EL ARTE DE LA ORACIÓN IV SAN TEOFANES EL RECLUSO. LOS FRUTOS DE LA ORACIÓN

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Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).

 Compartimos en esta entrada las reflexiones sobre el Arte de La Oración de San Teofanes el recluso. En este apartado San Teofanes nos ayuda a meditar en los frutos de la Oración a través de 3 puntos importantes:

 La Atención y el Temor de Dios 

La Gracia de Dios y el Esfuerzo del Hombre

El Fuego del Espíritu 

 La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).

Jhoani Rave Rivera (C.O.P.S.)

 

LOS FRUTOS DE LA ORACIÓN

a) LA ATENCIÓN Y EL TEMOR DE DIOS


 

Las primicias de la oración: atención y cálida ternura del corazón (1)

 

Toda regla de oración, fielmente observada, produce como primicias la atención y una cálida ternura del corazón; pero esos sentimientos nacen muy especialmente de la Oración de Jesús, que está en un nivel más elevado que la salmodia y las otras formas de oración. La atención da nacimiento a la cálida ternura del corazón, y ésta, a su vez, aumenta la atención. Juntas ganan en poder, se sostienen mutuamente. Dan profundidad a la oración, estimulan poco a poco el corazón, alejan la distracción y los pensamientos alocados; otorgan a la oración su pureza. La verdadera oración es un don de Dios; del mismo modo lo son también la atención y la cálida ternura del corazón.

La oración del corazón no llega jamás antes de tiempo

Debéis saber que la atención no debe abandonar jamás el corazón. La actividad del corazón, sin embargo, es algunas veces única- mente mental, cumplida por el intelecto, en tanto que otras, ella no es solamente en el corazón, sino del corazón; en otros términos, es realizada con un sentimiento de calor. Esto no se aplica sólo a los eremitas, sino a todos los cristianos, a todos aquellos que se colocan ante Dios en toda pureza de corazón y obran bajo su mirada. Si vuestro espíritu se agota por decir las palabras de la oración, entonces orad sin palabras, prosternándoos interiormente desde el fondo de vuestro corazón ante el Señor y dándoos a él. Esta es la verdadera oración. Las palabras son solamente la expresión de la oración, tiene siempre menos valor a los ojos de Dios que la oración en sí misma.

La oración del corazón no llega jamás antes de tiempo. Cuando ella llega, Dios comienza a trabajar dentro nuestro; a medida que ella se establece más firmemente en nosotros, ese trabajo de Dios alcanza, poco a poco, su plenitud. Es necesario buscar la gracia de esta oración sin escatimar esfuerzo, y Dios, que ve nuestro trabajo, acordará lo que anhelamos. La oración auténtica no puede ser fruto de esfuerzos humanos; es un don de Dios. Buscad y encontraréis.

No habéis perdido nada orando sin utilizar técnicas artificiales para injertar la oración en vuestro corazón, pues esas técnicas no son de ningún modo indispensables. Lo que importa, no es la posición del cuerpo, sino la disposición interior. Nuestra preocupación debe ser la de permanecer atentos en nuestro corazón, mirar hacia Dios e implorarle.

No he encontrado nunca nadie que otorgara importancia a las técnicas respiratorias. Ni el Obispo Ignacio, ni el Padre Macario de Optino (3) las aprueban.

Frutos naturales y frutos de la gracia

Nuestra tarea es el arte de la Oración de Jesús. Debemos esforzarnos por cumplirla con toda simplicidad, con un corazón atento, manteniendo siempre el recuerdo de Dios. Esto lleva por sí mismo sus propios frutos: el recogimiento del intelecto, la devoción y el temor de Dios, el recuerdo de la muerte, el apaciguamiento de los pensamientos y un cierto calor del corazón. Esos son los frutos naturales de la oración del corazón y no el fruto de la gracia. Es necesario tener esto en el espíritu, de lo contrario se fanfarronea ante sí y ante los demás, y se cae en el orgullo.

Nuestra oración sólo adquiere verdadero valor cuando la gracia interviene. Mientras no recojamos los frutos naturales de la oración, lo que estamos haciendo carece de valor, tanto en sí como según el juicio de Dios. Pues la llegada a nosotros de la gracia prueba que Dios nos ha mirado en su misericordia.

Yo no puedo deciros cómo se manifestará esta acción de la gracia, pero lo cierto es que la gracia no puede venir antes de que hayan aparecido los frutos naturales de la oración.

Los frutos naturales son accesibles a todos

El fruto natural de la oración es la concentración de la atención en el corazón, acompañada por un sentimiento de calor. Es un efecto natural. Cada uno puede realizarlo; y todos, no solamente los monjes, sino también los laicos pueden llegar a ello.

Esta actividad es simple y no tiene nada de superior. La Oración de Jesús no es milagrosa en sí misma. Como cualquier otra oración breve, es vocal y, en consecuencia, exterior. Puede, sin embargo, llegar a ser la oración del intelecto en el corazón de una manera totalmente natural. En lo referente a lo que debe venir por la gracia, por otra parte, sólo es posible esperarlo; ninguna técnica puede obtenerlo por la fuerza.

Si se desea llegar a la oración verdaderamente contemplativa, se debe comenzar por purificarse de todas las pasiones. Pero aquí, sólo se trata de la oración simple, aunque ella pueda conducir a una oración más elevada.

Si se quiere tener éxito en la oración, lo primero que se debe hacer es dejar todo lo demás de lado, de modo que el corazón esté completamente libre de toda distracción. Nada debe imponerse al pensamiento: ni rostro, ni actividad, ni objeto. En el momento de la oración, todo debe ser descartado. Mantened bien esta regla, no será jamás necesario renunciar a esta oración, que se puede decir a todo momento. Ni bien estéis libres, volved a ella inmediatamente.

Durante los oficios litúrgicos, es necesario prestar atención al oficio, pero si se lo dice o canta de manera indistinta, remitíos a la Oración de Jesús.

El peligro de las distracciones

Os habéis acordado un pequeño favor, os habéis permitido una pequeña distracción y no habéis velado bastante de cerca sobre vuestros ojos, vuestra lengua y vuestros pensamientos. También el calor os ha abandonado y os ha dejado vacíos. Eso es malo. Apresuraos a restablecer el orden interior, o a recibirlo de nuevo en respuesta a vuestras oraciones. Encerraos y no hagáis más que orar y leer lo relativo a la oración, hasta que vuestra atención se una a Dios en vuestro corazón y se restablezca en él un espíritu de contrición y una cálida ternura. Ese espíritu os mostrará claramente si estáis en el buen camino o si os habéis desviado. Parecéis considerar la atención como una austeridad excesiva, mientras que ella es, en realidad, la raíz de toda nuestra vida espiritual. Es por eso que el enemigo se dedica particularmente a atacarla, y se sirve de todos los medios para apilar imágenes seductoras ante los ojos del alma y despertar el pensamiento de distracciones y frecuentaciones agradables.

Sufrimiento del corazón

Es bueno tener siempre sobre los labios la Oración de Jesús o alguna otra oración breve. Solamente, tened cuidado de que vuestra atención esté en el corazón y no en la cabeza, y mantened esto no sólo cuando estéis en oración sino igualmente en todo otro tiempo. Esforzaos por adquirir una especie de sufrimiento del corazón. Con un esfuerzo perseverante lo lograréis muy rápido. No hay en ello nada de particular, pues la aparición de este sufrimiento es un efecto natural. Os ayudará a recogeros mejor. Pero lo principal es que el Señor, viendo vuestros esfuerzos, os acordará su ayuda y su gracia en la oración. Un orden diferente se establecerá entonces en vuestro corazón.

La restauración interior comienza

Continuad practicando esta regla, y poco a poco vuestros pensamientos se calmarán, mientras que la debilidad que habéis constatado en vosotros curará. Si perseveráis en este camino, un sufrimiento aparecerá en vuestro corazón, y este sufrimiento hará que vuestros pensamientos se liguen sólo a Dios; así su vagabundaje se detendrá. A partir de allí, si Dios os lo otorga, la restauración en todo vuestro ser interior habrá comenzado y no cesaréis ya de marchar en presencia de Dios.

La seducción de delicias espirituales

Decís que teméis la seducción de delicias espirituales. Pero ¡no se trata seguramente de caer en esta ilusión! No es porque ella es dulce que se practica la oración, sino porque es nuestro deber servir a Dios de esta manera, aunque la dulzura vaya siempre a la par con un servicio auténtico. En la oración, lo más importante es permanecer en presencia de Dios, en adoración y temor, con el intelecto encerrado en el corazón; tal es el medio de aplacar y dispersar todos los pensamientos alocados y reemplazarlos por la contrición.

Esos sentimientos de temor  y  arrepentimiento  en  presencia  de Dios, ese corazón quebrado y contrito, son los rasgos principales de la verdadera oración interior que nos permite juzgar si nuestra oración está bien hecha o no. Si esos sentimientos están presentes, es que la oración está en orden, si está ausente, la oración no va por el buen camino y debe ser reconducida a su verdadera naturaleza. Si esos sentimientos de contrición y de tristeza faltan, la dulzura y el calor espirituales producirán en nosotros el amor propio; el orgullo espiritual que conduce a perniciosas ilusiones. Entonces, las delicias y el calor espiritual se desvanecerán, dejando sólo su recuerdo, y el alma continuará imaginándose que todavía goza de ellas. Temed esto y velad, para encender en vuestro corazón, cada vez más vivos, el temor de Dios, el sentimiento de vuestra nada y una humilde contrición, marchando sin cesar en presencia de Dios. Eso es lo esencial.

