EL ARTE DE LA ORACIÓN V: SAN TEOFANES El Recluso, EL REINO DEL CORAZÓN

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Gracia y Paz de parte de Dios nuestro Padre y de Cristo Jesús nuestro Señor. (2 Cor 1, 3).

Compartimos en esta entrada las reflexiones sobre el Arte de La Oración de San Teofanes el recluso. En este apartado San Teofanes nos ayuda a meditar en  el Reino del Corazón a través de 2 puntos importantes:

A)    EL REINO INTERIOR

B)    UNION DEL INTELECTO Y EL CORAZÓN

 La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes. (2 Cor 13,13).

Jhoani Rave Rivera (C.O.P.S.)

 EL REINO DEL CORAZÓN

 

A)   EL REINO INTERIOR


La esencia de la vida cristiana

Las personas se preocupan de la educación cristiana, pero la dejan incompleta. Desdeñan el aspecto más esencial y más difícil y permanecen en lo que es más fácil, lo visible y lo exterior.

Esta educación imperfecta y mal dirigida, forma cristianos que observan lo más correctamente posible todas las reglas y las formas exteriores de una vida devota, pero que se interesan poco o nada en los movimientos interiores del corazón y en el progreso verdadero de la vida interior. Evitan pecar gravemente, pero no velan sobre los pensamientos de su corazón. Se permiten a veces juzgar a los demás, se dejan llevar por el orgullo o la vanagloria, entran en cólera (como si ese sentimiento pudiera ser justificado por una buena causa), se dejan distraer por la belleza o los placeres, ofenden a los demás en sus momentos de irritación, son demasiado perezosos para orar, o se pierden en pensamientos vanos en el momento de la oración. No se turban por tales cosas, considerándolas insignificantes. Van a la iglesia y oran en sus hogares según una regla establecida, se dedican a sus ocupaciones habituales y están perfectamente satisfechos de sí mismos y en paz. Pero no se preocupan casi de lo que pasa en su corazón. Es posible que, durante todo ese tiempo, cultiven malos pensamientos, quitando a su vida, honesta y piadosa, todo el valor que ella pudiera tener.

Tenemos ahora el caso de alguien que conoció algunas debilidades en su vida cristiana. Toma conciencia de sus insuficiencias, constata la imperfección del camino que sigue y la inestabilidad de sus esfuerzos. Se separa entonces de lo que su piedad tenía de formalista para esforzarse en alcanzar una vida interior. Es llevado a ello por la lectura de libros espirituales, por conversaciones con aquellos que conocen la esencia de la vida espiritual o incluso por la insatisfacción que le producen sus propios esfuerzos, por cierta intuición de que algo le falta y que no todo está como debiera.

A pesar de la aparente honestidad de su vida, no ha encontrado la paz. Le falta lo que ha sido prometido a los verdaderos cristianos: "paz y alegría en el Espíritu Santo" (Rom. 14, 17). Una vez que este pensamiento turbador se introduce en él, sus conversaciones con personas experimentadas, o sus lecturas, le revelan lo que no anda bien. Ve el defecto esencial de su vida: su falta de atención a los movimientos interiores de su corazón y su falta de dominio de sí.

Comprende entonces que la esencia de la vida cristiana consiste en permanecer ante Dios con el intelecto unido al corazón, en Cristo Jesús, por la gracia del Espíritu Santo. Llega a ser, entonces, capaz de controlar todos sus movimientos interiores y todas sus acciones exteriores, a fin de ponerlo todo al servicio de la Santa Trinidad, haciendo consciente y libremente una ofrenda de todo su ser a Dios.

Intelecto, corazón, sentimientos

Una vez que se ha tomado conciencia de lo que es verdaderamente la esencia de la vida cristiana y cuando se ha descubierto que se trata de algo que todavía no se posee, el intelecto se pone a trabajar en la esperanza de adquirirlo. Se comienza a leer, a reflexionar y a hablar. Se llega a comprender que la vida cristiana depende de la unión con el Señor. Pero, mientras se reflexiona en esta verdad solamente con la inteligencia, ella permanece lejos del corazón, y no es de ningún modo "sentida". Y, por ese hecho, no da fruto.

Mirad hacia el interior; ¿qué encontráis allí?

En ese momento, el hombre, preocupado, mira hacia el interior de sí mismo: ¿Qué descubre allí? Un vagabundaje de pensamientos y pasiones en incesante movimiento, un corazón frío y duro, la obstinación y la desobediencia, el deseo de hacer todo según la propia voluntad. En una palabra, se descubre interiormente en muy mal estado. Viendo esto, su celo se inflama y pone esfuerzo encarnizados para desarrollar su vida interior, para controlar sus pensamientos y las disposiciones de su corazón.

Los consejos que recibe le demuestran la necesidad de velar sobre sí mismo, de vigilar los movimientos interiores del corazón. Para no aceptar nada malo, es necesario conservar el recuerdo de Dios. Se pone entonces a la obra para llegar a ese recuerdo, para detener tanto el viento como la marea de sus pensamientos. No puede evitar sus malos sentimientos y sus impulsos malvados, del mismo modo que no se puede evitar el mal olor de un cadáver. Su intelecto, tal como un pájaro mojado y transido, no puede elevarse hasta el recuerdo de Dios.

¿Qué hacer entonces? Sed paciente, se le dice, y continuad vuestros esfuerzos. Continúa pues, pero en su corazón todo permanece idéntico. Finalmente, encuentra a alguien experimentado que le explica que todo ese desorden proviene de que sus fuerzas íntimas están divididas. El intelecto y el corazón deben estar unidos, entonces, el vagabundaje de los pensamientos se detendrá y habrá encontrado un timonel para dirigir la barca, una palanca gracias a la cual podrá poner en movimiento todo ese mundo interior.

¿Pero, cómo unir el intelecto y el corazón? Tomad el hábito de pronunciar esta oración: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí", poniendo cuidado en mantener siempre la atención del intelecto en el corazón. Y esta oración, si aprendéis a hacerla bien, o mejor, cuando ella esté injertada en vuestro corazón, os conducirá al fin que deseáis. Unirá en vosotros el intelecto y el corazón, arrancará vuestros pensamientos de su vagabundaje habitual y os dará el poder de dirigir los movimientos de vuestra alma.

De la impotencia a la fuerza.

Un autócrata sobre el trono del corazón

Si todo va bien, aquél que busca a Dios se decide, después de reflexionar, a abandonar sus distracciones y a vivir en la mortificación, inspirado en esto por el temor de Dios y por su propia conciencia. En respuesta a esta resolución, la gracia de Dios que, hasta ese momento no había actuado en él más que desde el exterior, entra en su alma por los sacramentos, y el espíritu de ese hombre, antes débil, está ahora lleno de fuerza.

