado de gracia. El recuerdo de Dios no está jamás ocioso en
nosotros, por el contrario, nos lleva irremisiblemente a meditar sobre la
perfección de Dios, sobre su bondad, su verdad, su creación, su providencia,
sobre la redención, el juicio y la recompensa. Todo este conjunto constituye el
universo de Dios, o el reino del espíritu. Aquél que tiene celo permanece
siempre en ese reino; a la vez, permanecer en ese reino sostiene y anima su
celo. Si queréis permanecer llenos de celo, conservad el estado que he descrito
más arriba. Cada elemento de ese reino es como leña para el fuego espiritual.
Tenedlo siempre a vuestro alcance y tan pronto como percibáis que el fuego del
celo comienza a declinar, tomad madera en vuestra provisión espiritual,
reavivad el fuego y todo irá bien. De todos esos movimientos espirituales se
desprenderá el temor de Dios y permaneceréis con respeto en la presencia de
Dios en vuestro corazón. El temor de Dios es el guardián y el defensor de ese
estado de gracia. Mantened en vosotros ese temor divino, reflexionad sobre él e
imprimidlo profundamente en vuestra con- ciencia y en vuestro corazón.
Vivificadlo constantemente en vosotros y, en cambio, él os dará la vida.
Vuestra buhardilla es
exactamente como una celda en el desierto. Os es posible no ver ni escuchar
nada. Podéis leer un poco y pensar, podéis pensar un poco y luego orar
nuevamente. Eso basta. ¡Si solamente Dios quisiera otorgarnos el calor del
corazón y establecerlo en nosotros! Una conciencia pura y un movimiento
incesante hacia Dios en la oración, deberían normalmente producirlo. Pero todo
está en las manos de Dios.
NOTAS
1-Este primer texto es de
autoría del Obispo Ignacio. 2- Oumilenié:
ver Introducción.
3-
El Padre Macario (1788-1860) era starets en la
eremita de Optino en Rusia. Muy instruido, gran conocedor en materia patrística
estaba en contacto estrecho con todo el movimiento intelectual de su tiempo y
ejerció una influencia sobre numerosos escritores rusos tales como Gogol,
Komiskov y Dostoievsky.
4-
San Antonio de Egipto (251 — 356), el padre del
monaquismo cristiano vivió la mayor parte de su vida como eremita. Es el
primero y el más célebre de los starets, y llegó a ser (según la expresión de
su biógrafo, San Atanasio de Alejandría), un médico para todo el Egipto. No
tenía instrucción y no fue ordenado sacerdote. Hemos conservado un pequeño
número de sus cartas.
5-
San Agustín (354-430), obispo de Hipona en
África del Norte, autor de las
Confesiones y de la Ciudad de Dios.
6-
San Barsanufio (-540), monje de un monasterio
cercano a Gaza, en Palestina, célebre guía espiritual. Con otro monje del mismo
monasterio, Juan (— en 530), es autor de más de 800 cartas dirigidas a monjes y
laicos.
7-
No se comprende claramente de qué habla Teófano
aquí: si del Conde Michel Speransky, el célebre hombre de estado ruso
(1772-1839) o de otro Speransky, menos conocido.
LOS FRUTOS DE LA ORACIÓN
SAN TEOFANES El Recluso,
Obispo De Vladimir Ytambov
(1815- 1894)
Compilación efectuada
por el Higúmeno Chariton De Valamo
Páginas 76-111
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