La sobriedad del intelecto y el calor del corazón

Conservad la sobriedad del intelecto y el calor del corazón cumpliendo vuestra regla con celo. Si sentís disminuir el calor, apresuraos a reanimarlo en vosotros, convencidos de que su desaparición prueba que os estáis alejando de Dios en gran medida. El temor de Dios conserva y vivifica el calor interior, pero la humildad es igualmente necesaria, junto con la paciencia, la fidelidad a las reglas y, por encima de todo, la sobriedad. Velad atentamente sobre vosotros mismos, por amor a Dios. Despertaos si estáis adormilados. Sacudíos de todas las formas posibles, a fin de no volver a dormiros.

La sobriedad y el discernimiento

Los combatientes de Cristo deben montar una guardia atenta sobre dos puntos en particular: la sobriedad y el discernimiento La primera se dirige hacia el interior y la segunda hacia el exterior. Por la sobriedad, velamos sobre los movimientos que parten del mismo corazón; por el discernimiento, vemos venir los movimientos que podría nacer allí bajo el impulso de influencias exteriores.

La regla de la sobriedad es la siguiente: después que cada pensamiento ha sido arrojado del alma por el recuerdo de la presencia de Dios, es necesario colocarse a la puerta del corazón y vigilar atentamente todo lo que entra allí y todo lo que sale. No os dejéis arrastrar por la emoción o por el deseo, pues todo mal viene de allí.

Sed sobrios y vigilantes

Ser sobrio significa no dejar que el corazón se ligue a cualquier otra cosa, sino a Dios. Toda otra ligazón embriaga el alma, que se entrega, entonces, a cosas totalmente extrañas. Ser vigilante quiere decir que se vela con preocupación, por temor a que algo malo surja en el corazón.

La humildad y el calor del corazón

¿Habéis logrado preservar en vosotros el calor espiritual? Es necesario. El fundamento de este calor es la humildad. Cada vez que la humildad decrece, el frío penetra. Cuando uno comienza a darse importancia, el Señor se aleja y, abandonada a sí misma, el alma se enfría. Es necesario no contentarse con repetir solamente con la boca que no somos nada, es necesario sentir la propia nada desde el fondo del corazón. Entonces, el Señor estará siempre allí, el que crea y ha creado todas las cosas de la nada. El Señor calentará vuestra alma, pero a condición de que hayáis cumplido vuestra parte. ¿Cuál es esta contribución? : la humildad y la atención, y una sumisión total a Dios en las profundidades de vuestro corazón. Esos sentimientos deben mantenerse incesantemente en vosotros, ya sea que hagáis o digáis cualquier cosa, que estéis sentados o en movimiento, en casa o en la iglesia.

Que el Señor os otorgue la sabiduría. Leed los escritos de los santos, reflexionad sobre ellos, y absorbed todo lo que es útil a vuestra alma y a vuestra vida.


La lectura espiritual El temor de Dios

¿Tenéis un libro? Leedlo, reflexionad en lo que os enseña y aplicaos sus enseñanzas. Esta aplicación, por sí misma, es el fin y el fruto de la lectura. Si leéis sin aplicar a vosotros mismos lo que leéis, no obtendréis nada bueno, y os arriesgaréis incluso a perjudicaros. Las teorías se acumularán en vuestra cabeza y llegaréis a criticar a los demás en lugar de mejorar vuestra propia vida. Tened oídos y escuchad.

Si tenéis ya la Filocalia, buscad los escritos de Hesíquio y leed lo que él dice acerca de la sobriedad. Explica exactamente lo que es necesario hacer para controlar y ordenar los pensamientos. Leed atentamente, haced penetrar esas palabras en vuestro corazón y luego obrad como él lo aconseja.

Debéis siempre guardar firmemente en vosotros el temor de Dios. El es la raíz del conocimiento espiritual y de toda obra buena. Cuando el temor de Dios gobierna el alma todo va bien, tanto en el interior como en el exterior. Esforzaos por encender en vosotros ese sentimiento de temor cada mañana antes de iniciar cualquier otra cosa. Luego continuará actuando por sí mismo, como un reloj al que se le ha dado cuerda.

El fruto principal de la oración

El fruto principal de la oración no es el calor y la dulzura, sino el temor de Dios y la contrición.

La raíz del orden interior

La raíz de un buen orden interior es el temor de Dios. Mantened constantemente en vosotros ese temor y él os hará firmes, impedirá a vuestros miembros debilitarse tanto como a vuestro pensamiento, os dará un corazón vigilante y un espíritu sobrio y no permitirá ni a la torpeza invadir vuestro cuerpo ni a la confusión introducirse en vuestros pensamientos. Pero es necesario, siempre, recordar que todo éxito en la vida espiritual es fruto de la gracia de Dios. La vida espiritual toda entera viene de su muy Santo Espíritu. Nosotros tenemos nuestro propio espíritu, pero carece de poder. Sólo comienza a adquirir un poco de fuerza cuando es invadido por el Espíritu de Dios.

Éxtasis

Lo que debéis buscar en la oración, es establecer en vuestro corazón un sentimiento apacible, pero constante y cálido, respecto a Dios; no esperéis ni el éxtasis ni algún estado extraordinario. Pero si Dios os hace experimentar alguna cosa de ese tipo en la oración, dadle gracias y no imaginéis que eso os es debido, ni lamentéis su desaparición, como si se tratara de una gran pérdida. Por el contrario, descended de esas alturas hacia la humildad y la sobriedad de sentimientos hacia el Señor.

 

B.     LA GRACIA DE DIOS Y EL ESFUERZO DEL HOMBRE 

El llamado de la gracia y la libre respuesta del hombre

El primer llamado de la gracia, su primera venida, abren ante nuestros ojos el reino espiritual y nos dan la visión de otro mundo, lo queramos o no. Sin embargo, a continuación, esta visión, al igual que el poder de permanecer constantemente en el interior del corazón, es remitida a la libre elección del hombre, y nos es necesario trabajar para alcanzarlo.

Nada se obtiene sin esfuerzo

Que el Señor os otorgue un ardiente deseo de permanecer interiormente en su presencia. Buscad y encontraréis. Buscad a Dios: es la regla inmutable de todo adelanto espiritual. Nada se obtiene sin esfuerzo. La ayuda de Dios está siempre lista y siempre cercana, pero no es otorgada más que aquellos que buscan y trabajan, a aquellos que, después de haber puesto en acción todas sus fuerzas, gritan hacia Dios con todo su corazón: "¡Señor, ayúdanos!" Durante todo el tiempo que conserváis aunque sea una ligera esperanza de llegar a algo por vuestros propios medios, el Señor se cuida bien de intervenir Es como si él dijera: "¿Esperas triunfar por ti mismo? Muy bien, intenta. Intenta siempre, y no llegarás a nada". Que el Señor os otorgue un espíritu contrito, un corazón humilde y respetuoso.

El árbol de la vida

La disposición fundamental del penitente debe ser esta: "De la manera que tú quieras. Señor, sálvame. Por mi parte, quiero trabajar sin hipocresía, lealmente y sin desviarme, con una conciencia pura, haciendo todo lo que entiendo, todo lo que está en mi poder". Quien sienta realmente esto en su corazón, es agradable al Señor, que viene a reinar sobre él como un rey. Es Dios quien lo instruye, es Dios quién ora en él, es Dios quien opera en él el querer y el hacer, es Dios quien pone en él el fruto, es Dios quien lo gobierna. Ese estado es la semilla y el corazón del celeste árbol de la vida plantado en él.

Dependencia respecto de la gracia

La primera semilla de la vida nueva nace de la unión De la gracia y de la libertad. Su crecimiento y su maduración provienen del desarrollo de los mismos elementos. Cuando el penitente hace el voto de vivir en adelante según la voluntad de Dios, para su gloria, debe decir: "Sólo tú puedes confirmar y fortificar mi resolución". Y desde entonces, debe colocarse a cada instante en las manos de Dios, repitiendo esta oración: "Cumple tú mismo en mí lo que plazca a tu voluntad". De este modo, ya se trate de movimientos interiores o de actos exteriores, será siempre Dios quien actuará en él y lo hará vivir según su divino buen placer.

Pero cuando el hombre espera realizar cualquier cosa por sí mismo, en virtud de su propio poder, entonces, inmediatamente, la verdadera vida espiritual, animada por la gracia divina, se extingue en él. En ese estado, a pesar de los más grandes esfuerzos, ningún fruto espiritual puede llegar a la madurez.

Una serenidad perfecta

La perfecta serenidad del espíritu es un don de Dios, pero ella no es otorgada sin un esfuerzo considerable por nuestra parte. No llegaréis jamás a nada por vuestro esfuerzo únicamente; pero Dios no os otorgará jamás nada si no trabajáis con todas vuestras fuerzas. Esta ley no conoce excepción.