A partir de entonces, adquiere el discernimiento y la libertad interior; comienza a llevar una vida interior en presencia de Dios, una vida verdaderamente libre, conforme a la razón y dirigida desde el interior. Las importunidades del alma y del cuerpo, y la presión de los acontecimientos exteriores, no lo distraen ya; por el contrario, llega a dominarlos bajo la conducción del Espíritu Santo. Gobierna como un autócrata sobre el trono de su corazón y, desde allí, ordena como deben ser organizadas y realizadas las cosas. Esta soberanía comienza desde el instante de su transformación interior, desde la entrada en él de la gracia, pero ella no alcanza inmediatamente toda su perfección. Sus antiguos amos se introducen por la fuerza y, no solamente provocan desorden en la ciudad, sino que a veces reducen al soberano a la cautividad. Al principio, esto sucede a menudo; pero, un celo lleno de vigor, una atención constante en sí mismo y en su obra espiritual, una sabia paciencia ayudada por la gracia divina, hacen esos desastres cada vez más raros. Finalmente, el espíritu se hace tan fuerte que los ataques de aquellos que anteriormente lo dominaban llegan a ser como un grano de polvo arrojado contra un muro de granito. El espíritu permanece constantemente en sí mismo y en presencia de Dios y, por el poder de Dios, su reino es firme y sin turbación.

La teoría y la práctica; peligroso leer y hablar demasiado

Aquél que busca el reino interior de Dios y una viva comunión con él, trata, naturalmente, de permanecer constantemente en el pensamiento de Dios. Volviendo hacia él todas las potencias de su intelecto, su único deseo es no leer más que lo que le concierne, hablar sólo de él. Sin embargo, todo esto no podría darle lo que busca, a menos de estar acompañado de otras actividades de orden más práctico. Existe un cierto tipo de místicos que se contentan con hablar de esas cosas; son personas de teoría, no de práctica.

La lectura y las conversaciones sobre Dios crean fácilmente un hábito: es más fácil filosofar que orar y velar sobre sí mismo; pero, no se trata más que de una obra intelectual y como el intelecto es particularmente sensible al orgullo, se llega a la estima de sí mismo.

Este hábito crea el riesgo de enfriar el deseo de hacer un esfuerzo práctico y trabar el verdadero progreso por la satisfacción que causa esta actividad mental.

Esa es la razón por la cual los maestros espirituales serios previenen a sus discípulos contra ese peligro y les aconsejan no ocuparse excesivamente de lecturas y conversaciones, en detrimento de otras actividades.

No estéis demasiado ligados a la lectura

Es malo ligarse excesivamente a la lectura. Esto no trae ningún bien, y se corre el riesgo de levantar un muro entre el corazón y Dios, de desarrollar una curiosidad y una sofística igualmente peligrosas.

Encontrar el lugar del corazón

El tiempo de las búsquedas infructuosas termina por pasar, y el feliz buscador encuentra lo que buscaba. Descubre el lugar del corazón y se instala allí con su intelecto en presencia de Dios. Permanece allí como súbdito fiel ante su rey y recibe, de este último, el poder de gobernar su vida interior y exterior, según el buen placer de Dios. En ese momento, el reino de Dios entró en él y comienza a manifestarse en su fuerza natural.

El reino de Dios en nosotros

La espiritualización del alma y del cuerpo

Ahora es necesario comenzar a habituarnos a la oración espiritual. Las primicias de esta oración estimulan nuestra fe, la fe vivifica nuestros esfuerzos y los hace fructuosos; y así la obra se desarrolla con éxito.

Si llegamos al hábito de la oración espiritual, descubriremos que, por la misericordia de Dios, el deseo interior que tenemos de él se hace más frecuente. Sucede finalmente que esta atracción íntima no cesa, y entonces se comienza a vivir interiormente en presencia de Dios de una manera continua. Esto es el advenimiento, en nosotros, del reino de Dios. Agreguemos, sin embargo, que al mismo tiempo comienza un nuevo ciclo de transformaciones en nuestra vida interior, que puede ser llamado la espiritualización del alma y del cuerpo.

Desde el punto de vista psicológico se puede decir esto: el reino de Dios ha nacido en nosotros cuando el intelecto está unido al corazón y ambos adhieren fervientemente al recuerdo de Dios. El hombre, entonces, se dedica a Dios con todas sus facultades y su libertad, como un sacrificio agradable a Dios, y recibe de él el dominio sobre sus pasiones; gracias a esta fuerza que Dios le comunica, gobierna toda su vida interior y exterior en nombre de Dios.

Un amo interior

En vez de concentrar toda la atención sobre su conducta exterior, el asceta debe fijarse, como fin, estar atento y vigilante, y marchar en presencia de Dios. Si Dios lo otorga, experimentaréis enseguida una especie de herida en el corazón; y entonces, lo que deseáis, o algo todavía mejor, vendrá por sí mismo. Un cierto ritmo se pondrá en movimiento y hará progresar todo correctamente, de una manera coherente y apropiada, sin que tengáis siquiera que pensar en ello. Entonces llevaréis vuestro amo en vosotros mismos, más sabio que ningún otro amo de la tierra.

Tres tipos de comunión con Dios

Puede parecer extraño que la comunión con Dios esté todavía por llevarse a cabo, cuando ya se ha recibido el sacramento del bautismo y renovado el sacramento de la penitencia. Además, se ha dicho: "Todos aquellos que han sido bautizados en Cristo han revestido a Cristo" (Ga. 3, 27); "Vosotros estáis muertos (es decir, muertes para el pecado por el bautismo y la penitencia) y vuestra vida está oculta en Dios con Cristo" (Col. 3, 3), Sabemos también que Dios está en todas partes y no lejos de cada uno de nosotros "...si solamente lo buscan como a tientas" (Hechos 17, 27), y que está listo para venir a permanecer en todos aquellos que están preparados para recibirlo. La mala voluntad, la negligencia, el pecado, son los únicos que pueden separarlos de él. Si alguien está arrepentido, ha repudiado sus pecados pasados y se ha entregado enteramente a Dios, ¿qué puede impedir que Dios habite en él?

Para evitar todo malentendido, es necesario distinguir netamente entre los diferentes tipos de unión con Dios. La comunión con Dios comienza desde que nace la esperanza de llegar a ello; se manifiesta en el hombre por el deseo y la esperanza y, de parte de Dios, por la benevolencia, la ayuda y la protección. Pero entonces, Dios es todavía exterior al hombre y el hombre exterior a Dios. No hay compenetración de uno y otro. En los sacramentos del bautismo y de la penitencia, el Señor entra en el hombre por su gracia, establece con él una comunión viviente y le da a gustar toda la dulzura de la divinidad, tan abundantemente y tan intensamente como la experimentan aquellos que han alcanzado la perfección; pero enseguida vela nuevamente esa manifestación de su comunión, no renovándola más que de tiempo en tiempo, ligeramente, sólo como un reflejo, no como el original. Esto deja al hombre en la ignorancia respecto de Dios y de su presencia en él, hasta que no haya alcanzado un cierto grado de madurez, de formación, bajo su dirección plena de sabiduría. Después de esto, Dios revela de manera perceptible su presencia en el espíritu del hombre, que llega a ser, entonces, un templo donde residen las tres Personas de la Santa Trinidad.