La unión de la gracia y de la libertad

San Macario de Egipto dijo (Primer Tratado sobre la Guarda del Corazón, cap. 12) que la gracia que es otorgada al hombre "no liga su voluntad por fuerza de la necesidad, ni le hace, de buen o mal grado, inmutablemente bueno. Por el contrario, el poder de Dios, viviendo en el hombre, se inclina ante su libre voluntad a fin de que se revele si la voluntad del hombre está o no de acuerdo con la gracia". A partir de allí comienza la unión de la gracia y de la libertad. Al comienzo, la gracia permanece fuera y actúa desde afuera. Luego, ella penetra en el interior y comienza a tomar posesión de algunas partes del espíritu; pero ella sólo lo hace cuando el hombre, de buen grado le abre la puerta, abre la puerta para recibirla. La gracia está siempre lista para venir en ayuda del hombre que la desea. Por sí mismo, el hombre no puede hacer el bien, ni hacerlo reinar en él, pero puede desearlo y esforzarse por alcanzarlo. A causa de ese deseo, la gracia consolida en él lo que es bueno, aquello hacia lo que tiende. Y esto continúa así hasta que el hombre adquiere finalmente el dominio de sí mismo y llega a ser capaz de cumplir con lo que es bueno y agradable a Dios.

Pobre, indigno, ciego y desnudo

Es necesario no tener miedo de la ilusión. Sólo se arriesgan a convertirse en su presa aquellos que se abandonan a la vanidad y que, cuando sienten un pequeño calor en el corazón, se imaginan haber alcanzado la cumbre de la perfección. En realidad, ese calor no es más que un comienzo, y no es forzosamente estable. Ese calor y esa paz del corazón pueden ser algo natural, el fruto de la concentración y de la atención. Necesitamos trabajar mucho y durante mucho tiempo, esperar pacientemente hasta que aquello que es natural sea finalmente reemplazado por lo que constituye un don de la gracia. Es mejor no pensar jamás que se ha logrado cualquier cosa, sino siempre considerarse pobre, indigno, ciego y desnudo.

Cooperadores de Dios

El Señor ve vuestras necesidades y vuestros esfuerzos y os tenderá una mano segura; os fortificará y hará de vosotros soldados bien armados y listos para la batalla. Ningún apoyo es mejor que el suyo. El mayor peligro es creer que se puede encontrar en sí mismo ese apoyo; entonces se pierde todo. El mal dominará el alma nuevamente, eclipsando la luz que temblaba todavía en ella, aunque débilmente, y extinguiendo la pequeña llama que apenas ardía. El alma debe comprender hasta qué punto carece de fuerzas por sí sola. No esperando nada de vosotros mismos, posternaos ante Dios y, en vuestro corazón, reconoced que no sois nada. Entonces la gracia todopoderosa creará todas las cosas de esa nada. Aquél que, con una humildad perfecta, se coloca entre las manos del Dios de misericordia, atrae hacia él al Señor, y llega a ser fuerte con su fuerza.

Aunque esperando todo de Dios y nada de nosotros mismos, debemos sin embargo obligarnos a actuar, a desplegar toda nuestra fuerza, para crear en nosotros alguna cosa a la que Dios pueda venir en ayuda y a la que la fuerza divina pueda finalmente penetrar. La gracia está ya presente en nosotros, pero ella no actuará hasta que el hombre no lo haya hecho por sí mismo, llenando con su poder su debilidad. Haced pues, a Dios, firme y humildemente, el sacrificio de vuestra voluntad, y luego actuad sin la menor hesitación y no a medias.

El espíritu de la gracia y el espíritu farisaico

Cuando emprendáis un esfuerzo particular, no concentréis sobre él toda vuestra atención y todo vuestro corazón, sino consideradlo como secundario. Abandonándoos enteramente a Dios, abríos a su gracia, y manteneos listos para recibirla como un vaso vacío. Quien encuentra la gracia, la encuentra por la fe y el celo, dice Gregorio el Sinaíta, y no por el celo solamente. En tanto que dejemos de remitirnos a Dios dejaremos de atraer la gracia divina, y nuestro esfuerzo construirá en nosotros, no un espíritu movido por la gracia de Dios, sino el espíritu de un fariseo. Esa gracia es el alma del combate. Nuestros esfuerzos son bien llevados mientras preservamos en nosotros la humildad, la contrición, el temor de Dios y la devoción; y todo eso en la medida en que comprendemos cuánto necesitamos su ayuda. Estar satisfechos de nosotros mismos y contentos con nuestros esfuerzos, es signo de que nuestra obra no se realiza como es necesario o bien de que nos falta sabiduría.

La verdadera vida cristiana es la vida de la gracia

La vida es la fuerza para actuar. La vida espiritual es la fuerza para actuar espiritualmente, de acuerdo con la voluntad de Dios. El hombre ha perdido esta fuerza, y hasta que ella no le sea devuelta, le es imposible vivir espiritualmente por más que lo desee. He aquí por qué el don de la gracia es esencial para que el creyente pueda llevar una vida cristiana auténtica. La verdadera vida cristiana es la vida de la gracia. Un hombre puede tomar buenas resoluciones, pero, para ponerlas en práctica, es necesario que la gracia se una a su espíritu. Cuando se realiza esta unión, la fuerza moral que, hasta ese momento, sólo se manifestaba temporariamente bajo el efecto de un entusiasmo de debutante, se imprime en el espíritu y permanece allí sin cesar. Esta restauración de la fuerza moral del espíritu es efectuada por la acción regeneradora del bautismo, en el cual el hombre recibe su justificación y la fuerza para actuar "según Dios, en la justicia y la santidad" (Ef. 4, 24).

Las verdades escritas por el dedo de Dios

Me escribís que a veces, durante la oración, la solución de algunos problemas de la vida espiritual que os preocupan aparece por sí misma, brotando de una fuente desconocida. Esto es bueno. Es la manera verdaderamente cristiana de ser enseñado por Dios. La promesa: "Y todos ellos serán enseñados por Dios" (Juan 6, 45), se cumple. Verdaderamente, está bien así. Las verdades están inscriptas en el corazón por el dedo de Dios, y ellas permanecen allí firmes e indelebles. No desdeñéis esas verdades que Dios inscribe en vuestro corazón....

Purificando la fuente

Para purificar y curar al hombre, la gracia divina comienza, en primer lugar, por consagrar a Dios la fuente de todas las actividades humanas. En otros términos, la gracia orienta hacia Dios la conciencia y la voluntad libre del hombre, sirviéndose de ellas como punto de partida, para curar poco a poco, por su acción, todas las potencias del hombre. Habiendo sido curada y santificada la fuente, todas las facultades que de ella dependen se purifican progresivamente.

Progreso en la vida de la gracia

He aquí un resumen de las prácticas que pueden ayudar a afirmar las potencias del alma y del cuerpo en el bien, y que permiten brillar con un resplandor cada vez más vivo, en el espíritu, a la vida de la gracia.

Según la medida del celo y de los esfuerzos que el hombre realice dándose a Dios, la gracia entrará y penetrará en él cada vez más profundamente con su poder, santificándolo y haciéndolo suyo. Pero todo esto no puede, ni debe, detenerse allí. Todavía no se trata más que de una semilla, de un punto de partida. Esta luz de vida debe ir más lejos e impregnar toda la sustancia del alma y del cuerpo, santificándolas, haciéndolas suyas y desarraigando las pasiones extrañas y contra natura que nos dominan actualmente, volviendo a traer el alma y el cuerpo a su estado puro y natural. La luz no debe permanecer encerrada en sí misma, sino expandirse en nuestro ser entero con todo su poder.

Pero, puesto que todas esas potencias están infectadas por las pasiones extrañas a la naturaleza, el espíritu puro de la gracia, llegando al corazón, no puede penetrarlas directa e inmediatamente, pues esa impureza le cierra la entrada. Es por ello que debemos establecer una especie de canal entre el espíritu de la gracia que vive en nosotros y nuestras propias potencias, para que él pueda penetrar en ellas y curarlas, como los apósitos desinfectan las llagas sobre las que son aplicados.

Es evidente que, para ser eficaces, los medios que constituyen este canal deben, por una parte, poseer los caracteres y las cualidades que denotan un origen divino y celeste y, por la otra, estar perfectamente adaptadas a nuestras potencias, a su orden natural y a su destino. Sin esto, no podrían cumplir eficazmente su rol de canal, y nuestras potencias no podrían recibir la cura. Tales deben ser, por consiguiente, el origen y las cualidades propias de esos medios de curación. En lo que concierne a su forma exterior, sólo pueden ser actividades, ejercicios, trabajos, pues son aplicados a las potencias y facultades humanas cuya cualidad distintiva es el actuar.

He aquí, pues, cuáles son los ejercicios y las actividades que deben servir como medios para curar nuestras potencias y devolverles su pureza perdida y su primitiva integridad: son los ayu- nos, el trabajo, las vigilias, la soledad, la huida del mundo, el dominio de los sentidos, la lectura de las Escrituras y de los Santos Padres, la participación en los servicios de la Iglesia, la confesión y la comunión frecuentes.