Existen de hecho tres tipos de comunión con Dios; la primera, de pensamiento y de intención, se realiza en el momento de la conversión, las otras dos pertenecen al presente; una está oculta, es invisible para los demás y desconocida para nosotros; la otra es evidente tanto para nosotros como para los demás.

Toda nuestra vida espiritual consiste en pasar del primer tipo   de comunión de pensamiento y de intención, a la tercera, que es viviente, real y consciente.

La comunión con Dios debería ser nuestro estado permanente

Sería un error creer que, siendo la comunión con Dios el fin supremo del hombre, sólo nos será acordada tardíamente, por ejemplo, al término de nuestros esfuerzos. No, es aquí y ahora que ella debe constituir nuestro estado constante e incesante. Cuando no estamos en comunión con Dios, cuando no lo sentimos en nuestro interior, debemos reconocer que nos hemos separado de nuestro fin y del camino elegido por nosotros.

La gracia penetra en nosotros por el sacramento de la iniciación

Una comunión mística con nuestro Señor Jesucristo es acordada a los creyentes en el sacramento del bautismo. Mediante los sacramentos del bautismo y la confirmación (1), la gracia penetra en el corazón y permanece luego constantemente en él, ayudándole a vivir como cristiano y a avanzar en la vida espiritual.

Nosotros, que hemos sido bautizados y hemos recibido el sacramento de la confirmación, por ello somos receptores del don del Espíritu Santo. Él está en cada uno de nosotros, sin embargo, no es igualmente activo en cada uno de nosotros.

La gracia y el pecado no habitan juntos

El pecado ha sido arrojado de la fortaleza y la bondad reina en su lugar. La fuerza del mal ha sido quebrada y dispersada.

"La gracia y el pecado no habitan juntos, dice san Diádoco, pero, antes del bautismo, la gracia solicita al hombre desde el exterior, mientras que Satán reina todavía en las profundidades del alma y se esfuerza por cegar todas las salidas del intelecto para impedir que entre allí la justicia; pero desde el momento en que nacemos a la vida nueva, el demonio permanece afuera y la gracia reina en el interior".

Cristo vive en nosotros por los sacramentos

Hacéis esfuerzos encarnizados para habituaros a la oración de Jesús. Que Dios os bendiga. Creed que el Señor Jesucristo está en vosotros, por el poder del bautismo y por la santa comunión, conforme a lo que él mismo prometió. Aquellos que están bautizados han revestido a Cristo, y aquellos que reciben la santa comunión reciben al Señor. "Aquél que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Juan, 6, 56), dice el Señor.

Sólo el pecado mortal nos priva de esta gracia; pero, incluso entonces, podemos recuperarla por el arrepentimiento y la confesión y recibir luego la santa comunión. Debéis creer esto. Si vuestra fe es demasiado débil, orad a Dios para que la acreciente, la haga firme e inquebrantable.

Sed colmados por el Espíritu Santo

El espíritu de la gracia vive en los cristianos desde el momento en que han sido bautizados y recibido el crisma. Y la participación en los sacramentos del arrepentimiento y la comunión ¿no es también el medio de recibir torrentes de gracia?

Aquellos que ya recibieron el Espíritu, es útil que recuerden estas palabras: "No extingáis el Espíritu" (I. Tes. 5, 19). Pero, cómo se puede, además, decirles: "Sed colmados del Espíritu Santo?" (2). La gracia del Espíritu Santo es en verdad, comunicada a todos los cristianos, pues tal es el poder de la fe. Pero el Espíritu Santo, viviendo en los cristianos, no realiza por sí mismo su salvación; colabora con la libre determinación de cada uno. Es en ese sentido que el cristiano puede ofender o extinguir al Espíritu, o contribuir por el contrario a la manifestación perceptible de su acción en él. Cuando esto sucede, el cristiano se siente en un estado extraordinario, que se expresa por una alegría profunda, apacible y dulce, elevándose a veces hasta el alborozo del espíritu: es decir la exultación espiritual. Oponiéndolo a la ebriedad producida por el vino, el Apóstol dice que no debemos buscar esta última, sino la exultación que llama "estar colmado por el Espíritu Santo". El mandato: "Sed colmados del Espíritu Santo" nos exhorta, simplemente, a conducirnos de manera de cooperar con el Espíritu, o bien, de permitirle obrar libremente en nosotros, de manifestarse en nosotros por medio de un toque perceptible.

En sus escritos, los hombres de Dios que fueron favorecidos por esta gracia y que estaban permanentemente bajo la influencia del Espíritu, insisten, sobre todo, en dos cosas que, afirman, son particularmente necesarias para el que quiere alcanzar esas alturas: es necesario purificar el corazón de pasiones y volverse hacia Dios en la oración. El apóstol Pablo subraya esas dos cosas, como lo hace igualmente San Juan Crisóstomo: la oración, dice, permite al Espíritu Santo actuar en el corazón con toda libertad. "Aquellos que cantan salmos se llenan del Espíritu Santo". Más adelante habla de la purificación de las pasiones que conduce al mismo fin: "¿Está en nuestro poder ser colmados del Espíritu Santo? Si, está en nuestro poder. Cuando purificamos nuestra alma de las mentiras, de la crueldad, de la fornicación, de la impureza y de la codicia; cuando nos hemos hecho buenos, compasivos, disciplinados, cuando ya no hay en nosotros blasfemia, ni movimientos desviados, cuando hemos llegado a ser dignos de la gracia, ¿qué puede impedir al Espíritu Santo acercarse a nosotros y posarse en nosotros? Y no solamente se acercará a nosotros, sino que llenará nuestros corazones".

Cada cosa a su tiempo. Hay un orden en el progreso

El Señor, una vez que ha entrado en comunión con el espíritu del hombre, no lo llena completamente en forma inmediata, ni lo habita enteramente. Esto no proviene de una vacilación de su parte, pues él está siempre listo a llenarlo todo si no surge de nosotros, porque en nosotros las pasiones todavía están mezcladas con las potencias de nuestra naturaleza, todavía no fueron ni separadas de ellas ni reemplazadas por las virtudes que se les oponen.

Mientras cada uno pone todo su celo en combatir a sus pasiones, es necesario mantener el ojo del intelecto dirigido hacia Dios. Ese es un principio fundamental que debemos recordar sin cesar si queremos llevar una vida agradable a Dios. Nos servirá para discernir la rectitud o la perversión de las reglas y obras ascéticas que pensamos emprender.

Debemos tener viva conciencia de esta necesidad de estar incesantemente orientados hacia Dios, pues parece que todos los errores cometidos en la vida activa provienen de la ignorancia de ese principio. Por no ver esa necesidad, unos se detienen en lo que constituye el exterior de los ejercicios de devoción y de los esfuerzos ascéticos y otros en la práctica habitual de buenas obras, sin elevarse más alto. Otros, incluso, buscan pasar directamente a la contemplación. Todo esto nos es pedido, pero cada cosa debe ser cumplida en su tiempo. Al comienzo, sólo hay una semilla que luego se desarrolla, no exclusivamente, sino según su tendencia general, según una u otra forma de vida. Es necesario ir progresivamente de las obras exteriores a las obras interiores, y de éstas a la contemplación. Tal es el orden natural y jamás en sentido inverso.