Los dos movimientos de la voluntad libre

Cuando estamos inspirados por la gracia es imposible no tener conciencia de ello, pero es posible no otorgarle suficiente atención. Y así, después de haber vivido durante un tiempo en ese estado, volvemos a la rutina habitual del alma y el cuerpo. La introducción de la gracia en la vida de un pecador no determina su conversión, no hace más que comenzarla; falta trabajar sobre sí mismo, y ese trabajo es arduo. Sin embargo, todo lo que se refiere a ese trabajo puede realizarse por dos movimientos de la voluntad libre. El primero consiste en separarse del mundo exterior para entrar en sí mismo y el segundo en volverse hacia Dios. Por el primer movimiento el hombre reconquista el poder sobre sí mismo que había perdido y, por el segundo, se ofrece a sí mismo a Dios en holocausto voluntario. Por el primero se decide a separarse del pecado y por el segundo se acerca a Dios y emite el voto de pertenecer sólo a él todos los días de su vida.

La gracia de Dios separa al hombre en dos

La gracia de Dios, manifestándose al hombre en su primer despertar espiritual y visitándolo luego durante todo el tiempo de su conversión, lo separa en dos. Le hace tomar conciencia de la existencia de una dualidad en sí mismo y le enseña a distinguir entre lo que está contra su naturaleza y lo que debería serle natural. De ese modo le inspira la voluntad de rechazar todo lo que está contra su naturaleza, de modo que su verdadero ser, creado a la imagen de Dios, salga a la luz. Pero, evidentemente, semejante decisión no es más que el comienzo de la empresa. Ya que es sólo de intención y de voluntad que el hombre abandona aquello que, en él, es contra su naturaleza, que él lo rechaza deseando reencontrar su naturaleza inicial. De hecho, toda su estructura interior permanece tal como era anteriormente, es decir, saturada de pecado; las pasiones dominan a su alma y a todas sus facultades, a su cuerpo y a todas sus funciones igual que antes, con una diferencia, sin embargo: anteriormente él elegía y abrazaba todo eso con ardor y placer, al presente lo odia, lo arroja a los pies y lo rechaza. Aquél que ha llegado a ese estado sale de sí mismo como de un cadáver en descomposición. Ve en qué medida, a pesar suyo, el olor infecto de las pasiones se exhala desde las diferentes partes de su ser, y llega a sentir ese hedor con tanto realismo que su espíritu resulta sofocado.

La verdadera vida de la gracia no está, por consiguiente, en el hombre, más que como una semilla y como una chispa; pero semilla sembrada en la mala hierba y chispa recubierta sin cesar por las cenizas. No es todavía más que una pequeña luz que brilla débilmente en la más espesa bruma. Por su voluntad y por su conciencia el hombre se ha ligado a Dios, y Dios ha aceptado esta ofrenda y se ha unido a él en ese lugar de percepción de sí, de libre elección, en el interior de sí mismo, que San Antonio de Egipto (4) y San Macario el Grande llaman espíritu. Y ése es el único lugar en él que es santo, agradable a Dios y salvado.

Todas, las otras partes de su ser son todavía prisioneras, no quieren ni pueden obedecer a las exigencias de la vida nueva; el intelecto no sabe todavía pensar de esa manera nueva, sino que continúa pensando como anteriormente; la voluntad no sabe todavía desear correctamente, desea como siempre lo ha hecho; el corazón no siente de la manera nueva, sino como anteriormente. Lo mismo sucede con el cuerpo y todas sus funciones. El hombre es, por consiguiente, todavía enteramente impuro, salvo en ese punto único que constituye en él el poder consciente de elegir libremente, en su interior, y que llamamos el espíritu.

Dios, que es la pureza misma, sólo entra en comunicación con esta parte única, mientras todas las otras, todavía impuras le son extrañas y permanecen fuera de esta comunión. Dios está siempre listo para unirse al hombre todo entero, pero no lo hace porque el hombre es impuro. Tan pronto el hombre está enteramente purificado, Dios le hace sentir que lo habita íntegramente.

La acción de la gracia lo abraza todo

Ante el nacimiento de la vida interior, ante la manifestación sensible de la acción de la gracia y de la unión con Dios, es frecuente que el hombre actúe todavía por su propia iniciativa, en tanto que sus fuerzas se lo permiten. Pero cuando está agotado por el fracaso de sus esfuerzos, renuncia finalmente a su propia actividad y se abandona con todo su corazón a la acción todopoderosa de la gracia. Entonces el Señor lo visita en su misericordia y enciende la llama de la vida espiritual; aprende por su propia experiencia que no son sus esfuerzos los que realizaron en él esta gran transformación; por otra parte, las retiradas más o menos frecuentes de la gracia le enseñan que el mantenimiento de esa llama de vida no depende ya de él.

La aparición frecuente de buenos pensamientos y de buenas inspiraciones, su invasión por el espíritu de oración, que viene no se sabe de dónde ni cómo, todo esto lo convence, por experiencia, de que todo ese bien no es posible para, él más que por la acción de la gracia divina, siempre presente por la misericordia de Dios, que salva a todos aquéllos que buscan la salvación. Él se da al Señor, y solo el Señor actúa en él. La experiencia le muestra que no tiene éxito más que cuando se entrega enteramente a Dios. Entonces, ya no vuelve hacia atrás, sino preserva esa gracia por todos los medios posibles.

Los amantes de teorías están muy preocupados por la cuestión de las relaciones entre la gracia y la libertad. Para cualquiera que posea en sí la gracia, la cuestión está resuelta por la experiencia práctica. Aquél que lleva la gracia en su corazón, se abandona íntegramente a la acción de la gracia y es la gracia la que actúa por él. Esta verdad es más evidente para él que cualquier verdad matemática y que cualquier otra experiencia de la vida exterior, porque ha cesado de vivir en la superficie de sí mismo y está enteramente concentrado en el interior. No hay más que una sola preocupación: ser siempre fiel a la gracia que está en él. La infidelidad ofende a la gracia, hace que ella se aleje o reduzca su acción. El hombre testimonia su fidelidad a la gracia —o al Señor— no permitiéndose nada, ya sea pensamiento, sentimiento, acción o palabra, que sea contraria a la voluntad del Señor. Por el contrario, no desdeña ninguna obra, ninguna empresa, desde que sabe que Dios quiere que la cumpla, discerniendo esta voluntad según las circunstancias y las indicaciones que provienen de sus deseos y movimientos interiores. Esto exige a veces muchos esfuerzos, de renunciamiento de sí mismo y de resistencia a sus instintos, pero él es feliz de sacrificarlo todo al Señor pues, después de cada uno de estos sacrificios, recibe una recompensa interior: la paz, la alegría y un espíritu de oración más audazmente confiado.

Esa fidelidad a la gracia, que va a la par con la oración (la cual, en ese estadio, es continua), hace que el don de la gracia crezca en fervor y en calor. Cuando se enciende un fuego es necesario que el movimiento del aire mantenga la llama y la fortifique. Igualmente, cuando el fuego de la gracia está encendido en el corazón, la oración es necesaria, pues actúa corno una corriente de aire espiritual en el corazón. ¿Qué es esta oración? Es el incesante movimiento del intelecto hacia el Señor en el corazón, es permanecer constantemente en presencia de Dios, con el intelecto en el corazón, ya sea que esté acompañado o no de oración vocal, pero con sentimientos de devoción, de abandono y de arrepentimiento en el corazón. Es esta actividad, esta disposición del intelecto, lo que constituye el mejor medio para conservar el calor del corazón y todo el orden interior, para dispersar los pensamientos y las actividades malas o simplemente inútiles y para fortificar los buenos pensamientos y las buenas empresas. Los pensamientos y las intenciones buenas vienen; el hombre se hunde más en la oración, y entonces, según esas intenciones se fortifiquen o debiliten, sabe si ellas son agradables o no a Dios. Cuando vienen los malos pensamientos, cuando algo comienza a turbarlo, se hunde nuevamente en la oración sin prestar atención a lo que pasa en él, y los pensamientos turbadores se desvanecen. De esta manera, la oración interior se establece en él como la principal fuerza que conduce y regula la vida espiritual. Es necesario no sorprenderse si todas las instrucciones de los Santos Padres tienden principalmente a enseñarnos a orar interiormente.

La gracia conduce todo a la unidad

Mientras los esfuerzos del espíritu broten en nosotros de manera esporádica, a veces de un lado, a veces del otro, no hay vida en ellos. Pero cuando la fuerza más alta de la gracia divina, penetrando en el espíritu, consuma la unidad de todos esos esfuerzos dispersos, entonces se enciende finalmente la llama   de   la vida espiritual.

Serpientes y nubes oscuras

Mientras la gracia no habita el corazón del hombre, los demonios se arrastran como serpientes en las profundidades del corazón e impiden al alma desear el bien; pero cuando ella penetra en el alma, esos demonios son barridos, como sombrías nubes arrastradas por el viento.

Tres tipos de deseo: mental, sensible, activo

Aquél que ha buscado la ayuda de la gracia y siente ahora su presencia, debe estar firmemente resuelto, no sólo a corregirse, sino a hacerlo inmediatamente. Ese deseo de corregirse ha orientado ya todos sus esfuerzos precedentes, pero queda algo para hacer para llevarlo a su fin. En efecto, existen muchos tipos de deseo. Existe el deseo mental: el intelecto desea alguna cosa y el hombre hace el esfuerzo correspondiente, es el deseo que orienta el trabajo preparatorio; existe el deseo sensible, que nace bajo la influencia de los afectos y de los sentimientos producidos por la gracia y, finalmente, existe el deseo activo, que está presente cuando la voluntad consiente en comenzar inmediatamente a salir de su estado de decadencia. Con la ayuda de la gracia, vosotros debéis comenzar ahora.