La parábola de la levadura

Recordad la parábola de la levadura oculta en tres medidas de harina. La presencia de la levadura en la pasta no es visible inmediatamente, permanece oculta durante cierto tiempo; más tarde su acción se hace visible; finalmente, penetra toda la pasta. De la misma manera, el reino interior comienza por ser secreto; luego se revela y, finalmente, se abre y aparece en todo su poder. Se revela, como hemos dicho más arriba, por la aspiración espontánea de retirarnos en nosotros mismos y permanecer en presencia de Dios. El alma no actúa ya por sus propias fuerzas, es movida por una influencia exterior. Alguien la toma a su cargo y la guía interiormente. Es Dios, la gracia del Espíritu Santo, el Señor y Salvador; poco importa como lo nombréis, el sentido es siempre el mismo. Dios muestra de ese modo que acepta la ofrenda del alma y desea llegar a ser el amo; al mismo tiempo acostumbra al alma a su dominación, revelándole su verdadera naturaleza. Hasta que siente en él esta aspiración —y ello no se produce de golpe— el hombre parece actuar por sus propias fuerzas, aunque en realidad esté sostenido por la gracia; pero la acción de la gracia permanece oculta. Pone toda su atención y su buena voluntad en recogerse en sí mismo y recordar a Dios, en rechazar los pensamientos malos o inútiles y realizar todos sus deberes de una manera que sea agradable a Dios. Se ejercita y se aplica hasta quedar agotado, pero no consigue nada; sus pensamientos lo distraen, los movimientos de sus pasiones lo dominan, hay desorden y errores en su trabajo. Todo ello se produce porque Dios todavía no ha tomado las cosas en su mano. Pero, tan pronto como lo hace (lo que sucede cuando se es presa de un deseo no deliberado de permanecer en el interior de sí mismo, en su presencia), todo vuelve al orden. Es el signo de que el rey está allí.

La habitación de Cristo en el alma, y la muerte de las pasiones carnales

San Juan Crisóstomo escribió: "Preguntáis: ¿Qué sucederá si Cristo está en nosotros? 'Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo está muerto al pecado, mientras vuestro espíritu vive para la justicia” (Rom. 8, 10)" (3).

Si no tenéis en vosotros el Espíritu Santo, ya veis el mal que de ello resulta: la muerte, la enemistad respecto a Dios, la imposibilidad de serle grato sometiéndoos a su ley y de pertenecer a Cristo y poseerlo en vosotros. Ved también qué dulce es ser el templo del Espíritu, pertenecer a Cristo, llevarlo en sí con los ángeles; pues tener un cuerpo muerto al pecado significa el comienzo de la vida eterna, la posesión, en esta vida, de la garantía de la resurrección y la fuerza para avanzar por el camino de la virtud. Notad que el Apóstol no dice solamente "el cuerpo está muerto"; él agrega "al pecado"; comprended bien que es el pecado de la carne el que está muerto, no el cuerpo mismo. No es el cuerpo en tanto tal, al que se refiere el Apóstol. Por el contrario, quiere que el cuerpo, aunque muerto, esté siempre vivo. Cuando nuestro cuerpo, en lo que se refiere a las reacciones carnales, no difiere de aquellos que yacen en la tumba, se trata de un signo seguro de que poseemos en nosotros al Hijo y que el Espíritu permanece en nosotros.

Igual que las tinieblas no pueden habitar con la luz, todo lo que es carnal, apasionado y malo, no puede permanecer en presencia de nuestro Señor Jesucristo y de su Espíritu; pero, igual que la existencia del sol no excluye la de las tinieblas, la presencia del Hijo y del Espíritu no destruye inmediatamente todo lo que es malo y apasionado en nosotros; ella, simplemente, despoja al pecado del poder que ejercía sobre nuestra voluntad. Cuando una ocasión se presenta, los elementos apasionados e inclinados al mal que llevamos en nosotros se manifiestan y solicitan nuestra conciencia y nuestra voluntad. Si nuestra conciencia les presta atención existe un gran riesgo de que nuestra voluntad se vuelva igualmente hacia ellos. Pero si, en ese momento, nuestra conciencia y nuestra voluntad vigilan esas inclinaciones y se alinean del lado del espíritu, si ellas se vuelven hacia nuestro Señor y su Espíritu, todo lo que existía en nosotros de carnal y apasionado será inmediatamente llevado como el humo por el viento. Esto muestra que la carne está muerta y no tiene fuerzas.

He aquí pues una regla general para todos los cristianos cualquiera sea la etapa de la vida espiritual en que se encuentren: si alguien permanece firmemente con su conciencia y su voluntad, del lado del espíritu, en una unión viviente y consciente con nuestro Señor y su Espíritu, nada carnal o apasionado podrá subsistir en él, no más que las tinieblas ante el sol o el frío frente al fuego. En ese caso, la carne está completamente muerta y sin movimiento. Es de ese estado del que habla San Pablo en el texto citado por San Juan Crisóstomo. San Macario de Egipto, por su parte, también lo describe más de una vez.

La regla que debemos seguir en la vida espiritual está bien descrita por San Hesiquio. La esencia de su enseñanza es esta: "Cuando la carne y las pasiones se levantan, separaos de ellas con desprecio y disgusto y volveos en la oración hacia nuestro Señor Jesucristo que está en vosotros. Entonces, lo que es carnal y apasionado desaparecerá inmediatamente”.

Tres tipos de actividad: del intelecto, de la voluntad, del corazón

Existen tres tipos de actividades practicadas por las potencias del alma. Cada una de ellas se adapta al mismo tiempo a los movimientos del espíritu y conduce a un tipo particular de sentimiento espiritual. Cada una consolida también las condiciones iniciales del recogimiento incesante. Esas actividades son: la actividad intelectual, que conduce a la concentración de la atención; la actividad de la voluntad, que conduce a la vigilancia; y la actividad del corazón, que conduce a la sobriedad. La oración abraza todas esas actividades y las unifica, pues ella no es, en sí misma nada más que actividad interior. Son las distintas actividades las que, penetradas de elementos espirituales, ligan el alma al espíritu y los unen. Todo esto muestra hasta qué punto todas ellas son fundamentalmente necesarias, y hasta qué punto aquellos que las desprecian están en el error.  Ellos son responsables de la esterilidad de sus esfuerzos; luchan, pero no ven los frutos de esa lucha, entonces pierden su fervor y ese es el fin de todo.

Habitar el mundo de Dios

Cuando hemos alcanzado esa interioridad continua, llegamos a ser capaces de habitar el mundo de Dios. Lo contrario es, por otra parte, igualmente verdadero: cuando esta habitación en otro mundo se hace constante, la interioridad es también permanente.

Dos condiciones previas: la interioridad y la visión

Si queremos que nuestro intelecto y nuestro corazón sean bien dirigidos sobre el camino de la salvación, hay dos condiciones previas, esencial y absolutamente necesarias: la interioridad y la visión del mundo espiritual. La primera nos introduce en una cierta atmósfera espiritual y la segunda nos implanta allí más firmemente, en un clima favorable al mantenimiento de esa trama de vida. Se puede entonces decir que nuestra única preocupación debería ser cumplir esos dos estados preparatorios y que la continuación vendrá por sí misma. Se escucha a menudo a ciertas personas quejarse de que su corazón es duro, y esto no tiene nada de sorprendente. Ellos no se recogen, y no están, por lo tanto, habituados a la percepción interior de sí mismos. No llegan a establecerse allí donde deberían estar, no conocen el lugar del corazón; ¿cómo podrían dirigir su vida y sus actividades como conviene? Es como arrancar el corazón y exigir al mismo tiempo que la vida continúe.

El ojo del espíritu

El fin del espíritu, como lo muestran sus manifestaciones, es mantener al hombre en contacto con Dios y con las realidades divinas, independientemente de todos los fenómenos visibles que lo rodean. Para poder alcanzar ese fin, es necesario que el espíritu tenga naturalmente un conocimiento de Dios y de las realidades divinas, así como la aspiración a una forma de vida bienaventurada, revelándose por la imposibilidad de encontrar su felicidad en las cosas materiales.

Esta visión espiritual existía, se debe pensar, en el primer hombre hasta el momento de la caída. Su espíritu veía clara mente a Dios y a todas las cosas divinas, tan claramente como vemos hoy un objeto colocado frente nuestro. Pero después de la caída, los ojos del espíritu fueron cegados, y el hombre cesó de ver lo que anteriormente veía con tanta naturalidad. El espíritu permanece, sin embargo, y tiene ojos, pero estos están cerrados; es como un hombre cuyos párpados estuvieran soldados: el ojo está intacto, él quisiera ver la luz y aspira a ello, siente que ella existe, pero sus párpados sellados no le permiten entrar en contacto directo con ella. Tal es el estado del espíritu del hombre después de la caída. El hombre ha intentado reemplazar la visión del espíritu por la visión del intelecto, por construcciones mentales abstractas, por ideologías, pero esto ha sido sin resultado, como lo prueban todas las teorías metafísicas de los filósofos.

El paraíso perdido y el paraíso recuperado

Finalmente, ¡habéis comenzado a comprender lo que significa la verdadera paz! Dios sea bendecido. ¿Qué os falta ahora? Debéis continuar avanzando hacia ese reino donde habita la paz. Buscad el paraíso perdido, a fin de poder cantar el himno de alegría del paraíso recuperado. He aquí todo lo que debe ocuparos. Todo lo que existe, afuera y al lado de esta paz, está vacío. Esta paz no está lejos, está casi a vuestro alcance, pero debéis desearla, y desearla no es algo fácil. Que la Madre de Dios y vuestro ángel guardián os ayuden.

La regla interior de Cristo Rey

El reino de Dios está en nosotros cuando Dios reina en nosotros, cuando, muy en el fondo de sí misma, el alma confiesa que el Señor es su amo y le somete todas sus potencias. Entonces, él actúa en ella según su buen placer (FiL, 2, 13). Ese reino comienza desde el momento en que decidimos servir a nuestro Creador en nuestro Señor Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo. Entonces, el cristiano ofrece a Dios su conciencia y su libertad, lo que constituye la substancia esencial de nuestra vida humana, y Dios acepta ese sacrificio. De esa manera la alianza del hombre con Dios se cumple, y también aquella de Dios con el hombre. La unión que fue quebrada por la caída, y continúa siéndolo por nuestros pecados voluntarios, es finalmente restablecida. Esa alianza interior que es sellada y confirmada, recibe, en el sacramento del bautismo - y para aquellos que han pecado después del bautismo, en el de la penitencia - la fuerza de mantenerse por el poder de la gracia. A continuación, ella es constantemente fortalecida por la santa comunión.

Todos los cristianos viven así y, por consiguiente, todos llevan en sí mismos el reino de Dios. Esto quiere decir que obedecen a Dios como su rey y están gobernados por Dios como por un rey.

Cuando se habla del reino de Dios en el interior de sí mismo, se debe siempre agregar: "en el Señor Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo". Es este el signo del cristiano: el reino de Dios está en su interior. Dios es rey sobre todas las cosas, es el creador de todas las cosas, y en su providencia vela sobre todas las cosas; pero reina verdaderamente en las almas y es verdaderamente reconocido como rey cuando se encuentra restablecida esta unión entre el alma y él, que había sido rota por la caída. Y esta unión es realizada por el Santo Espíritu, en el Señor Jesucristo, nuestro salvador.

 

B)    UNION DEL INTELECTO Y EL CORAZÓN

 

Granos de polvo

Recogeos en vuestro corazón y permaneced ante el Señor. Y

señalad el menor grano de polvo. Orad, y que Dios acoja vuestra oración.

Velar sobre el corazón con discernimiento

La atención a lo que sucede en el corazón y a lo que llega a él, es la obra esencial de una vida cristiana bien ordenada. Gracias a esta atención se establece una relación normal entre el mundo interior y el mundo exterior. Pero es necesario, siempre, que esta atención esté acompañada de discernimiento, para que sea posible comprender qué pasa en nuestro interior y que es lo que las circunstancias exteriores requieren. La atención sin el discernimiento no sirve para nada.

Velad sobre la imaginación

En el orden natural, cuando se busca adquirir el control de las fuerzas espirituales, el camino que va desde el exterior hacia el interior está bloqueado por la imaginación. Para alcanzar nuestro objetivo interior, debemos sobrepasar la imaginación. Si no ponemos cuidado en esto, nos arriesgamos a atascarnos en la imaginación y permanecer allí, teniendo la impresión de haber entrado en nosotros mismos mientras que, en realidad, estaremos siempre afuera, es decir en el pórtico de los Gentiles. En sí mismo, esto no sería demasiado grave si no fuera porque ese estado se encuentra casi siempre acompañado por la ilusión.

Es inútil repetir que todo el fin de aquellos que tienen celo en la vida espiritual es entrar en relación verdadera con Dios; ahora bien, esta relación se realiza y se manifiesta por la oración. Es por la oración que nos elevamos a Dios, y las etapas de la oración son las etapas por las cuales pasa nuestro espíritu en su búsqueda de Dios. La regla más simple es no formarse ninguna imagen cuando se quiere orar, recoger el intelecto en el corazón, y permanecer ante Dios con la convicción de que está allí, muy cerca; que nos ve y nos escucha, y esta convicción nos arrojará a tierra ante aquél que es terrible en su majestad y al mismo tiempo tan cercano en su amor. Las imágenes, por sagradas que puedan ser, retienen la atención afuera, siendo que, en el momento de la oración, ella debe estar en el corazón. La concentración de la atención en el corazón, he aquí el punto de partida de toda verdadera oración. Y puesto que la oración es el camino de acceso a Dios, si nuestra atención se desvía y sale del corazón, ello significa que ya no estarnos en el buen camino y que hemos dejado de subir hacia Dios.