B.     EL FUEGO DEL ESPÍRITU

No extingáis el Espíritu

"No extingáis el Espíritu" (I Tess. 5, 19). El hombre vive habitualmente sin preocuparse de rendir culto a Dios, sin ocuparse de su salvación personal. La gracia despierta al pecador dormido y lo llama a la salvación. Si él escucha ese llamado con espíritu de arrepentimiento, decide consagrar el resto de su vida a obras agradables a Dios para, así, llegar a la salvación. Esta resolución se manifiesta por el celo y el ardor; y éstos, a su vez, llegan a ser efectivos cuando la gracia divina los fortifica por medio de los sacramentos. Desde entonces, el cristiano comienza a arder en espíritu, es decir que es presa de un ardiente celo para el cumplimiento de todo lo que su conciencia le revela como la voluntad de Dios.

Puede entonces, o bien mantener en él ese ardor espiritual, o bien extinguirlo. Se mantiene, sobre todo, por los actos de amor hacia Dios y el prójimo - lo que es, en verdad, la esencia misma de la vida espiritual - por la fidelidad a los mandamientos en general, con una conciencia apacible, por una generosidad que permanece sorda a los reclamos del cuerpo y el alma, y por la oración y el pensamiento de Dios. Por el contrario, esta llama se extingue por la distracción en la atención a Dios y a sus voluntades, por la ansiedad excesiva en relación con las cosas de este mundo, por la indulgencia con los placeres sensuales, por el abandono a los deseos de la carne y por el esclavizamiento respecto a las cosas materiales. Si ese ardor espiritual se extingue, la vida cristiana no tardará también en extinguirse.

San Juan Crisóstomo habla muy largamente de este ardor del espíritu. He aquí, en resumen, lo que dice: "Una bruma, una oscuridad y nubes espesas se han expandido sobre la tierra. Es al respecto que el Apóstol dice: 'Pues vosotros erais tinieblas' (Ef. 5, 8). Estamos sumergidos en la noche y no tenemos la claridad de la luna para mostrarnos el camino; ahora bien, es en esa noche que debemos marchar. Pero Dios nos ha dado una lámpara brillante encendiendo en nuestras almas la gracia del Espíritu Santo.

Algunos, después de haber recibido esa luz, la han hecho más brillante y clara; tales fueron Pablo, Pedro y todos los santos. Pero otros la extinguieron; tales fueron las cinco vírgenes imprudentes, aquellos que naufragaron en la fe, los fornicadores de Corinto y los Calatas separados de su fidelidad primera. San Pablo dice 'No extingáis el Espíritu', es decir, el don del Espíritu, pues es habitualmente de ese don, de lo que quiere hablar cuando dice 'el Espíritu'. Ahora bien, lo que extingue al Espíritu, es una vida impura. Pues si alguien vierte o arroja tierra sobre la luz de una lámpara, ésta se extingue; y lo mismo se produce si, más simplemente, se saca el aceite. Es de la misma manera que se extingue en nosotros el don de la gracia. Si tenéis la cabeza llena de cosas terrestres, si os habéis dejado absorber por las preocupaciones cotidianas ya habéis extinguido en vosotros el Espíritu. La llama muere también cuando no hay suficiente aceite en la lámpara, es decir, cuando no mostramos bastante caridad. El Espíritu ha venido a nosotros por la misericordia de Dios, y si no encuentra en nosotros frutos de misericordia, se alejará, pues el Espíritu no hace su morada en un alma sin misericordia.

"Tened, pues, cuidado de no extinguir el Espíritu. Toda mala acción extingue esa luz; la murmuración, las ofensas, o cualquier otra cosa análoga. La naturaleza del fuego es tal que, a todo lo que le es extraño, lo destruye, mientras que a todo lo que le está emparentado, lo fortifica. Esta luz del Espíritu actúa de la misma manera".

Tal es la manera en que el espíritu de la gracia se manifiesta en los cristianos. Por el arrepentimiento y la fe, la gracia desciende en el alma del hombre con el sacramento del bautismo, o le es devuelta por el sacramento de la penitencia. El fuego del celo es su esencia, pero puede tomar direcciones diferentes según las personas. El espíritu de la gracia conduce a algunos a concentrar todos sus esfuerzos sobre su propia santificación sometiéndose a una ascesis severa; otros se orientan principalmente hacia las obras de caridad, mientras hay quienes se sienten impulsados a consagrar su vida a la buena organización de la sociedad cristiana. También hay algunos que se dedican a hacer conocer el Evangelio por la predicación, como fue el caso de Apolos quien, ardiendo en espíritu, predicó y enseñó a Cristo (Hechos, 18, 25).

La fuerza estimulante de la gracia

Trabajad y ejercitaos, buscad y encontraréis, golpead y se os abrirá. No os debilitéis, no os desaniméis. Pero, al mismo tiempo, recordad que esos esfuerzos no son, por nuestra parte, nada más que tentativas para atraer la gracia; no son la gracia en sí misma, debemos continuar buscándola. Lo que más nos falta es, precisamente, esa fuerza estimulante de la gracia. Notad bien que, cuando reflexionamos u oramos, o hacemos alguna otra cosa de esta naturaleza, es como si introdujéramos por la fuerza en nuestro corazón alguna cosa que le es extraña. Entonces, he aquí lo que sucede a veces: cuando nuestros pensamientos y nuestras oraciones nos producen una impresión, sus efectos descienden en nuestro corazón hasta una cierta profundidad según la intensidad de nuestros esfuerzos; pero enseguida, después de un cierto tiempo, esta impresión es rechazada —como un bastón arrojado verticalmente en el agua está forzado a salir de ella—, en razón de una especie de resistencia del corazón, que es desobediente y poco habituado a esta clase de cosas. Inmediatamente después, la frialdad y la dureza se apoderan de nuevo del alma como signo seguro de que lo que habíamos experimentado no era la acción de la gracia, sino solamente el efecto de nuestros propios esfuerzos y de nuestro trabajo. No os contentéis con esos solos esfuerzos, no permanezcáis en ese nivel como si fuera eso lo que debíais encontrar. Sería una peligrosa ilusión. Sería igualmente peligroso imaginaros que hay mérito en todo ese trabajo, y que ese mérito debe necesariamente ser recompensado. En absoluto: esos esfuerzos son solamente una preparación para recibir la gracia; pero el don en sí mismo depende únicamente de la voluntad del Donante. Es por ello que, haciendo uso cuidadoso de todos los medios que acabamos de describir, debemos continuar viviendo en la espera de la visita divina, que llega de improviso y no se sabe de dónde.

Es solamente cuando esta fuerza estimulante de la gracia está allí, que comienza realmente la obra interior que transforma nuestra vida y nuestro carácter. Sin la gracia es inútil esperar el éxito; no puede haber más que una serie de vanas tentativas. San Agustín (5) lo testimonia, pues hizo largos y violentos esfuerzos para dominarse, mas no lo consiguió sino cuando se encontró colmado por la gracia. Trabajad con una confiada esperanza; la gracia llegará y pondrá todo en orden.

Los signos del abrasamiento del espíritu

"Felices en la esperanza, pacientes en la prueba, perseverantes en la oración" (Rom. 12, 12). Tales son los signos del abrasamiento del espíritu. "Aquél que arde en espíritu trabaja con celo por el Señor. Espera de él la realización de sus esperanzas, supera las tentaciones que encuentra afrontando pacientemente sus ataques y llamando sin cesar en su ayuda a la gracia divina" (Ex Teodoreto). "Todas esas cosas sirven para mantener ese fuego, la llama del Espíritu" (San Juan Crisóstomo).

"Felices en la esperanza". Desde el primer momento del despertar del espíritu por la gracia, el pensamiento consciente del hombre, y sus aspiraciones, pasan de la criatura al Creador, de lo que es terrestre a lo que es celeste, de lo que es temporario a lo que es eterno. Es allí donde se encuentra su tesoro y allí también su corazón. No espera nada de aquí abajo, todas sus esperanzas están en el mundo por venir. Su corazón renuncia a todo lo que pertenece a este mundo, nada en él lo atrae ya, y él no espera ya ninguna alegría. Se regocija en los bienes que vendrán; ellos son los que espera firmemente poseer algún día. Este trasplante de los tesoros del hombre y de los deseos de su corazón, es uno de los rasgos esenciales del espíritu despierto y ardiente. Hace del hombre un peregrino que, sobre la tierra, busca su patria, la Jerusalén celeste. Tales deben ser las características de todos los cristianos que recibieron la gracia. Es por ello por lo que el Apóstol prescribe también en otro lugar: "Si habéis resucitado con Cristo, (es decir si habéis sido despertados en el espíritu por la gracia de Cristo) buscad las cosas de lo alto, allí donde se encuentra Cristo, sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro afecto en las cosas de lo alto, no en las de la tierra, pues estáis muertos y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios" (Col. 3, 1—3). El Apóstol quiere decir, aquí, que vosotros estáis muertos para todas las cosas terrestres, creadas, temporarias.

¿Por qué no ardemos en espíritu?

"Arder en espíritu..." Todos hemos recibido la gracia en el bautismo y la confirmación. Por consiguiente, deberíamos arder en nuestro espíritu, que está animado por la gracia del Espíritu Santo.