Descended de vuestra cabeza a vuestro corazón

Debéis descender de vuestra cabeza a vuestro corazón. Por el momento, vuestros pensamientos están en vuestra cabeza; Dios parece estar fuera de vosotros; también vuestra oración y todos vuestros ejercicios espirituales permanecen siendo exteriores. En tanto que estéis en vuestra cabeza, no podréis dominar vuestros pensamientos, que continuarán bullendo como la nieve bajo el viento del invierno o como los mosquitos durante los calores del verano. En el estadio en que estáis, la soledad y la lectura son dos poderosas ayudas.

Un mercado bien surtido

Cuando oráis con sentimiento, ¿dónde se encuentra vuestra atención, sino en el corazón? Obtened el sentimiento y adquiriréis también la atención. La cabeza es un mercado de pulgas llenado por la multitud. No se puede orar a Dios en ese lugar. Si en ciertos momentos la oración va bien y se prosigue como por propio impulso, es un buen signo, ello quiere decir que comienza a injertarse en el corazón. Tened cuidado de no dejar que vuestro corazón se ate y esforzaos por mantener a Dios en la memoria, por verlo ante vosotros y trabajar en su presencia.

En el corazón se encuentra la vida, y es allí donde es necesario vivir

Recuerdo que me habéis escrito que sufríais cuando tratabais de mantener vuestra atención. Eso es lo que sucede cuando sólo se trabaja con la cabeza; pero si descendéis en el corazón, no tendréis ninguna dificultad. Vuestra cabeza se vaciará y vuestros pensamientos callarán. Ellos están siempre en la cabeza, se persiguen los unos a los otros y no se llega a controlarlos. Pero si entráis en vuestro corazón, y sois capaces de permanecer allí, entonces cada vez que los pensamientos os invadan, no tendréis más que descender a vuestro corazón y los pensamientos huirán. Os encontraréis en un abra reconfortante y segura. No seáis perezosos, descended. Es en el corazón donde se encuéntrala vida, es allí donde debéis vivir. No imaginéis que se trata de algo que se refiere sólo a los perfectos. No, ello concierne a todos aquellos que han comenzado a buscar al Señor.

Todo el misterio secreto de la vida espiritual

¿Cómo se debe interpretar la expresión "concentrar el intelecto en el corazón?" El intelecto está allí donde se encuentra la atención. Concentrar el intelecto en el corazón quiere decir establecer la atención en el corazón y ver mentalmente ante sí al Dios invisible y siempre presente. Esto significa volverse hacia él en la alabanza, la acción de gracias y la súplica mientras se vela para que nada exterior penetre en el corazón. Ese es todo el secreto de la vida espiritual.

El principal esfuerzo ascético consiste en separar el corazón de todo movimiento pasional y al intelecto de todo pensamiento apasionado. Debéis mirar en vuestro corazón y arrojar de allí todo lo malo. Haced todo lo que está proscripto y entonces seréis casi una monja y tal vez, lo seréis totalmente. Se puede ser monja sin vivir en un convento, mientras que, viviendo en un convento, una monja puede ser mundana.

La ermita del corazón.

Diferentes tipos de sentimientos en la oración

Soñáis con una ermita, pero ya la tenéis, pues vuestra ermita está allí donde estéis. Sentaos en silencio y decid: "¡Señor, ten piedad!".

¿Si os aisláis del resto del mundo, cómo cumpliréis la voluntad de Dios? Simplemente preservando en vosotros el estado interior que debe ser el vuestro. ¿Y cuál es? Es el recuerdo incesante de Dios, mantenido con temor y piedad, y acompañado por el pensamiento de la muerte. El hábito de marchar en presencia de Dios y recordarlo es el aire que se respira en la vida espiritual. Puesto que somos creados a imagen de Dios, ese hábito nos debería resultar totalmente natural; si está ausente, es porque hemos caído lejos de Dios. Esa caída nos obliga a luchar por adquirir el hábito de vivir en su presencia. Todo nuestro esfuerzo ascético debe consistir en permanecer conscientemente a la presencia de Dios. Sin embargo, hay, además, otras actividades secundarias que son, también, parte de la vida espiritual, y es necesario esforzarse por dirigir esas actividades hacia su verdadero fin. Ya sea la lectura, la meditación o la oración, todas nuestras actividades, todas nuestras ocupaciones y nuestros contactos, deben ser conducidos de tal manera que no nos distraigan de la presencia de Dios. El fondo de nuestra conciencia y de nuestra atención debe estar siempre concentrada en el recuerdo de Dios. El intelecto está en la cabeza y los intelectuales viven siempre en la cabeza. Viven cerebralmente y sufren una incesante turbulencia de pensamientos. Esa turbulencia no permite a la atención concentrarse sobre un solo pensamiento. El intelecto no puede, en tanto está en la cabeza, concentrarse únicamente en el recuerdo de Dios. Es necesario volver a traerlo a cada instante. Esa es la razón por la cual aquellos que desean establecer en sí mismos ese pensamiento único de Dios deben abandonar su cabeza, descender con el intelecto en el corazón, y permanecer allí en una atención continua. Es, entonces, solamente cuando el intelecto está unido al corazón, que es posible esperar tener éxito en mantener el recuerdo de Dios.

He aquí el fin que debéis tener constantemente ante los ojos y hacia el cual debéis avanzar. No penséis que esta tarea sobrepasa vuestras fuerzas, pero no os la figuréis tampoco tan fácil que os bastará desearla para obtenerla. La primera cosa que se debe hacer es atraer el intelecto hacia el corazón recitando vuestras oraciones con el sentimiento que corresponde a su sentido, pues son los sentimientos del corazón los que, habitualmente, gobiernan al intelecto. Si hacéis bien ese primer paso vuestros sentimientos se adaptarán al contenido de vuestra oración. Pero, además de esa primera clase de sentimientos, existen otros, mucho más fuertes y más dominantes, sentimientos que cautivan a la vez nuestra conciencia y nuestro corazón, sentimientos que encadenan el alma y no le dejan ninguna libertad porque retienen toda la atención. Ellos son de un género particular y, tan pronto como hacen su aparición, el alma comienza a orar por sí misma con sus propias palabras y sus propios sentimientos. Es necesario no interrumpir jamás esta efusión de sentimientos y de oraciones que nacen en el corazón; no intentéis continuar, sino deteneos inmediatamente, pues debéis dejarlos en total libertad para expresarse, hasta que se hayan agotado y vuestras emociones hayan retornado a su nivel habitual. Esta segunda forma de oración es más poderosa que la primera y sumerge el intelecto en el corazón más rápidamente. Sin embargo, ella no puede manifestarse más que después de la primera, o al mismo tiempo.

Mi corazón estará inquieto hasta el día de su reposo en ti

Dios os pide, tal vez, la rendición final de vuestro corazón, y vuestro corazón languidece ante él. Sin Dios, jamás estará satisfecho. Examinaos desde ese punto de vista. Tal vez encontraréis allí la puerta de la casa de Dios.

La sala de recepción del Señor

¿Buscáis al Señor? Buscad, pero buscad en vosotros. No está lejos de cada uno de nosotros. El Señor está cerca de todos aquellos que lo buscan sinceramente. Encontrad un lugar en vuestro corazón y, allí, hablad con el Señor. Es vuestro corazón el que constituye la sala de recepción del Señor. Quien encuentra al Señor, lo encuentra allí. Él no ha elegido otro lugar para encontrarse con las almas.