¿Por qué entonces, no ardemos en espíritu? Porque estarnos ocupados en una gran medida, y a veces exclusivamente, con nuestros propios asuntos, en asuntos de este mundo y de la vida exterior, de tal modo que el espíritu, aunque se haga sentir aún, tiene su actividad limitada. Si queremos inflamar el espíritu, debemos tomar conciencia de la mala orientación de nuestras actividades, sobre todo de su orientación hacia las cosas mundanas y terrestres; y debemos entrar más profundamente en la contemplación de lo que es divino, santo, celeste y eterno. Lo más importante es comenzar a actuar de una manera verdaderamente espiritual. Entonces el espíritu comenzará a arder en nosotros, y el don de la gracia que permanece en nosotros se desarrollará y llegará a ser un calor en nuestro corazón.

Tal es la enseñanza de nuestros Santos Padres y de nuestros guías espirituales. San Juan Crisóstomo, después de haber descrito diferentes maneras de actuar con firmeza y decisión, agrega: "Si hacéis esto, alcanzaréis el Espíritu; y cuando el Espíritu permanezca en vosotros, os hará fervientes en todo aquello a lo que me he referido. Y cuando estéis inflamados por el Espíritu y por el amor, entonces, todo será fácil. ¿No habéis nunca constatado de qué modo el toro llega a ser terrible cuando siente el fuego sobre su espalda? Vosotros seréis igualmente insoportables para el demonio si conserváis en vosotros estas dos antorchas inflamadas: la gracia del Espíritu y el amor". El bienaventurado Teodoreto habla con más detalles: "El Apóstol llama al Espíritu un don (es decir un don de la gracia que anima nuestro espíritu), y nos ordena alimentar ese don por nuestro celo como se alimenta el fuego con madera, es decir, alimentar lo por la meditación de las cosas divinas y de las acciones espirituales. Dice también en otro lugar: "No extingáis el Espíritu" (1 Tes. 5, 19). Los que extinguen el Espíritu son aquéllos indignos de la gracia, porque no mantienen puro el ojo de su espíritu, y que por ese hecho no perciben los rayos de la gracia. Es así que la luz es tinieblas para los ciegos físicos; en pleno día, están en la noche. Es por ello que el Apóstol nos recomienda arder en espíritu y tener un ardiente amor por las cosas divinas".

Soledad, oración, meditación

Rechazad todo lo que podría extinguir esa pequeña llama que comienza a arder en vosotros, y rodeaos de todo lo que pueda alimentarla y transformarla en un fuego ardiente. Permaneced en la soledad, orad, reflexionad en lo que debéis hacer. La regla de vida, la ocupación, el trabajo que habéis adoptado cuando os encontrabais en la búsqueda de la gracia, son también ayudas poderosas para desarrollar en vosotros la acción de la gracia que comienza ahora a hacerse sentir.

Lo que más necesitáis en vuestro estado actual es soledad, oración y meditación. Vuestra soledad debe ser más recogida, vuestra oración más profunda, vuestra meditación más intensa.

Un corazón ardiente

¿Cómo hicieron nuestros grandes ascetas, nuestros Padres y nuestros maestros para encender en sí mismos el espíritu de oración, ¿y establecerse firmemente en la oración? Todo su objetivo era volver su corazón ardiente de amor solo por el Señor. Dios quiere el corazón, pues es en él que se encuentra la fuente de vida. Allí donde está el corazón, allí están la conciencia, la atención, el intelecto; allí se encuentra el alma toda entera. Cuando el corazón está en Dios, todo el hombre está en Dios y permanece constantemente ante él en adoración, en espíritu y en verdad.


Esto llega rápida y fácilmente en algunos, pues tal es la misericordia de Dios. El temor de Dios los ha penetrado profundamente, su conciencia ha sido estimulada con gran fuerza, y su celo rápidamente inflamado los ha puesto sobre el camino de la salvación, puros y sin tacha ante Dios. Su ardor por serle gratos ha llegado a ser en poco tiempo un fuego devorador. Se trata de las almas seráficas, ardientes, rápidas en sus movimientos, soberanamente activas.

En otros, por el contrario, todo se hace con lentitud. Tal vez ello proviene de una indolencia natural, o bien la intención de Dios a su respecto es diferente. Sus corazones no se calientan sino con lentitud. Tienen todos los hábitos de la piedad y sus vidas aparecen exteriormente santas; pero todo ello no es para mejor, pues su corazón está vacío de lo que debería tener. Esto no sucede sólo a los laicos, sino también a quienes viven en los monasterios e incluso a los eremitas.

Cómo encender en el corazón una llama continua

Ahora os explicaré cómo encender en vuestro corazón un continuo rogar de calor. Recordad cómo se puede producir el calor en el mundo físico: se frotan dos trozos de madera uno contra otro y el calor viene, luego el fuego; o bien se expone un objeto al sol: se calienta, y si se concentran suficientemente los rayos sobre él, terminará por inflamarse. De la misma manera se produce el calor espiritual. La fricción necesaria es la lucha y la tensión de la vida ascética; la exposición a los rayos del sol es la oración interior hecha a Dios.

El fuego puede ser encendido en el corazón por el esfuerzo ascético, pero este esfuerzo por sí solo no inflama fácilmente el corazón. Muchos obstáculos cierran el camino. Esa es la razón por la cual, hace tiempo, los hombres, deseando ser salvados y experimentados en la vida espiritual, deseando ser movidos por la inspiración divina y sin abandonar su combate ascético, descubrieron otro medio de calentar el corazón. Nos han transmitido su experiencia. Ese medio parece simple y fácil, pero, de hecho, no es sin dificultades que se llega al fin. Ese recurso, para alcanzar nuestro fin, es la oración interior que dirigimos, de todo corazón, a nuestro Señor y Salvador. He aquí cómo se la debe practicar: permaneced con vuestro intelecto y vuestra atención en el corazón, persuadidos de que el Señor está cerca y os escucha, y suplicadle con fervor: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador". Haced esto constantemente, ya sea que estéis en la iglesia, en casa, en viaje, en el trabajo, en la mesa o en el lecho, en una palabra, desde el momento en que abrís los ojos hasta que los cerréis para dormir. Será exactamente como si mantuvierais un objeto bajo el sol, pues se trata de manteneros vosotros mismos ante la faz del Señor que es el sol del mundo espiritual. Al principio deberéis fijar un momento bien determinado, por la mañana o la tarde, para consagrarlo exclusivamente a esta oración. Luego descubriréis que la oración comienza a dar su fruto, ella se apoderará de vuestro corazón y se arraigará profundamente en él.

Cuando todo esto se hace con celo, sin negligencia ni omisión, el Señor mira a su servidor con misericordia y enciende un fuego en su corazón; ese fuego demuestra con certeza que la vida espiritual se ha despertado en lo más secreto de vuestro ser y que el Señor reina en vosotros.

El rasgo distintivo de ese estado, en el cual el Reino de Dios nos es revelado, o bien -lo que es igual- en el cual la llama espiritual arde incesantemente en el corazón, es que el ser todo entero se concentra en su vida interior. Toda la conciencia se recoge en el corazón y permanece allí en presencia de Dios. Esparcimos ante él todos nuestros sentimientos, nos posternamos en su presencia con un humilde arrepentimiento, listos para consagrar toda nuestra vida a su solo servicio. El alma permanece en ese estado día tras día, desde el despertar hasta el momento de acostarse; ello se continúa a través de las diversas actividades de la jornada, hasta que el sueño cierra nuestros ojos. Una vez que este orden se estableció en nosotros, los desórdenes que dominaban nuestra vida en el pasado, cesan.

La impresión de insatisfacción y de frustración que nos turbaba antes de qué esta llama espiritual fuera encendida en nuestro corazón, el vagabundaje del espíritu que debíamos soportar, todo ello cesa. La atmósfera del alma se aclara, se libera de nubes. Solo permanece un único pensamiento y un solo recuerdo, el pensamiento y el recuerdo de Dios. La claridad reina en nosotros y, en esta claridad, cada movimiento es necesario y apreciado según su valor en la luz espiritual que emana del Señor al que se contempla. Todo pensamiento malo, todo sentimiento malo que asalta el corazón, es perseguido victoriosamente desde su aparición. Si algo opuesto a Dios se desliza en nosotros a pesar nuestro, es rápidamente confesado con humildad al Señor, y lavado por el arrepentimiento interior o por la confesión exterior, de modo que la conciencia permanece siempre pura en presencia de Dios. En recompensa por toda esta lucha interior, obtenemos la audacia de aproximarnos a Dios en una oración que arde incesantemente en nuestro corazón. Ese calor constante de la oración es la verdadera respiración de esta vida, de tal modo que el progreso en nuestro peregrinaje espiritual se detiene cuando se extingue ese calor interior, igual que la vida del cuerpo se extingue cuando cesa la respiración natural.

La transfiguración del alma y del cuerpo

Yo no pretendo que todo se cumpla desde el momento en que alcanzamos ese estado de comunión consciente con el Señor. No se trata más que del comienzo de la etapa siguiente, del comienzo de un nuevo capítulo de nuestra vida en Cristo. A partir de ahora, la transfiguración o la espiritualización del alma y del cuerpo comienza, mientras participamos cada vez más en el espíritu de vida que está en Jesucristo.

Habiendo adquirido el dominio de sí mismo, el hombre comienza a hacer penetrar en él todo lo que es verdadero, sano y puro, y a rechazar todo lo que es falso, malo y carnal. Hasta el presente, esto exigía de él los esfuerzos más encarnizados, cuyo fruto siempre se le escapaba; todo lo que conseguía realizar era internamente destruido inmediatamente. Ahora todo es diferente; se mantiene sólidamente de pie, no cede jamás ante las dificultades, y realiza todo lo necesario para alcanzar la finalidad de su vida.

Según San Barsanufio (6), cuando recibimos en nuestro corazón el fuego que el Señor arroja sobre la tierra (Lúe. 12, 49), todas nuestras facultades comienzan a arder en nosotros. Cuando, por un largo frotamiento, el fuego es finalmente encendido y la leña comienza a arder, crepita y arroja humo hasta que está bien encendida; pero, cuando lo está, parece enteramente penetrada por el fuego y proporciona dulce calor y una agradable luz, sin humo ni crujidos. Lo mismo se produce en nosotros. Recibimos el fuego y comenzamos a arder. Pero en medio de humo y de crujidos, ¡solo aquéllos que han hecho la experiencia lo saben! Pero cuando el fuego está bien encendido, el humo y los crujidos cesan, y solo la luz continúa reinando. Ese estado es un estado de pureza y el camino que a él conduce es largo, pero el Señor es muy misericordioso y todopoderoso. Ello pone de manifiesto que, cuando un hombre ha recibido en él el fuego de, una constante comunión con Dios debe esperar el esfuerzo y no la paz, pero luego, ese esfuerzo será dulce y fructuoso, mientras que, anteriormente era amargo y estéril.

Desorden o luz interiores

El problema que, más que cualquier otro, debe preocupar a aquél que quiere encontrar a Dios, es el desorden de sus pensamientos y de sus deseos. Debe poner todo su celo en eliminar ese desorden. Sólo existe un medio para lograrlo: adquirir el sentimiento espiritual, es decir el calor del corazón unido al recuerdo de Dios.

Cuando ese calor se encienda en vosotros, vuestros pensamientos se calmarán, vuestra atmósfera interior se aclarará, los primeros movimientos de vuestra alma, buenos o malos os aparecerán con toda claridad desde su nacimiento y tendréis el poder de eliminar inmediatamente lo que sea malo. Esa luz interior se extiende igualmente a las cosas exteriores y revela lo que hay de bueno o malo en ellas; ella proporciona la fuerza de elegir lo que es bueno, a pesar de todos los obstáculos. En una palabra, a partir de ese momento comenzará para vosotros esa vida espiritual auténtica y efectiva que buscasteis hasta ese momento, y que sólo se manifestaba en vosotros de manera esporádica.

Ese deseo de Dios del que os hablaba más arriba trae también un calor, pero un calor temporario que cesa cuando cesa el deseo. Pero el calor del que ahora se trata, por el contrario, es permanente y mantiene la atención del intelecto constantemente fijada en el corazón.

Cuando el intelecto está en el corazón esa unión del intelecto y del corazón realiza de hecho la restauración de nuestro organismo espiritual.

El calor interior constante y la venida del Señor en el corazón

El Señor vendrá a esparcir su luz en vuestro entendimiento, para purificar vuestras emociones y guiar vuestras actividades. Sentiréis en vosotros fuerzas que no conocíais. Esa luz vendrá, imperceptible a los sentidos y a la vista, invisible y espiritual, soberanamente eficaz. El signo de este acontecimiento es el nacimiento de un calor constante en el corazón. Cuando el intelecto permanece en el corazón, este calor constante infunde allí el recuerdo de Dios, os da el poder de permanecer en el interior de vosotros mismos; entonces todas vuestras potencialidades interiores llegan a ser realidades. Aceptáis lo que es agradable a Dios y rechazáis lo que le disgusta. Todas vuestras acciones son cumplidas con una conciencia precisa de lo que Dios quiere que ellas sean; recibís la fuerza de gobernar el curso de vuestra vida, tanto interior como exterior, y os convertís en amo de vosotros mismos. El hombre, en ese estado, es habitualmente más pasivo que activo. Cuando el corazón experimenta conciencia de la presencia de Dios en él, alcanza su plena libertad de acción. Es entonces que se cumple la promesa: "Si el hijo os libera, seréis verdaderamente libres" (Juan 8, 36). Es esto, y no algo totalmente desconocido lo que el Señor os da.

No intentéis medir vuestro progreso

El calor del corazón, del que me habláis en vuestra carta, es algo bueno, algo que es necesario preservar y mantener. Cuando se debilita, debéis reavivarlo, recogiéndoos en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas e invocando al Señor. Para impedir que ella os abandone debéis evitar la dispersión de los pensamientos y las impresiones sensibles incompatibles con ese estado. Evitad que vuestro corazón se ligue a algún objeto visible, que vuestra atención se absorba en una preocupación terrestre. Que vuestra atención esté orientada hacia Dios sin desfallecer; que la firmeza de vuestro cuerpo no se debilite jamás, como la cuerda de un arco, como un soldado en la guardia. Pero lo más importante es orar a Dios y pedirle que conserve esa gracia del calor en vuestro corazón.

Cuando la pregunta: "¿Es esto?", os llega al espíritu, tomad por regla, de una vez por todas, arrojarla sin compasión desde su aparición. Tales pensamientos provienen del enemigo. Si jugáis con esa pregunta, el enemigo os dará sin demora la respuesta: "Ciertamente, es así, ¡lo has logrado!". A partir de ese momento, estaréis sobre una cuerda tensa, os pondréis a alimentar ilusiones y pensaréis que los demás no son buenos para nada. La gracia se desvanecerá, pero el enemigo os hará creer que ella está todavía en vosotros. Esto significa que creeréis poseer algo, cuando, en realidad, no poseeréis absolutamente nada. Los santos Padres han escrito: "No os midáis". Si creéis poder evaluar vuestro progreso, es que comenzáis a querer conocer cuánto habéis crecido. Os lo ruego, evitad esto como el fuego.

Dos tipos de calor

El verdadero calor es un don de Dios, pero hay también un calor natural, fruto de vuestros propios esfuerzos y de vuestras disposiciones pasajeras. Esos dos tipos de calor están tan lejos uno del otro como la tierra alejada del cielo. Al principio no se puede saber claramente de qué tipo de calor se trata; éste se revela solamente más tarde.

Decís que vuestros pensamientos os exceden, que ellos no os permiten permanecer de manera estable en presencia de Dios. Ese es un signo de que el calor no viene de Dios, sino de vosotros mismos. El primer fruto del calor que viene de Dios es reunir todos los pensamientos en uno solo y concentrarlo indefectiblemente sobre Dios, Pensad en la mujer cuyo flujo de sangre cesó repentinamente; igualmente, cuando recibimos de Dios el calor interior, el flujo de nuestros pensamientos se detiene.

¿Qué es necesario hacer entonces? Mantened ese calor natural, pero no le atribuyáis importancia, y ved en él solo una especie de preparación para recibir el calor divino. Luego, sufriendo por la débil resonancia que encuentra en vosotros el calor divino, orad sin cesar y dolorosamente: "¡Ten piedad, no separes de mí tu rostro, haz brillar sobre mí la luz de tu faz!" Al mismo tiempo, limitad el alimento, el sueño, trabajad más, etc. Luego poned todo en las manos de Dios.

El calor del cuerpo.

El calor de la concupiscencia carnal El calor del Espíritu

Según Speransky (7) aquéllos que tienen celo por la vida espiritual comienzan por repetir: "¡Señor, ten piedad!" pero sobrepasan rápidamente esa etapa. Es también lo que hemos experimentado nosotros mismos. El fuego, una vez encendido, arde por sí mismo y nadie sabe de qué se alimenta. Ese es el misterio. Pero cuando entramos en nosotros mismos encontramos el "Señor, ten piedad" en nuestros pensamientos.

Las palabras de esta invocación son: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí", o "Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí". La llama de la que hablo no se enciende inmediatamente, sino solamente después de mucho trabajo, cuando se hace sentir en el corazón un cierto calor que aumenta continuamente y arde, cada vez más vivo, durante la oración interior. La oración ofrecida al Señor desde el fondo de nuestro ser enciende en nosotros ese calor espiritual.

Los Padres hacen una distinción muy neta sobre tres tipos de calor: el calor físico, que es inocente y viene de la concentración de las potencias en la región del corazón por la atención y el esfuerzo; el calor de la concupiscencia carnal, que a veces se produce en nosotros por obra del enemigo; y el calor espiritual, que es sobrio y puro. Este último puede ser de dos tipos: natural, resultante de la unión operada entre el intelecto y el corazón, o producido por la gracia. La experiencia enseña a reconocerlos. Este calor está lleno de delicias, deseamos conservarlo a causa de esta misma dulzura y porque ella establece la armonía en nosotros. Sin embargo, quien se esfuerce por mantener y por acrecentar en sí este calor a causa únicamente de su dulzura, desarrolla en sí mismo una especie de hedonismo espiritual. Es por ello que aquéllos que practican la sobriedad no prestan atención a esta dulzura, sino que se esfuerzan, simplemente, por permanecer firmemente en presencia de Dios, abandonándose a él por completo, poniéndose totalmente en sus manos. No descansan sobre la dulzura nacida de este calor, no ponen en ella su atención. Pero puede suceder que se dedique toda la atención a ese sentimiento de dulzura y de calor y que se obtenga de él un placer análogo al que se siente con una vestimenta o en una habitación muy cálida y que uno se detenga allí, sin tratar de subir más alto. Algunos místicos no van más lejos y consideran que un estado semejante es el más elevado que un hombre pueda alcanzar; los sumerge en una especie de nada, en una suspensión completa de todo pensamiento. Ese es el "estado de contemplación" de algunos místicos.