La atención interior y la soledad del corazón

Preserváis la atención interior y la soledad del corazón. Que Dios os ayude a permanecer siempre así, pues es lo más importante en nuestra vida espiritual. Cuando la conciencia está en el corazón, allí también se encuentra el Señor. Ambos se unen entonces, y la obra de la salvación avanza con éxito. La entrada del corazón se encuentra cerrada para los malos pensamientos, las impresiones y las emociones mundanas. El nombre del Señor, por sí mismo, dispersa todo lo que le es extraño y atrae todo lo que le está emparentado.

¿Qué tenéis que temer por encima de todo? La estima de sí, la satisfacción de sí, la infatuación de sí, y todo lo que gira alrededor del yo.

Trabajad para vuestra salvación, con temor y temblando. Encended en vosotros y conservadlo, un espíritu contrito y un corazón humilde y arrepentido.

Cómo llegar al discernimiento de los pensamientos

El camino de la salvación os parece todavía oscuro. Leed el primer parágrafo de Piloteo el Sinaíta en la Filocalia, y ved lo que él aconseja. El pide una cosa, y sólo una, pues esta única cosa reúne y ordena todo. Intentad organizaras como recomienda Piloteo y el orden divino se establecerá en vosotros, lo comprenderéis claramente. Esta cosa única consiste en recogeros con atención en vuestro corazón y permanecer allí ante Dios, en adoración. Ese es el comienzo de la sabiduría espiritual.

¿Deseáis llegar a ser más expertos en el discernimiento de los pensamientos? Descended de vuestra cabeza a vuestro corazón. Entonces veréis claramente todos vuestros pensamientos a medida que aparezcan ante los ojos de vuestro intelecto, cuya clarividencia estará agudizada. Pero, en tanto no hayáis descendido en vuestro corazón, es inútil esperar alcanzar el verdadero discernimiento de los pensamientos.

¿Qué significa estar con el intelecto en el corazón?

Me preguntáis que quiere decir "estar con el intelecto en el corazón". Significa lo siguiente: ¿Sabéis dónde se encuentra vuestro corazón? ¿Cómo podríais no saberlo, habiéndolo ya aprendido? Entonces, manteneos allí con atención, permaneced allí con firmeza; así vuestro intelecto estará en vuestro corazón. El intelecto es inseparable de la atención. Allí donde se encuentra uno, el otro se encuentra también.

Me habéis escrito que sentís a menudo un fuego en vuestro corazón cuando leéis el Acathiste de nuestro muy dulce Señor Jesucristo. Que vuestra atención esté allí donde sentís ese fuego; permaneced allí, no solamente durante la oración, sino en todo tiempo. No basta simplemente orar, es necesario que estéis plenamente consciente de estar frente a Dios, bajo su mirada que todo lo ve, que penetra en las profundidades secretas de vuestro corazón; y para permanecer así, esforzaos en despertar en vosotros cálidos sentimientos de temor de Dios, de amor, de esperanza, de devoción, de contrición. Allí se encuentra el principio fundamental del orden interior. Velad, y tan pronto como veáis ese orden un poco turbado, apresuraos a corregir ese estado.

El corazón es el hombre profundo

El corazón es el hombre profundo, el espíritu. En él se encuentran la conciencia, la idea de Dios y de nuestra dependencia total respecto de él, y todos los tesoros eternos de la vida espiritual.

No preguntéis cómo

¿Dónde está el corazón? Allá donde sentís tristeza, alegría, cólera, y las demás emociones. Permaneced allí con atención. El corazón físico es un músculo de carne; pero no es la carne quien siente, sino el alma. El corazón carnal no es más que el instrumento de esos sentimientos, como el cerebro lo es de la inteligencia. Permaneced en el corazón, creyendo firmemente que Dios también está allí, pero no preguntéis cómo es eso. Orad y estad seguros que en el tiempo señalado, el amor será despertado en vosotros por la gracia de Dios.

El hombre oculto del corazón

El espíritu de sabiduría y de revelación, y un corazón purificado, son dos cosas diferentes. El primero viene de lo alto, de Dios; el segundo viene de nosotros. Sin embargo, sobre el camino que conduce al conocimiento cristiano, están inseparablemente unidos, y ese conocimiento no puede adquirirse si ambos no están juntos. El corazón sólo, a pesar de todas las purificaciones —si la purificación fuere posible sin la gracia—, nos dará la sabiduría y, a su vez, el espíritu de sabiduría no vendrá a nosotros si no tenemos un corazón puro para recibirlo.

Lo que se entiende aquí por "el corazón", es el hombre interior. Tenemos en nosotros, un "hombre interior" según San Pablo o, según San Pedro, "el hombre oculto del corazón". Se trata del espíritu, a la imagen de Dios, que fue insuflado en el primer hombre y que permanece en nosotros, incluso después de la caída. Se manifiesta por el temor de Dios, que está fundado sobre la certidumbre de su existencia y la conciencia de nuestra total dependencia respecto de él, por las aspiraciones de nuestra conciencia y la insatisfacción que nos produce todo lo que es material.

Una palanca que todo lo dirige

La palanca que dirige todas nuestras actividades es el corazón. Es en él donde se forman las convicciones y las simpatías que determinan nuestra voluntad y le dan fuerza.

La vida del corazón

Nadie puede comandar al corazón. Tiene su propia vida, sus alegrías y sus penas, y nadie puede nada al respecto. Sólo el Amo de todo, que tiene todas las cosas en su mano, tiene el poder de entrar en el corazón, de despertar allí sentimientos independientemente de sus móviles naturales.

En casa: en el corazón

¡Mis felicitaciones por vuestro feliz retorno a vuestra casa! Después de una ausencia, la casa es un paraíso. Todo el mundo siente esto de la misma manera. Experimentamos exactamente lo mismo cuando, después de una distracción, volvemos a la atención y a la vida interior. Cuando estamos en el corazón estamos en nuestra casa; cuando no estamos allí, estamos sin domicilio. Y es de esto, por, sobre todo, que debemos preocuparnos.

Porqué ha sido creado el hombre

No se debe permanecer sin trabajar, ni siquiera un momento. Pero existe el trabajo del cuerpo, que es visible, y existe el trabajo mental, que es invisible. Es esta segunda forma de trabajo la que constituye el verdadero trabajo. Consiste esencialmente en un recuerdo incesante de Dios, unido a la oración del intelecto en el corazón. Nadie lo ve, y, sin embargo, trabaja con una energía sin desfallecimiento. Eso es lo único necesario. Una vez que se está allí, ningún trabajo debe preocuparnos.

El primer decreto divino ordena al hombre vivir en una unión vital con Dios; y ella consiste en vivir en Dios con el intelecto en el corazón: así, quien se propone alcanzar esta vida, - y más todavía aquél que participa en ella en una cierta medida -, puede considerarse que ha encontrado el fin para el cual fue creado.