Interioridad y calor del corazón

El mundo espiritual está abierto para aquél que vive en su interior. Permaneciendo en el interior de sí mismo, y contemplando ese otro mundo, se despierta poco a poco, un calor espiritual, que se hace sentir en el corazón y que nos incita a vivir en adelante en el interior y nos hace tomar conciencia cada vez más neta de la existencia de ese reino interior y espiritual. La vida espiritual madura bajo la acción recíproca de estas dos cosas: la interioridad y el calor del corazón. Aquél que vive en ese sentimiento interior de calor del corazón tiene su intelecto ligado y atado; pero el intelecto de aquél a quien falta ese calor vagabundeará. Es por ello que, si se quiere vivir en el interior, se debe buscar ese calor del corazón; pero es necesario esforzarse también, mediante un intenso esfuerzo, por entrar y permanecer en el interior. He aquí por qué, aquél que busca permanecer recogido solamente en su cabeza, sin calor del corazón, trabaja en vano. Todo se dispersa en un instante.

Es necesario, pues, no sorprenderse si los hombres de ciencia, a pesar de todos sus conocimientos, pasan al lado de la verdad: ellos sólo trabajan con su cabeza.

El calor interior y la celda del corazón

Es muy importante en la vida espiritual experimentar una cierta sensación de calor. Aquél que experimenta esta sensación está siempre en el interior de sí mismo, en la celda de su corazón. Nuestra atención está siempre retenida por la parte más activa de nosotros mismos; y si el corazón es activo, y lo manifiesta por medio de esta sensación de calor, entonces nosotros permanecemos en nuestro corazón.

Conservar el calor del corazón y el recogimiento

Tan pronto como os despertáis por la mañana, cuidad de recogeros interiormente y despertar en vosotros una sensación de calor. Considerad este calor como vuestra condición normal. Tan pronto como ella cesa, podéis estar seguros de que vuestro ser interior no está en orden. Cuando desde la mañana habéis despertado en vosotros este calor y os habéis establecido en el recogimiento, debéis cumplir todos vuestros otros deberes de manera de no destruir ese orden interior y, cuando podáis elegir, haced lo que, por su naturaleza, puede favorecerlo. No hagáis jamás nada que pueda destruirlo, pues sería actuar como si fuerais vuestro propio enemigo. Haceos simplemente un deber el mantener en vosotros el recogimiento y el calor interior, permaneciendo en pensamiento ante Dios. Esta atención, por sí sola, os revelará lo que debéis hacer y lo que debéis evitar.

Encontraréis una ayuda todopoderosa en la Oración de Jesús. Su práctica debería llegar a ser para vosotros tan habitual como para que ella brote continuamente desde lo más profundo de vuestro corazón. Ese hábito no se establecerá en vosotros sin un trabajo asiduo. Si esta práctica todavía no es habitual, debéis comenzar inmediatamente. Tengo la impresión de que no la practicáis fuera de vuestra regla de oración. Ella tiene ciertamente su lugar allí, pero debéis también practicarla constantemente, sentados o en marcha, en la mesa o en el trabajo. Si la Oración de Jesús no está firmemente arraigada en vuestro corazón, dejad todo los demás y no hagáis nada hasta que ella se establezca allí. Esta tarea es muy simple.

Permaneced en una actitud de oración, sentados o de pie ante los iconos, y llevad vuestra atención allí donde se encuentra vuestro corazón. Hecho esto, sin prisa, poneos a recitar la Oración de Jesús, recordando sin cesar la presencia de Dios. Haced esto durante una media hora, una hora, o más. Será penoso al principio, pero una vez que se tiene el hábito, llega a ser tan natural como la respiración.

Cuando hayáis restaurado así el orden en vosotros mismos, la vida espiritual —o, como se dice, la obra espiritual— comenzará a desarrollarse en vosotros. Lo primero que exige es una conciencia pura, irreprochable no solamente respecto a Dios, sino también de los hombres y de vosotros mismos, e incluso frente a las cosas inanimadas. Si una falta mínima se desliza en vuestros pensamientos o en vuestras palabras y turba vuestra conciencia, debéis inmediatamente arrepentiros ante Dios, que lo ve todo y que os devolverá la paz.

Entonces quedará la lucha con los pensamientos, que continuarán bullendo en vosotros como una nube de mosquitos. Deberéis aprender por vosotros mismos a dominarlos; la experiencia os enseñará. Sólo os digo una cosa al respecto: es normal que los pensamientos bullan alrededor de la cabeza, y esto no tiene casi importancia; velad solamente sobre aquellos que os traspasan el corazón como una flecha y dejan allí una marca, como una herida deja una cicatriz. Poneos al trabajo inmediatamente y borrad esa marca con la oración, restableciendo en su lugar el sentimiento contrario. Pero, cuando el calor es preservado, esos casos son raros y sin gravedad.

Todo está en las manos de Dios

Cuando existe celo en el alma, la gracia del Espíritu Santo, como una llama, está también presente. Una llama se alimenta con aceite, y el aceite espiritual es la oración. Tan pronto como la gracia toca el corazón, la semilla de la oración es depositada allí, e inmediatamente el intelecto y el corazón se vuelven hacia Dios. Los pensamientos divinos aparecen con total naturalidad.

La gracia de Dios orienta la atención del intelecto y del corazón hacia Dios y las conserva fijadas sobre él. Como el intelecto no permanece inactivo un instante cuando está orientado hacia Dios, piensa en él. Es por ello que el recuerdo continuo de Dios es el fiel compañero del estado de gracia. El recuerdo de Dios no está jamás ocioso en nosotros, por el contrario, nos lleva irremisiblemente a meditar sobre la perfección de Dios, sobre su bondad, su verdad, su creación, su providencia, sobre la redención, el juicio y la recompensa. Todo este conjunto constituye el universo de Dios, o el reino del espíritu. Aquél que tiene celo permanece siempre en ese reino; a la vez, permanecer en ese reino sostiene y anima su celo. Si queréis permanecer llenos de celo, conservad el estado que he descrito más arriba. Cada elemento de ese reino es como leña para el fuego espiritual. Tenedlo siempre a vuestro alcance y tan pronto como percibáis que el fuego del celo comienza a declinar, tomad madera en vuestra provisión espiritual, reavivad el fuego y todo irá bien. De todos esos movimientos espirituales se desprenderá el temor de Dios y permaneceréis con respeto en la presencia de Dios en vuestro corazón. El temor de Dios es el guardián y el defensor de ese estado de gracia. Mantened en vosotros ese temor divino, reflexionad sobre él e imprimidlo profundamente en vuestra con- ciencia y en vuestro corazón. Vivificadlo constantemente en vosotros y, en cambio, él os dará la vida.

Vuestra buhardilla es exactamente como una celda en el desierto. Os es posible no ver ni escuchar nada. Podéis leer un poco y pensar, podéis pensar un poco y luego orar nuevamente. Eso basta. ¡Si solamente Dios quisiera otorgarnos el calor del corazón y establecerlo en nosotros! Una conciencia pura y un movimiento incesante hacia Dios en la oración, deberían normalmente producirlo. Pero todo está en las manos de Dios.

 

NOTAS

 

1-Este primer texto es de autoría del Obispo Ignacio. 2- Oumilenié: ver Introducción.

3-           El Padre Macario (1788-1860) era starets en la eremita de Optino en Rusia. Muy instruido, gran conocedor en materia patrística estaba en contacto estrecho con todo el movimiento intelectual de su tiempo y ejerció una influencia sobre numerosos escritores rusos tales como Gogol, Komiskov y Dostoievsky.

4-           San Antonio de Egipto (251 — 356), el padre del monaquismo cristiano vivió la mayor parte de su vida como eremita. Es el primero y el más célebre de los starets, y llegó a ser (según la expresión de su biógrafo, San Atanasio de Alejandría), un médico para todo el Egipto. No tenía instrucción y no fue ordenado sacerdote. Hemos conservado un pequeño número de sus cartas.

5-           San Agustín (354-430), obispo de Hipona en África del Norte, autor de las

Confesiones y de la Ciudad de Dios.

6-           San Barsanufio (-540), monje de un monasterio cercano a Gaza, en Palestina, célebre guía espiritual. Con otro monje del mismo monasterio, Juan (— en 530), es autor de más de 800 cartas dirigidas a monjes y laicos.

7-           No se comprende claramente de qué habla Teófano aquí: si del Conde Michel Speransky, el célebre hombre de estado ruso (1772-1839) o de otro Speransky, menos conocido.

 

                                                                                                EL ARTE DE LA ORACIÓN: 

                                                                                                              LOS FRUTOS DE LA ORACIÓN

SAN TEOFANES El Recluso,


Obispo De Vladimir Ytambov

(1815- 1894)

Compilación efectuada

por el Higúmeno Chariton De Valamo

Páginas 76-111


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