Aquellos que buscan estar unión vital deben comprender la naturaleza de lo que intentan y no sentirse turbados si no logran cosas importantes en el dominio exterior. Esta obra encierra en sí misma todas las otras actividades.

Alguien que está siempre allí

"Intento tomar coraje". Que Dios os ayude. Sin embargo, no olvidéis lo más importante: recogeros con el intelecto en el corazón. Dirigid todos vuestros esfuerzos en ese sentido. El único medio de lograrlo es intentar permanecer con la atención en el corazón, recordando que Dios está en todas partes y que su mirada penetra en vuestro corazón. Creed firmemente que, aunque estéis solos hay siempre, no solamente cerca de vosotros, sino en vosotros, alguien que os mira y sabe todo lo que sucede en vuestro interior. Lo que os escribí concerniente a la recitación frecuente de la Oración de Jesús durante la jornada se revelará como un medio muy poderoso para alcanzar ese fin. Orad pues, durante diez o quince minutos cada vez; es mejor poneros en actitud de oración, haciendo inclinaciones o no, según lo que os parezca mejor. Trabajad así y orad a Dios para que vele a fin de acordaros la gracia de saber lo que significa '"tener una herida en el corazón", como dice el Padre Partheno. Esto no sucede al primer intento. Os será necesario, tal vez un año o más de trabajo asiduo, antes de que se manifieste alguna cosa. Que Dios os bendiga en esta obra y sobre esta ruta. No veáis en esto algo secundario, sino la tarea principal de vuestra vida.

Permanecer en presencia del Señor invisible

Velar sobre el corazón, mantenerse con el intelecto en el corazón, descender de la cabeza al corazón, todo esto es lo mismo. El núcleo de ese trabajo es reunir la atención y permanecer en presencia del Señor invisible, no en la cabeza sino en el pecho, cerca del corazón y en el corazón. Cuando llegue el calor divino, todo esto estará claro para vosotros.

Reuníos en vosotros mismos

Reuníos en vosotros mismos y tratad de no abandonar el corazón, pues el Señor se encuentra allí. Intentad arribar a ello, trabajad en ello. Cuando hayáis alcanzado ese estado, comprenderéis cuan precioso es.

Un bebé en los brazos de su madre

El hecho de que seáis conducidos por el sentimiento, o que experimentéis sentimientos espirituales, no significa que estéis firmemente establecidos con la atención en el corazón pues, cuando se alcanza ese estado, el intelecto permanece constantemente en el corazón, en presencia del Señor, con temor y temblando, y no experimenta ningún deseo de andar por allí, lo mismo que un bebé no desea moverse cuando descansa en los brazos de su madre. Que Dios os ayude a lograrlo.

La Oración de Jesús une el intelecto al corazón

Todo vuestro desorden interior proviene de la disociación de vuestras potencias; el intelecto y el corazón van cada uno por su lado. Debéis reunidos; entonces el tumulto de vuestros pensamientos cesará y tendréis un piloto para dirigir vuestra barca, una palanca que pondrá en movimiento vuestro mundo interior.

¿Cómo se puede lograr esta unión? Tomad el hábito de pronunciar estas palabras con el intelecto en el corazón: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí", y esta oración, cuando hayáis aprendido a decirla como conviene o, mejor dicho, cuando esté injertada en vuestro corazón, os conducirá al fin deseado; unirá vuestro intelecto y vuestro corazón', detendrá la turbulencia de vuestros pensamientos y os dará el poder de gobernar todos los movimientos de vuestra alma.

La piscina de Bethesda

Tanto tiempo como dura vuestro desorden interior, incluso si oráis, vuestro corazón permanece frío, es movido raramente por un sentimiento de calor y una oración ferviente. Cuando esta confusión interior es dominada, el calor de la oración llega a ser constante y el corazón se enfría sólo raramente, siendo, además, este estado, rápidamente superado al volver pacientemente a la regla de vida y a las ocupaciones que despiertan ese sentimiento de calor. La actitud del corazón hacia los ataques de la vanidad y de las pasiones, será también muy diferente. ¿Quién puede dejar de sentir dichos ataques? Sólo que, anteriormente, ellos penetraban en el corazón, tomaban posesión de él y lo cautivaban por la fuerza, de tal modo que él estaba constantemente sucio por el placer que obtenía de los malos pensamientos, aún si ellos no lo llevaban al pecado. Ahora, cuando el ataque se prepara, el guardián, la atención, se mantiene permanentemente a la entrada del corazón y, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, rechaza al enemigo. Sólo muy raramente el enemigo logra introducir en el alma alguna tentación, esta es, por otra parte, inmediatamente notada, rechazada, purificada por el arrepentimiento, y no queda de ella ningún rastro.

Durante el período de búsqueda, antes que se alcance este estadio, se pasa años sentado al borde del agua, como el enfermo de la piscina de Bethesda, implorando "No tengo a nadie para que me arroje al agua (Juan, 5, 7). ¿Cuándo llegará el Salvador de Israel, él, que puede arrojarnos en la piscina de aguas vivificantes? ¿Cómo es posible que él, que hemos acogido en nosotros, nos haga languidecer así? Es nuestra propia falta, él está en nosotros, pero nosotros no estamos en su presencia. Es por ello que debemos volver a entrar en nosotros mismos para encontrarlo. Hemos leído bastante, ahora nos es necesario actuar; bastante hemos mirado como los otros avanzan, nos es necesario marchar.

La manera de respirar

Hacer descender el intelecto en el corazón por medio de la respiración, se propone a aquellos que no saben dónde concentrar su atención, ni donde se encuentra el corazón; pero si sabéis, sin este método, encontrar el corazón, id por vuestro propio camino. Una sola cosa cuenta: estableceros en el corazón.

El tesoro oculto

Que Dios os ayude a estar plenamente vivos y a conservar la sobriedad. Pero no olvidéis lo principal: unir la atención y el intelecto al corazón y permanecer allí, constantemente en presencia del Señor. Todo esfuerzo que hagáis en la oración debe ser dirigido hacia ese lado. Orad al Señor para que os otorgue esta gracia; es el tesoro escondido, la perla inapreciable.

 

NOTAS

1-   En la Iglesia ortodoxa, el recién bautizado es inmediatamente ungido con el santo crisma. El sacerdote hace el signo de la cruz con el crisma sobre las diferentes partes del cuerpo diciendo: "El sello del don del Espíritu Santo". El sacramento de la unción con el crisma es equivalente de la confirmación en Occidente.

2-   "No os embriaguéis con el vino, pues en él está la lujuria, sino sed llenos del Espíritu" (efe. 5, 18)

3-   En la versión autorizada, se lee: "Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo está muerto por causa del pecado, pero el espíritu es vida a causa de la justicia". La argumentación de Crisóstomo supone una traducción algo diferente, en la que "a causa del pecado", se reemplaza por "al pecado".

 

 Fuente:

 EL ARTE DE LA ORACIÓN:

SAN TEOFANES El Recluso,

EL REINO DEL CORAZÓN

 Obispo De Vladimir Ytambov

(1815- 1894)

Compilación efectuada

por el Higúmeno Chariton De Valamo

Páginas 113-139

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